Esta historia debía llamarse no
"Ejercicio de artillería", sino "Historia de Muza y los siete
tenientes españoles", y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco de
Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las encaladas
arcadas que ocupan los mercaderes de Garb; y contaba esta historia un
"zelje" que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden
cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho "zelje"
era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache.
Este "zelje", es decir, este
poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de guerras, decía
él; yo supongo que manco porque por ladrón le habrían cortado la mano en algún
mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan andrajosa, que hasta llegaba a
inspirarles piedad a las miserables campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría
la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un
hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio aparecer con mis zapatos de
suela de caucho y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una
reverencia como jamás la habría recibido el Alto Comisionado de España en el
protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en las
barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le miraban
hablar:
-Gran señor: ninguno de estos
andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y te contaré una
historia digna de tus educadas orejas, que no son estas orejas de asnos.
Y con su brazo mutilado señalaba las
orejas sucias de los campesinos. Yo esperaba que todos los tomates podridos que
allí fermentaban por el suelo se estrellarían contra la cabeza del
"zelje" de Ouazan; pero los andrajosos, que formaban un círculo en torno
de él, se limitaron a reírse con gruesas carcajadas y a injuriarle alegremente
en su lengua nativa; y entonces yo, sentándome en el mismo ruedo que formaban
los hombres de la tribu de El-Tulat, le arrojé una moneda de plata, y el manco
insigne descalzo y hediondo a leche agria, comenzó su relato, que yo pondré en
asequible castellano.
En Larache, un camino asfaltado separa
el cementerio judío del cementerio musulmán. El cementerio judío parece una
cantera de tallados mármoles, y todos los días de la semana podréis encontrar
allí mujeres desesperadas y hombres barbudos con la cabeza cubierta de ceniza,
que lloran la cólera de Jehová sobre sus muertos.
El cementerio musulmán es alegre, en
cambio, como un carmen; los naranjos crecen entre sus tumbas, y mujeres
embozadas hasta los ojos, escoltadas por gigantescas negras, van a sentarse en
un canto de la sepultura de sus muertos y mueven las manos mientras,
compungidas, lloran a moco tendido.
El teniente Herminio Benegas venía a
pasearse allí. Un inexperto observador hubiera supuesto que el teniente
Benegas, al mirar el cementerio de la izquierda, quería conquistar a alguna
bonita judía, o que, al mirar el cementerio de la derecha, pretendía enamorar a
alguna musulmana emboscada en el misterio blanco de su manto. Pero no era así.
El teniente Herminio Benegas no estaba
para pensar en judías ni en musulmanas. El teniente Benegas pensaba en Muza; en
Muza, el usurero.
¡Pensaba en sus deudas!
Muza, el usurero, vivía en una finca
que hay a la misma entrada de la puerta de Ksaba. Muza, el usurero, para
contrarrestar el maravilloso tufo a queso podrido y a residuos que flotaba en
el aire, tenía junto a la muralla dentada un jardín extendido apretado de
limones, con "parterres" tupidos de claveles y rosales, que cinco esclavos
del aduar de Mhas Has cuidaban diligentemente, mientras Muza, plácido como un
santón, se mesaba la barba y miraba venir a sus clientes. Atendía a los
desesperados entre capullos de rosas. El no tenía escrúpulos en trabajar con
corredores judíos. Muza se había especializado con los oficiales de la
guarnición española. Cierto que a los oficiales les estaba terminantemente
prohibido contraer deudas con prestamistas musulmanes, pues podían complicarse
las cosas... Pero el teniente Herminio Benegas, una noche, contempló la verdosa
muralla, almenada y triste, las campesinas dormidas junto a sus montones de
leña seca, y, naturalmente, maldiciendo su destino, enfundado en un chilaba
para cubrir las apariencias, fue y levantó el pesado aldabón de bronce que colgaba
de la baja, sólida y claveteada puerta de la finca de Muza.
