Como
sea que dentro de la casa hacía calor y las estancias estaban atestadas, como
sea que en una noche como aquélla no había riesgo de humedad, como sea que los
farolillos chinos parecían pender como frutos rojos y verdes, en el fondo de un
bosque encantado, el señor Bertram Pritchard llevó a la señora Latham al
jardín.
El
aire libre y la sensación de hallarse fuera de la casa dejaron un tanto
desorientada a Sasha Latham, la alta y hermosa señora de aspecto algo
indolente, la majestad de cuya apariencia era tan grande que poca gente llegó a
advertir que se sentía totalmente incapaz y torpona, cuando tenía que decir
algo, en una reunión. Pero así era; y Sasha Latham se alegraba de hallarse en
compañía de Bertram, de quien cabía esperar, sin la menor duda, que hablara sin
cesar, incluso al aire libre. Si se escribiera lo que Bertram decía, resultaría
increíble, ya que, no sólo todo lo que decía resultaba, en sí mismo, carente de
sentido, sino que además no había relación alguna entre sus diferentes
observaciones. En verdad, si una hubiera cogido un lápiz y hubiera escrito
textualmente sus palabras -y lo que decía en el curso de una noche hubiera
bastado para formar un libro-, nadie osaría dudar, al leerlo, de que el pobre
hombre era un deficiente mental. Y no era éste el caso, ni mucho menos, por
cuanto el señor Pritchard gozaba de prestigio en su calidad de funcionario
público y era Compañero de la Orden del Baño. Pero resultaba todavía más raro
que gozara de casi universales simpatías. Había en su voz un matiz, cierto
enfático acento, un esplendor en la incongruencia de sus ideas, como una
emanación surgida de su cara regordeta y morena, de su figura de petirrojo,
algo inmaterial e inaprehensible, que existía y florecía y se hacía notar por
sí mismo, con independencia de sus palabras, e incluso, a menudo, en oposición
a ellas. Por esto Sasha Latham se dedicaba a pensar -mientras el señor
Pritchard parloteaba acerca de su visita a Devonshire, acerca de posadas y
posaderas, acerca de Eddie y Freddie, acerca de vacas y viajes nocturnos, de
nata y estrellas, acerca de los ferrocarriles europeos y de Bradshaw, de pescar
bacalaos, resfriados, la gripe, reumatismo y Keats-, Sasha pensaba en él, en
abstracto, considerándolo persona cuya existencia era buena, creándolo,
mientras él hablaba, a guisa de ser diferente de su habla, y éste era
ciertamente el auténtico Bertram Pritchard, aunque nadie pudiera demostrarlo.
Cómo podía una demostrar que Bertram Pritchard era un leal amigo, dotado de
gran comprensión y... pero en este momento, como tan a menudo le ocurría cuando
hablaba con Bertram Pritchard, Sasha se olvidó de su existencia, y comenzó a
pensar en otro asunto.
Sasha
pensaba en la noche, después de haber conseguido concentrarse un poco, y con la
vista en el cielo. De repente olió a campo, la sombría quietud de los campos
bajo las estrellas, pero aquí, en el jardín trasero de la señora Dalloway, en
Westminster, la belleza la emocionaba, debido a que Sasha Latham había nacido y
se había criado en el campo, probablemente por contraste. Allí el aire olía a
heno, y había, a sus espaldas, estancias repletas de gente. Paseó al lado de
Bertram. Sasha caminaba de manera algo parecida al paso de los ciervos, con una
leve flojera en los tobillos, abanicándose, mayestática, silenciosa, atentos
todos sus sentidos, aguzado el oído, olisqueando el aire, como si fuera un ser
salvaje, aunque con perfecto dominio de sí mismo, gozando de la noche.
Esto,
pensó, es la mayor maravilla, el supremo logro de la raza humana. Por una
parte, hay mimbrales y rudimentarias barquichuelas navegando por pantanosas
aguas, y por otra está esto. Y pensó en la casa seca, de gruesos muros, bien
construida, con valiosos objetos en su interior, con el murmullo de hombres y
mujeres que se acercaban los unos a los otros, que se alejaban los unos de los
otros, que intercambiaban opiniones, y que se estimulaban recíprocamente. Y
Clarissa Dalloway había hecho lo preciso para que aquello surgiera en los
eriales de la noche, y había puesto planas piedras formando un sendero sobre la
tierra, y, cuando llegaron al final del jardín (en realidad era muy pequeño), y
ella y Bertram se sentaron en sendas tumbonas, Sasha miró la casa con
veneración, con entusiasmo, como si la hubiera atravesado un eje de oro en el
que se formaron lágrimas que cayeron en profunda acción de gracias. Sasha, a
pesar de ser tímida, y casi incapaz de decir algo, cuando de repente le
presentaban a alguien, pese a ser fundamentalmente humilde, sentía una profunda
admiración hacia todos los demás. Ser ellos sería maravilloso, pero estaba
condenada a ser ella misma, y lo único que podía hacer, a su manera
silenciosamente entusiasta, sentada allí, en el jardín, era aplaudir el trato
social de la humanidad, del que ella estaba excluida. Retazos de poesías en loa
de la gente acudían a sus labios; la gente era adorable, buena, y sobre todo
valiente, y triunfaba sobre la noche y los fangales, eran todos supervivientes,
eran la compañía de aventureros que, asediados de peligros, se hace a la mar.
