Fue
Joe Dillon quien nos dio a conocer el Lejano Oeste. Tenía su pequeña colección
de números atrasados de The
Union Jack, Pluck y The Halfpenny Marvel.
Todas las tardes, después de la escuela, nos reuníamos en el traspatio de su casa
y jugábamos a los indios. Él y su hermano menor, el gordo Leo, que era un
ocioso, defendían los dos el altillo del establo mientras nosotros tratábamos
de tomarlo por asalto; o librábamos una batalla campal sobre el césped. Pero,
no importaba lo bien que peleáramos, nunca ganábamos ni el sitio ni la batalla
y todo acababa como siempre, con Joe Dillon celebrando su victoria con una
danza de guerra. Todas las mañanas sus padres iban a la misa de ocho en la
iglesia de la Calle Gardiner y el aura apacible de la señora Dillon dominaba el
recibidor de la casa. Pero él jugaba a lo salvaje comparado con nosotros, más
pequeños y más tímidos. Parecía un indio de verdad cuando salía de correrías
por el traspatio, una funda de tetera en la cabeza y golpeando con el puño una
lata, gritando:
-¡Ya,
yaka, yaka, yaka!
Nadie
quiso creerlo cuando dijeron que tenía vocación para el sacerdocio. Era verdad,
sin embargo.
El
espíritu del desafuero se esparció entre nosotros y, bajo su influjo, se
echaron a un lado todas las diferencias de cultura y de constitución física.
Nos agrupamos, unos descaradamente, otros en broma y algunos casi con miedo: y
en el grupo de estos últimos, los indios de mala gana que tenían miedo de
parecer aplicados o alfeñiques, estaba yo. Las aventuras relatadas en las
novelitas del Oeste eran de por sí remotas, pero, por lo menos, abrían puertas
de escape. A mí me gustaban más esos cuentos de detectives norteamericanos en
que de vez en cuando pasan muchachas toscas, salvajes y bellas. Aunque no había
nada malo en esas novelitas y sus intenciones muchas veces eran literarias, en
la escuela circulaban en secreto. Un día cuando el padre Butler nos tomaba las
cuatro páginas de Historia Romana, al chapucero de Leo Dillon lo cogieron con
un número de The Halfpenny
Marvel.
-¿Esta
página o ésta? ¿Esta página? Pues vamos a ver, Dillon, adelante. Apenas el día
hubo... ¡Siga! ¿Qué día? Apenas el día hubo levantado... ¿Estudió usted esto?
¿Qué es esa cosa que tiene en el bolsillo?
Cuando
Leo Dillon entregó la revista todos los corazones dieron un salto y pusimos
cara de no romper un plato. El padre Butler la hojeó, ceñudo.
-¿Qué
es esta basura? -dijo-. ¡El jefe apache! ¿Es esto lo que ustedes leen en vez de
estudiar Historia Romana? No quiero encontrarme más esta condenada bazofia en
esta escuela. El que la escribió supongo que debe de ser un condenado plumífero
que escribe estas cosas para beber. Me sorprende que jóvenes como ustedes,
educados, lean cosa semejante. Lo entendería si fueran ustedes alumnos de...
escuela pública. Ahora, Dillon, se lo advierto seriamente, aplíquese o...
Tal
reprimenda durante las sobrias horas de clase amenguó mucho la aureola del
Oeste y la cara de Leo Dillon, confundida y abofada, despertó en mí más de un
escrúpulo. Pero en cuanto la influencia moderadora de la escuela quedaba atrás
empezaba a sentir otra vez el hambre de sensaciones sin freno, del escape que
solamente estas crónicas desaforadas parecían ser capaces de ofrecerme. La
mimética guerrita vespertina se volvió finalmente tan aburrida para mí como la
rutina de la escuela por la mañana, porque lo que yo deseaba era correr
verdaderas aventuras. Pero las aventuras verdaderas, pensé, no le ocurren jamás
a los que se quedan en casa: hay que salir a buscarlas en tierras lejanas.