Siempre era a esa hora, cuando el
cielo toma un matiz verdoso, que llegaban los clientes de Muza.
Tan advertido estaba su gigantesco
portero -un eunuco tunecino negro y corpulento como un elefante-, que sin
hablar, inclinándose humildemente, hacía pasar a la futura víctima de Muza
hasta el jardín. El prestamista, bajo un arco lobulado con muescas de oro y
filetes de lapislázuli, se levantaba, y besándose la punta de los dedos, acogía
a su visitante con la más exquisita de las atenciones musulmanas. Haciendo
sentar a su visitante en muelles cojines, le agasajaba, le acariciaba y le
decía:
-Honras mi casa. Que Alá te cubra de
prosperidad a ti y a tu noble familia. Hoy es un gran día para mí. ¿Cuánto
necesitas? No te preocupes. Soy feliz al servirte.
Cuando Herminio Benegas respondió:
"Cinco mil pesetas", Muza se lanzó a reír.
-¿Y por ese montoncito de leña seca te
preocupas? Yo creía que era un incendio. Nada más que cinco mil pesetas!... Tú,
un oficial español!..
Juro, por las barbas del Califa, que
te llevarás diez mil pesetas de mi casa!... ¿No sabes que el Profeta ha dicho
que las manos de los impíos están cerradas para la generosidad? Quiero que tu
día de hoy sea hermoso y dulce. ¿Alí, Alí; tráele café a este hermoso oficial
español!
Ciertamente que Benegas se llevó diez
mil pesetas..., y firmó un recibo por quince mil.
-Tú no te preocupes -le había dicho
Muza-. Seré contigo más bondadoso que tu padre y que tu madre, a quienes no
tengo el honor de conocer.
Benegas volvió una vez, y luego otra y
otra.
Un día, Muza se levantó adusto de sus
cojines. Era la primera vez que Benegas veía de pie al prestamista. Muza era
alto como una torre. Las barbas, que le llegaban hasta el ombligo, le daban el
aspecto de un Goliath. El prestamista, tomándose con la mano un haz de estas
barbas, dijo, al tiempo que se las retorcía con colérica frialdad:
-¿Qué te has creído? ¿Que yo asalto a
los traficantes, como ese bandido de Raisuli? Te he tratado bondadosamente,
como si fuera tu padre y tu madre. Y tú, ¿qué me has dado? Papeles, papeles
con tu firma!... Me pagas, o iré a ver a tu coronel!...
Benegas pensó que podía embutir todas
las balas de su revólver en la barriga de aquel monstruo, pero también pensó
que podían fusilarlo. Y apretando los dientes, vencido, pidió:
-Dame tres días de plazo..., cuatro...
Muza se dejó caer sobre los cojines y
respondió:
-Hasta el domingo estaré en mi finca
de Guedina. El lunes, si no me has pagado, veré a tu coronel.
Y no terminó de pronunciar estas
palabras, cuando frío, negro y exquisitamente homicida, el teniente vio
aparecer a su lado al eunuco tunecino, que le acompañó hasta la puerta de
calle, arqueando profundas zalemas.
El teniente Ruiz estaba quitándose las
botas cuando Benegas entró a su cuarto. Ruiz se quedó con las manos olvidadas
en los cordones de la bota al mirar el contraído semblante de Benegas:
-¿Qué te ha dicho Muza?
-El lunes verá al coronel.
Ruiz comenzó a quitarse las botas, y
dijo:
-Mañana saldremos para los bosques de
Rahel
-¿Rahel?
-Sí; hay que terminar los ejercicios
de tiro en la parcela de Guedina.
Benegas se recostó en su cama. Estaba
perdido si el prestamista veía al coronel. Y Muza no era hombre de andarse con
bromas. Había metido en cintura a más de un bravucón de Larache. Se decía que
una de sus hijas estaba en el harén del Califa.
¿Qué hacer?