Por
maligno capricho del destino, ella no podía participar, pero sí podía estar
sentada y loar, mientras Bertram parloteaba, por ser uno de los viajeros, quizá
mozo de camarote o marino simplemente, un ser que se subía a los mástiles,
silbando alegremente. Mientras pensaba esto, la rama de un árbol ante ella
quedó empapada y rezumante de su admiración por la gente dentro de la casa; y
goteó oro; o se puso erecta, en centinela. Formaba parte de la valiente y
arremolinada compañía, como un mástil en el que ondeaba una bandera. Había una
barrica junto a un muro, y también a la barrica infundió Sasha alma.
De
repente, Bertram, que era hombre físicamente inquieto, quiso explorar los
contornos, y, poniéndose de un salto sobre un montón de ladrillos, miró por
encima del muro del jardín. Sasha también miró. Vio un balde o quizás una bota.
En un segundo la ilusión se esfumó. Una vez más, allí estaba Londres, el vasto
e inatento mundo impersonal, autobuses, negocios, luces ante los bares y
policías bostezando.
Habiendo
satisfecho su curiosidad, y después de haber vuelto a llenar, gracias a un
momento de silencio, sus burbujeantes depósitos de palabras, Bertram invitó al
señor y a la señora Nosecuántos, a sentarse con ellos, arrastrando al efecto
dos tumbonas más. Volvieron a sentarse, mirando la misma casa, el mismo árbol,
la misma barrica, aun cuando, después de haber mirado por encima del muro y de
haber vislumbrado el balde, o, mejor dicho, Londres viviendo indiferente, Sasha
ya no podía cubrir el mundo con aquella vaporosa nube de oro. Bertram hablaba y
los nosequé -aunque le fuera la vida, Sasha no podía recordar si se llamaban
Wallace o Freeman- contestaban, y todas sus palabras cruzaban una sutil neblina
de oro e iban a parar a la prosaica luz del día. Sasha miró la seca y gruesa
casa Reina Ana, hizo cuanto pudo para recordar lo que había leído en la escuela
acerca de la Isla de Thorney y de los hombres en piragua, y de las ostras, y de
los patos salvajes y de las nieblas, pero la casa no le pareció más que un
lógico asunto de desagües y carpinteros, y la fiesta nada, sino gente vestida
de gala.
Entonces
Sasha se preguntó cuál de las dos visiones era la verdadera. Podía ver el
balde, y podía ver la casa, mitad iluminada, mitad a oscuras.
Formuló
la pregunta a aquel “no sé qué” a quien Sasha había construido, a su humilde
manera, utilizando al efecto la sabiduría y el poderío de cuantos no eran ella.
A menudo, recibía las contestaciones de manera puramente accidental, casos hubo
en que su viejo perro spaniel contestó por el medio de menear la cola.
Ahora
el árbol, despojado de sus oros y de su majestad, pareció darle una respuesta;
se convirtió en un árbol de campo, el único en un páramo. Sasha lo había visto
a menudo, había visto nubes matizadas de rojo, por entre sus ramas, o la luna
quebrada, lanzando irregulares destellos plateados. Pero, ¿la respuesta? Pues
bien, que el alma -por cuanto Sasha notaba que en ella se movía un ser que iba
de un lado para otro y que intentaba escapar, ser al que, con carácter provisional,
denominaba alma- es por esencia desaparejada, un pájaro viudo, un pájaro
solitario posado en aquel árbol.
Pero
entonces Bertram, cogiendo del brazo a Sasha, con la familiaridad habitual en
él, ya que no en vano eran amigos de toda la vida, observó que no estaban
cumpliendo con sus deberes, y que debían entrar en la casa.
En
aquel instante, en alguna calleja o bar, sonó la habitual voz terrible,
asexuada e inarticulada; un chillido, un grito. Y el pájaro viudo,
sobresaltado, emprendió el vuelo, describiendo círculos más y más anchos, hasta
que se transformó (lo que ella llamaba su alma) en algo tan remoto como un
grajo contra el que se ha lanzado una piedra y emprende asustado el vuelo.
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