Las
vacaciones de verano estaban ahí al doblar cuando decidí romper la rutina
escolar aunque fuera por un día. Junto con Leo Dillon y un muchacho llamado
Mahony planeamos un día furtivo. Ahorramos seis peniques cada uno. Nos íbamos a
encontrar a las diez de la mañana en el puente del canal. La hermana mayor de
Mahony le iba a escribir una disculpa y Leo Dillon le iba a decir a su hermano
que dijese que su hermano estaba enfermo. Convinimos en ir por Wharf Road, que
es la calle del muelle, hasta llegar a los barcos, luego cruzaríamos en la
lanchita hasta el Palomar. Leo Dillon tenía miedo de que nos encontráramos con
el padre Butler o con alguien del colegio; pero Mahony le preguntó, con muy
buen juicio, que qué iba a hacer el padre Butler en el Palomar. Tranquilizados,
llevé a buen término la primera parte del complot haciendo una colecta de seis
peniques por cabeza, no sin antes enseñarles a ellos a mi vez mis seis
peniques. Cuando hacíamos los últimos preparativos la víspera, estábamos algo
excitados. Nos dimos las manos, riendo, y Mahony dijo:
-Hasta
mañana, socios.
Esa
noche dormí mal. Por la mañana, fui el primero en llegar al puente, ya que yo
vivía más cerca. Escondí mis libros entre la yerba crecida cerca del cenizal y
al fondo del parque, donde nadie iba, y me apresuré malecón arriba. Era una
tibia mañana de la primera semana de junio. Me senté en la albarda del puente a
contemplar mis delicados zapatos de lona que diligentemente blanqueé la noche
antes y a mirar los dóciles caballos que tiraban cuesta arriba de un tranvía
lleno de empleados. Las ramas de los árboles que bordeaban la alameda estaban
de lo más alegres con sus hojitas verde claro y el sol se escurría entre ellas
hasta tocar el agua. El granito del puente comenzaba a calentarse y empecé a
golpearlo con la mano al compás de una tonada que tenía en la mente. Me sentí
de lo más bien.
Llevaba
sentado allí cinco o diez minutos cuando vi el traje gris de Mahony que se
acercaba. Subía la cuesta, sonriendo, y se trepó hasta mí por el puente.
Mientras esperábamos sacó el tiraflechas que le hacía bulto en un bolsillo
interior y me explicó las mejoras que le había hecho. Le pregunté por qué lo
había traído y me explicó que era para darles a los pájaros donde les duele.
Mahony sabía hablar jerigonza y a menudo se refería al padre Butler como el
Mechero de Bunsen. Esperamos un cuarto de hora o más, pero así y todo Leo
Dillon no dio señales. Finalmente, Mahony se bajó de un brinco, diciendo:
-Vámonos.
Ya sabía yo que ese manteca era un fulastre.
-¿Y
sus seis peniques...? -dije.
-Perdió
prenda -dijo Mahony-. Y mejor para nosotros: en vez de seis, tenemos nueve
peniques cada uno.
Caminamos
por el North Strand Road hasta que llegamos a la planta de ácido muriático y
allí doblamos a la derecha para coger por los muelles. Tan pronto como nos
alejamos de la gente, Mahony comenzó a jugar a los indios. Persiguió a un grupo
de niñas andrajosas, apuntándoles con su tiraflechas, y cuando dos andrajosos
empezaron, de galantes, a tiramos piedras, Mahony propuso que les cayéramos
arriba. Me opuse diciéndole que eran muy chiquitos para nosotros y seguimos
nuestro camino, con toda la bandada de andrajosos dándonos gritos de Cuá, cuá,
¡cuáqueros!, creyéndonos protestantes, porque Mahony, que era muy prieto,
llevaba la insignia de un equipo de críquet en su gorra. Cuando llegamos a La
Plancha planeamos ponerle sitio; pero fue todo un fracaso, porque hacen falta
por lo menos tres para un sitio. Nos vengamos de Leo Dillon declarándolo un
fulastre y tratando de adivinar los azotes que le iba a dar la señora Ryan a
las tres.
