domingo, 1 de enero de 2012

Doce cuentos peregrinos - García Marquez

LA SANTA


Veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las callecitas secretas del Trastévere, y me costó trabajo recono­cerlo a primera vista por su castellano difícil y su buen talante de romano antiguo. Tenía el cabello blanco y escaso, y no le quedaban rastros de la con­ducta lúgubre y las ropas funerarias de letrado an­dino con que había venido a Roma por primera vez, pero en el curso de la conversación fui rescatándolo poco a poco de las perfidias de sus años y volví a verlo como era: sigiloso, imprevisible, y de una tena­cidad de picapedrero. Antes de la segunda taza de café en uno de nuestros bares de otros tiempos, me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía por dentro.
—¿Qué pasó con la santa?
—Ahí está la santa —me contestó—. Esperando.
Sólo el tenor Rafael Ribero Silva y yo podíamos entender la tremenda carga humana de su respuesta. Conocíamos tanto su drama, que durante años pen­sé que Margarito Duarte era el personaje en busca de autor que los novelistas esperamos durante toda una vida, y si nunca dejé que me encontrara fue porque el final de su historia me parecía inimagina­ble.
Había venido a Roma en aquella primavera ra­diante en que Pío XII padecía una crisis de hipo que ni las buenas ni las malas artes de médicos y hechi­ceros habían logrado remediar. Salía por primera vez de su escarpada aldea del Tolima, en los Andes co­lombianos, y se le notaba hasta en el modo de dor­mir. Se presentó una mañana en nuestro consulado con la maleta de pino lustrado que por la forma y el tamaño parecía el estuche de un violonchelo, y le planteó al cónsul el motivo sorprendente de su viaje. El cónsul llamó entonces por teléfono al tenor Ra­fael Ribero Silva, su compatriota, para que le consiguiera un cuarto en la pensión donde ambos vivía­mos. Así lo conocí.
Margarito Duarte no había pasado de la escuela primaria, pero su vocación por las bellas letras le había permitido una formación más amplia con la lectura apasionada de cuanto material impreso encontraba a su alcance. A los dieciocho años, siendo el escribano del municipio, se casó con una bella muchacha que murió poco después en el parto de la primera hija. Ésta, más bella aún que la madre, murió de una fiebre esencial a los siete años. Pero la verdadera historia de Margarito Duarte había empe­zado seis meses antes de su llegada a Roma, cuando hubo que mudar el cementerio de su pueblo para construir una represa. Como todos los habitantes de la región, Margarito desenterró los huesos de sus muertos para llevarlos al cementerio nuevo. La esposa era polvo. En la tumba contigua, por el con­trario, la niña seguía intacta después de once años. Tanto, que cuando destaparon la caja se sintió el vaho de las rosas frescas con que la habían enterra­do. Lo más asombroso, sin embargo, era que el cuer­po carecía de peso.
Centenares de curiosos atraídos por el clamor del milagro desbordaron la aldea. No había duda. La incorruptibilidad del cuerpo era un síntoma ine­quívoco de la santidad, y hasta el obispo de la diócesis estuvo de acuerdo en que semejante prodigio debía someterse al veredicto del Vaticano. De modo que se hizo una colecta pública para que Margarito Duarte viajara a Roma, a batallar por una causa que ya no era sólo suya ni del ámbito estrecho de su aldea, sino un asunto de la nación.
Mientras nos contaba su historia en la pensión del apacible barrio de Panoli, Margarito Duarte qui­tó el candado y abrió la tapa del baúl primoroso. Fue así como el tenor Ribero Silva y yo participa­mos del milagro. No parecía una momia marchita como las que se ven en tantos museos del mundo, sino una niña vestida de novia que siguiera dormida al cabo de una larga estancia bajo la tierra. La piel era tersa y tibia, y los ojos abiertos eran diáfanos, y causaban la impresión insoportable de que nos veían desde la muerte. El raso y los azahares falsos de la corona no habían resistido al rigor del tiempo con tan buena salud como la piel, pero las rosas que le habían puesto en las manos permanecían vivas. El peso del estuche de pino, en efecto, siguió siendo igual cuando sacamos el cuerpo.
