Bueno,
aquí estamos, y si lanzas una ojeada a la estancia, advertirás que el
ferrocarril subterráneo y los tranvías y los autobuses, y no pocos automóviles
privados, e, incluso me atrevería a decir, landos con caballos bayos, han
estado trabajando para esta reunión, trazando líneas de un extremo de Londres
al otro. Sin embargo, comienzo a albergar dudas...
Sobre
si es verdad, tal como dicen, que la Calle Regent está floreciente, y que el
Tratado se ha firmado, y que el tiempo no es frío si tenemos en cuenta la
estación, e incluso que a este precio ya no se consiguen departamentos, y que
el peor momento de la gripe ha pasado; si pienso en que he olvidado escribir
con referencia a la gotera de la despensa, y que me dejé un guante en el tren;
si los vínculos de sangre me obligan, inclinándome al frente, a aceptar
cordialmente la mano que quizá me ofrecen dubitativamente...
-¡Siete
años sin vernos!
-La
última vez fue en Venecia.
-¿Y
dónde vives ahora?
-Bueno,
es verdad que prefiero que sea a última hora de la tarde, si no es pedir
demasiado...
-¡Pero
yo te he reconocido al instante!
-La
guerra representó una interrupción...
Si
la mente está siendo atravesada por semejantes dardos, y debido a que la
sociedad humana así lo impone, tan pronto uno de ellos ha sido lanzado, ya hay
otro en camino; si esto engendra calor, y además han encendido la luz
eléctrica; si decir una cosa deja detrás, en tantos casos, la necesidad de
mejorar y revisar, provocando además arrepentimientos, placeres, vanidades y
deseos; si todos los hechos a que me he referido, y los sombreros, y las pieles
sobre los hombros, y los fracs de los caballeros, y las agujas de corbata con
perla, es lo que surge a la superficie, ¿qué posibilidades tenemos?
¿De
qué? Cada minuto se hace más difícil decir por qué, a pesar de todo, estoy
sentada aquí creyendo que no puedo decir qué, y ni siquiera recordar la última
vez que ocurrió.
-¿Viste
la procesión?
-El
rey me pareció frío.
-No,
no, no. Pero, ¿qué decías?
-Que
ha comprado una casa en Malmesbury.
-¡Vaya
suerte encontrarla!
Contrariamente,
tengo la fuerte impresión de que esa mujer, sea quien fuere, ha tenido muy mala
suerte, ya que todo es cuestión de departamentos y de sombreros y de gaviotas,
o así parece ser, para este centenar de personas aquí sentadas, bien vestidas,
encerradas entre paredes, con pieles, repletas, y conste que de nada puedo
alardear por cuanto también yo estoy pasivamente sentada en una dorada silla,
limitándome a dar vueltas y revueltas a un recuerdo enterrado, tal como todos
hacemos, por cuanto hay indicios, si no me equivoco, de que todos estamos
recordando algo, buscando algo furtivamente. ¿Por qué inquietarse? ¿Por qué
tanta ansiedad acerca de la parte de los mantos correspondiente al asiento; y de
los guantes, si abrochar o desabrochar? Y mira ahora esa anciana cara, sobre el
fondo del oscuro lienzo, hace un momento cortés y sonrosada; ahora taciturna y
triste, cual ensombrecida. ¿Ha sido el sonido del segundo violín, siendo
afinado en la antesala? Ahí vienen. Cuatro negras figuras, con sus
instrumentos, y se sientan de cara a los blancos rectángulos bajo el chorro de
luz; sitúan los extremos de sus arcos sobre el atril; con un simultáneo
movimiento los levantan; los colocan suavemente en posición, y, mirando al
intérprete situado ante él, el primer violín cuenta uno, dos, tres... ¡Floreo,
fuente, florecer, estallido! El peral en lo alto de la montaña. Chorros de
fuente; gotas descienden. Pero las aguas del Ródano se deslizan rápidas y
hondas, corren bajo los arcos, y arrastran las hojas caídas al agua, llevándose
las sombras sobre el pez de plata, el pez moteado es arrastrado hacia abajo por
las veloces aguas, y ahora impulsado en este remanso donde -es difícil esto- se
aglomeran los peces, todos en un remanso; saltando, salpicando, arañando con
sus agudas aletas; y tal es el hervor de la corriente que los amarillos
guijarros se revuelven y dan vueltas, vueltas, vueltas, vueltas -ahora
liberados-, y van veloces corriente abajo e incluso, sin que se sepa cómo,
ascienden formando exquisitas espirales en el aire; se curvan como delgadas
cortezas bajo la copa de un plátano; y suben, suben... ¡Cuán bella es la bondad
de aquellos que, con paso leve, pasan sonriendo por el mundo! ¡Y también en las
viejas pescaderas alegres, en cuclillas bajo arcos, viejas obscenas, que ríen
tan profundamente y se estremecen y balancean, al andar, de un lado para otro,
ju, ja!
-Mozart
de los primeros tiempos, claro está...
-Pero
la melodía, como todas estas melodías, produce desesperación, quiero decir
esperanza. ¿Qué quiero decir? ¡Esto es lo peor de la música! Quiero bailar,
reír, comer pasteles de color de rosa, beber vino leve y con mordiente. O,
ahora, un cuento indecente... me gustaría. A medida que una entra en años, le gusta
más la indecencia. ¡Ja, ja! Me río. ¿De qué? No has dicho nada, ni tampoco el
anciano caballero de enfrente. Pero supongamos, supongamos... ¡Silencio!