Luego
llegamos al río. Nos demoramos bastante por unas calles de mucho movimiento
entre altos muros de mampostería, viendo funcionar las grúas y las maquinarias
y más de una vez los carretoneros nos dieron gritos desde sus carretas
crujientes para activarnos. Era mediodía cuando llegamos a los muelles y, como
los estibadores parecían estar almorzando, nos compramos dos grandes panes de
pasas y nos sentamos a comerlos en unas tuberías de metal junto al río. Nos
dimos gusto contemplando el tráfico del puerto -las barcazas anunciadas desde
lejos por sus bucles de humo, la flota pesquera, parda, al otro lado de
Ringsend, los enormes veleros blancos que descargaban en el muelle de la orilla
opuesta. Mahony habló de la buena aventura que sería enrolarse en uno de esos
grandes barcos, y hasta yo, mirando sus mástiles, vi, o imaginé, cómo la escasa
geografía que nos metían por la cabeza en la escuela cobraba cuerpo
gradualmente ante mis ojos. Casa y colegio daban la impresión de alejarse de
nosotros y su influencia parecía que se esfumaba.
Cruzamos
el Liffey en la lanchita, pagando por que nos pasaran en compañía de dos
obreros y de un judío menudo que cargaba con una maleta. Estábamos todos tan
serios que resultábamos casi solemnes, pero en una ocasión durante el corto
viaje nuestros ojos se cruzaron y nos reímos. Cuando desembarcamos vimos la
descarga de la linda goleta de tres palos que habíamos contemplado desde el
muelle de enfrente. Algunos espectadores dijeron que era un velero noruego.
Caminé hasta la proa y traté de descifrar la leyenda inscrita en ella pero, al
no poder hacerlo, regresé a examinar a los marinos extranjeros para ver si
alguno tenía los ojos verdes, ya que tenía confundidas mis ideas... Los ojos de
los marineros eran azules, grises y hasta negros. El único marinero cuyos ojos
podían llamarse con toda propiedad verdes era uno grande, que divertía al
público en el muelle gritando alegremente cada vez que caían las albardas:
-¡Muy
bueno! ¡Muy bueno!
Cuando
nos cansamos de mirar nos fuimos lentamente hasta Ringsend. El día se había
hecho sofocante y en las ventanas de las tiendas unas galletas mohosas se
desteñían al sol. Compramos galletas y chocolate, que comimos muy despacio
mientras vagábamos por las mugrientas calles en que vivían las familias de los
pescadores. No encontramos ninguna lechería, así que nos llegamos a un vendedor
ambulante y compramos una botella de limonada de frambuesa para cada uno. Ya
refrescado, Mahony persiguió un gato por un callejón, pero se le escapó hacia
un terreno abierto. Estábamos bastante cansados los dos y cuando llegamos al
campo nos dirigimos enseguida hacia una cuesta empinada desde cuyo tope pudimos
ver el Dodder.
Se
había hecho demasiado tarde y estábamos muy cansados para llevar a cabo nuestro
proyecto de visitar el Palomar. Teníamos que estar de vuelta antes de las
cuatro o nuestra aventura se descubriría. Mahony miró su tiraflechas,
compungido, y tuve que sugerir regresar en el tren para que recobrara su
alegría. El sol se ocultó tras las nubes y nos dejó con los anhelos mustios y
las migajas de las provisiones.
Estábamos
solos en el campo. Después de estar echados en la falda de la loma un rato sin
hablar, vi un hombre que se acercaba por el lado lejano del terreno. Lo observé
desganado mientras mascaba una de esas cañas verdes que las muchachas cogen
para adivinar la suerte. Subía la loma lentamente. Caminaba con una mano en la
cadera y con la otra agarraba un bastón con el que golpeaba la yerba con
suavidad.
