En 1955 publiqué un breve ensayo sobre
Pedro Páramo, de Juan Rulfo, en la revista francesa L´Espirit des Lettres. No
iba yo mal acompañado, pues en el mismo número (6 noviembre-diciembre 1955)
escribían Jules Supervielle y Lanza del Vasto, Paul Eluard y Jean Giono. Señalo
este hecho para recordar el esfuerzo que llevamos a cabo algunos escritores de
ese momento en defensa de una novela que medio siglo más tarde es considerada
una de las mayores, en cualquier lengua, de la pasada centuria y, para mí, la
mejor novela mexicana de todos los tiempos.
No es que faltaron los elogios a Pedro
Páramo en 1955, fecha de su aparición. Pero resulta asombroso, hoy, leer
consideraciones acerca de la "desordenada composición", la falta de
unidad, la ausencia de argumento central, las escenas deshilvanadas, el
esquematismo. Una mera sinopsis, una exposición irresuelta y relatos inconexos
que naufragan por la falta de unidad. Todos estos reproches partían de
concepciones inánimes de la novela como unidad de personajes, argumento y
estilo. La elipsis narrativa de Rulfo desconcertaba a los críticos y lectores
de novelas "bien hechas", es decir, adheridas a la lógica y sin
resquicio de misterio. La cercanía de Pedro Páramo a la forma poética
enajenaba, también, a críticos y lectores acostumbrados a novelas que lo eran
porque, a la manera de Zola, describían detalladamente muebles, calles,
carnicerías y burdeles.
Rulfo estaba haciendo y diciendo algo
distinto y tan simple como esto: la creación literaria pertenece al mundo
plurívoco de la poesía. No se la puede juzgar con el criterio unívoco de la
lógica. En la lógica, los hechos tienen un sólo sentido. En la poética, tienen
muchos sentidos.
Éste es el hallazgo que separa a Rulfo
de las categorías "realista", "naturalista",
"costumbrista", "documental" y otros fieles reflejos de la
realidad que la perceptiva crítica mexicana de mediados del siglo XX exigía.
Incluso, como para hacerle el gran favor, algunos críticos dijeron que Rulfo
era un realista para contraponerlos a la fantasía o el arte por el arte
practicado por los malos (y reaccionarios) escritores, no sólo mexicanos sino
de la urbe y el mundo.
Semejantes excomuniones pontificias no
afectaron, desde luego, el aplauso crítico y el entusiasmo de los lectores
iniciales de Rulfo en México. Su fama europea se debe en gran medida a la
devoción de la gran filóloga y traductora alemana Marianna Frenk, avencindada
en México con su marido, el crítico e historiador de arte Paul Westheim, y
salvados así del holocausto nazi. La fama norteamericana proviene de la
traducción publicada por el lúcido editor Barney Rosset en The Grove Press y
culmina, en nuestros días, con los prólogos críticos de Susan Sontag. En España
e Hispanoamérica, en fin, hubo un sordo y profundo acontecer, como si el título
original de la novela, Los Murmullos, hubiese concertado una admiración
soterrada que fue ganando legiones de elocuentes admiradores con el tiempo.
El desconcierto saludable que produjo
la obra de Rulfo no es ajeno al hecho de que todos los elementos de la novela
realista tradicional mexicana están allí, pero elaborados de una manera
insólita, poética, renovadora. Yo lo decía de esta manera en mi reseña de 1955:
la descripción de la naturaleza en Rulfo nunca se da como fenómeno aparte,
jamás es descanso lírico sino más bien un todo completo que desde las primeras
páginas penetra la conciencia del lector y de los personajes.
"Mi pueblo, levantado sobre la
llanura. Lleno de árboles y hojas, como una alcancía donde hemos guardado
nuestros recuerdos"
Así es la naturaleza de Rulfo porque
así ven o la recuerdan o pueden llegara a ver los seres (vivos o muertos) que
pueblan su novela. Enseguida hay que decir que no se trata de una naturaleza
apacible. Representa un conflicto, el de un país que se crea y se sueña en la
luz pero que vive en un llano de polvo seco, roas ardientes y tumbas inquietas.
Hay un México de luz en Rulfo,
"En la reverberación del sol la llanura parecía un lugar transparente,
deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una
línea de montañas, y todavía más allá, la remota lejanía.
Hay un México de fuego sombrío,
"Aquello que está sobre las brasas de la tierra en la mera boca del
infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al
infierno regresan por su cobija".
Y el resumen de las dos tierras, agria
y dulce "Son ácidas, padre... Vivimos en una tierra en que todo se da,
gracias a la providencia; pero todo se da con acidez".
