Vine a
Comala porque me dijeron que acá andaba un tal Juan Rulfo convertido en
estatua. Fue escuchar la noticia y prometerme a mí mismo que vendría a hablar
con él. Para que me contase por qué, después de la muerte de su tío Ceferino,
dejó de contar historias. Aprender de él, tomar ejemplo de esa galanura cuando
toca decir que uno fue aplastado por su propia obra; que se acabó lo que se
daba.
Pero antes conviene regresar del mundo de los
muertos. Con la viveza de mis pies me pongo en un pueblo que va muriendo por sí
mismo.
-Comala viene de Comal -me explica Juan Rulfo-.
Es un recipiente de barro que se pone sobre las brasas, donde se calientan las
tortillas y el calor que hay en ese pueblo, es lo que me hizo contar con él.
Así Comala es lugar sobre las brasas -me sigue explicando Juan Rulfo, sin
cambiar de postura, sentado en un banco de plaza, las piernas cruzadas y un
libro descansando sobre la punta de la rodilla. Señalo el libro y le comento
que eso ya lo había leído.
-A lo de las tortillitas, me refiero.
Hace como si yo no existiera, como si mi
presencia caminara aún por el mundo de los muertos. Pero yo sé que lo más
difícil es eliminarse uno mismo, arrancar una historia desde el otro lado del
infierno.
-En Pedro Páramo -me dice- me cargué al autor por
eso soy el primer muerto del libro. Luego se me pone con las historias que
contaba Pedro Coronel, un pintor pariente de Diego Rivera; historias de
broncas, parrandas y burdeles. De sorpresas que dan las hembras que tienen más
de hombre que de mujer.
-Se trata del pintor borracho al que le pidió
prestado el nombre para el personaje- apunto yo, para que vea que vengo con la
lección sabida. Pero él no se deja y me corta con su silencio para después
romperlo con una aclaración.
-Los nombres los saco de las lápidas, me gusta
visitar cementerios. Ponerme a platicar para los muertos. Ya sabe usted que no
hay posibilidad de ser interrumpido.
Sin cambiar de postura me sigue contando que le
pesan más los muertos que los vivos.
Así me hace un sitio y me indica que me siente a
su lado. Yo escucho sus silencios, las pocas palabras que caben en su hablar,
como si arrastrase el peso de un muerto en vida, aplastado por su propia obra,
la del hombre que dejó de cultivar la mentira para dedicarse a cultivar rosas
de verdad, o eso dicen. Hay un momento en el que el silencio se hace demasiado
sordo. Es entonces cuando el escritor viene a llenarlo con la misma pregunta
que hace a todos los que se acercan hasta él:
-¿Está usted seguro de que no quiere que le
cuente por qué no escribo más?
Montero Glez (1965, cuyo nombre completo es Roberto Montero
González) es español.
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