Margarito Duarte empezó sus gestiones al día siguiente de la llegada. Al principio con una ayuda diplomática más compasiva que eficaz, y luego con cuantas artimañas se le ocurrieron para sortear los incontables obstáculos del Vaticano. Fue siempre muy reservado sobre sus diligencias, pero se sabía que eran numerosas e inútiles. Hacía contacto con cuantas congregaciones religiosas y fundaciones hu­manitarias encontraba a su paso, donde lo escucha­ban con atención pero sin asombro, y le prometían gestiones inmediatas que nunca culminaron. La ver­dad es que la época no era la más propicia. Todo lo que tuviera que ver con la Santa Sede había sido postergado hasta que el Papa superara la crisis de hipo, resistente no sólo a los más refinados recur­sos de la medicina académica, sino a toda clase de remedios mágicos que le mandaban del mundo en­tero.
Por fin, en el mes de julio, Pío XII se repuso y fue a sus vacaciones de verano en Castelgandolfo. Margarito llevó la santa a la primera audiencia se­manal con la esperanza de mostrársela. El Papa apa­reció en el patio interior, en un balcón tan bajo que Margarito pudo ver sus uñas bien pulidas y alcanzó a percibir su hálito de lavanda. Pero no circuló por entre los turistas que llegaban de todo el mundo para verlo, como Margarito esperaba, sino que pro­nunció el mismo discurso en seis idiomas y terminó con la bendición general.
Al cabo de tantos aplazamientos, Margarito de­cidió afrontar las cosas en persona, y llevó a la Se­cretaría de Estado una carta manuscrita de casi sesenta folios, de la cual no obtuvo respuesta. Él lo había previsto, pues el funcionario que la recibió con los formalismos de rigor apenas si se dignó dar­le una mirada oficial a la niña muerta, y los emplea­dos que pasaban cerca la miraban sin ningún interés. Uno de ellos le contó que el año anterior habían recibido más de ochocientas cartas que solicitaban la santificación de cadáveres intactos en distintos lu­gares del mundo. Margarito pidió por último que se comprobara la ingravidez del cuerpo. El funcionario la comprobó, pero se negó a admitirla.
—Debe ser un caso de sugestión colectiva —dijo.
En sus escasas horas libres y en los áridos do­mingos del verano, Margarito permanecía en su cuar­to, encarnizado en la lectura de cualquier libro que le pareciera de interés para su causa. A fines de cada mes, por iniciativa propia, escribía en un cuaderno escolar una relación minuciosa de sus gastos con su caligrafía preciosista de amanuense mayor, para ren­dir cuentas estrictas y oportunas a los contribuyen­tes de su pueblo. Antes de terminar el año conocía los dédalos de Roma como si hubiera nacido en ellos, hablaba un italiano fácil y de tan pocas palabras como su castellano andino, y sabía tanto como el que más sobre procesos de canonización. Pero pasó mucho más tiempo antes de que cambiara su vestido fúne­bre, y el chaleco y el sombrero de magistrado que en la Roma de la época eran propios de algunas sociedades secretas con fines inconfesables. Salía des­de muy temprano con el estuche de la santa, y a veces regresaba tarde en la noche, exhausto y triste, pero siempre con un rescoldo de luz que le infundía alientos nuevos para el día siguiente.
—Los santos viven en su tiempo propio —decía.
Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de Cine, y viví su calva­rio con una intensidad inolvidable. La pensión don­de vivíamos era en realidad un apartamento moder­no a pocos pasos de la Villa Borghese, cuya dueña ocupaba dos alcobas y alquilaba cuatro a estudiantes extranjeros. La llamábamos María Bella, y era guapa y temperamental en la plenitud de su otoño, y siem­pre fiel a la norma sagrada de que cada quien es rey absoluto dentro de su cuarto. En realidad, la que llevaba el peso de la vida cotidiana era su hermana mayor, la tía Antonieta, un ángel sin alas que le trabajaba por horas durante el día, y andaba por todos lados con su balde y su escoba de jerga lus­trando más allá de lo posible los mármoles del piso. Fue ella quien nos enseñó a comer los pajaritos can­tores que cazaba Bartolino, su esposo, por un mal hábito que le quedó de la guerra, y quien terminaría por llevarse a Margarito a vivir en su casa cuando los recursos no le alcanzaron para los precios de María Bella.
Nada menos adecuado para el modo de ser de Margarito que aquella casa sin ley. Cada hora nos reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuan­do nos despertaba el rugido pavoroso del león en el zoológico de la Villa Borghese. El tenor Ribero Sil­va se había ganado el privilegio de que los romanos no se resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a las seis, se daba su baño medicinal de agua helada y se arreglaba la barba y las cejas de Mefistófeles, y sólo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses, la bufanda de seda china y su agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de canto. Abría de par en par la ventana del cuarto, aun con las estrellas del in­vierno, y empezaba por calentar la voz con fraseos progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantarla a plena voz. La expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león de la Villa Borghese con un rugido de tem­blor de tierra.
