A ningún hombre que hubiera viajado
durante cierto tiempo por tierras del Islam podían quedarle dudas de que aquel
desconocido que caminaba por el tortuoso callejón arrastrando sus babuchas
amarillas era piadoso creyente. El turbante verde de los sacrificios adornaba
la cabeza del forastero, indicando que su poseedor hacía muy poco tiempo había
visitado la Ciudad Santa. Anillos de cobre y de plata, con grabados signos
astrológicos destinados a defenderle de los malos espíritus y de aojamientos,
cargaban sus dedos.
Abdalá el Susi, que así se llama
nuestro peregrino del turbante verde terminó por detenerse bajo el alero de
cedro labrado de un fortificado palacio, junto a una reja de barras de hierro
anudadas en los cruces, tras la cual brillaba una celosía de madera laqueada de
rojo. Junto a esta reja podía verse un cartelón, redactado simultáneamente en
árabe y en francés:
Se entregarán 10.000 francos a toda
persona que suministre datos que permitan detener a los contrabandistas de
ametralladoras o explosivos.
EL ALTO COMISIONADO
No bien el piadoso Abdalá terminó de
leer esta especie de bando, cuando al final de la calle resonaron los gritos de
un pequeño vendedor de periódicos italiano:
-¡La renuncia de Djamil! iMardan Bey,
primer ministro! ¡La renuncia de Djamil! ¡Mardan Bey, primer ministro!
Abdalá el Susi movió, consternado, la
cabeza. Pronto comenzaría el terror. Pronto chocarían nuevamente extremistas y
moderados. Alejóse lentamente del cartelón, pegado junto a la celosía roja,
diciéndose:
"No sería mal negocio pescar los
diez mil francos". Evidentemente, alguien estaba sembrando la campaña
siria de ametralladoras livianas, que el diablo sabía de dónde brotaban. Un
consulado de Damasco no era ajeno a esta infiltración. Por su parte, él, Adbalá
el Susi, no creía absolutamente en nada, ni en la peregrinación a La Meca, ni
en los anillos astrológicos ni en el turbante verde. Las luchas de
nacionalistas y moderados le resultaban una estupidez. No tenía finalidad cambiar
de amo: Llegado el momento, todos golpeaban a la cabera con la misma frialdad.
Lo importante era vivir y vivir sin hacer nada, bajo ese hermoso cielo
africano. Con diez mil francos podían hacerse muchas cosas...
Nuevamente volvió la cabeza con
disimulo. Nadie le seguía y ello le regocijó, porque su conciencia no estaba
sumamente tranquila.
Su conciencia no se encontraba
sumamente tranquila porque él había vivido en las más diversas regiones de
África. Claro está que él no podía confesar desde el alto de un alminar cuáles
eran los motivos que le indujeron hacía tres años a refugiarse en plena selva
congolesa, donde muchos meses vivió penosamente, alimentándose con carne de
elefante. Tampoco podía decir qué era lo que buscaba en los alrededores de
Dahomey, donde se le vio atracarse como un miserable de horribles gusanos
fritos o indigestarse de langosta seca en las puertas mismas de Fez, o pasearse
como un cadí prevaricador por las calles de Túnez en un automóvil flamante.
Su existencia había sido variada y culposa.
¡Hasta llegó a ser miembro de una banda de ladrones de elefantes!
Ahora el decente turbante verde que
adornaba su cabeza, la escrupulosamente limpia chilaba que con hacendosos
pliegues revestía su flaco cuerpo, la renegrida barba que le caía sobre el
pecho indicaban que Abdalá el Susi era un musulmán devoto, que no solo había
cumplido con su peregrinación a La Meca, sino que también era muy probable que
disfrutara de ciertas rentas.
Y efectivamente, las rentas de que
Abdalá el Susi disfrutaba eran el producto de un robo de alhajas cometido en El
Cairo, en perjuicio de una gorda y estúpida turista americana. Estas alhajas
habían sido vendidas a un judío del ghetto de Tetuán; su propietaria no las
encontraría jamás, mientras que él, Abdalá el Susi, con el producto de aquel
robo podría aún vivir tres meses, sin necesidad de cometer ningún acto de
violencia o astucia.
De pronto el tortuoso callejón se
abrió como el tubo de un embudo en una plazuela, entoldado por el follaje de
una vid. En el centro de este zoco se veía una fuente; el suelo, de puntiaguda
piedra, estaba cubierto de sombras movedizas, y más allá, bajo un inmenso toldo
amarillo, junto a un muro encalado, se abría la arcada de un café musulmán.
Sillas esterilladas invitaban a
reposar. Siempre con paso grave llegó Adbalá el Susi hasta el toldo amarillo, y
con respetable talante se instaló en un sillón, cruzándose de piernas. Encendió
un cigarrillo y golpeó las manos. Un mofletudo muchacho con bombachas
anaranjadas y un fez rojo, se detuvo frente a él; el Susi pidió café y luego
comenzó a meditar.
Un imbécil, por ejemplo, se
presentaría ahora mismo en la Alta Comisaría de Dimisch esh Sham para solicitar
autorización al Alto Comisionado para descubrir a los contrabandistas, y los
porteros y los covachuelistas de la Alta Comisaría, simultáneamente, en sus
casas, en el café, en el mercado, dirían:
-Por fin se ha presentado un musulmán
prudente que va a intentar descubrir a los contrabandistas de ametralladoras.
Y este musulmán prudente, como es
lógico, antes de descubrir nada, moriría cualquier noche con el cuerpo hecho
una criba de tiros y puñaladas. No, no, no. Abdalá el Susi no cometería ninguna
de estas tonterías. Primero descubriría a los contrabandistas si podía y luego
vería al Alto Comisionado.
El Susi echó la mano al bolsillo
interno de su chilaba y extrajo un periódico de la mañana.
"Es evidente -decía el
articulista- que los contrabandistas se valen de un nuevo medio para sacar
fuera de las murallas de la ciudad las ametralladoras y los proyectiles.
"Hasta ahora, inútilmente han
sido registrados los automóviles, los ejes de los carros, las más mínimas
cargas que transportaban los bueyes, los camellos, los mulos y los campesinos.
Todo aquel que sale fuera de las puertas de Dimisch esh Sham llevando el más
insignificante paquete en sus manos está seguro de ser registrado. Todas las
viviendas cuyas ventanas se abrían sobre las murallas habían sido desalojadas,
las casas clausuradas y las ventanas tapiadas. Sin embargo, de la ciudad
continúan saliendo respetables cargas de proyectiles para ametralladoras no
solo livianas, sino pesadas, que se distribuyen entre los bandidos de la campiña."
Por supuesto, "los bandidos"
eran los líderes nacionalistas extremistas, que luchaban activamente,
organizando a los campesinos para la próxima revuelta.
Un gandul se detuvo en la boca del
zoco junto mismo al arco de la fuente y comenzó a gritar:
-¡La renuncia de Djamil! ¿Mardan Bey,
primer ministro!
Abdalá el Susi, parsimoniosamente,
volvió a doblar el periódico en ocho dobleces y se lo guardó entre el pecho y
la chilaba. Su mirada, cargada de melancólica dulzura, volvió a posarse,
complacida, sobre el arco encalado que se abría sobre una callejuela techada y
tan estrecha que parecía un túnel enfardado de sombras azules.
De pronto, en lo alto de un alminar
revestido de azulejos amarillos y negros, se vio recortarse la silueta de un
hombre. El hombre del alminar, apoyándose en el antepecho sobre el vacío,
gritó:
-Dios es grande. Yo atestiguo que no
hay más que un Dios. Yo atestiguo que Mahoma es el Profeta. Venid a la oración.
Dios es grande y único.
Precipitadamente, Abdalá el Susi
abandonó su cómodo sillón de esterilla y, cayendo sobre sus rodillas en las
ásperas piedras, se inclinó en dirección hacia La Meca, con los brazos
extendidos delante de su cabeza, mientras pensaba:
-Me disfrazaré de Taleb.
Algunos días después de estas
pacientes meditaciones podíamos encontrar a Abdalá el Susi sentado sobre una
esterilla a la sombra del arco de ladrillo que forma la puerta de Sab el Estha.
Frente a él, en una pequeña mesa laqueada de rojo, se veían algunos coranes
forrados de pieles teñidas de diferentes colores, y a otro costado algunos
pliegos de pergamino auténtico, con pequeñas bolsas de cuero rojo encima.
-Llevad un versículo del Corán, que os
libra de enfermedades, falsos testimonios, aojamiento, muerte de ganado...
De tanto en tanto un campesino se
acerca a Abdalá el Susi, y Abdalá el Susi escribe en un pergamino, con gruesos
caracteres, un versículo del Corán, lo introduce en la bolsa de cuero rojo y se
lo entrega al campesino que deja caer algunos cobres sobre la mesa.
-No te apartes nunca de él -le dice el
Susi-. Tu ganado se multiplicará.
Mientras habla, el Susi no pierde de
vista ni una sola de las personas que entran o salen por la puerta de Bab el
Estha.
Yuntas de bueyes y rebaños de carneros
pasan frente a sus ojos, vendedores con los pellejos de cabra repletos de
aceite, campesinas con pilastras de carbón amarradas por juncos a los sobacos,
barberos que se dedican a sangrar. Al lado mismo de Abdalá el Susi se instala
un freidor de buñuelos que, de tanto en tanto, frente a la asombrada mirada de
los queseros y floristas, arroja por los aires todos los buñuelos que contiene
una sartén y luego los recoge sin perder uno. El mismo Abdalá el Susi está
asombrado de no recibir una salpicadura de la nauseabunda grasa que utiliza el
tunecino.
Con las piernas cruzadas sobre su
esterilla, grave el talante y pensativa la mirada, Abdalá el Susi ve llegar los
camellos agobiados bajo tremendas cargas con grandes manchones de alquitrán en
su piel, para defenderlos de la sarna; pasan los cadíes de las tribus, en
visita de ceremonial al Alto Comisionado, revestidos por magníficos albornoces
escarlatas.
