Una misma historia puede comenzarse a narrar de diferentes modos, y la
historia de Enriqueta Dogson y de Dais el Bint Abdalla no cabe sino narrarse de
éste:
Enriqueta Dogson era una chiflada.
A la semana de irse a vivir a Tánger se lanzó a la calle vestida de mora
estilizada y decorativa. Es decir, calzando chinelas rojas, pantalones
amarillos, una especie de abullonada falda corsé de color verde y el renegrido
cabello suelto sobre los hombros, como los de una mujer desesperada. Su salida
fue un éxito. Los perros le ladraban alarmados, y todos los granujillas de las
fortificaciones del zoco la seguían en manifestación entusiasta. Los
cordeleros, sastrecillos y tintoreros abandonaban estupefactos su trabajo para
verla pasar.
El Capitán Silver, que embadurnaba telas de un modo abominable, hizo un
retrato de Enriqueta Dogson en esta facha, y para agravar su crimen, situó tras
ella dos forajidos ventrudos, cara de luna de betún y labios como rajas de
sandía. Semejantes sujetos, vestidos al modo bizantino, podían ser eunucos,
verdugos, o sabe Alá qué. Imposible establecer quién era más loco, si el pintor
Silver o la millonaria disfrazada.
Enriqueta Dogson envió el retrato al bufete de su padre, en Nueva York.
El viejo Dogson, un hombre razonable, se echó a reír a carcajadas al descubrir
a su hija empastelada al modo islámico, y dirigiéndose al doctor Fancy le dijo:
—¿De dónde habrá sacado semejante disfraz esta muchacha? Le juro, mi
querido doctor, que ni registrando con una linterna todos los países musulmanes
descubriremos una sola mujer que se eche a cuestas tal traje. Es absurdo.
Dicho esto, el viejo Dogson meneó la cabeza estupefacto, al tiempo que risueñamente
se decía que el disfraz de su hija podía provocar un conflicto internacional.
Luego se encogió de hombros. Los hijos servían quizá para eso. Para divertirle
a uno con las burradas que perpetraban.
El que no se encogió de hombros fue el anciano Faraj el Bint Abdalla.
Faraj el Bint Abdalla estaba amostazado.
En Tánger no se hacía otra cosa que murmurar el enamoramiento de su hijo
Dais con esta extranjera fantasiosa.
Un amor con una musulmana es el ideal de todo europeo. Una intriga con
un árabe, el más glorioso recuerdo que puede llevarse una muchacha occidental.
Enriqueta Dogson era consecuente con este punto de vista. Se podían ver
fotografías de ella en compañía de Dais el Bint Abdalla. En la orilla del
Mediterráneo, sobre las murallas, recostada a lo largo de los antiguos cañones
portugueses, con Dais el Bint Abdalla sentado melancólicamente a su lado.
También aparecía Enriqueta en el palacio del ex sultán, con el joven Dais a su
lado; a la entrada de la mezquita, con el joven Dais sentado a sus pies; en una
grada del pórtico, en el zoco, con el joven Dais ofreciéndole un ramo de rosas;
bajo un grupo de palmeras, más allá de la "Puerta del Castigo".
Aquello era sencillamente delicioso.
Realmente, al viejo Faraj el Bint Abdalla no le faltaban razones para
andar amostazado.
El joven Dais el Bint Abdalla se había ido enamorando. Secretamente
pensaba renunciar a la religión musulmana, en cambiar la chilaba, las babuchas
y el fez por un correcto traje europeo y un hongo discreto, y abandonar a su
familia para ir en seguimiento de Enriqueta Dogson. Tales disparates pensaba
muy secretamente y con temor oscuro, porque no había podido olvidar ciertos
versículos del Corán que en su infancia le habían valido buenas tandas de palos
en la planta de los pies, y el Corán estaba incrustado en su vida, y no dejaba
de comprender que estaba acercando su vida a una peligrosa playa ignorada.
El viejo Faraj el Bint Abdalla le vigilaba con los ojos bien abiertos.
Sin pérdida de tiempo le escribió a su corresponsal en la isla de Java,
en Bali, y un mes después recibió una respuesta afirmativa. Podía enviar su
hijo a Java. Se haría cargo de él su amigo el usurero Hassan. Cierto es que el
Corán prohíbe terminantemente la usura; pero esto es con los musulmanes, y el
astuto Hassan, en la isla de Java, ejercía la usura no con los musulmanes sino
con los infieles, es decir, con los campesinos chinos y budistas. El Corán no
prohíbe beneficiarse con la hacienda de los incrédulos.
El viejo Faraj, una vez recibida la respuesta de Java, llamó a su hijo
Dais a la sala de abluciones de su casa, y sentado frente a él, mientras el
joven permanecía respetuosamente de pie, le dijo:
—Sé que te has enamorado de una perra infiel. ¿Pretendes que la cólera
de Alá ruede sobre nuestras cabezas? ¿Sabes tú lo que encierran los sesos de
carnero de una mujer extranjera a tu raza y a tu religión?
¿De una mujer que se pasea semidesnuda entre los hombres, mostrándoles
sus piernas y su rostro y bebiendo como una mula, no agua, sino licores?
Dais el Bint Abdalla permanecía silencioso, como cuadra a un buen hijo.
El viejo Faraj continuó:
—Te has enredado como un camello en tus propias cuerdas. ¿Has olvidado
la dignidad que te debes a ti mismo y a tu familia y los peligros que encierra
para un piadoso creyente el reiterado trato con una mujerzuela oriunda sabe Alá
de qué familia? Prepara tu equipaje y apréstate a partir para Java. Irás a
trabajar a la casa de mi amigo Hassan, el prestamista. Pero antes de salir, ve
a la casa de Hacmet y dile que te haga conocer a su abuelo. Y que su abuelo te
muestre su cuerpo desnudo.
Por primera vez Dais abrió la boca asombrado:
—¿Que su abuelo me muestre su cuerpo desnudo?
—Sí; que su abuelo se desnude frente a ti y te muestre su cuerpo. Vete
ahora. Y no te olvides. Te haré apalear como a un esclavo si alguien me informa
que te ve en compañía de esa maldición de Alá.
Dais se inclinó respetuosamente. Estaba perdido. No le quedaba otro
recurso que matarse o partir para Java. Lo pensaría. ¡Ah! Y antes, visitar la
casa de Hacmet y decirle que su padre le había dicho que le hiciera conocer a
su abuelo. Pero a su abuelo desnudo. ¡Eso sí que era una ocurrencia!
El joven Dais retrocedió espantado cuando el viejo Halid Majid terminó
de desnudarse, y abriendo una ventana se mostró a la claridad del sol.
El cuerpo del viejo estaba surcado de terribles cicatrices. Semejantes a
un follaje de piel roja y brillante, se extendían irregularmente por todos sus
miembros. Esas cicatrices y costurones abarcaban su rostro, sus labios, sus
párpados, sus brazos. Era como si el cuerpo de aquel hombre hubiera pasado a
través de un engranaje terrible que sin hacerle perder su forma humana le
hubiese desgarrado con sus dientes. No había una pulgada de epidermis en aquel
anciano que no estuviera señalada por la misteriosa tortura. Esta le daba la
apariencia de un monstruo chino. Una vez que el viejo creyó haber sido
contemplado lo suficiente por el joven Dais, le dijo:
—Siéntate, hijo de Faraj, y escucha atentamente mi historia. Estas son
las desgracias que les ocurren a los musulmanes que se acercan a las mujeres
que no son de su raza. Cuando me hayas escuchado, el camino del deber aparecerá
recto y fácil ante tus ojos. ¿Me escuchas, hijo de Faraj?
—Sí, señor; te escucho.
—En nombre de Alá el Clemente, el Misericordioso: hace ochenta años. Yo
entonces tenía veinte años. Mi padre me envió a la ciudad de Singaragia, en la
isla de Java. No sé si tú sabrás que su población se compone en su mayor parte
de malasios infieles, de chinos hediondos, y de budistas cuya indecencia llega
a extremos que no puedes imaginarte. Era mi amo un hermano de mi padre. Aparte
de traficar con nidos de golondrina, a los cuales son muy aficionados los
chinos, se dedicaba al préstamo como a la compra de telas baticadas, que son
unas telas sumamente floreadas por las que pierden la cabeza los javaneses más
sensatos.
"Mi tío tenía su tienda al final de una calle en la que podían
verse altas pértigas de cañas de bambú adornadas en su extremo de manojos de
plumas de colores. Por esta calle pasaban hacia sus posesiones del campo los
chinos principales, muy tiesos en sus literas doradas y conducidas por coolíes.
También pasaban mujeres, con medio cuerpo desnudo y el rostro descubierto,
conduciendo sobre la cabeza redondas bandejas de piñas y plátanos, que parecían
ciempiés por los innúmeros rayos de palma que de ellos partían.
"Yo estaba asombrado de todo aquello que mis ojos veían, y nada
igualaba a mi agrado como el poder pasearme por entre las bajas montañas, de
las que bajaban como grandes escalones las terrazas de los arrozales. También
acudía a las riñas de gallos, por las que enloquecen los javaneses, o me
sentaba en unas piedras excavadas que ellos llaman las 'Sillas de Shiva',
escuchando la música que hacía el viento al pasar por unas inmensas arpas de
bambú que los nativos de esos parajes colocan en sus sembradíos para ahuyentar
a los pájaros que destrozan sus cosechas.
"No vivía sino pasando de un asombro a otro. Solía también pasearme
por el mercado, donde había infinita variedad de infieles, algunos con los
dientes laqueados de negro, otros con la cabeza rapada, los dientes limados y
las narices perforadas, así como chinos de túnicas floreadas, sacerdotes con
mantos amarillos, cingaleses conduciendo vacas gibosas y campesinos seguidos de
sus lagartos domesticados.
"Estando una mañana en el mercado, vi a una mujer que me llamó la
atención. Era alta, majestuosa; su cuerpo estaba envuelto en una sola pieza de
tela floreada y su cabeza adornada de una corona de flores. Iba descalza, como
acostumbraban las mujeres de aquel país, y cuando me vio, arrimado a la tienda
de un mercader de flores, me echó tal mirada, que mis huesos se echaron a
temblar. Un mal genio me inspiró a seguirla. Eché a caminar tras de ella, hasta
que entró en una casa en cuyo portal cosía prendas un sastrecillo. La
desconocida, antes de entrar al portal, se volvió y me sonrió de tan
arrebatadora manera, que súbitamente creí que el día se había convertido en
noche y que mi vida quedaba caída a la misma entrada del portal.
"Al día siguiente volví al mercado, y a la misma hora llegó la
desconocida, que se detuvo en el puesto de una mujer que mercaba legumbres. Yo,
indeciso y tímido, permanecí a alguna distancia de ella, pero pronto la
desconocida me descubrió y volvió a sonreírme. Yo iba a acercarme a ella, pero
la vendedora de legumbres me hizo un gesto y comprendí que tenía algún mensaje
que transmitirme. Cuando me acerqué a su puesto, me dijo que su compradora se
llamaba Turey y que era esposa de Moana, el sastrecillo. Turey le había dicho
que gustaba de mí, y que aquella noche, cuando los vigilantes golpean en los
tambores de madera la hora primera, me acercara al portal donde podría
hablarme, pues a esa hora el sastrecillo, fatigado por las labores del día,
dormía profundamente.
"Ansiosamente esperé la noche, y llegó la noche, y después la hora
primera. Cautelosamente me acerqué al portal, cuya puerta estaba entreabierta.
Allí me aguardaba Turey. Me dijo que con riesgo de su reputación se atrevía a
hablarme. Yo le agradaba mucho. Su marido, el sastrecillo Moana, pertenecía a
la religión brahmánica, pero ella no sentía ninguna atracción hacia él.
"Desde aquella noche continuamos viéndonos siempre. Entrada la
oscuridad, yo me deslizaba hacia el portal que ella dejaba entreabierto, y
mientras el sastrecillo dormía, nosotros vivíamos nuestra felicidad.
"De esta manera transcurrieron algunos meses. Dicen los sabios que
el placer sacia al hombre y encadena a la mujer. Una noche, mientras
conversábamos en el portal, Turey me preguntó si yo me casaría con ella si su
marido llegara a morir. Irreflexivamente le respondí que sí; pero luego,
atacado por un escrúpulo que me produjo el recuerdo de una bárbara costumbre
practicada en aquel país, le pregunté:
"—Pero, dime, en este país, ¿las viudas no están condenadas a la
hoguera?
"—Sí—me respondió Turey—. Algunas mujeres practican aún esa
costumbre; pero ella queda para las viudas que no quieren cambiar su religión;
que las que abandonan el brahmanismo y se hacen musulmanas no marchan a la
hoguera, aunque el deshonor caiga sobre ellas y su familia y parientes las repudien.
Una esclava que se acercó a ella en aquel momento interrumpió nuestra
conversación y yo tuve que marcharme.
"Volvimos a vernos otras veces, y Turey no recordó más la propuesta
que me hizo aquella noche; pero una vez que llegué al portal, aunque lo
encontré entreabierto, Turey no estaba. Pensando que me convenía aguardar, me
senté allí, y Turey no tardó en aparecer.
"Escúchame—me dijo—. Es tanto lo que deseaba vivir a tu lado, que
esta noche, he envenenado a mi marido. El acaba de morir. Está allá arriba, en
su cama. Nadie sospechará que lo he matado, porque el veneno que le he dado no
mancha el cuerpo. Ahora nadie podrá impedirme estar a tu lado. De modo que
cuando pasen algunos días, me casaré contigo y adoptaré tu religión.
"Escuchándola, mi corazón se aterrorizó secretamente. Jamás supuse
que esa mujer fuera capaz de envenenar al inocente sastrecillo. Me dije,
razonablemente, que bien pudiera ser que mi destino fuera morir también
envenenado a manos de Turey si la casualidad ponía en su camino a otro hombre
que le agradara más que yo. Sin poder detenerme, no le oculté mi repulsión por
el crimen que había cometido. Le dije que aquélla era la última vez que nos
veíamos, y que no se acercara nunca más a mí, porque si no la denunciaría a la
justicia del Sultán por el delito cometido.
"Turey escuchó en silencio mis palabras, y yo sentí que sus ojos me
atravesaban el corazón como dagas envenenadas. Sin saber por qué, en ese
momento entró un miedo pánico en mi entendimiento. Sin poderme reportar, me
aparté corriendo del portal. Parecíame que la misma sombra del sastrecillo
recién asesinado me amenazaba de terrible muerte o me previniera de un suceso
peor aún.
"Aquella noche, no pude conciliar el sueño. Pensaba que en cierto
modo yo era el culpable del triste fin de Moana y que el día del Juicio Final
me sería pedida cuenta de su tremenda suerte. Desvelado con tan siniestros
pensamientos, vi llegar el amanecer, y cuando entré en la tienda de mi tío,
éste me dijo:
"—¿No sabes la novedad? Anoche murió Moana, el sastrecillo. Su
viuda ha manifestado el deseo de morir en la misma hoguera que carbonice el
cuerpo de su marido. Realmente, estas mujeres bárbaras dan muestras a veces de
una fidelidad que ni entre los mismos creyentes se encuentra para raro ejemplo.
"Si bien me espantó el fin del sastrecillo, más aún me asombró el
propósito de Turey. ¿Qué se proponía al manifestar su voluntad de morir en la
hoguera? ¿Hacerse perdonar por el dios de sus creencias el mortal pecado que
había cometido?”
Aunque mozo irreflexivo, adivinaba que un destino grave había caído
sobre mi cabeza. En pocas horas, con mi conducta licenciosa había provocado la
muerte de un honesto cortador de prendas, y ahora el suicidio de su arrepentida
viuda. Indudablemente que algún día el Angel de la Muerte me pediría cuentas de
semejantes desaguisados, y no terminaba de jurarme a mí mismo que jamás
volvería a fijar los ojos en la mujer del prójimo, cuando inopinadamente
apareció la esclava de Turey, quien, dirigiéndose a mí, me dijo:
"—Mi señora manda decirte que de acuerdo con las costumbres del
país, su difunto marido será quemado en una hoguera, y que ella, como cuadra a
una viuda honesta, se precipitará en la hoguera. Díjome también que te diga que
le agradaría mucho verte en el cortejo de los que la despidan de esta vida”.
Yo me estremecí de horror frente al sacrificio casi inevitable. Sin
embargo, para calmar mis remordimientos, me decía que Turey, llegado el
momento, no se atrevería a arrojarse entre las llamas, y dejé que su esclava se
retirara, después de prometerle que cumpliría con mi deber e iría a verla
morir.
Por la tarde, lívido como el mismo muerto a quien llevaban a quemar a
una hoguera que se encendería en el bosque, me incorporé al cortejo funesto.
Rodeada de los malditos sacerdotes brahmanes y de viejas desgreñadas,
que más parecían fieras carniceras que seres humanos, marchaba Turey con el
rostro rayado de sangrientos arañazos y los ojos hinchados por interminable
llanto. Yo la miraba sin acertar a comprender cómo era posible que amando tanto
la vida y el placer diera su vida por un ser que cuando estuvo vivo ella mató.
A su lado, como protegiéndola de aquellas que podían persuadirla de que no
llevara a cabo tan bárbaro propósito como el de quemarse viva, marchaban los
parientes del sastrecillo, y todos la cumplimentaban por su conducta y
fidelidad a las costumbres del país.
Llegados al bosque, los que formábamos el cortejo hicimos un círculo en
torno de un monte de leña donde se abrasaría el muerto y se suicidaría su
viuda. Yo no abandonaba la esperanza de que llegado el extremo momento Turey se
negaría a arrojarse entre las llamas. A todo esto, los sacerdotes colocaron el
cadáver del sastrecillo sobre los maderos regados de aceite y un monje encendió
la pira. Una rápida llamarada envolvió el montecillo de madera. Turey,
separándose del cortejo, echó a caminar en torno de la hoguera para buscar el
lugar más bajo y entrar en ella. Se acercó a mí. Yo iba a recibir su postrer
saludo... ¡Horror!... De pronto me sentí agarrado por los ganchos de sus manos
y arrastrado con infernal violencia al centro del brasero. Rodamos encima de
las brasas. Yo profería terribles gritos, tratando de librarme del mortal
abrazo de ese monstruo, cuya venganza era manifiesta ahora. Las llamaradas
lamían mi cuerpo y mi túnica ardía rápidamente. De pronto, los brazos de la
horrible mujer que me mantenían pegado al fuego se aflojaron; con mis
vestiduras incendiadas, achicharrado vivo, me arrojé fuera de la hoguera y caí
desvanecido sobre la hierba del prado.
¿Con qué palabras contarte mis terribles sufrimientos? ¡Oh, hijo de
Faraj! Me sumergieron en un barril de aceite, donde durante muchos días y
muchas noches creí que los sufrimientos terminarían por hacerme perder la
razón. Mi tío, mis amigos, nadie creía que resistiría las graves quemaduras que
me desfiguraban el cuerpo. Sin embargo, poco a poco fui reponiéndome, y aunque
el fuego de la hoguera me había transformado en un monstruo, no pude menos de
darle las gracias a Alá por haberme inferido tan clemente castigo.
"Ahora ya lo sabes, hijo del amigo de mi hijo. No busques amor de
mujer fuera de tu raza, de tu ciudad natal y de tu religión."
Y ésta, aunque ingenua, fue la causa por la que Enriqueta Dogson, de la
mañana a la noche, dejó de ver para siempre al joven Dais el Bint Abdalla, que,
sin despedirse de ella, se embarcó para Java en busca del olvido de una pasión
insensata.
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