Oliver
Bacon vivía en lo alto de una casa junto a Green Park. Tenía un departamento;
las sillas estaban colocadas de manera que el asiento quedaba perfectamente
orientado, sillas forradas en piel. Los sofás llenaban los miradores de las
ventanas, sofás forrados con tapicería. Las ventanas, tres alargadas ventanas,
estaban debidamente provistas de discretos visillos y cortinas de satén. El
aparador de caoba ocupaba un discreto espacio, y contenía los brandys, los whiskys
y los licores que debía contener. Y, desde la ventana central, Oliver Bacon
contemplaba las relucientes techumbres de los elegantes automóviles que
atestaban los atestados vericuetos de Piccadilly. Difícilmente podía imaginarse
una posición más céntrica. Y a las ocho de la mañana le servían el desayuno en
bandeja; se lo servía un criado; el criado desplegaba la bata carmesí de Oliver
Bacon; él abría las cartas con sus largas y puntiagudas uñas, y extraía gruesas
cartulinas blancas de invitación, en las que sobresalían de manera destacada
los nombres de duquesas, condesas, vizcondesas y honorables damas. Después
Oliver Bacon se aseaba; después se comía las tostadas; después leía el
periódico a la brillante luz de la electricidad.
Dirigiéndose
a sí mismo, decía: «Hay que ver, Oliver... Tú que comenzaste a vivir en una
sucia calleja, tú que...», y bajaba la vista a sus piernas, tan elegantes,
enfundadas en los perfectos pantalones, y a sus botas, y a sus polainas. Todo
era elegante, reluciente, del mejor paño, cortado por las mejores tijeras de
Savile Row. Pero a menudo Oliver Bacon se desmantelaba y volvía a ser un
muchacho en una oscura calleja. En cierta ocasión pensó en la cumbre de sus
ambiciones: vender perros robados a elegantes señoras en Whitechapel. Y lo
hizo. «Oh, Oliver», gimió su madre. «¡Oh, Oliver! ¿Cuándo sentarás cabeza?»...
Después Oliver se puso detrás de un mostrador; vendió relojes baratos; después
transportó una cartera de bolsillo a Ámsterdam... Al recordarlo, solía reír por
lo bajo... el viejo Oliver evocando al joven Oliver. Sí, hizo un buen negocio
con los tres diamantes, y también hubo la comisión de la esmeralda. Después de
esto, pasó al despacho privado, en la trastienda de Hatton Garden; el despacho
con la balanza, la caja fuerte, las gruesas lupas. Y después... y después...
Rió por lo bajo. Cuando Oliver pasaba por entre los grupitos de joyeros, en los
cálidos atardeceres, que hablaban de precios, de minas de oro, de diamantes y
de informes de África del Sur, siempre había alguno que se ponía un dedo sobre
la parte lateral de la nariz y murmuraba «hum-m-m», cuando Oliver pasaba. No
era más que un murmullo, no era más que un golpecito en el hombro, que un dedo
en la nariz, que un zumbido que recorría los grupitos de joyeros en Hatton Garden,
un cálido atardecer ¡Hacía muchos años...! Pero Oliver todavía lo sentía
recorriéndole el espinazo, todavía sentía el codazo, el murmullo que
significaba: «Mírenlo -el joven Oliver, el joven joyero- ahí va.» Y realmente
era joven entonces. Y comenzó a vestir mejor y mejor; y tuvo, primero, un
cabriolé; después un automóvil; y primero fue a platea y después a palco. Y
tenía una villa en Richmond, junto al río, con rosales de rosas rojas; y
Mademoiselle solía cortar una rosa todas las mañanas, y se la ponía en el ojal,
a Oliver.
-Vaya
-dijo Oliver, mientras se ponía en pie y estiraba las piernas-. Vaya...
Y
quedó en pie bajo el retrato de una vieja señora, encima de la chimenea, y
levantó las manos.
-He
cumplido mi palabra -dijo juntando las palmas de las manos, como si rindiera
homenaje a la señora-. He ganado la apuesta.
Y
no mentía; era el joyero más rico de Inglaterra; pero su nariz, larga y
flexible, como la trompa de un elefante, parecía decir mediante el curioso
temblor de las aletas (aunque se tenía la impresión de que la nariz entera
temblara, y no sólo las aletas) que todavía no estaba satisfecho, todavía olía
algo, bajo la tierra, un poco más allá. Imaginemos a un gigantesco cerdo en un
terreno fecundo en trufas; después de desenterrar esta trufa y aquella otra,
todavía huele otra mayor, más negra, bajo la tierra, un poco más allá. De igual
manera, Oliver siempre husmeaba en la rica tierra de Mayfair otra trufa, más
negra, más grande, un poco más allá.
