La Supervisora le dio permiso para salir en cuanto
acabara el té de las muchachas y María esperaba, expectante. La cocina relucía:
la cocinera dijo que se podía uno ver la cara en los peroles de cobre. El fuego
del hogar calentaba que era un contento y en una de las mesitas había cuatro
grandes broas. Las broas parecían enteras; pero al acercarse uno, se podía ver
que habían sido cortadas en largas porciones iguales, listas para repartir con
el té. María las cortó.
María era una persona minúscula, de veras muy
minúscula, pero tenía una nariz y una barbilla muy largas. Hablaba con un dejo
nasal, de acentos suaves: "Sí, mi niña", y "No, mi niña".
La mandaban a buscar siempre que las muchachas se peleaban por los lavaderos y
ella siempre conseguía apaciguarlas. Un día la Supervisora le dijo:
-¡María, es usted una verdadera pacificadora!
Y hasta la Auxiliar y dos damas del Comité se
enteraron del elogio. Y Ginger Mooney dijo que de no estar presente María
habría acabado a golpes con la muda encargada de las planchas. Todo el mundo
quería tanto a María.
Las muchachas tomaban el té a las seis y así ella
podría salir antes de las siete. De Ballsbridge a la Columna, veinte minutos;
de la Columna a Drumcondra, otros veinte; y veinte minutos más para hacer las
compras. Llegaría allá antes de las ocho. Sacó el bolso de cierre de plata y
leyó otra vez el letrero: Un Regalo de Belfast. Le gustaba mucho ese bolso
porque Joe se lo trajo hace cinco años, cuando él y Alphy se fueron a Belfast
por Pentecostés. En el bolso tenía dos mediacoronas y unos cobres. Le quedarían
cinco chelines justos después de pagar el pasaje en tranvía. ¡Qué velada más
agradable iban a pasar, con los niños cantando! Lo único que deseaba era que
Joe no regresara borracho. Cambiaba tanto cuando tomaba.
A menudo él le pedía a ella que fuera a vivir con
ellos; pero se habría sentido de más allá (aunque la esposa de Joe era siempre
muy simpática) y se había acostumbrado a la vida en la lavandería. Joe era un
buen hombre. Ella lo había criado a él y a Alphy; y Joe solía decir a menudo:
-Mamá es mamá, pero María es mi verdadera madre.
Después de la separación, los muchachos le
consiguieron ese puesto en la lavandería Dublín Iluminado y a ella le gustó.
Tenía una mala opinión de los protestantes, pero ahora pensaba que eran gente
muy amable, un poco serios y callados, pero con todo muy buenos para convivir.
Ella tenía sus plantas en el invernadero y le gustaba cuidarlas. Tenía unos
lindos helechos y begonias y cuando alguien venía a hacerle la visita le daba
al visitante una o dos posturas del invernadero. Una cosa no le gustaba: los
avisos en la pared; pero la Supervisora era fácil de lidiar con ella,
agradable, gentil.
Cuando la cocinera le dijo que ya estaba, ella
entró a la habitación de las mujeres y empezó a tocar la campana. En unos
minutos las mujeres empezaron a venir de dos en dos, secándose las manos
humeantes en las enaguas y estirando las mangas de sus blusas por sobre los
brazos rojos por el vapor. Se sentaron delante de los grandes jarros que la
cocinera y la mudita llenaban de té caliente, mezclado previamente con leche y
azúcar en enormes latones. María supervisaba la distribución de las broas y
cuidaba de que cada mujer tocara cuatro porciones. Hubo bromas y risas durante
la comida. Lizzie Fleming dijo que estaba segura de que a María le iba a tocar
la broa premiada, con anillo y todo, y, aunque ella decía lo mismo cada Víspera
de Todos los Santos, María tuvo que reírse y decir que ella no deseaba ni
anillo ni novio; y cuando se rió sus ojos verdegris chispearon de timidez
chasqueada y la punta de la nariz casi topó con la barbilla. Entonces, Ginger
Mooney levantó su jarro de té y brindó por la salud de María, y, cuando las
otras mujeres golpearon la mesa con sus jarros, dijo que lamentaba no tener una
pinta de cerveza negra que beber.
Y María se rió de nuevo hasta que la punta de la
nariz casi le tocó la barbilla y casi desternilló su cuerpo menudo con su risa,
porque ella sabía que Ginger Mooney tenía buenas intenciones, a pesar de que,
claro, era una mujer de modales ordinarios.
Pero María no se sintió realmente contenta hasta
que las mujeres terminaron el té y la cocinera y la mudita empezaron a llevarse
las cosas. Entró al cuartito en que dormía y, al recordar que por la mañana
temprano habría misa, movió las manecillas del despertador de las siete a las
seis. Luego, se quitó la falda de trabajo y las botas caseras y puso su mejor
falda sobre el edredón y sus botitas de vestir a los pies de la cama. Se cambió
también de blusa y al pararse delante del espejo recordó cuando de niña se
vestía para misa de domingo; y miró con raro afecto el cuerpo diminuto que
había adornado tanto otrora. Halló que, para sus años, era un cuerpecito bien
hechecito.
Cuando salió las calles brillaban húmedas de lluvia
y se alegró de haber traído su gabardina parda. El tranvía iba lleno y tuvo que
sentarse en la banqueta al fondo del carro, mirando para los pasajeros, los
pies tocando el piso apenas. Dispuso mentalmente todo lo que iba a hacer y pensó
que era mucho mejor ser independiente y tener en el bolsillo dinero propio.
Esperaba pasar un buen rato. Estaba segura de que así sería, pero no podía
evitar pensar que era una lástima que Joe y Alphy no se hablaran. Ahora estaban
siempre de pique, pero de niños eran los mejores amigos: así es la vida.
Se bajó del tranvía en la Columna y se abrió paso
rápidamente por entre la gente. Entró en la pastelería de Downes's, pero había
tanta gente que se demoraron mucho en atenderla. Compró una docena de tortas de
a penique surtidas y finalmente salió de la tienda cargada con un gran
cartucho. Pensó entonces qué más tenía que comprar: quería comprar algo
agradable. De seguro que tendrían manzanas y nueces de sobra. Era difícil saber
qué comprar y no pudo pensar más que en un pastel. Se decidió por un pastel de
pasas, pero los de Downes's no tenían muy buena cubierta nevada de almendras,
así que se llegó a una tienda de la Calle Henry. Se demoró mucho aquí
escogiendo lo que le parecía mejor, y la dependienta a la última moda detrás
del mostrador, que era evidente que estaba molesta con ella, le preguntó si lo
que quería era comprar un pastel de bodas. Lo que hizo sonrojarse a María y
sonreírle a la joven; pero la muchacha puso cara seria y finalmente le cortó un
buen pedazo de pastel de pasas, se lo envolvió y dijo:
-Dos con cuatro, por favor.
Pensó que tendría que ir de pie en el tranvía de
Drumcondra porque ninguno de los viajeros jóvenes se daba por enterado, pero un
señor ya mayor le hizo un lugarcito. Era un señor corpulento que usaba un
bombín pardo; tenía la cara cuadrada y roja y el bigote cano. María se dijo que
parecía un coronel y pensó que era mucho más gentil que esos jóvenes que sólo
miraban de frente. El señor empezó a conversar con ella sobre la Víspera y
sobre el tiempo lluvioso. Adivinó que el envoltorio estaba lleno de buenas
cosas para los pequeños y dijo que nada había más justo que la gente menuda la
pasara bien mientras fueran jóvenes. María estaba de acuerdo con él y lo
demostraba con su asentimiento respetuoso y sus ejemes. Fue muy gentil con ella
y cuando ella se bajó en el puente del Canal le dio ella las gracias con una
inclinación y él se inclinó también y levantó el sombrero y sonrió con agrado;
y cuando subía la explanada, su cabecita gacha por la lluvia, se dijo que era
fácil reconocer a un caballero aunque estuviera tomado.
Todo el mundo dijo: "¡Ah, aquí está
María!" cuando llegó a la casa de Joe. Joe ya estaba allí de regreso del
trabajo y los niños tenían todos sus vestidos domingueros. Había dos niñas de
la casa de al lado y todos jugaban. María le dio el envoltorio de queques al
mayorcito, Alphy, para que lo repartiera y la señora Donnelly dijo qué buena
era trayendo un envoltorio de queques tan grande, y obligó a los niños a
decirle:
-Gracias, María.
Pero María dijo que había traído algo muy especial
para papá y mamá, algo que estaba segura les iba a gustar y empezó a buscar el
pastel de pasas. Lo buscó en el cartucho de Downes's y luego en los bolsillos
de su impermeable y después por el pasillo, pero no pudo encontrarlo. Entonces
les preguntó a los niños si alguno de ellos se lo había comido -por error,
claro-, pero los niños dijeron que no todos y pusieron cara de no gustarles las
tortas si los acusaban de haber robado algo. Cada cual tenía una solución al
misterio y la señora Donnelly dijo que era claro que María lo dejó en el
tranvía. María, al recordar lo confusa que la puso el señor del bigote canoso,
se ruborizó de vergüenza y de pena y de chasco. Nada más que pensar en el
fracaso de su sorpresita y de los dos chelines con cuatro tirados por gusto,
casi llora allí mismo.