Se
veía miserable en su traje verdinegro y llevaba un sombrero de copa alta. Debía
de ser viejo, porque su bigote era cenizo. Cuando pasó junto a nuestros pies
nos echó una mirada rápida y siguió su camino. Lo seguimos con la vista y vimos
que no había caminado cincuenta pasos cuando se viró y volvió sobre sus pasos.
Caminaba hacia nosotros muy despacio, golpeando siempre el suelo con su bastón,
y lo hacía con tanta lentitud que pensé que buscaba algo en la yerba.
Se
detuvo cuando llegó al nivel nuestro y nos dio los buenos días. Correspondimos
y se sentó junto a nosotros en la cuesta, lentamente y con mucho cuidado.
Empezó hablando del tiempo, diciendo que iba a hacer un verano caluroso, pero
añadió que las estaciones habían cambiado mucho desde su niñez -hace mucho tiempo.
Habló de que la época más feliz es, indudablemente, la de los días escolares y
dijo que daría cualquier cosa por ser joven otra vez. Mientras expresaba
semejantes ideas, bastante aburridas, nos quedamos callados. Luego empezó a
hablar de la escuela y de libros. Nos preguntó si habíamos leídos los versos de
Tomás Moro o las obras de Walter Scott y de Lytton. Yo aparenté haber leído
todos esos libros de los que él hablaba, por lo que finalmente me dijo:
-Ajá,
ya veo que eres ratón de biblioteca, como yo. Ahora -añadió, apuntando para
Mahony, que nos miraba con los ojos abiertos-, que éste se ve que es diferente:
lo que le gusta es jugar.
Dijo
que tenía todos los libros de Walter Scott y de Lytton en su casa y nunca se
aburría de leerlos.
-Por
supuesto -dijo-, que hay algunas obras de Lytton que un menor no puede leer.
Mahony
le preguntó que por qué no las podían leer, pregunta que me sobresaltó y
abochornó porque temí que el hombre iba a creer que yo era tan tonto como
Mahony. El hombre, sin embargo, se sonrió. Vi que tenía en su boca grandes
huecos entre los dientes amarillos. Entonces nos preguntó que quién de los dos
tenía más novias. Mahony dijo a la ligera que tenía tres chiquitas. El hombre
me preguntó cuántas tenía yo. Le respondí que ninguna. No quiso creerme y me
dijo que estaba seguro que debía de tener por lo menos una. Me quedé callado.
-Dígame
-dijo Mahoney, parejero, al hombre- ¿y cuántas tiene usted?
El
hombre sonrió como antes y dijo que cuando él era de nuestra edad tenía novias
a montones.
-Todos
los muchachos -dijo- tienen noviecitas.
Su
actitud sobre este particular me pareció extrañamente liberal para una persona
mayor. Para mí que lo que decía de los muchachos y de las novias era razonable.
Pero me disgustó oírlo de sus labios y me pregunté por qué le darían tembleques
una o dos veces, como si temiera algo o como si de pronto tuviera escalofrío.
Mientras hablaba me di cuenta de que tenía un buen acento. Empezó a hablarnos
de las muchachas, de lo suave que tenían el pelo y las manos y de cómo no todas
eran tan buenas como parecían si uno no sabía a qué atenerse. Nada le gustaba
tanto, dijo, como mirar a una muchacha bonita, con sus suaves manos blancas y
su lindo pelo sedoso. Me dio la impresión de que estaba repitiendo algo que se
había aprendido de memoria o de que, atraída por las palabras que decía, su
mente daba vueltas una y otra vez en una misma órbita. A veces hablaba como si
hiciera alusión a hechos que todos conocían, otras bajaba la voz y hablaba
misteriosamente, como si nos estuviera contando un secreto que no quería que
nadie más oyera. Repetía sus frases una y otra vez, variándolas y dándoles
vueltas con su voz monótona. Seguí mirando hacia el bajío mientras lo
escuchaba.
