domingo, 1 de enero de 2012

Mi subida al Everest - José saramago

   Sea por causa de la presión atmosférica, o efecto de alguna molestia gástrica, el hecho es que hay días en que nos ponemos a mirar el transcurso pasado de nuestra vida y lo vemos vacío, inútil, como un desierto de esterilidades sobre el que brilla un gran sol autoritario que no nos atrevemos a mirar de frente. Cualquier rincón nos serviría entonces para ocultar la vergüenza de no haber alcanzado un altozano desde el que se mostrase otro paisaje más fértil. Nunca como en estas ocasiones se adquiere conciencia cabal de lo difícil que resulta este oficio de vivir, aparentemente inmediato y que ni siquiera parece requerir aprendizaje.
Es en estos momentos cuando hacemos proyectos decididos de exaltación personal y nos disponemos a modificar el mundo. El espejo es  de mucho auxilio para componer la actitud adecuada al modelo que vamos a seguir.
   Pero sube la presión, el bicarbonato equilibra la acidez y la vida sigue su marcha, renqueando, como si llevara un clavo en el talón y una invencible pereza al arrancar. En definitiva, el mundo será realmente transformado, pero no por nosotros.
   Pese a todo, ¿no estaré cometiendo una grave injusticia?, ¿no habrá en el desierto una súbita ascensión que de lejos precipite aún el vértigo impar que es el lastre denso que nos justifica? En otras palabras, y más sencillas: ¿no seremos todos nosotros transformadores del mundo?, ¿un determinado y breve minuto de nuestra existencia, no será nuestra prueba, en vez de todos esos sesenta o setenta años que nos han correspondido en suerte? Malo será que vayamos a encontrar ese minuto en un pasado  lejano, o no tendremos ojos, quizá, de momento, para ascensiones más próximas. Pero es posible que haya ahí una elección deliberada, de acuerdo con el lugar desde donde hablamos de nuestro desierto personal o con los oídos que no escuchan. Hoy, por ejemplo, sea cual fuera la razón, estoy viendo, a distancia de treinta y muchos años, un árbol gigantesco, todo él proyectado en altura, que parecía, en la pradera circular y lisa, el puntero de un gran reloj de sol. Era un fresno de coraza rugosa, toda hendida en la base, que iba desarrollando a lo largo del tronco una sucesión de ramificaciones prominentes, como escalones que prometían una subida fácil. Pero eran, al menos, treinta metros de altura.
   Veo a un chiquillo descalzo dar la vuelta al árbol por centésima vez. Oigo los latidos de su corazón y noto húmedas las palmas de sus manos, y un vago olor a savia caliente que asciende de la hierba.
El muchacho levanta la cabeza y ve allá, en lo alto, la cima del árbol, que se mece lentamente como si estuviera pintando el cielo de azul.
   Los dedos del pie descalzo se afirman en la corteza del fresno mientras el otro pie oscila buscando el impulso que hará llegar la mano ansiosa a la primera rama.
Todo el cuerpo se ciñe contra el tronco áspero, y el árbol oye sin duda el sordo latir del corazón que se le entrega. Hasta el nivel de los otros árboles ya conquistados, la agilidad y el dominio se alimentan del hábito, pero, a partir de esa altura, el mundo se prolonga súbitamente, y todas las cosas, familiares hasta entonces, se van volviendo extrañas, pequeñas; es como un abandono de todo - y todo abandona al muchacho que trepa.
   Diez metros, quince metros. El horizonte gira lentamente, y se bambolea cuando el tronco, cada vez más delgado, se entrega al viento.
Hay un vértigo que amenaza y no se decide nunca. Los pies arañados  son como garras que se prenden en las ramas y no quieren dejarlas, mientras las manos, estremecidas, buscan la altura, y el cuerpo se retuerce a merced de un tronco movedizo. Resbala el sudor y, de repente, un sollozo seco irrumpe a la altura de los nidos y los cantos de las aves. Es el sollozo del miedo a no tener valor. Veinte metros. La tierra está definitivamente lejos. Las casas, minúsculas, son insignificantes, y la gente parece que hubiera desaparecido toda, y que de toda quedase sólo aquel muchacho que trepa árbol arriba -precisamente porque trepa.
   Los brazos pueden ya ceñir el tronco: las manos se unen ya al otro lado. La cima está próxima y oscila como un péndulo invertido.
Todo el cielo azul se adensa por encima de la última hoja. El silencio cubre la respiración jadeante y el susurro del viento en las ramas. Es éste el gran día de la victoria.
   No recuerdo si el muchacho llegó a la cima del árbol. Una  niebla persistente cubre esa memoria. Pero tal vez sea mejor así: no haber alcanzado entonces el pináculo es una buena razón para seguir subiendo. Como un deber que nace de dentro y porque el sol aún va alto.

José Saramago


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