Pero Joe dijo que no tenía importancia y la hizo
sentarse junto al fuego. Era muy amable con ella. Le contó todo lo que pasaba
en la oficina, repitiéndole el cuento de la respuesta aguda que le dio al
gerente. María no entendía por qué Joe se reía tanto con la respuesta que le
dio al gerente, pero dijo que ese gerente debía de ser una persona difícil de
aguantar. Joe dijo que no era tan malo cuando se sabía manejarlo, que era un
tipo decente mientras no le llevaran la contraria. La señora Donnelly tocó el
piano para que los niños bailaran y cantaran. Luego, las vecinitas repartieron
las nueces. Nadie encontraba el cascanueces y Joe estaba a punto de perder la
paciencia y les dijo que si ellos esperaban que María abriera las nueces sin
cascanueces. Pero María dijo que no le gustaban las nueces y que no tenían por
qué molestarse. Luego, Joe le dijo que por qué no se tomaba una botella de
stout y la señora Donnelly dijo que tenían en casa oporto también si lo
prefería. María dijo que mejor no insistieran: pero Joe insistió.
Así que María lo dejó salirse con la suya y se
sentaron junto al fuego hablando del tiempo de antaño y María creyó que debía
decir algo en favor de Alphy. Pero Joe gritó que Dios lo fulminaría si le
hablaba otra vez a su hermano ni media palabra, y María dijo que lamentaba
haber mencionado el asunto. La señora Donnelly le dijo a su esposo que era una
vergüenza que hablara así de los de su misma sangre, pero Joe dijo que Alphy no
era hermano suyo y casi hubo una pelea entre marido y mujer a causa del asunto.
Pero Joe dijo que no iba a perder la paciencia porque era la noche que era y le
pidió a su esposa que le abriera unas botellas. Las vecinitas habían preparado
juegos de Vísperas de Todos los Santos y pronto reinó la alegría de nuevo.
María estaba encantada de ver a los niños tan contentos y a Joe y a su esposa
de tan buen carácter. Las niñas de al lado colocaron unos platillos en la mesa
y llevaron a los niños, vendados, hasta ella. Uno cogió el misal y el otro el
agua; y cuando una de las niñas de al lado cogió el anillo la señora Donnelly
levantó un dedo hacia la niña abochornada como diciéndole: "¡Oh, yo sé
bien lo que es eso!" Insistieron todos en vendarle los ojos a María y
llevarla a la mesa para ver qué cogía; y, mientras la vendaban, María se reía
hasta que la punta de la nariz le tocaba la barbilla.
La llevaron a la mesa entre risas y chistes y ella
extendió una mano mientras le decían qué tenía que hacer. Movió la mano de aquí
para allá en el aire hasta que la bajó sobre un platillo. Tocó una sustancia
húmeda y suave con los dedos y se sorprendió de que nadie habló ni le quitó la
venda. Hubo una pausa momentánea; y luego muchos susurros y mucho ajetreo.
Alguien mencionó el jardín y, finalmente, la señora Donnelly le dijo algo muy
pesado a una de las vecinas y le dijo que botara todo eso enseguida: así no se
jugaba. María comprendió que esa vez salió mal y que había que empezar el juego
de nuevo: y esta vez le tocó el misal.
Después de eso la señora Donnelly les tocó a los
niños una danza escocesa y Joe y María bebieron un vaso de vino. Pronto reinó
la alegría de nuevo y la señora Donnelly dijo que María entraría en un convento
antes de que terminara el año por haber sacado el misal en el juego. María
nunca había visto a Joe ser tan gentil con ella como esa noche, tan llena de
conversaciones agradables y de reminiscencias. Dijo que todos habían sido muy
buenos con ella.
Finalmente, los niños estaban cansados,
soñolientos, y Joe le pidió a María si no quería cantarle una cancioncita antes
de irse, una de sus viejas canciones. La señora Donnelly dijo "¡Por favor,
sí, María!", de manera que María tuvo que levantarse y pararse junto al
piano. La señora Donnelly mandó a los niños que se callaran y oyeran la canción
que María iba a cantar. Luego, tocó el preludio, diciendo "¡Ahora,
María!", y María, sonrojándose mucho, empezó a cantar con su vocecita
temblona. Cantó "Soñé que habitaba" y, en la segunda estrofa, entonó:
Soñé que habitaba salones de mármol
Con vasallos mil y siervos por gusto,
Y de todos los allí congregados,
Era yo la esperanza, el orgullo.
Mis riquezas eran incontables, mi nombre
Ancestral y digno de sentirme vana,
Pero también soñé, y mi alegría fue enorme
Que tú todavía me decías: «¡Mi amada!»
Pero nadie intentó señalarle que cometió un error;
y cuando terminó la canción, Joe estaba muy conmovido. Dijo que no había
tiempos como los de antaño y ninguna música como la del pobre Balfe el Viejo,
no importaba lo que otros pensaran; y sus ojos se le llenaron de lágrimas tanto
que no pudo encontrar lo que estaba buscando y al final tuvo que pedirle a su
esposa que le dijera dónde estaba metido el sacacorchos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario