EL DISCIPULADO – HUGO MUJICA
Lo cruzaba al volver del colegio, yo estaba en segundo o tercer año del secundario. Al principio, como supongo que hacían casi todos al pasar, lo miraba de reojo. Lo miraba de reojo pero atentamente, como si cada día buscara registrar un nuevo detalle. Por ejemplo, cómo el pelo, largo, se juntaba y mezclaba con la barba, cómo se mezclaban y se pegaban de sucios que los tenía. Lo miraba de soslayo, de pasada, hasta que un día en que al cruzarse con la mirada de él, él arqueó las cejas: me saludó. Al otro día, aminoré mi paso al cruzarlo y fui yo quien lo saludó: contestó sin palabras, pero me comenzó a reconocer.
Terminamos siendo amigos, claro que fue una amistad muy particular, como la que podía darse entre el joven imberbe que aún era yo y un linyera. Creo que eso es lo que era él, porque mendigo no creo que haya sido, al menos nunca lo vi pedir nada a nadie. Yo le daba cigarrillos, pero porque se me ocurrió a mí, él no me los pedía, nunca me pidió nada. Era difícil calcular cuántos años podría tener, no era ni viejo ni joven, o lo más curioso es que era viejo y joven a la vez: los ojos eran jóvenes, la frente era vieja. Una vez le pregunté la edad que tenía pero él nunca me contestaba, me hablaba pero sin contestarme. Como cuando le pregunté su nombre, aunque esa vez, quizás la única, creo, no podría asegurarlo, pero creo que sonrió. Después cuando lo conocí más, dejé de preguntarle, lo escuchaba, aunque casi siempre me decía lo mismo igual me gustaba escucharlo; además, como nunca terminé de entender el sentido de lo que me decía, siempre me parecía que hablaba de algo nuevo. Aunque siempre era lo mismo, casi con las mismas palabras, con los mismos gestos: sin gesto. Me hablaba, pero no parecía decírmelo a mí. Parecía recordar, o contárselo al aire o a alguien que sólo él parecía ver.
-Empezó cuando madrugaba, cuando todavía me acostaba. Siempre me gustó madrugar para ver cómo empieza el día, verlo cómo se abre, verlo crecer como una planta de luz que se abre desde la raíz, desde la noche. Escuchaba el despertador, aunque casi siempre me despertaba cinco minutos antes, miraba el reloj y corría a apagarlo antes de que sonara, de que me taladrara la cabeza. Después volvía a acostarme, cinco minutos, nada más, por disciplina, cinco minutos nada más. Desde la cama miraba al techo y sentía que no había ninguna razón para levantarme, que nada de lo que me esperaba podría llegar a entusiasmarme. No era que no me gustase, simplemente que no me importaba, que lo mío era eso, no hacer nada. Lo mío era mirar hacia el techo, mirar hacia arriba, mirar nada… Siempre necesitaba un pensamiento, una idea, algo que me diera fuerzas para levantarme, no por vago, vago nunca fui, siempre fui disciplinado… Algo que me diera fuerzas para levantarme y hacer lo que los otros hacían, lo que los otros habían inventado que yo tenía que hacer si quería vivir como ellos vivían, como a mí no me importaba vivir. Vivir haciendo todas esas cosas que después de un rato me gustaban, cuando la cabeza me empezaba a funcionar, empezaba a tomar velocidad, a moverse, a acelerarse, como la vida en la que me tenía que meter. Pero que en ese momento, en esos cinco minutos, yo sabía que esa vida no era la mía, que lo mío era eso: nada. Cada vez me costaba más levantarme, me levantaba igual, por disciplina, a los cinco minutos, pero esos cinco minutos se iban dilatando, iban siendo donde me gusta vivir. Iban ocupando las horas, después los días enteros, quiero decir que cada vez hacía más las cosas, el trabajo, la gente, los amigos, la familia, sin ganas, mirando hacia arriba aunque no levantara la cabeza. En todo veía nada, como si siempre viese más allá de lo que miraba, como si todo se fuera transparentando, dejando ver nada en todo lo que veía, nada en lo que no miraba, nada arriba, nada… O todo, pero todo transparentándose, todo en nada… O nada, en todo…
Siempre era allí donde paraba de hablar, paraba sin haber terminado, quedaba en suspenso. En vilo. Se quedaba con la mirada perdida como si mirase algo a lo lejos o como si mirara por mirar, como si mirara viendo, no buscando no ver. Al principio yo no sabía qué hacer, después me acostumbre, lo saludaba, le decía hasta mañana, aunque sabía que él no me iba a contestar, y me iba. Cuando llegaba a la esquina, a unos pasos de donde él paraba, me daba vueltas, a veces me quedaba mirándolo, parado, pensando de nuevo en lo que me había contado, en lo que yo nunca terminaba de comprender, lo que hasta ahora, tantos años después, sigo sin comprender. Me daba vueltas para ver si seguía así, mirando a nada, como si él viese algo mirando nada. Algo o alguien que estoy seguro que él veía aunque yo nunca llegué a ver, algo o alguien que estoy seguro que algún día llegaré a ver.
La única vez que fue diferente fue la última vez, antes de que desapareciera, antes de que no volviera a saber de él -¿a quién le va a preguntar uno por un linyera?-. La última vez, cuando me di vuelta antes de seguir caminando hacia mi casa, cuando volví a mirarlo después de despedirme, él seguía mirando nada, como siempre, pero no se quedó en silencio, ni se quedó parado, como estaba siempre, como vivía. No, la última vez, esa vez, lo vi sentarse sobre la vereda, deslizar su cuerpo hasta quedar doblado, con la cabeza hundida sobre el pecho, como si estuviera escuchando algo… y se puso a cantar. Estábamos en la calle, en el ruido, pero creo que me acerqué casi en puntas de pie, me acerqué en silencio. Ya había aprendido que cuando se quedaba así, mirando nada, no veía más, así que me acerqué para tratar de por qué era lo que cantaba, o que decía. Por más que traté y traté, lo que cantaba me resultaba incomprensible, como si cantara en un idioma extraño un canto también extraño. Extraño pero hermoso, impresionantemente hermoso. Imborrablemente hermoso.
Después caminé el resto de la cuadra, hasta doblar, de espaldas. No quería dejarlo de mirar, no podía, ni dejar de mirar ni de escuchar. Como si intuyese lo que fue cierto, como sabiendo que era la última vez que le vería allí, la última, y única vez, que escucharía ese incomprensible canto. Pero en eso me equivocaba: aún hoy, a veces, lo vuelvo a escuchar, como si me lo cantara dentro de mí en el mismo lugar del pecho donde le vi a él clavar su cabeza. Es un canto monótono, como una cantinela, como una letanía. Un canto que parece muy antiguo, en alguna lengua también antigua, quizás ya muerta, pero aún sagrada.
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