Vine
a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi
madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera.
Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo
en un plan de prometerlo todo. "No dejes de ir a visitarlo -me recomendó.
Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto
conocerte." Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo
haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos
les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía
antes me había dicho:
-No
vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y
nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
-Así
lo haré, madre.
Pero
no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de
sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un
mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el
marido de mi madre. Por eso vine a Comala.
Era
ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado
por el olor podrido de las saponarias.
El
camino subía y bajaba: "Sube o baja según se va o se viene. Para el que
va, sube; para él que viene, baja".
-¿Cómo
dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
-Comala,
señor.
-¿Está
seguro de que ya es Comala?
-Seguro,
señor.
-¿Y
por qué se ve esto tan triste?
-Son
los tiempos, señor.
Yo
imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia,
entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el
retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que
ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: "Hay allí, pasando
el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo
amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la
tierra, iluminándola durante la noche". Y su voz era secreta, casi apagada,
como si hablara consigo misma... Mi madre.
-¿Y
a qué va usted a Comala, si se puede saber? -oí que me preguntaban.
-Voy
a ver a mi padre contesté.
-¡Ah!
- dijo él.
Y
volvimos al silencio.
Caminábamos
cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados por
el sopor del sueño, en la canícula de agosto.
-Bonita
fiesta le va a armar -volví a oír la voz del que iba allí a mi lado-. Se pondrá
contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.
Luego añadió:
Luego añadió:
-Sea
usted quien sea, se alegrará de verlo.
En
la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha
en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de
montañas. Y todavía más adelante, la más remota lejanía.
-¿Y
qué trazas tiene su padre, si se puede saber?
-No
lo conozco -le dije-. Sólo sé que se llama Pedro Páramo.
-¡Ah!,
vaya.
-Sí,
así me dijeron que se llamaba.
Oí
otra vez el "¡ah!" del arriero.
Me
había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me
estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.
-¿A
dónde va usted? -le pregunté.
-Voy
para abajo, señor.
-¿Conoce
un lugar llamado Comala?
-Para
allá mismo voy.
Y
lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció
darse cuenta de que lo seguía disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos
íbamos tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.
-Yo
también soy hijo de Pedro Páramo -me dijo.
Una
bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
-Hace
calor aquí -dije.
-Sí,
y esto no es nada me contestó el otro-. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte
cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la
mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al
llegar al infierno regresan por su cobija.
-¿
Conoce usted a Pedro Páramo? - le pregunté.
Me
atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
-¿Quién
es? -volví a preguntar.
-Un
rencor vivo -me contestó él.
Y
dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho
más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.
Sentí
el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el
corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los
bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el
armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil,
flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi
madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de
brujería. Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de
aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande, donde bien podía caber
el dedo del corazón.
Es
el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi
padre me reconociera.
-Mire
usted -me dice el arriero, deteniéndose- ¿Ve aquella loma que parece vejiga de
puerco? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve
la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra
ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna
de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la
mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos
malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso
es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
-No
me acuerdo.
-¡Váyase
mucho al carajo!
-¿Qué
dice usted?
-Que
ya estamos llegando, señor.
-Sí,
ya lo veo. ¿Qué paso por aquí?
-Un
correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.
-No,
yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado.
Parece
que no lo habitara nadie.
-No
es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.
-¿Y
Pedro Páramo?
-Pedro
Páramo murió hace muchos años.
Era
la hora en que los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando
con sus gritos la tarde. Cuando aun las paredes negras reflejan la luz amarilla
del sol.
Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer a esta misma hora. Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.
Al menos eso había visto en Sayula, todavía ayer a esta misma hora. Y había visto también el vuelo de las palomas rompiendo el aire quieto, sacudiendo sus alas como si se desprendieran del día. Volaban y caían sobre los tejados, mientras los gritos de los niños revoloteaban y parecían teñirse de azul en el cielo del atardecer.
Ahora
estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras
redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas, repitiendo
su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol del atardecer.
Fui
andando por la calle real en esa hora. Miré las casas vacías; las puertas
desportilladas, invadidas de yerba. ¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba
esta yerba?. "La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya
la gente para invadir las casas. Así las verá usted".
Al
cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como
si no existiera. Después volvieron a moverse mis pasos y mis ojos siguieron
asomándose al agujero de las puertas. Hasta que nuevamente la mujer del rebozo
se cruzó frente a mí.
-¡Buenas noches! -me dijo.
-¡Buenas noches! -me dijo.
La
seguí con la mirada. Le grité:
-¿Dónde
vive doña Eduviges?
Y
ella señaló con el dedo:
-Allá.
La casa que está junto al puente.
Me di cuenta que su voz estaba hecha de hebras humanas, que su boca tenía dientes y una lengua que se trababa y destrababa al hablar, y que sus ojos eran como todos los ojos de la gente que vive sobre la tierra.
Había
oscurecido.
Volvió
a darme las buenas noches. Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni
tejados azules, sentí que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el
silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi
cabeza venía llena de ruidos y de voces.
De
voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro
de uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre: "Allá me
oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis
recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna
voz." Mi madre. . . la viva.
Hubiera querido decirle: " Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al ¿dónde es esto y dónde es aquello? A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe".
Hubiera querido decirle: " Te equivocaste de domicilio. Me diste una dirección mal dada. Me mandaste al ¿dónde es esto y dónde es aquello? A un pueblo solitario. Buscando a alguien que no existe".
Llegué
a la casa del puente orientándome por el sonar del río. Toqué la puerta; pero
en falso. Mi mano se sacudió en el aire como si el aire la hubiera abierto. Una
mujer estaba allí. Me dijo:
-Pase
usted. -Y entré.
Me
había quedado en Comala. El arriero, que se siguió de filo, me informó todavía
antes de despedirse:
-Yo
voy más allá, donde se ve la trabazón de los cerros. Allá tengo mi casa. Si
usted quiere venir, será bienvenido. Ahora que si quiere quedarse aquí, ahí se
lo haiga. Y me quedé. A eso venía.
-¿Dónde
podré encontrar alojamiento? -le pregunté ya casi a gritos.
-Busque
a doña Eduviges, si es que todavía vive. Dígale que va de mi parte.
-¿Y
cómo se llama usted?
-Abundio
-me contestó. Pero ya no alcancé a oír el apellido.
-Soy
Eduviges Dyada. Pase usted.
Parecía
que me hubiera estado esperando. Tenía todo dispuesto, según me dijo haciendo
que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros, al parecer desolados.
Pero no; porque, en cuanto me acostumbré a la oscuridad y al delgado hilo de
luz que nos seguía, vi crecer sombras a ambos lados y sentí que íbamos
caminando a través de un angosto pasillo abierto entre bultos.
-¿Qué
es lo que hay aquí? –pregunté.
-Tiliches
-me dijo ella -. Tengo la casa toda entilichada. La escogieron para guardar sus
muebles los que se fueron, y nadie ha regresado por ellos. Pero el cuarto que
le he reservado está al fondo. Lo tengo siempre descombrado por si alguien
viene. ¿De modo que usted es hijo de ella?
-¿De
quién? –respondí.
-De
Doloritas.
-Sí
¿pero cómo lo sabe?
-Ella
me avisó que usted vendría. Y hoy precisamente. Que llegaría hoy.
-¿Quién?
¿Mi madre?
-Sí.
Ella.
Yo
no supe qué pensar. Ni ella me dejó en qué pensar:
-Éste
es su cuarto -me dijo.
No
tenía puertas, solamente aquélla por donde habíamos entrado. Encendió la vela y
lo vi vacío.
-Aquí
no hay dónde acostarse le dije.
-No
se preocupe por eso. Usted ha de venir cansado y el sueño es muy buen colchón
para el cansancio. Ya mañana le arreglaré su cama. Como usted sabe, no es fácil
ajuarear las cosas en un dos por tres. Para eso hay que estar prevenido, y la
madre de usted no me avisó sino hasta ahora.
-Mi
madre -dije-, mi madre ya murió.
-Entonces
ésa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si hubiera tenido que
atravesar una distancia muy larga para llegar hasta aquí. Ahora lo entiendo. ¿Y
cuánto hace que murió?
-Hace
ya siete días.
-Pobre
de ella. Se ha de haber sentido abandonada. Nos hicimos la promesa de morir
juntas. De irnos las dos para darnos ánimo una a la otra en el otro viaje, por
si se necesitara, por si acaso encontráramos alguna dificultad. Éramos muy
amigas. ¿Nunca le habló de mí?
-No, nunca.
-No, nunca.
-Me
parece raro. Claro que entonces éramos unas chiquillas. Y ella estaba apenas
recién casada. Pero nos queríamos mucho. Tu madre era tan bonita, tan, digamos,
tan tierna, que daba gusto quererla. ¿De modo que me lleva ventaja, no? Pero
ten la seguridad de que la alcanzaré. Sólo yo entiendo lo lejos que está el
cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en
morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga. O, si tú
quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo. Perdóname que te hable de tú; lo
hago porque te considero como mi hijo. Sí, muchas veces dije: "El hijo de
Dolores debió haber sido mío". Después te diré por qué. Lo único que quiero
decirte ahora es que alcanzaré a tu madre en alguno de los caminos de la
eternidad.
Yo
creía que aquella mujer estaba loca. Luego ya no creí nada. Me sentí en un
mundo lejano y me dejé arrastrar. Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se doblaba
ante todo, había soltado sus amarras y cualquiera podía jugar con él como si
fuera de trapo.
-Estoy
cansado -le dije.
-Ven
a tomar antes algún bocado. Algo de algo. Cualquier cosa.
-Iré.
Iré después.
Gracias por compartir.
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