Ruiz ya se había dormido. Benegas
apagó la luz.
Por la ventana enrejada entraba una
claridad festiva, reticulada. ¿Qué hacer? Benegas se levantó y abrió despacio
la puerta. Allá, en el fondo del patio, se veía el escritorio del coronel,
iluminado. Benegas se decidió. Cruzó el patio y se detuvo frente al cuerpo de
edificio que ocupaba el coronel. Un centinela se cuadró frente a él. Benegas
trepó unas escaleras y golpeó con los nudillos en una puerta.
Una voz ronca respondió:
-Adelante.
Benegas entró. Recostado en un sofá,
con la chaqueta desprendida, el coronel Oyarzún parecía estudiar con la mirada
las cotas de un mapa verde que estaba allí frente a sus ojos. Era un hombre
pequeño, canijo, rechupado. Lo miró al teniente, y comprendió que el hombre iba
en busca de auxilio: Entonces se incorporó y, ya sentado en el sofá, dijo:
-Pase teniente -le señaló una silla-,
Siéntese.
Benegas obedeció. Tomó una silla y se
sentó frente al coronel. Pero el coronel no parecía tener mucha voluntad de
hablar. Callado, miraba tristemente el suelo. Y sin saber por qué, Benegas
sintió lástima por aquel hombre flaco y canijo. ¿Sería verdad lo que se
murmuraba: que el coronel se había aficionado al haschich? Cierto es que allí
el haschich andaba en muchas manos...
-¿Qué le pasa?
Benegas comenzó a contar al coronel la
historia de su enredo financiero con Muza. Por un instante pensó en contarle
una mentira al coronel: que Muza le había pedido los planos de las baterías que
defendían el valle Lukus; pero, rápidamente, comprendió que el coronel podía
adivinar su mentira o tratar de aprovecharla. Mejor era decir la absoluta
verdad.
El coronel, sentado en la orilla del
sofá, le escuchaba, levantando de tanto en tanto sus grandes ojos pardos.
Cuando Benegas terminó su relato, el coronel se puso de pie resueltamente.
Tenía todo el aspecto de un mico triste. Benegas, rígidamente cuadrado, esperó
su sentencia. El coronel encendió un cigarrillo, miró melancólicamente el mapa
de las cotas, y dijo:
-Hay siete tenientes en este cuerpo en
la misma situación que usted. Esto es intolerable! Mañana salimos a cumplir
ejercicios de batería en los bosques de Rahel. Guedina está atrás. No me
causaría mucha gracia que cayera algún proyectil, por equivocación, sobre la
finca de Muza..., aunque, en verdad, mucho no se perdería. Buenas noches,
teniente.
Benegas, tieso, saludó. Había
comprendido.
La parcela de Guedina se extendía por
el valle, y allí, en su centro, se veía el castillete con sus torrecillas de
piedra, perteneciente a Muza, el prestamista. Más allá se extendían las colinas
pizarrosas, empenachadas de borbotones de verdura rojiza y verde, y allá lejos,
en una loma, el lienzo de cielo estaba cortado por la línea azulenca de los
bosques de Rahel.
Muza, sentado en el tondo de su
parque, bajo las ramas de un naranjo con Aischa a su lado, probaba unas
cortezas de limón confitado, que Aischa, soportando en un plato, le ofrecía,
sonriendo, de rodillas.
Fue un silbo de pirotecnia; Muza miró,
sorprendido, en rededor, cuando un obús estalló sobre la cresta del bosque.
Aischa, temblorosa, apretó contra él
su juventud; pero Muza, espantado, se puso de pie, y no había terminado de
hacerlo cuando un estampido más próximo levantó del suelo una columna de fuego
y de tierra; y Aischa, desmayada de terror, cayó sobre el césped. Muza la miró
un instante sin verla y echó a correr hacia adentro del parque.
