Los siete
locos
Las
opiniones del Rufián Melancólico – Roberto Arlt
[...]
Caminaban
junto a los bardales, y en el dulce atardecer las palabras del macró abrían un
paréntesis de extrañeza en Erdosain. Comprendía que se encontraba junto a una
vida substancialmente distinta a la suya. Entonces, le preguntó:
¿Y cómo
se inició usted en la "vida"?
En ese
tiempo era joven. Tenía veintitres años y una cátedra de matemáticas. Porque yo
soy profesor añadió orgullosamente Haffner, profesor de matemáticas. Con mi
cátedra iba viviendo, cuando en un prostíbulo de la calle Rincón encontré una
noche a una francesita que me gustó. Hace de esto diez años. Precisamente en
esos días había recibido una herencia de cinco mil pesos de un pariente.
Lucienne me agradó, y le ofrecí que vinera a vivir conmigo. Tenía un cafishio,
el Marsellés, un gigante brutal, a quien veía de vez en cuando. No sé si por la
labia, o porque era lindo, el caso es que la mujer se enamoró, y una noche de
tormenta, la saqué de la casa. Fue eso una novela. Nos fuimos a las sierras de
Córdoba, después a Mar del Plata, y cuando los cinco mil pesos se terminaron,
le dije: "Buenos, adiós idilio. Se terminó." Entonces ella me dijo:
"No, mi querido, nosotros no nos separaremos más."
Ahora
iban bajo las bóvedas de verdura, ramas entrelazadas y ábsides de tallos.
Yo estaba
celoso. ¿Sabe usted lo que es estar celoso de una mujer que se acuesta con
todos? ¿Y sabe usted la emoción del primer almuerzo que paga ella con la plata
del mishé? ¿Se imagina la felicidad de comer con los tenedores cruzados,
mientras el mozo los mira a usted y a ella sabiendo quiénes son? ¿Y el placer
de salir a la calle con ella prendida de un brazo mientras los tiras lo relojean?
¿Y ver que ella, que se acuesta con tantos hombres, lo prefiere a usted,
únicamente a usted? Eso es muy lindo, amigo, cuando se hace la carrera. Y ella
es la que se preocupa de que usted consiga otra mujer para que la explote, ella
es la que la trae a su casa diciendo: "vamos a ser cuñadas", ella es
la que varea a la primeriza para que levante únicamente viajes para usted, y
cuanto más tímido y vergonzoso es usted, más goza ella en destruir sus
escrúpulos, en hundirlo en su basura, y de pronto... cuando menos se acuerda se
encuentra enterrado hasta los pelos en el barro... y entonces hay que bailar. Y
mientras la mujer está metida hay que aprovechar, porque un día le da una
viaraza, enloquece por otro, y con la misma inconsciencia con que lo siguió a
usted se sacrifica de nuevo. Me dirá usted: ¿para qué necesita una mujer un
hombre? Más, desde ya le diré: Ningún dueño de prostíbulo va a tratar con una
mujer. Con quien trata es con su "marlu". El cafishio le da a una
mujer tranquilidad para ejercer su vida. Los tiras no la molestan. Si cae
presa, él la saca; si está enferma, él la lleva a un sanatorio y la hace
cuidar, y le evita líos y mil cosas fantásticas. Vea, mujer que en el ambiente
trabaja por su cuenta termina siendo siempre víctima de un asalto, una estafa o
un atropello bárbaro. En cambio, mujer que tiene un hombre trabaja tranquila,
sosegada, nadie se mete con ella y todos la respetan. Y ya que ella, por un
motivo o por otro, eligió su vida, es lógico que por su dinero pueda darse la
felicidad que necesita.
Claro,
para usted todo esto es nuevo, pero ya se va a ir haciendo. Y si no, dígame:
¿cómo explicar que haya fioca que tenga hasta siete mujeres? El tano Repollo
llegó en sus buenos tiempos a tener once mujeres. El gallego Julio, ocho. No hay
francés casi que no tenga tres mujeres. Y ellas se conocen, y no sólo se
conocen, si no que saben vivir juntas y rivalizan en quién le da más, porque es
un orgullo ser la preferida de un hombre que los sosiega a los pesquisas más
prepotentes de una sola mirada. Y pobrecitas, son tan locas, que uno no sabe si
compadecerlas o romperles la cabeza de un palo.
Erdosain
se sentía anonadado por el desprecio formidable que ese hombre revelaba hacia
las mujeres. Y recordaba que en otra oportunidad el Astrólogo le había dicho:
"El Rufián Melancólico es un tipo que al ver una mujer lo primero que
piensa es esto: Ésta, en la calle, rendiría diez o veinte pesos. Nada
más."
Y ahora
sintió Erdosain que el hombre le repugnaba. Para cambiar de conversación, dijo:
Dígame...
¿Usted cree en el éxito de la empresa del Astrólogo?
No.
¿Y él
sabe que usted no cree?
Sí.
¿Y por
qué usted lo acompaña?
Yo lo
acompaño relativamente, y de aburrido que estoy. Ya que la vida no tiene ningún
sentido, es igual seguir cualquier corriente.