Ahora
rectificó la posición de la perla de la corbata, se enfundó en su elegante
abrigo azul, y cogió los guantes amarillos y el bastón. Balanceándose, bajó la
escalera, y en el momento de salir a Piccadilly, medio resopló, medio suspiró,
por su larga y aguda nariz. Ya que, ¿acaso no era todavía un hombre triste, un
hombre insatisfecho, un hombre que busca algo oculto, a pesar de que había
ganado la apuesta?
Siempre
se balanceaba un poco al caminar, igual que el camello del zoológico se
balancea a uno y otro lado, cuando camina por entre los senderos de asfalto,
atestados de tenderos acompañados por sus esposas, que comen el contenido de
bolsas de papel y arrojan al sendero porcioncillas de papel de plata. El
camello desprecia a los tenderos; el camello no está contento de su suerte; el
camello ve el lago azul, y la orla de palmeras a su alrededor. De igual manera
el gran joyero, el más grande joyero del mundo entero, avanzaba balanceándose
por Piccadilly, perfectamente vestido, con sus guantes, con su bastón, pero
todavía descontento, hasta que llegó a la oscura tiendecilla que era famosa en
Francia, en Alemania, en Austria, en Italia, y en toda América: la oscura
tiendecilla en la Calle Bond.
Como
de costumbre, cruzó la tienda sin decir palabra, a pesar de que los cuatro
hombres, los dos mayores, Marshall y Spencer, y los dos jóvenes, Hammond y
Wicks, se irguieron y le miraron, con envidia. Sólo por el medio de agitar un
dedo, enfundado en guante de color de ámbar, dio Oliver a entender que se había
dado cuenta de la presencia de los cuatro. Y entró y cerró tras sí la puerta de
su despacho privado.
A
continuación, abrió la cerradura de las rejas que protegían la ventana.
Entraron los gritos de la Calle Bond; entró el distante murmullo del tránsito.
La luz reflejada en la parte trasera de la tienda se proyectaba hacia lo alto.
Un árbol agitó seis hojas verdes, porque corría el mes de junio. Pero
Mademoiselle se había casado con el señor Pedder, de la destilería de la
localidad, y ahora nadie le ponía a Oliver rosas en el ojal.
-Vaya
-medio suspiró, medio resopló- vaya...
Entonces
oprimió un resorte en la pared, y los paneles de madera resbalaron lentamente a
un lado, revelando, detrás, las cajas fuertes de acero, cinco, no, seis, todas
ellas de bruñido acero. Dio la vuelta a una llave; abrió una; luego otra. Todas
ellas estaban forradas con grueso terciopelo carmesí, y en todas reposaban
joyas: pulseras, collares, anillos, tiaras, coronas ducales, piedras sueltas en
cajitas de cristal, rubíes, esmeraldas, perlas, diamantes. Todas seguras,
relucientes, frías pero ardiendo, eternamente, con su propia luz comprimida.
-¡Lágrimas!
-dijo Oliver contemplando las perlas.
-¡Sangre
del corazón! -dijo mirando los rubíes.
-¡Pólvora!
-prosiguió, revolviendo los diamantes de manera que lanzaron destellos y
llamas.
-Pólvora
suficiente para volar Mayfair hasta las nubes, y más arriba, más arriba, más
arriba-. Y lo dijo echando la cabeza atrás y emitiendo sonidos como los del
relincho del caballo.
El
teléfono emitió un zumbido de untuosa cortesía, en voz baja, en sordina, sobre
la mesa. Oliver cerró la caja de caudales.
-Dentro
de diez minutos -dijo-. Ni un minuto antes.
Se
sentó detrás del escritorio y contempló las cabezas de los emperadores romanos
grabadas en los gemelos de la camisa. Una vez más se desmanteló y otra vez volvió
a ser el muchachuelo que jugaba a canicas, en la calleja donde se venden perros
robados, los domingos. Se transformó en aquel voluntarioso y astuto muchachito,
con labios rojos como cerezas húmedas. Metía los dedos en montones de tripa;
los hundía en sartenes llenas de pescado frito; escabullándose salía y
penetraba en multitudes. Era flaco, ágil, con ojos como piedras pulidas. Y
ahora... ahora... las saetas del reloj seguían avanzando al son del tic-tac,
uno, dos, tres, cuatro... La duquesa de Lambourne esperaba por el placer de
Oliver; la duquesa de Lambourne, hija de cien vizcondes. Esperaría durante diez
minutos, en una silla junto al mostrador. Esperaría, por placer de Oliver.
