Los dos mahometanos se detuvieron para
dejar paso a la procesión budista. Con un paraguas abierto sobre su cabeza
delante de un palanquín dorado, marchaba un devoto.
Atrás, oscilante, avanzaba el cortejo
de elefantes superando con sus budas dorados cargados en el lomo, la verde copa
de las palmeras. El socio de Azerbaijan, el prudente Mahomet, dijo, mirando a
un gendarme tamil detenido frente a una dama de Colombo, cuyo cochecito de
bambú arrastraba un criado descalzo.
-Que el Profeta confunda el
entendimiento de estos infieles.
-Para ellos el eterno pavimento de
brasas del infierno -murmuró Azerbaijan con disgusto, pues una multitud de
túnicas amarillentas llenaba la calle de tierra.
Esta multitud mostraba la cabeza afeitada
y casi todos se refrescaban moviendo grandes abanicos de redondez dentada.
Azerbaijan con ojos de entendido, observaba los tipos humanos y descubría que
en aquel rincón de Ceilán estaban representadas muchas de las razas del sur de
la India.
Se veían brahmanes con turbantes
chatos como la torta de una vaca; músicos con tamboriles revestidos de pieles
de serpiente y trompetas en forma de cuerno de elefante; chicos descalzos, de
vientre hidrópico y desnudo; sacerdotes budistas con la cabeza afeitada; parias
cubiertos de polvo como lagartos y más desnudos que monos; jefes candianos,
tripudos, con grandes fajas recamadas en oro y sombreros descomunales como
fuentones de plata.
Se reconocían los pescadores de perlas
por sus ojos teñidos de sangre y la descomunal grandeza del pecho. Había
también allí algunos ladrones chinos, moviendo los ojos como ratones, y varios
estafadores ingleses, que con las manos en los bolsillos miraban irónicamente
desfilar la procesión, sacudiendo en el aire la ceniza de sus cigarrillos.
-Vámonos -dijo Azerbaijan.
Y Mahomet, encogiéndose de hombros,
siguió a su cofrade.
- Tienes el dinero? -preguntó Mahomet.
Azerbaijan asintió, sonriendo. El
dinero, en buenas rupias indostanas, estaba liado contra las carnes de su
pecho. Azerbaijan y Mahomet habían vendido el fumadero de opio a un traficante
chino. Azerbaijan y Mahomet eran nativos de Tánger, pero el azar de los
negocios los había arrastrado hasta Colombo, donde, siguiendo el ejemplo de la
comunidad musulmana, se dedicaron a combinar el ejercicio de la usura con la
explotación de campos de arroz y fumaderos de opio.
Claro está que no podían jurar sobre
el Corán que el dinero con que iniciaron sus negocios había sido honradamente
adquirido. Hacía algunos años, los dos compinches, entre las nieves del
Himalaya, aturdieron a palos a un espía prófugo de la policía inglesa. Inútil
que, intentando defenderse, el fugitivo tomara por la chilaba a Mahomet, al
adivinar sus ladrones propósitos. Más rápido, Azerbaijan le hundió, con un
golpe de báculo, el casco de corcho hasta las orejas; y después de aligerarle
de sus libras huyeron a monte traviesa. Y así vinieron a recalar a Ceilán.
Ahora Azerbaijan y Mahomet tomaron por
un polvoriento camino torcido entre palmeras. A lo largo de cobertizos de bambú
se veían hileras de viejas lavando azafrán; más allá, junto a un muro gris de
piedras y de adobes, tres ancianos de turbante trabajaban frente a un telar.
Una malaya hacía girar su rueda. Los hombres levantaron la vista cuando los dos
mahometanos pasaron, y la mujer murmuró un conjuro para protegerse del mal de
ojo.
Junto a la silla del Buda me espera un
pescador de perlas -dijo, de pronto, Mahomet.
-¿Qué te quiere?
-Es forastero. Dice que tiene una
perla..,
-Robada...
-Probablemente...
-Debíamos verla.
La silla del Buda, un tronco quemado
por un rayo tan caprichosamente, que en carbón había quedado esculpida la
figura del solitario como si estuviera sobre un copo, estaba en una curva que
describía el camino entrando al bosque.
Ahora los dos socios caminaban a lo
largo de una playa frente al océano centelleante, aplanado por la caliente
pesadez del sol. Algunas velas escarlatas se doblaban sobre la llanura de agua;
los peces voladores trazaban vertiginosas curvas; la ciudad había quedado
atrás; entraron en el camino que conducía a los arrozales.
-¿Qué pedirá el ladrón por la perla?
Mahomet, cuya cara redonda y lustrosa
reflejaba la paz, dijo, extendiendo el brazo:
-Allí está.
Azerbaijan volvió la cabeza. No podía
distinguir bajo qué árbol del bosque oscuro se ocultaba el ladrón de la perla.