¿Para
usted la vida no tiene ningún sentido?
Absolutamente
ninguno. He organizado toda mi vida como la de un industrial. Todos los días me
acuesto a las doce y me levanto a las nueve de la mañana. Hago una hora de
ejercicio, me baño, leo los diarios, almuerzo, duermo una siesta, a las seis
tomo el vermut y voy a lo del peluquero, a las ocho ceno, después salgo al
café, y dentro de dos años, cuando tenga doscientos mil pesos, me retiraré del
oficio para vivir definitivamente de mis rentas.
Y en
realidad, ¿cuál va a ser su intervención en la sociedad del Astrólogo?
Si el
Astrólogo consigue dinero, guiarlo en la junta de mujeres y en la instalación
del prostíbulo.
Pero
usted, en su interior, ¿qué piensa del Astrólogo?
Que es un
maniático que puede o no tener éxito.
Pero sus
ideas...
Algunas
son embrolladas, otras claras, y francamente, no sé hasta dónde quiere apuntar
ese hombre. Unas veces usted cree estar oyendo a un reaccionario, otras a un
rojo, y, a decir verdad, me parece que ni él mismo sabe lo que quiere.
¿Y si
tuviera éxito...?
Entonces
ni Dios sabe lo que puede ocurrir. ¡Ah!, a propósito, ¿usted le habló de
cultivos de bacilos del cólera asiático?
Sí...
sería un magnífico medio de combate contra el ejército. Desparramar un cultivo
en cada cuartel. ¿Se da cuenta? Simultáneamente, treinta o cuarenta hombres
pueden destruir el ejército y dejar que las masas proletarias hagan la
revolución...
El
Astrólogo lo admira mucho a usted. Siempre me ha hablado de usted como de un
individuo que tiene grandes posibilidades de éxito.
Erdosain
sonrió halagado.
Sí, algo
estudia uno para destruir esta sociedad. Pero volviendo a lo de antes: lo que
yo no concibo es su posición respecto a nosotros...
Haffner
se volvió rápidamente, midió de una mirada a Erdosain como extrañado por los
términos de éste, y luego, sonriendo burlonamente, agregó:
Yo no
estoy en ninguna posición. Entiéndame bien. A mí no me perjudica ayudar al
Astrólogo. Lo demás, sus teorías, las tomo como a cuenta de conversación. Él es
para mí un amigo que piensa instalar un negocio, previsto y tolerado por
nuestras leyes. Eso es todo. Ahora, que el dinero que él gane con ese negocio
lo invierta en una sociedad secreta o en un convento de monjas, personalmente
no me interesa. Ya ve usted que mi actuación en la famosa sociedad no puede ser
más inocente.
¿Y a
usted le resulta lógico pensar que una sociedad revolucionaria se base en la
explotación del vicio de la mujer?
El Rufián
frunció los labios. Luego, mirando de reojo a Erdosain, se explicó:
Lo que
usted dice no tiene sentido. La sociedad actual se basa en la explotación del
hombre, de la mujer, y del niño. Vaya, si quiere tener consciencia de los que
es la explotación capitalista, vaya a las fundiciones de hierro de Avellaneda,
a los frigoríficos y a las fábricas de vidrio, manufactura de fósforos y
tabaco. Reía desagradablemente al decir estas cosas. Nosotros, los hombres
del ambiente, tenemos una o dos mujeres; ellos, los industriales, a una
multitud de seres humanos. ¿Cómo hay que llamarles a esos hombres? ¿Y quién es
más desalmado, el dueño de un prostíbulo o la sociedad de accionistas de una
empresa? Y sin ir más lejos, ¿no le exigían a usted que fuera honrado con un
sueldo de cien pesos y llevando diez mil en la cartera?
Tiene
razón... pero entonces, ¿por qué me facilitó el dinero?
Eso es
harina de otro costal.
Pero a mí
me preocupa.
Bueno,
hasta la vista.
Y antes
de que Erdosain pudiera contestarle, el Rufián tomó por una diagonal arbolada.
Andaba apresuradamente. Erdosain le miró un instante, luego echó a caminar tras
él, y le alcanzó junto a una esquina. Haffner se volvió irritado, y ya
estridente exclamó:
¿Se puede
saber qué es lo que quiere usted de mí?
¿Lo que
quiero?... Quiero decirle esto: Que no le agradezco absolutamente nada del
dinero que me ha dado. ¿Sabe? ¿Quiere el cheque? Aquí lo tiene.
Y,
efectivamente, se lo alcanzaba, pero el Rufián lo examinó esta vez
despreciativamente:
No sea
ridículo, ¿quiere? Vaya y pague.
Los
alambrados ondularon ante los ojos de Erdosain. Sufría visiblemente, porque palideció
hasta quedar amarillo. Se apoyó en un poste, creía que iba a vomitar. Haffner,
detenido frente a él, le preguntó condescendiente:
¿Se le
pasa el mareo?
Sí... un
poco...
Usted
está mal... tiene que hacerse ver...
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