Esperaría hasta que Oliver quisiera recibirla. Oliver contemplaba el reloj
alojado en su caja forrada de cuero. La saeta avanzaba. Con cada uno de sus
tic-tacs, el reloj entregaba a Oliver -esto parecía- paté de foie gras, una
copa de champaña, otra de brandy viejo, un cigarro que valía una guinea. El
reloj lo iba dejando todo sobre la mesa, a su lado, mientras transcurrían los
diez minutos. Entonces oyó suaves y lentos pasos acercándose; un rumor en el
pasillo. Se abrió la puerta. El señor Hammond quedó pegado a la pared.
El
señor Hammond anunció:
-¡Su
gracia, la Duquesa!
Y
esperó allí, pegado a la pared.
Y
Oliver, al ponerse en pie, oyó el rumor del vestido de la Duquesa, que se
acercaba por el pasillo. Después la Duquesa se cernió sobre él, ocupando el
vano de la puerta por entero, llenando el cuarto con el aroma, el prestigio, la
arrogancia, la pompa, el orgullo de todos los duques y de todas las duquesas,
alzados en una sola ola. Y, de la misma forma que rompe una ola, la Duquesa
rompió, al sentarse, avanzando y salpicando, cayendo sobre Oliver Bacon, el
gran joyero, y cubriéndolo de vivos y destellantes colores, verde, rosado,
violeta; y de olores; y de iridiscencias; centellas saltaban de los dedos, se
desprendían de las plumas, rebrillaban en la seda; ya que la Duquesa era muy
corpulenta, muy gorda, prietamente enfundada en tafetán de color de rosa, y
pasada ya la flor de la edad. De la misma manera que una sombrilla con muchas
varillas, que un pavo real con muchas plumas, cierra las varillas, pliega las
plumas, la Duquesa se apaciguó, se replegó, en el momento de hundirse en el
sillón de cuero.
-Buenos
días, señor Bacon -dijo la Duquesa. Y alargó la mano que había salido por el
corte rectilíneo de su blanco guante. Y Oliver se inclinó profundamente al
estrechar la mano. En el instante en que sus manos se tocaron volvió a formarse
una vez más el vínculo que les unía. Eran amigos, y, al mismo tiempo, enemigos;
él era amo, ella era ama; cada cual engañaba al otro, cada cual necesitaba al
otro, cada cual temía al otro, cada cual sabía lo anterior, y se daba cuenta de
ello siempre que sus manos se tocaban, en el cuartito de la trastienda, con la
blanca luz fuera, y el árbol con sus seis hojas, y el sonido de la calle a lo
lejos, y las cajas fuertes a espaldas de los dos.
-Ah,
Duquesa, ¿en qué puedo servirla hoy? -dijo Oliver en voz baja.
La
Duquesa le abrió su corazón, su corazón privado, de par en par. Y, con un
suspiro, aunque sin palabras, extrajo del bolso una alargada bolsa de cuero,
que parecía un flaco hurón amarillo. Y por la apertura de la barriga del hurón,
la Duquesa dejó caer perlas, diez perlas. Rodando cayeron por la apertura de la
barriga del hurón -una, dos, tres, cuatro-, como huevos de un pájaro celestial.
-Son
cuanto me queda, mi querido señor Bacon -gimió la Duquesa-. Cinco, seis,
siete... rodando cayeron por las pendientes de las vastas montañas cuyas
laderas se hundían entre las rodillas de la Duquesa, hasta llegar a un estrecho
valle, la octava, la nona, y la décima. Y allí quedaron, en el resplandor del
tafetán del color de la flor del melocotón. Diez perlas.
-Del
cinto de los Appleby -dijo dolida la Duquesa-. Las últimas... Cuantas
quedaban...
Oliver
se inclinó y cogió una perla entre índice y pulgar. Era redonda, era
reluciente. Pero, ¿era auténtica o falsa? ¿Volvía la Duquesa a mentirle? ¿Sería
capaz de hacerlo otra vez?
La
Duquesa se llevó un dedo rollizo a los labios.
-Si
el Duque lo supiera... -murmuró-. Querido señor Bacon, una racha de mala
suerte...
¿Había
vuelto a jugar, realmente?
-¡Ese
villano! ¡Ese sinvergüenza! -dijo la Duquesa entre dientes.
¿El
hombre con el pómulo partido? Mal bicho, ciertamente. Y el Duque, que era recto
como una vara, con sus patillas, la dejaría sin un céntimo, la encerraría allá
abajo... Qué sé yo, pensó Oliver, y dirigió una mirada a la caja de caudales.
-Araminta,
Daphne, Diana -gimió la Duquesa-. Es para ellas.
Las
damas Araminta, Daphne y Diana, las hijas de la Duquesa. Oliver las conocía;
las adoraba. Pero Diana era aquella a la que amaba.
-Sabe
usted todos mis secretos -dijo la Duquesa mirando de soslayo a Oliver. Lágrimas
resbalaron; lágrimas cayeron; lágrimas como diamantes, que se cubrieron de
polvo en las veredas de las mejillas de la Duquesa, del color de la flor del
cerezo.
-Viejo
amigo -murmuró la Duquesa- viejo amigo.
-Viejo
amigo -repitió Oliver- viejo amigo-, como si lamiera las palabras.
-¿Cuánto?
-preguntó Oliver.
La
Duquesa cubrió las perlas con la mano.
-Veinte
mil -murmuró la Duquesa.
Pero,
¿era auténtica o falsa, aquella perla que Oliver tenía en la mano? El cinto de
los Appleby, ¿pero es que no lo había vendido ya la Duquesa? Llamaría a Spencer
o a Hammond.
-Tenga
y haga la prueba de autenticidad -diría Oliver. Se inclinó hacia el timbre.
-¿Vendrá
mañana? -preguntó la Duquesa en tono de encarecida invitación, interrumpiendo
así a Oliver-. El Primer Ministro... Su Alteza Real... -La Duquesa se calló-. Y
Diana... -añadió.
Oliver
alejó la mano del timbre.
Miró
por encima del hombro de la Duquesa las paredes traseras de las casas de la
Calle Bond. Pero no vio las casas de la Calle Bond, sino un río turbulento, y
truchas y salmones saltando, y el Primer Ministro, y también se vio a sí mismo
con chaleco blanco, y luego vio a Diana. Bajó la vista a la perla que tenía en
la mano. ¿Cómo iba a someterla a prueba, a la luz del río, a la luz de los ojos
de Diana? Pero los ojos de la Duquesa lo estaban mirando.
-Veinte
mil -gimió la Duquesa-. ¡Es mi honor!
¡El
honor de la madre de Diana! Oliver cogió el talonario; sacó la pluma.
-Veinte...
-escribió. Entonces dejó de escribir. Los ojos de la vieja mujer retratada lo
estaban mirando, los ojos de aquella vieja que era su madre.
-¡Oliver!
-le decía su madre-. ¡Un poco de sentido común! ¡No seas loco!
-¡Oliver!
-suplicó la Duquesa (ahora era Oliver y no señor Bacon)-. ¿Vendrá a pasar un
largo final de semana?
¡A
solas en el bosque con Diana! ¡Cabalgando a solas en el bosque con Diana!
-Mil
-escribió, y firmó el talón.
-Tenga
-dijo Oliver.
Y
se abrieron todas las varillas de la sombrilla, todas las plumas del pavo real,
el resplandor de la ola, las espadas y las lanzas de Agincourt, cuando la
Duquesa se levantó del sillón. Y los dos viejos y los dos jóvenes, Spencer y
Marshall, Wicks y Hammond, se pegaron a la pared, detrás del mostrador,
envidiando a Oliver, mientras éste acompañaba a la Duquesa, a través de la
tienda, hasta la puerta. Y Oliver agitó su guante amarillo ante las narices de
los cuatro, y la Duquesa conservó su honor -un talón de veinte mil libras, con
la firma de Oliver- firmemente en sus manos.
-¿Son
auténticas o son falsas? -preguntó Oliver, cerrando la puerta de su despacho
privado.
Allí
estaban las diez perlas sobre el papel secante, en el escritorio. Fue con ellas
a la ventana. Con la lupa las miró a la luz... ¡Aquella era la trufa que había
extraído de la tierra! Podrida por dentro...
-Perdóname,
madre -suspiró Oliver, levantando la mano, como si pidiera perdón a la vieja
retratada. Y, una vez más, fue un chicuelo en la calleja en donde vendían
perros robados los domingos.
-Porque
-murmuró juntando las palmas de las manos- será un fin de semana largo.
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