Por eso, los personajes son prisiones
de dos sueños. "Y todo fue culpa de un maldito sueño. He tenido dos: a uno
de ellos lo llamo el bendito y a otro el maldito".
Las fotografías de Juan Rulfo ahora
reunidas parecieran atestiguar a primera vista, por más que retraten desiertos,
pedregales y muros desnudos, una maravillosa transparencia líquida, como si
fuesen retratos de agua. Es como si Rulfo se asomase fuera de las tumbas de
Comala para descubrir la luminosidad de las sombras.
Pero esta belleza pura de luz e imagen
de Rulfo fotógrafo no debe invitarnos a un reposo desatento. Con Rulfo siempre
hay que estar alerta y preguntarse ¿por qué tanta calma, tanta belleza, tanta
luz? Habría que preguntarse por las sombras de esa luz, por las inquietudes
detrás de esta serenidad.
Rulfo contrapone en dos formalidades
disímbolas que son como dos maneras de hacerse presente en el espacio. Una es
la foto de la geometría creada por un cruce de rieles de ferrocarriles que se
desplazan, entreveran y diseñan como las líneas incásicas de Nazca. Estas,
creadas por los dioses, no tienen origen conocido para la cultura. Los rieles
en cambio, son líneas de Nazca totalmente utilitarias, producto del diseño
humano y de las necesidades del transporte... Otra es la foto de ese símbolo
del paisaje mexicano, el maguey, la pita, "planta vivaz" la llama el
Diccionario de la Lengua Española, planta de pencas radicales, con espinas en
la punta y formas de pirámide triangular. Es el agave, la planta embriagante
del pulque y del tequila. Y es, en inglés, la century plant, la
planta del siglo.
Escojo estas dos imágenes modestas que
hablan de un Rulfo que, en busca de las geometrías del mundo, retrata los
extremos de unas formas totalmente artificiales y de otras totalmente
naturales, casi como alfa y omega de un mundo material, fabricado o natural,
que es apenas el paréntesis de una vida que se hace la pregunta fundamental de
Julio Caro Baroja: ¿Cómo habitamos el espacio?
Entre los rieles y los magueyes, la
humanidad rulfiana transita o se detiene en espacios históricos de los muchos
Méxicos. Aparecen aquí los monumentos del pasado indígena pero también los del
pasado español. Las ruinas zapotecas y las ruinas barrocas. Lo extraordinario
de la fotografía de Rulfo es que esa asociación refleja del "pasado"
con la "ruina" desaparece como actualidad estática. Y algo más como
sostén cultural de una humanidad que parece surgir de las tumbas del pasado,
como emerge la iglesia de Michoacán entre el mar de lava de un volcán.
En sus fotografías, Juan Rulfo
resucita al pueblo entero de Pedro
Páramo y El Llano
en Llamas para darle su actualidad más precisa y más preciosa.
Cada uno de los hombres, mujeres y niños de las fotografías de Rulfo posee una
riqueza inmediatamente reconocible, se llama la dignidad. No siempre la
alegría. Pero la dignidad sí. Yo veo en estas bellísimas figuras humanas un
amor que ha decidido no sepultarse -lo contrario de Pedro Páramo- para dar
cuenta de la persistencia de la dignidad a través del tiempo.
Las calamidades de la historia no
están ausentes. Pero Juan Rulfo nos recuerda que si el espacio es configuración
(el no-yo que protege al yo, para citar de nuevo al Baroja de Paisajes
y ciudades), el tiempo es transformación. Podemos configurar un espacio,
pero ello no nos salva de transformar y ser transformados por el tiempo.
México, sus montañas, sus llanos, sus cielos son el horizonte protector. El
tiempo -la historia- es la clepsidra que va goteando las horas de nuestras
vidas.
La maravillosa dignidad de las figuras
humanas retratadas por Rulfo no es ajena a su estar enraizadas ante el espacio
que configura y el tiempo que se transforma. Paradoja de México: las ruinas son
eternas, la novedad es ruinosa. Las construcciones indígenas y españolas que
retrata Rulfo han durado siglos. El rascacielos más creciente está destinado a
desaparecer en cincuenta años.
No podemos, por ello, divorciar las
figuras rulfianas de un saberse mortal que consiste en reclamar una parcela de
inmortalidad. Cada hombre, mujer o niño de esta maravillosa colección de fotos
posee la belleza de las formas que se niegan a ser olvidadas. En este punto
convergen el arte literario y el arte plástico de Juan Rulfo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario