domingo, 1 de enero de 2012

Días y noches de amor y de guerra

EL UNIVERSO VISTO POR EL OJO DE LA CERRADURA


Todos los días -cuenta Freddy- yo lo ayudo a preparar las tiritas de plastilina que él usa para escribir. Papel y lápiz no usa. Él escribe grabando signos en la plastilina. Yo no puedo leer lo que él escribe. Lo que él escribe no se lee con los ojos. Se lee con los dedos.
Con él aprendí a sentir una hoja. Yo no sabía. Él me enseñó. Cerra los ojos, me dijo. Con paciencia me enseñó a sentir una hoja de árbol con los dedos. Me llevó tiempo aprender porque yo no tenía la costumbre. Ahora me gusta acariciar las hojas, que los dedos resbalen por el lado de arriba, tan liso que es, sentir la pelusita de abajo y los hilitos como venas que la hoja tiene adentro.
El otro día trajeron a la escuela un león recién nacido. Nadie pudo tocarlo. Solamente a él lo dejaron. Y des­pués yo le pedí:
-Vos, que pudiste tocarlo, decime cómo era el cacho­rro.
-Era calentito -me dijo-. Era suave. Y me pidió:
-Vos, que pudiste verlo, ¿cómo era? Yo le dije que era amarillo.
-¿Amarillo? ¿Cómo es el amarillo, Freddy?
-Como el calor del sol -le dije.


EL UNIVERSO VISTO POR EL OJO DE LA CERRADURA


Cuando era chica, Mónica no quería salir por las noches, para no pisar a los pobres caracoles. Además, tenía miedo del reguero de sangre que venía de un camión abandonado en la carretera y se perdía campo adentro, entre los yuyos.
Mónica se enamoró del hijo del panadero, que era un forajido y todas las madres lo odiaban. Ella lo miraba de reojo mientras cantaban el himno nacional, a la hora de entrar a clase. Después rompían fila y ella chocaba, pum, contra el busto de bronce de Artigas.
De chica, Mónica quería ser bailarina de cabaret. Quería andar con plumas de colores en la cola y sentirse pájara y volar y pecar.
Nunca pudo.
Años después, Mónica fue una de las pocas personas que atravesó, sin secarse ni romperse, las pruebas del ho­rror. Me gustaba escucharla. Mónica Lacoste y su compañero eran vecinos míos en Buenos Aires; y la casa de ellos estaba siempre llena de uruguayos.
Un mediodía la acompañé al mercado. El mercado, que funcionaba en la antigua estación del ferrocarril, era una fiesta de aromas y colores y pregones: Déme tomates, tres, más bien maduritos. Cebolla, cuánto será, mira qué linda lechuga, ponga ahí, y déme otra más grande, ah, ajo y perejil, ¿morrones no tiene?, cómo que no, y qué morrones, pimientos verdes le recomiendo; cancha, cancha, por favor, el que no trabaja que se tome el barco por favor.
Mónica se puso un par de rabanitos en el pelo y sonreía a todo el mundo.
Volvíamos cargados de bolsas y paquetes.
Pancho, el hijo de Mónica, se nos quedaba atrás, parali­zado por alguna maravilla de la calle, como ser la balaustra­da de un balcón, una vidriera, una puerta de hierro, una paloma comiendo. Se quedaba con la boca abierta por el asombro del mundo y había que volver a buscarlo.
-Vamos, Pancho -le dije; y él me pidió que le comprara un fantasma chiquito.
Después se adelantó corriendo a saludar al diariero, y le ofreció un maní. El diariero le dijo que no.
"¿Por qué no le acepta?", lo increpé. El diariero bajó la cabeza y confesó:
-Tengo alergia.

Eduardo Galeano

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