—Eres San Marcos reencarnado, figlio mío —ex­clamaba la tía Antonieta asombrada de veras—. Sólo él podía hablar con los leones.
Una mañana no fue el león el que le dio la ré­plica. El tenor inició el dueto de amor del Otello: Giánella notte densa s'estingue ogni clamor. De pronto, desde el fondo del patio, nos llegó la res­puesta en una hermosa voz de soprano. El tenor prosiguió, y las dos voces cantaron el trozo com­pleto, para solaz del vecindario que abrió las venta­nas para santificar sus casas con el torrente de aquel amor irresistible. El tenor estuvo a punto de desma­yarse cuando supo que su Desdémona invisible era nadie menos que la gran María Caniglia.
Tengo la impresión de que fue aquel episodio el que le dio un motivo válido a Margarito Duarte para integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se sentó con todos en la mesa común y no en la cocina, como al principio, donde la tía Antonieta lo complacía casi a diario con su guiso maestro de pajaritos cantores. María Bella nos leía de sobremesa los periódicos del día para acostumbrarnos a la fo­nética italiana, y completaba las noticias con una arbitrariedad y una gracia que nos alegraban la vida. Uno de esos días contó, a propósito de la santa, que en la ciudad de Palermo había un enorme museo con los cadáveres incorruptos de hombres, mujeres y niños, e inclusive de varios obispos, desenterrados de un mismo cementerio de los padres capuchinos. La noticia inquietó tanto a Margarito, que no tuvo un instante de paz hasta que fuimos a Palermo. Pero le bastó una mirada de paso por las abrumadoras galerías de momias sin gloria para formarse un juicio de consolación.
—No son el mismo caso —dijo—. A estos se les nota enseguida que están muertos.
Después del almuerzo Roma sucumbía en el so­por de agosto. El sol de medio día se quedaba in­móvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el rumor del agua, que es la voz natural de Roma. Pero hacia las siete de la noche las ventanas se abrían de golpe para convocar el aire fresco que empezaba a moverse, y una mu­chedumbre jubilosa se echaba a las calles sin ningún propósito distinto que el de vivir, en medio de los petardos de las motocicletas, los gritos de los ven­dedores de sandía y las canciones de amor entre las flores de las terrazas.
El tenor y yo no hacíamos la siesta, íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en la parrilla, y les llevábamos helados y chocolates a las putitas de ve­rano que mariposeaban bajo los laureles centenarios de la Villa Borghese, en busca de turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas, pobres y cariñosas, como la mayoría de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organza azul, de popelina rosada, de lino verde, y se protegían del sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano estar con ellas, porque saltaban por encima de las leyes del oficio y se daban el lujo de perder un buen cliente para irse con nosotros a tomar un café bien conversado en el bar de la esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler por los senderos del parque, o a dolemos de los reyes destronados y sus amantes trágicas que cabalgaban al atardecer en el galoppatoio. Más de una vez les servíamos de intérpretes con algún gringo descarnado.
No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a la Villa Borghese, sino para que conociera el león. Vivía en libertad en un islote desértico circun­dado por un foso profundo, y tan pronto como nos divisó en la otra orilla empezó a rugir con un desa­sosiego que sorprendió a su guardián. Los visitantes del parque acudieron sorprendidos. El tenor trató de identificarse con su do de pecho matinal, pero el león no le prestó atención. Parecía rugir hacia todos nosotros sin distinción, pero el vigilante se dio cuen­ta al instante de que sólo rugía por Margarito. Así fue: para donde él se moviera se movía el león, y tan pronto como se escondía dejaba de rugir. El vigilante, que era doctor en letras clásicas de la uni­versidad de Siena, pensó que Margarito debió estar ese día con otros leones que lo habían contaminado de su olor. Aparte de esa explicación, que era invá­lida, no se le ocurrió otra.
—En todo caso —dijo— no son rugidos de gue­rra sino de compasión.
Sin embargo, lo que impresionó al tenor Ribera Silva no fue aquel episodio sobrenatural, sino la con­moción de Margarito cuando se detuvieron a con­versar con las muchachas del parque. Lo comentó en la mesa, y unos por picardía, y otros por com­prensión, estuvimos de acuerdo en que sería una bue­na obra ayudar a Margarito a resolver su soledad. Conmovida por la debilidad de nuestros corazones, María Bella se apretó la pechuga de madraza bíblica con sus manos empedradas de anillos de fantasía.
—Yo lo haría por caridad —dijo—, si no fuera porque nunca he podido con los hombres que usan chaleco.

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