De pronto, sintió un golpe tremendo bajo el corazón; vio a Mahomet enorme como
una estatua, que esgrimía un cuchillo gigantesco, y comprendió que estaba
muerto. Cayó cara al polvo. Como en sueños, muy lejos, sintió que Mahomet, con
mano impaciente, le desgarraba la faja del pecho, y todo se hizo oscuridad en
sus ojos cuando el mercader se apoderó del bulto de rupias indostanas.
Lentamente, una bandeja de sangre se
fue formando en el polvo. Mahomet se alejó internándose por el camino que
conducía hacia la silla del Buda Este hecho ocurrió a comienzos del año 1915.
A comienzos del año 1930, quince años
después de la muerte de Azerbaijan, un joven aproximadamente de dieciocho años
de edad, instaló su puesto de barberillo frente mismo al Bazar de los Sederos,
que en Tánger es como la Bolsa de la seda. Durante los primeros tiempos, el
joven rapaba y afeitaba junto a la fontana donde van todas las mujeres del bajo
pueblo a buscar agua y a murmurar de sus amas.
El Bazar de los Sederos es un lugar
importante, y la mejor forma de representarle es como un patio de
resquebrajadas baldosas rojas, en torno de cuyas aristas los arcos festonean de
arabescos unas recovas oscuras. Bajo estas recovas se abren profundos nichos,
donde relucen rollos de las más floreadas telas que pueda codiciar la
imaginación de una mujer negra.
La principal tienda del Bazar de los
Sederos pertenecía al asesino Mahomet. Naturalmente, nadie sabía que Mahomet
había asesinado, hacía quince años, a su socio Azerbaijan en los alrededores de
Colombo. Además, éste fue el primer y último crimen que cometió Mahomet, porque
desde aquel día el traficante cumplía escrupulosamente con todos los deberes
del creyente. No faltaba a una sola oración en la mezquita, y nunca dejaba de
llevar la mano a su bolso para beneficiar con una caridad al ciego, al huérfano
o al enfermo. De este modo, la vida de Mahomet florecía como su misma barba,
que, cuando se olvidaba de afeitarla, relucía negra como el azabache en torno
de sus mejillas sonrosadas y pulidas. Para esparcimiento de sus sentidos,
mantenía un harén con eunuco y varias esclavas.
De manera que, como dejo contado, fue
frente a este bazar donde instaló su puesto de barberillo el joven extranjero
que apareció en Tánger. Aunque musulmán, el barberillo no era nativo de África,
sino de Ceilán; su pronunciación lo delataba, y Mahomet no pudo menos que
estremecerse cuando supo que el barberillo venía del archipiélago; pero se
tranquilizó cuando su criado le dijo que el menestral era nativo de Puloli, la
punta opuesta de Colombo.
Durante algún tiempo el jovencito
cingalés rapó barbas en medio de la calle; luego, mediante algunas monedas de
plata, echó al conserje del Bazar de los Sederos, y un día se le vio instalar
su sillón frente mismo a la tienda de Mahomet, y poner en hilera, sobre una
mesita de cerezo, sus cortantes navajas. Los comerciantes encontraban cómodo,
en la hora de la siesta, sentarse en el sillón y dejarse rapar por el hombre de
la isla.
Cuando no tenía nada que hacer, canturreaba.
Siempre la misma canción: "El
Rasd ad-Dill".
Aquel "si" bemol con que el
barberillo arrancaba palabra "ja", inicial de la canción le crispaba
los nervios al pulcro Mahomet. Y el menestral canturreaba:
Ja...si-hibu l hemmi di in-nel
hemma...
A veces el sedero se encontraba con la
mirada del barberillo fija en él, y entonces experimentaba una especie de
ansiedad extraña, un género de incomodidad, que le hacía mover la cabeza como
si el cuello de su abotonado chaleco bordado en oro le ajustara demasiado en
torno del pescuezo; pero Mahomet se vengaba de esta molestia no recurriendo
jamás a los servicios del barberillo.
A pesar de esto, el hombre de la isla
le saludaba respetuosamente, como si el sedero fuera su padre o el protector de
su hermana y su madre. Mahomet, orondo, gordo, con las mejillas lustrosas,
recibía el saludo del mozo de las navajas con ostensible tiesura y dignidad.
Pero el joven como si esa actitud no fuera con él, arrancaba en el irritante
"si" bemol:
Ja...si-hibu
l hemmi li in-nel
hemma...
Al mismo tiempo de cantar la irritante
cancioncilla, asentaba una de sus navajas en una negra lonja de cuero.
Insensiblemente, todos los
comerciantes del patio se acostumbraron a utilizar los servicios del cingalés,
menos Mahomet, que soñando una noche que se estaba haciendo afeitar por el
barberillo de Puloli, se despertó sudoroso de terror.
