El directorio del banco se reunía los viernes, en la planta alta. Durante las reuniones, los directores se hacían servir café varias veces. Yo corría a la cocina a calentar el café. Si no había testigos lo hervía, para darles diarrea.
Un viernes entré con la bandeja, como siempre, y encontré la gran sala vacía. En la mesa de caoba, bien ordenadas, las carpetas con los nombres de cada director, y alrededor las sillas sin nadie. Sólo el señor Alcorta estaba sentado en su sitio. Le ofrecí café y no me contestó. Se había puesto los lentes y leía un papel. Lo leyó muchas veces. Quieto a sus espaldas, yo le miraba los rollitos rosados de la nuca y le contaba las pecas de las manos. La carta era el texto de su renuncia. La firmó, se sacó los lentes y se quedó sentado, con las manos en los bolsillos, mirando el vacío. Tosí. Después volví a toser; pero yo no existía. La bandeja repleta de pocillos de café me acalambraba los brazos.
Cuando volví, para recoger las carpetas y llevarlas a Secretaría, el señor Alcorta se había ido. Tranqué la puerta y abrí las carpetas, como hacía siempre, una por una. En cada carpeta había una carta de renuncia igual a la que el señor Alcorta había leído y releído y firmado. Todas las cartas estaban firmadas.
El martes siguiente el directorio celebró una reunión extraordinaria. El señor Alcorta no recibió la citación. Los directores resolvieron, por unanimidad, primero: retirar las renuncias presentadas el pasado viernes; y segundo: aceptar la renuncia del señor Alcorta, agradeciéndole los servicios prestados y lamentando que nuevas obligaciones reclamen el concurso de su capacidad invalorable.
Yo leí las resoluciones en el libro de actas, cuando me mandaron subirlo a Gerencia General.
Eduardo Galeano
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