Su terror no conocía límites porque
era un hombre pacífico. Sabía que varias baterías estaban haciendo ejercicio de
tiro más allá de la cortina azulenca del bosque de Rahel; pero de allí a...
Esta vez el impacto fue decisivo. El
obús alcanzó el vértice de la torre de piedra, y la torre de piedra de su
hermosa finca se levantó por los aires como si la hubiera arrancado una tromba
por los cimientos; luego se desmoronó en una lluvia de cascotes, y un grupo de
criadas, de mujeres sin velo, de esclavos, salió del pórtico principal
chillando y arrastrando las criaturas consigo. Las mujeres entraron en el ala
derecha del parque.
Otro estampido hizo temblar el suelo.
Los muros de piedra del antiguo castillo, que había pertenecido al cheik de
Rahel, se resquebrajaron; una teoría de columnitas, aventada al espacio por la
explosión, fue a derramar sus tallos de mármol en un estanque; nuevamente una
cortina de proyectiles barrió el suelo y los pocos lienzos de muralla que
quedaban en pie bajo el sol de la tarde temblaron y cayeron.
Muza se dejó caer al suelo y comenzó a
llorar. Comprendía. Los siete tenientes del cuerpo de artillería, los siete
hombres que él había beneficiado con sus préstamos, bombardeaban
deliberadamente su hermosa finca. No vacilaron en matarle a él, a sus nueve
esposas, a sus diecisiete criados. Como en una pesadilla lo veía al maldito
teniente Benegas, rodeado de sus soldados, incitándolos a concluir la obra
destructora con un asalto a la bayoneta.
Las lágrimas corrían por el barbudo
semblante del gigantesco Muza. Pero el fuego de las baterías parecía enconado
rabiosamente sobre las ruinas; algunos proyectiles habían roto los caños del
estanque; a cada explosión las piedras volaban entre espesas nubes de humo
negro y polvo; por sobre el césped se podían ver los muebles destrozados por la
explosión, los cojines despanzurrados. Cada proyectil arrancaba de la tierra
surtidores de cascajos.
Muza, escondido ahora tras un árbol,
miraba aterrorizado esta completa destrucción de sus bienes.
Evidentemente, los tenientes de
artillería eran gente terrible.
Nuevamente le pareció al prestamista
ver al teniente Benegas rodeado de soldados adustos, dispuestos a escarbarle en
el vientre con la punta de sus bayonetas. Y el terror creció tanto en él, que
de pronto se puso a gritar como un endemoniado, y ya no le bastó gritar, sino
que con peligro de su propia vida corrió hacia las ruinas de la finca. Las
mujeres del bosque le gritaban que se detuviera, que le iban a herir los cascos
de los proyectiles que otra vez podían caer; pero Muza, sordo, desesperado,
quería acogerse a sus bienes despedazados, y espoloneado por el furor que hacía
girar el paisaje ante sus ojos como una atorbellinada pesadilla de piedra y de
sol, dando grandes saltos se introdujo entre las ruinas; su cuerpo chocó
pesadamente contra una muralla, la muralla osciló y los cuadrados bloques de
granito se desmoronaron sobre su cabeza. Muza, el prestamista, dejó para
siempre de facilitar dinero a los cristianos.
Veinticuatro horas después el coronel
presentó un sumario al Alto Comisionado, y el Alto Comisionado se excusó ante
el Califa:
-Ocurrió que durante la marcha el
retículo de un telémetro se corrió en su visor a consecuencia de un golpe, lo
que determinó un error de cálculo en el "reglage" del tiro. Era de
felicitarse que la desgracia de Guedina no hubiera provocado más muertes que la
de Muza, víctima no de los proyectiles, sino de su propia imprudencia.
El Califa, infinitamente comprensivo,
sonrió levemente. Luego dijo:
-Me alegro de que el asunto no tenga
mayor trascendencia, porque Muza no pertenecía a la comunidad marroquí, sino
argelina.
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