miércoles, 25 de enero de 2012

MEMORIAS DE UNA ESTRELLA – Roberto Fontanarrosa

Pocas luminarias se encuentran tan relacionadas con los años de oro de Hollywood como Olga Drummer. Es por ello que su próximo libro de memorias, a punto de ganar las librerías, ha suscitado tanta expectativa entre la colonia artística de todo el mundo y entre la multitud de seguidores que Olga siempre tuvo.
Hoy, con 86 años, pero aún conservando su encantado hálito de diva, Olga Drummer acepta recibirnos (rompiendo un silencio de cuatro décadas) y hablar de su esperada publicación.
Periodista: —¿Cuál es el titulo del libro?
Olga Drummer: —El título del libro es "Olga Drummer, una vida entre bambalinas". ¿Le gusta?
P: —Me fascina.
OD: —Creo que es un título sugerente, que explica el carácter del libro pero no lleva la explicación a un nivel tan detallado como para que el lector potencial piense que ya lo ha leído. Allí narro mis memorias. Imagínese usted, querida. ¡Tantos años vividos en los sets cinematográficos! ¡Tantas emociones! ¡Tantos halagos! El encuentro con infinidad de celebridades. En fin: amoríos, triunfos, pequeños escándalos. Y más que nada el reconocimiento a quienes colaboraron, de una manera u otra, en mi carrera artística. ¡Cómo olvidar, por ejemplo, a Eneas Liberattor Grondon, mi descubridor!
P: —Cuénteme algo sobre él, Olga.
OD: —Eneas, como le decía yo, era un descubridor de talentos. Quizás haya sido yo su logro más reconocido, pero a Eneas se deben también las apariciones en el estrellato de figuras como Elmer P. Palmer, Rosita Guerney Lonsten, las cuatrillizas Several o Thomas Eremit Duncan, quien saltara a la fama con aquel recordado comercial de los cereales Papoolok. Incluso el celebérrimo George Levin debe a Eneas el hecho de acceder a primera figura en "Aquellos héroes del Potomac". George, como le decía yo, estaba en una celda de castigo en una prisión federal donde purgaba una condena por adulteración de leche malteada. Eneas logró su libertad bajo fianza para filmar la película. George triunfó en todo el mundo y luego volvió a las rejas. Un año después, la Paramount logró reemplazarlo en la celda por un doble para que Levin saliese y filmase "Un parasol jamaiquino". El alcaide de la cárcel aceptó a cambio de que saliese su nombre en las columnas de chismes del "Star-news".
P: —¿Es así que fue Eneas L. Grondon su descubridor?
OD: —Eneas tenía un olfato especial para detectar talentos. Recuerdo que, veinte años después de que me lanzara a la fama con mi primera película "Los carromatos del Infierno" con Jeremith Mattoso y Edward G. Robinson, nos encontramos en una entrega de Oscars y me dijo: "Linda, yo sé detectar un talento, y estoy seguro de que llegará el día en que tú demostrarás que lo tienes". Él era así, un seductor permanente de hombres y mujeres. Nunca olvidaré el momento en que reparó en mí. Sinceramente no sé, ni sabré nunca, cómo lo hizo. Yo trabajaba en Mayci's junto con otras 3.247 muchachas. Aquellas grandes tiendas eran siempre un escándalo de gente.
Creo que atendíamos a millones de personas por día. Para colmo, la fecha que recuerdo era cercana a Navidad, así que te imaginas, querida, lo que era aquello. Eneas había entrado buscando un tipo especial de sacacorchos que había visto en casa del viejo John Ford, emocionándolo hasta las lágrimas. No sé, te repito, cómo fue que reparó en mí. No sólo por la cantidad de gente sino que, además, yo trabajaba en una oficina contable del onceavo piso a la que sólo se accedía por una escalera de incendios, cinco pisos más arriba de los salones de compras. Sin embargo, en un momento dado, escucho que alguien pega un puntapié en la puerta abriéndola violentamente, entra un hombrecillo regordete y semicalvo que no era otro que Eneas, se planta en medio de la oficina ante la sorpresa de la supervisora y de mis compañeras, me señala y me dice: "Tú serás la estrella que domine el firmamento del cine en los próximos 30 años".
Aún puedo experimentar la turbación que me invadió. No me explico cómo Eneas pudo adivinar en mí los rasgos femeninos que llegarían a enloquecer a los hombres de todo el mundo, creando, incluso, una moda, un estilo, el estilo "Olga Drummer". Tú me ves ahora, querida, cercana a los 86 años, pero aún conservando las líneas de una silueta ajustada y no puedes imaginarte lo que era yo cuando tenía 16 años y trabajaba en Mayci's. Pesaba algo más de cien kilos, un acceso de tifus me había provocado pérdida parcial del cabello y cubría los sectores descubiertos de mi cuero cabelludo con trozos de estopa que robaba de la sección: "Utensilios de limpieza". Mi mayor complejo, no obstante, estaba ligado al oscuro bozo, muy rebelde, que sombreaba mi labio superior. Un bigotito espantoso que me daba un aire a Ronald Colman en "El último tchatoga". La lucha por hacer desaparecer ese vello bajo mi nariz me hacía olvidar mi gordura, una verruga pilosa que emergía en mi mejilla derecha y los resabios de una parálisis infantil que había dejado arruinada mi pierna izquierda. El estrabismo, en cambio, era casi imperceptible mirado de lejos. Pese a todo y aunque cueste creerlo, Eneas Liberattor Grondon supo ver en mí la futura star de Hollywood.
P: —¿Conoció usted a Clark Gable?
OD: —¡Oh, por Dios! El hombre más fatuo e insoportable que he visto en mi vida.
P: —¡No diga!
OD: —Un espanto. Tan pagado de sí mismo, con esa mirada como diciendo: "¿Cómo piensas tú, basura, que puedo fijarme en tí?". Un asco de persona, aunque debo reconocer, eso sí, que tenía un encanto muy particular y en el set, bueno, poseía un magnetismo, un "charme", que hacía aparecer a todos sus circundantes como personas grises y sin brillo propio. Era un horrible actor y a mis años no tengo reparos en decir algo que por siempre he ocultado: Gable era un muchacho muy sucio. Realmente sucio. Siempre olía mal. Sus uñas lucían siempre como si hubiese estado cavando una tumba, los cuellos de sus camisas se veían con ribetes negros y llegué a descubrir, una vez, detrás de sus orejas, arena de una película de guerra que había filmado meses atrás.
P: —No se veía así en sus películas.
OD: —Es que los equipos de producción se lanzaban sobre él cuando estaba borracho y lo sumergían por horas en una bañera antes de cada filmación.
P: —¿Bebía mucho?
OD: —¡Hija! Era una cuba. John Wayne era un abstemio a su lado. Llegaba a entrar a los laboratorios para beberse el revelador, que tiene un componente alcohólico. ¿O por qué crees que se mató con su auto al estrellarse contra un camión detenido a la vera de una carretera en Iowa?
P: —¡Cielos, Olga! Tengo entendido que Gable no murió en un accidente de ruta.
OD: —¿Cómo que no?
P: —Bueno, al menos no es eso lo que cuenta la historia del cine sobre Gable.
OD: —¿Gable? ¿Clark Gable dices tú?. . . Oh no. . .No. Tienes razón, querida, no era Clark Gable el que se mató en Iowa. No, por supuesto, el pobre Gable murió tras soportar aquella horrible enfermedad. No puedo recordarlo sin unas lágrimas, tú perdona. Una persona tan sensible, tan refinada. No, el que yo decía, que se mató en Iowa fue August Verner Simson, quien fue mi compañero en "La concuñada del Hombre Mono". Siempre bebió mucho August, eso lo perdió. Se abandonó en su atildamiento personal y eso, tú sabes, es fatal para un artista. Su tercera esposa, Linda, lo dejó por eso un día que August llegó a filmar una escena de "El Príncipe y la Marsopa" totalmente orinados sus pantalones de pana. Linda no me hubiese mentido nunca. Ella también fue descubierta por Simón Gallahan, el hombre que me rescató a mí de una gran tienda.
P: —Olga, por favor, me dijo usted que su descubridor fue Eneas Liberattor Grondon.
OD: —¿Eneas Grondon? ¿Grondon dije yo? ¿Estás segura, querida, que yo dije eso? No, Eneas Grondon era un tío abuelo mío. Aún lo recuerdo, llegando a casa cuando yo sólo tenía cinco años, con un conejo marrón con un moño rojo en el cuello, de regalo. El hombre a quien debo yo mi carrera es Simón Gallahan, sí, Simón o Víctor Gallahan. Creo que su nombre era Simón. De lo que estoy segura es que su apellido era Gallahan, como las galletas Gallahan. Gallahan fue el único crítico en mi larga carrera artística que supo apreciar en mí esa forma oblicua en el mirar, tan seductora. "La diva del mirar esquivo" me definió cierta vez Gallahan, en un festival de Venecia en 1932.
P: —¿Datan de tanto tiempo atrás los festivales de Venecia?
OD: —Tal vez no fuese Venecia. ¿Venecia dije yo? Quizás fuese en el Rodeo de Wichita adonde fui invitada como "Domadora Sorpresa" y me las tuve que ver con un cebú. Yo tenía 18 años y en esa ocasión fui descubierta por August Vernet Simson, un oscuro artista que aún no había tenido ocasión de manifestarse. Te parecerá mentira que aún hoy, con 86 años, mantenga la misma sensación de infinita gratitud hacia aquel hombre. August, como yo le decía, era un certero descubridor de nuevos rostros y había lanzado a la fama a Maureen O'Hara, quien luego se casó con el príncipe Rainiero.
La pobrecita se mató este año en un accidente de autos, como mi adorado Gable, tú sabes. . .



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