El
melancólico río nos arrastra. Cuando la luna sale por entre las lánguidas ramas
del sauce, veo tu cara, oigo tu voz, y el canto del pájaro cuando pasamos junto
al mimbral. ¿Qué murmuras? Pena, pena. Alegría, alegría. Entretejidos, como
juncos a la luz de la luna. Entretejidos, sin que se puedan destejer,
entremezclados, atados con el dolor, liados con la pena, ¡choque!
La
barca se hunde. Alzándose, las figuras ascienden, pero ahora, delgadas como
hojas, afilándose hasta convertirse en un tenebroso espectro que, coronado de
fuego, extrae de mi corazón sus mellizas pasiones. Para mí canta, abre mi pena,
ablanda la compasión, inunda de amor el mundo sin sol, y tampoco, al cesar,
cede en ternura, sino que hábil y sutilmente va tejiendo y destejiendo, hasta
que en esta estructura, esta consumación, las grietas se unen; ascienden,
sollozan, se hunden para descansar, la pena y la alegría.
¿Por
qué apenarse? ¿Qué quieres? ¿Sigues insatisfecha? Diría que todo ha quedado en
reposo. Sí, ha sido dejado en descanso bajo un cobertor de pétalos de rosa que
caen. Caen. Pero, ah, se detienen. Un pétalo de rosa que cae desde una enorme
altura, como un diminuto paracaídas arrojado desde un globo invisible, da la
vuelta sobre sí mismo, se estremece, vacila. No llegará hasta nosotros.
-No,
no, no he notado nada. Esto es lo peor de la música, esos tontos ensueños.
¿Decías que el segundo violín se ha retrasado?
Ahí
va la vieja señora Munro, saliendo a tientas. Cada día está más ciega, la
pobre. Y con este suelo resbaladizo.
Ciega
ancianidad, esfinge de gris cabeza... Ahí está, en la acera, haciendo señas,
tan severamente, al autobús rojo.
-¡Delicioso!
¡Pero qué bien tocan! ¡Qué - qué - qué!
La
lengua no es más que un badajo. La mismísima simplicidad. Las plumas del
sombrero contiguo son luminosas y agradables, como una matraca infantil. La
hoja del plátano destella en verde por la rendija de la cortina. Muy extraño,
muy excitante.
-¡Qué
- qué - qué! ¡Silencio!
Estos
son los enamorados sobre el césped.
-Señora,
si me permite que coja su mano...
-Señor,
hasta mi corazón le confiaría. Además hemos dejado los cuerpos en la sala del banquete.
Y eso que está sobre el césped son las sombras de nuestras almas.
-Entonces,
esto son abrazos de nuestras almas.
Los
limoneros se mueven dando su asentimiento. El cisne se aparta de la orilla y
flota ensoñado hasta el centro de la corriente.
-Pero,
volviendo a lo que hablábamos. El hombre me siguió por el pasillo y, al llegar
al recodo, me pisó los encajes del viso. ¿Y qué otra cosa podía hacer sino
gritar ¡Ah!, pararme y señalar con el dedo? Y entonces desenvainó la espada, la
esgrimió como si con ella diera muerte a alguien, y gritó: ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco!
Ante lo cual yo grité, y el príncipe, que estaba escribiendo en el gran libro
de pergamino, junto a la ventana del mirador, salió con su capelo de terciopelo
y sus zapatillas de piel, arrancó un estoque de la pared -regalo del rey de
España, ¿sabe?-, ante lo cual yo escapé, echándome encima esta capa para
ocultar los destrozos de mi falda, para ocultar... ¡Escuche! ¡Las trompas!
El
caballero contesta tan aprisa a la dama, y la dama sube la escalinata con tal
ingenioso intercambio de cumplidos que ahora culminan con un sollozo de pasión,
que no cabe comprender las palabras a pesar de que su significado es muy claro
-amor, risa, huida, persecución, celestial dicha-, todo ello surgido, como
flotando, de las más alegres ondulaciones de tierno cariño, hasta que el sonido
de las trompas de plata, al principio muy a lo lejos, se hace gradualmente más
y más claro, como si senescales saludaran al alba o anunciaran temiblemente la
huida de los enamorados... El verde jardín, el lago iluminado por la luna, los
limoneros, los enamorados y los peces se disuelven en el cielo opalino, a
través del cual, mientras a las trompas se unen las trompetas, y los clarines
les dan apoyo, se alzan blancos arcos firmemente asentados en columnas de
mármol... Marcha y trompeteo. Metálico clamor y clamoreo. Firme asentamiento.
Rápidos cimientos. Desfile de miríadas. La confusión y el caos bajan a la
tierra. Pero esta ciudad hacia la que viajamos carece de piedra y carece de
mármol, pende eternamente, se alza inconmovible, y tampoco hay rostro, y
tampoco hay bandera, que reciba o dé la bienvenida. Deja pues que tu esperanza
perezca; abandono en el desierto mi alegría; avancemos desnudos. Desnudas están
las columnatas, a todos ajenas, sin proyectar sombras, resplandecientes,
severas. Y entonces me vuelvo atrás, perdido el interés, deseando tan sólo
irme, encontrar la calle, fijarme en los edificios, saludar a la vendedora de
manzanas, decir a la doncella que me abre la puerta: Noche estrellada.
-Buenas
noches, buenas noches. ¿Va en esta dirección?
-Lo
siento, voy en la otra.
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