Y hubo también aquellos dos gloriosos días en los que fui zagal de pastor, y la noche de por medio, tan gloriosa como los días. Perdónese a quien nació en el campo y de él fue arrancado pronto esta insistente llamada que viene de lejos y trae en su silencioso clamor un aura, una corona de sonidos, de luces, de aromas que se han conservado milagrosamente intactos. El mito del paraíso perdido es el de la infancia, no hay otro. Lo demás son realidades por conquistar, soñadas en el presente, guardadas en el futuro inalcanzable. Y, sin ellas, no sé qué haríamos hoy. Yo no lo sé.
Mis abuelos habían decidido, visto que había sido flaca la venta de lechones, que el resto de las camadas se vendiera en la feria de Santarem por mejor precio y sin (20) 25 más gasto de dinero. Porque el camino se haría a pie, cuatro leguas de monte, a paso de marranillo, para que los animales llegasen a la feria con suerte de comprador.
Me preguntaron si quería ir yo con mi tío más joven, para echarle una mano; dije que sí, que iba aunque fuera a rastras. Ensebé las botas para la caminata y elegí en el alpendre el bastón que mejor iba con mis doce años mal contados. Siempre habían sido calladas mis alegrías, por eso no solté los gritos que estallaban en mi pecho; gritos que hasta hoy no he podido liberar.
Empezamos la jornada mediada la tarde; mi tío atrás, con el cuidado de no perder ningún lechón; yo delante, con la marrana a los calcañares. Me imaginaba como un mascarón de proa avanzando por carreteras y caminos, como lo hacían en los mares los barcos piratas que aparecían en mis libros de aventuras. De tiempo en tiempo, mi tío me relevaba, y yo tenía que ir comiendo el polvo que las patitas menudas de los animales levantaban del camino. En medio de éstos iba la marrana, madre verdadera de algunos y prestada de otros, que los mantenía unidos.
Casi era ya noche cerrada cuando llegamos a la alquería donde íbamos a quedarnos hasta el día siguiente. Metimos a los animales en un barracón y comimos de nuestro leve fardel junto a una ventana iluminada, porque no habíamos querido entrar (?o no nos dejaron?). Mientras comíamos, se acercó un gañán para decirnos que podíamos dormir en la caballeriza.
Nos dio dos mantas de borra y se fue. Soltaron los perros, así que nosotros no tuvimos más remedio que irnos a dormir. La puerta de la caballeriza quedaría abierta durante toda la noche; mejor para nosotros, pues teníamos que salir de madrugada, mucho antes del alba, para llegar a Santarem al iniciarse la feria.
Nuestro lecho era un extremo del comedero que corría a lo largo de toda la pared del fondo. Los caballos descansaban y batían sus cascos en el suelo enlosado, salpicado de paja. Me acosté como en una cuna, enrollado en la manta, respirando el olor fuerte de los caballos, toda la noche inquietos, o así me lo parecía en los intervalos del sueño. Me sentía cansado, con los pies molidos. La oscuridad era cálida y espesa; los caballos agitaban con fuerza las cabezas, y mi tío dormía. Los ruidos de la noche pasaban sobre el tejado. Me quedé dormido como un santo -diría mi abuela si allí estuviese.
Me desperté cuando me llamó mi tío, con la noche aún encima. Me senté en el comedero y miré hacia la puerta, con los ojos entornados por el sueño y por una luz inesperada. Salté al suelo y salí al corral: ante mí aparecía una luna enorme, blanca, envolviendo de una claridad lechosa la noche y el paisaje. Donde daba la luna, todo era blanco y refulgente, todo lo demás quedaba envuelto en una espesa oscuridad. Y yo, que sólo tenía doce años, como ya queda dicho, adiviné que jamás volvería a ver una luna así. Por eso hoy me conmueve poco la luz de la luna: llevo una dentro de mí insuperable.
Fuimos a buscar los cerdos y bajamos al valle, cautelosamente, porque había zarzales y roquedos, y como los animales extrañaban la madrugada podían perderse fácilmente. Después todo se volvió más sencillo. Seguimos a lo largo de unas viñas con racimos ya maduros, por un camino cubierto de polvo que el frescor de la mañana mantenía sosegado; yo salté en medio de las cepas y cogí dos magníficos racimos que metí en la blusa mientras miraba alrededor por ver si aparecía el guarda. Volví al camino y le di un racimo a mi tío. Fuimos andando y comiendo las uvas, fresquitas y dulces, que nos sabían a gloria de tan ricas.
Empezamos a subir hacia Santarem cuando el sol nacía. Estuvimos en la feria toda la mañana y parte de la tarde. Como no vendimos todos los marranillos, tuvimos que regresar también a pie. Fue así como ocurrió lo que nunca más volvió a ocurrir. Por encima de nosotros se fue formando un anillo de nubes que se ennegrecieron al atardecer y empezaron a deshacerse en lluvia, y, entonces, durante mucho tiempo, estuvo lloviendo sin que cayese una gota sobre nosotros, mientras alrededor, circularmente, una cortina de agua nos cerraba el horizonte. Al final desaparecieron las nubes. La noche venía lentamente entre los olivos. Los animales hacían esos ruidos que parecen una conversación interminable.
Mi tío, delante, silbaba imperceptiblemente.
Por culpa de todo esto sentí unas enormes ganas de llorar. Nadie me veía y yo veía a todo el mundo. Fue entonces cuando me juré a mí mismo no morir nunca.
José Saramago
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