Después
de un largo rato hizo una pausa en su monólogo. Se puso en pie lentamente,
diciendo que tenía que dejarnos por uno o dos minutos más o menos, y, sin
cambiar yo la dirección de mi mirada, lo vi alejarse lentamente camino del
extremo más próximo del terreno. Nos quedamos callados cuando se fue. Después de
unos minutos de silencio oí a Mahony exclamar:
-¡Mira
lo que hace!
Como
ni miré ni levanté la vista, Mahony exclamó de nuevo:
-¡Pero
mira eso!... ¡Qué viejo más estrambótico!
-En
caso de que nos pregunte el nombre -dije-, tú te llamas Murphy y yo me llamo
Smith.
No
dijimos más. Estaba aún considerando si irme o quedarme cuando el hombre
regresó y otra vez se sentó al lado nuestro. Apenas se había sentado cuando
Mahony, viendo de nuevo el gato que se le había escapado antes, se levantó de
un salto y lo persiguió a campo traviesa. El hombre y yo presenciamos la
cacería. El gato se escapó de nuevo y Mahony empezó a tirarle piedras a la
cerca por la que subió. Desistiendo, empezó a vagar por el fondo del terreno,
errático.
Después
de un intervalo el hombre me habló. Me dijo que mi amigo era un travieso y me
preguntó si le daban azotes con frecuencia en la escuela. Estuve a punto de
decirle que no éramos alumnos de la escuela pública para que nos dieran azotes,
como decía él; pero me quedé callado. Empezó a hablar sobre la manera de
castigar a los muchachos. Su mente, como imantada de nuevo por lo que decía,
pareció dar vueltas y más vueltas lentas alrededor de su nuevo eje. Dijo que
cuando los muchachos eran así había que darles azotes y darles duro. Cuando un
muchacho salía travieso y malo no había nada que le hiciera tanto bien como una
buena paliza. Un manotazo o un tirón de orejas no bastaba: lo que estaba
pidiendo era una buena paliza en caliente. Me sorprendió su ánimo, por lo que
involuntariamente eché un vistazo a su cara. Al hacerlo, encontré su mirada: un
par de ojos color verde botella que me miraban debajo de una frente fruncida.
De nuevo desvié la vista.
El
hombre siguió con su monólogo. Parecía haber olvidado su liberalismo de hace
poco. Dijo que si él encontraba a un muchacho hablando con una muchacha o
teniendo novia lo azotaría y lo azotaría: y que eso le enseñaría a no andar
hablando con muchachas. Y si un muchacho tenía novia y decía mentiras, le daba
una paliza como nunca le habían dado a nadie en este mundo. Dijo que no había
nada en el mundo que le agradara más. Me describió cómo le daría una paliza a
semejante mocoso como si estuviera revelando un misterio barroco. Esto le
gustaba a él, dijo, más que nada en el mundo; y su voz, mientras me guiaba
monótona a través del misterio, se hizo afectuosa, como si me rogara que lo
comprendiera.
Esperé
a que hiciera otra pausa en su monólogo. Entonces me puse en pie de repente.
Por miedo a traicionar mi agitación me demoré un momento, aparentando que me arreglaba
un zapato y luego, diciendo que me tenía que ir, le di los buenos días. Subí la
cuesta en calma pero mi corazón latía rápido del miedo a que me agarrara por un
tobillo. Cuando llegué a la cima me volví y, sin mirarlo, grité a campo
traviesa:
-¡Murphy!
Había
un forzado dejo de bravuconería en mi voz y me abochorné de treta tan burda.
Tuve que gritar de nuevo antes de que Mahony me viera y respondiera con otro
grito. ¡Cómo latió mi corazón mientras él corría hacia mí a campo traviesa!
Corría como si viniera en mi ayuda. Y me sentí un penitente arrepentido: porque
dentro de mí había sentido por él siempre un poco de desprecio.
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