Sin embargo, aquello era estúpido.
Mahomet era un honesto comerciante. Nadie tenía que reprocharle nada, salvo,
naturalmente, el asesinato de Azerbaijan, aunque no existía sobre la tierra una
sola persona que en aquel momento se acordara del hombre muerto cerca de la
silla del Buda.
Un gendarme se detuvo frente a
Mahomet
-Mi cadí quiere hablar contigo.
-¿El cadí?
-Parece que un traficante, envidioso
de tu prosperidad, te acusa de estar en tratos con contrabandistas de seda.
-Vete, que ya iré a ver a mi juez.
Quedó solo el comerciante frente a sus
rollos de seda, e involuntariamente sus dedos, en horqueta, se tomaron la
mejilla. Estaba barbudo, no podía presentarse así ante el cadí; una falta de
respeto semejante no lo inclinaría al juez hacia la equidad ni a la
benevolencia. Tampoco tenía tiempo de ir hacia la finca del Marshan.
Y, precisamente allí, de brazos
cruzados frente a su sillón, estaba el mancebillo cingalés canturreando como de
costumbre, en el irritante "si" bemol:
Ja...sa-hibu
l hemmi li in-nel
hemma...
Hizo una seña al barberillo, y éste se
acercó al opulento mercader:
-Trae tu sillón. Tendrás el alto honor
de cortarme la barba.
Respetuoso, se inclinó el hombre de
Ceilán. Luego, diligentemente, entró su sillón a la tienda del asesino de
Azerbaijan. Mahomet se apoltronó, el barberillo le puso una toalla en torno del
cuello que le caía sobre el pecho como un babero, y, después de humedecer la
brocha, comenzó en enjabonar las mejillas del sedero. La brocha, cargada de
espuma, iba y venía por el rostro del comerciante y se arremolinaba en torno de
las extensiones de barba dura.
Mahomet, con la nuca apoyada en el
respaldar de la silla, miraba por entre los párpados cerrados al barberillo, al
tiempo que hilvanaba las razones que expondría ante el cadí.
El hombre de Ceilán se inclinó y tomó
una navaja. Una navaja pesada, de filo ancho, que comenzaba a repasar
pulcramente sobre una lonja de cuero...
-A ver si te apuras -rezongó Mahomet.
El barberillo le dio a la navaja dos
últimos toques sobre la palma de su mano se inclinó sobre Mahomet, suspendió la
navaja sobre la garganta del sedero y le susurró con voz sumamente dulce:
-¿Te acuerdas de Azerbaijan?
Mahomet desencajó los ojos en el
espanto de su situación sin atreverse a moverse.
-Está escrito que Alá pierde a los que
quiere perder, hermano. Está escrito. ¿Te acuerdas del noble Azerbaijan? Le
dejaste por muerto junto a la silla del Buda, pero vivió el tiempo suficiente
para hacerle jurar a mi madre que yo, su hijo, lo vengaría. Me ha sido fácil
encontrarte. Mi madre sabia que tú vendrías a Tánger a deslumbrar a los
creyentes con tu fortuna robada.
Gruesas gotas de sudor crecían en la
frente de Mahomet. Su boca entreabierta dejaba ver el fondo de la garganta, y
no se atrevía a moverse. Sabía que el barberillo estaba allí trabajando en el
Bazar de los Sederos hacía dos años con el exclusivo fin de tomarse venganza
cortándole el pescuezo.
-Puedes rezar "la oración del
miedo"- susurró el hombre de Ceilán-. Quizá el Misericordioso te la tenga
en cuenta.
A pocos pasos del sedero sus
camaradas, agrupados en torno de un vendedor de té, reían una historia de
mujeres negras. Y ellos no sospechaban que él estaba entre las manos de un
hombre que, dentro de algunos instantes, lo degollaría como a un cordero,
profundamente; y ya sentía el filo de la navaja penetrar en su carne, y quería
gritar y no podía. Grandes nubes rojas circulaban frente a sus ojos; el hombre
de Ceilán le parecía un gigante inclinado sobre él entre bloques de montañas
escarlatas. Dentro de su cuerpo una tensión misteriosa le asfixiaba,
retorciéndole fibra por fibra; de su enemigo ahora solo distinguía la doble
hilera brillante de los blancos dientes; y, de pronto, al sentir el frío acero
rozando su piel un dolor atroz como si fuera un dolor de muelas en el corazón,
le paralizó la respiración. Y súbitamente, el corpachón encogido se relajó
sobre el respaldar del sillón, y la cabeza se deslizó hacia un costado.
El mancebo retrocedió. Un hilo de
sangre escapaba de la boca del sedero. Y el mancebo comprendió que Mahomet se
había muerto de miedo.
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