Pero si es fácil la entrada por la
puerta, la salida es difícil. Todo aquel que lleva un bulto, un paquete o una
carga es revisado implacablemente por los soldados de capa azul. Inútiles son
las protestas de los campesinos, de los turistas. Para registrar a las mujeres
de éstos, en una garita tras la puerta de ladrillo hay dos empleadas de
policía.
Un día, irónicamente, un soldado le
dice a otro:
-Los contrabandistas van desnudos.
Y ambos se ríen de la guasada.
El que no se rió fue Abdalá el Susi.
Con la frente grave bajo su turbante
verde, el ex ladrón de elefantes medita envuelto en las nubes de polvo que
levanta el ganado al entrar.
Conoce a todos los bribones de los
alrededores. Ha identificado al entregador de una banda de asaltantes. Ha
reconocido a un estafador inglés que se pasea jactanciosamente con un bastón de
bambú y un casco de corcho. Pero él no está allí para ocuparse de bagatelas.
La frase de los dos soldados de capa
azul continúa girando en su cerebro: "Los contrabandistas van
desnudos": Claro que es una burla. Pero una burla que no carece de sentido
común. Al único hombre a quien los soldados jamás registran, jamás miran, es al
mendigo miserable, que con algunos harapos sobre sus riñones, mostrando los
huesos bajo la piel amarillenta o llagada, pasa extendiendo su mano. El único
hombre a quien los soldados no registran es al hombre desnudo. Al mendigo de
los aduares, que con el belfo colgante, la mirada extraviada, sentado junto al
suelo, pasa frente a todos, con la pobreza de su repulsiva desnudez a la vista
de todos. Pero Abdalá el Susi no deja descansar su pensamiento.
Repite: "Los contrabandistas van
desnudos". Porque es evidente que un hombre desnudo no puede ocultar una
ametralladora, a menos que haya encontrado un procedimiento para tornar
invisible la ametralladora, y este procedimiento no existe.
Pasan las yuntas de bueyes y los
rebaños de moruecos, y las cabras saltarinas, y las carboneras del valle, y los
campesinos de la vega, y los cadíes envueltos en sus magníficos albornoces
escarlatas, con los bordes revestidos de una trencilla de oro, cantan los
muezines a la hora eterna el pregón de la oración, y hace bailar el buñuelero
sus buñuelos en la sartén, y Abdalá el Ladrón está allí, sentado sobre su
polvorienta esterilla amarilla, repitiéndose por milésima vez.
-¿Cómo puede un hombre desnudo pasar
de contrabando una ametralladora sin que se le descubra?
De pronto, el hombre del turbante
verde levanta la vista. Es la tercera vez que, frente a sus ojos, pasa ese
mendigo, desnudo casi, montado en un borriquillo que apenas se puede mantener
en pie. El mendigo tiene la cabeza arrollada en un trapo, y los restos de un
pantalón, y el pecho desnudo.
Siempre que este andrajoso entra por
la mañana, sale por la tarde, acompañado de algún otro mendigo, tan haraposo
como él, tan desnudo como él.
-Estos son los hombres que pueden
llevar las ametralladoras de contrabando -le dice Abdalá al teniente francés,
que, detenido frente a él, escucha su hipótesis.
-Verás -asegura Abdalá-. Esta tarde,
antes de que cierren las puertas de la ciudad, ellos saldrán, los dos desnudos,
montados en su borriquito con una ametralladora de contrabando. Y no te
extrañes, teniente, si es una ametralladora pesada.
El teniente Levil se aleja de la
puerta de Bab el Estha, sonriendo escépticamente. Pero no faltará a su palabra.
Esta tarde, con algunos hombres, estará allí para hacerle el juego a ese
endiablado sujeto del turbante verde.
Efectivamente, a la caída del sol, el
pordiosero que entró semidesnudo a la ciudad montado en un borriquillo, viene
acompañado de otro mendigo, también semidesnudo, montado en un borriquillo.
Los dos vagabundos llevan sus pies
arrastrando junto al suelo, el cuerpo inclinando sobre el cuello de sus
borriquillos sarnosos, un harapo caído sobre la espalda.
El teniente Levil se acerca a Abdalá
el Ladrón y le dice:
-Allí están tus hombres.
Entonces, Abdalá el Susi se incorpora
de un salto, se acerca a uno de los dos pordioseros y de un puñetazo trata de
derribarlo del borrico. El viejo que recibe el puñetazo de Abdalá no se cae del
borrico, se inclina a un costado, y permanece allí inerte, mientras que el otro
trata de escapar, pero es sujetado por los hombres del teniente Levil.
Entonces Abdalá el Susi le dice al
teniente:
-Mira. Han atado a un muerto al
borrico. Dentro del pecho del muerto viene oculta una ametralladora.
Y corriendo un andrajo muestra un
largo corte en el pecho del cadáver robado.
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