La imagen que tenemos de la ciudad siempre es algo anacrónica. El
café ha degenerado en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la
parra es ahora un borroso corredor con un ascensor en el fondo. Así, yo creí
durante años que a determinada altura de Talcahuano me esperaba la Librería
Buenos Aires; una mañana comprobé que la había reemplazado una casa de
antigüedades y me dijeron que don Santiago Fischbein, el dueño, había
fallecido. Era más bien obeso; recuerdo menos sus facciones que nuestros largos
diálogos. Firme y tranquilo, solía condenar el sionismo, que haría del judío un
hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país,
sin las complejidades y discordias que ahora lo enriquecen. Estaba compilando,
me dijo, una copiosa antología de la obra de Baruch Spinoza, aligerada de todo
ese aparato euclidiano que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un
rigor ilusorio. Me mostró, y no quiso venderme, un curioso ejemplar de la Kabbala denudata de Rosenroth, pero en mi biblioteca hay
algunos libros de Ginsburg y de Waite que llevan su sello.
Una tarde en que los dos estábamos solos me confió un episodio de
su vida, que hoy puedo referir. Cambiaré, como es de prever, algún pormenor.
—Voy a revelarle una cosa que no he contado a nadie. Ana, mi
mujer, no lo sabe, ni siquiera mis amigos más íntimos. Hace ya tantos años que
ocurrió que ahora la siento como ajena. A lo mejor le sirve para un cuento, que
usted, sin duda, surtirá de puñales. No sé si ya le he dicho alguna otra vez
que soy entrerriano. No diré que éramos gauchos judíos; gauchos judíos no hubo
nunca. Éramos comerciantes y chacareros. Nací en Urdinarrain, de la que apenas
guardo memoria; cuando mis padres se vinieron a Buenos Aires, para abrir una
tienda, yo era muy chico. A unas cuadras quedaba el Maldonado y después los
baldíos.
Carlyle ha escrito que los hombres precisan héroes. La historia de
Grosso me propuso el culto de San Martín, pero en él no hallé más que un
militar que había guerreado en Chile y que ahora era una estatua de bronce y el
nombre de una plaza. El azar me dio un héroe muy distinto, para desgracia de
los dos: Francisco Ferrari. Ésta debe ser la primera vez que lo oye nombrar.
El barrio no era bravo como lo fueron, según dicen, los Corrales y
el Bajo, pero no había almacén que no contara con su barra de compadritos.
Ferrari paraba en el almacén de Triunvirato y Thames. Fue ahí donde ocurrió el
incidente que me llevó a ser uno de sus adictos. Yo había ido a comprar un
cuarto de yerba. Un forastero de melena y bigote se presentó y pidió una
ginebra. Ferrari le dijo con suavidad:
—Dígame ¿no nos vimos anteanoche en el baile de la Juliana? ¿De
dónde viene?
—De San Cristóbal —dijo el otro.
—Mi consejo —insinuó Ferrari— es que no vuelva por aquí. Hay gente
sin respeto que es capaz de hacerle pasar un mal rato.
El de San Cristóbal se fue, con bigote y todo. Tal vez no fuera
menos hombre que el otro, pero sabía que ahí estaba la barra.
Desde esa tarde Francisco Ferrari fue el héroe que mis quince años
anhelaban. Era morocho, más bien alto, de buena planta, buen mozo a la manera
de la época. Siempre andaba de negro.
Un segundo episodio nos acercó. Yo estaba con mi madre y mi tía;
nos cruzamos con unos muchachones y uno le dijo fuerte a los otros:
—Déjenlas pasar. Carne vieja.
Yo no supe qué hacer. En eso intervino Ferrari, que salía de su
casa. Se encaró con el provocador y le dijo:
—Si andás con ganas de meterte con alguien ¿por qué no te metés
conmigo más bien?
Los fue filiando, uno por uno, despacio, y nadie contestó una
palabra. Lo conocían.
Se encogió de hombros, nos saludó y se fue. Antes de alejarse, me
dijo:
—Si no tenés nada que hacer, pasá luego por el boliche.
Me quedé anonadado. Sarah, mi tía, sentenció:
—Un caballero que hace respetar a las damas.
Mi madre, para sacarme del apuro, observó:
—Yo diría más bien un compadre que no quiere que haya otros.
No sé cómo explicarle las cosas. Yo me he labrado ahora una
posición, tengo esta librería que me gusta y cuyos libros leo, gozo de
amistades como la nuestra, tengo mi mujer y mis hijos, me he afiliado al
Partido Socialista, soy un buen argentino y un buen judío. Soy un hombre
considerado. Ahora usted me ve casi calvo; entonces yo era un pobre muchacho
ruso, de pelo colorado, en un barrio de las orillas. La gente me miraba por
encima del hombro. Como todos los jóvenes, yo trataba de ser como los demás. Me
había puesto Santiago para escamotear el Jacobo, pero quedaba el Fischbein.
Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros. Yo sentía el desprecio
de la gente y yo me despreciaba también. En aquel tiempo, y sobre todo en aquel
medio, era importante ser valiente; yo me sabía cobarde. Las mujeres me
intimidaban; yo sentía la íntima vergüenza de mi castidad temerosa. No tenía
amigos de mi edad.
No fui al almacén esa noche. Ojalá nunca lo hubiera hecho. Acabé
por sentir que en la invitación había una orden; un sábado, después de comer,
entré en el local.
Ferrari presidía una de las mesas. A los otros yo los conocía de
vista; serían unos siete. Ferrari era el mayor, salvo un hombre viejo, de pocas
y cansadas palabras, cuyo nombre es el único que no se me ha borrado de la
memoria: don Eliseo Amaro. Un tajo le cruzaba la cara, que era muy ancha y
floja. Me dijeron, después, que había sufrido una condena.
Ferrari me sentó a su izquierda; a don Eliseo lo hicieron mudar de
lugar. Yo no las tenía todas conmigo. Temía que Ferrari aludiera al ingrato
incidente de días pasados. Nada de eso ocurrió; hablaron de mujeres, de naipes,
de comicios, de un payador que estaba por llegar y que no llegó, de las cosas
del barrio. Al principio les costaba aceptarme; luego lo hicieron, porque tal
era la voluntad de Ferrari. Pese a los apellidos, en su mayoría italianos, cada
cual se sentía (y lo sentían) criollo y aun gaucho. Alguno era cuarteador o
carrero o acaso matarife; el trato con los animales los acercaría a la gente de
campo. Sospecho que su mayor anhelo hubiera sido ser Juan Moreira. Acabaron por
decirme el Rusito, pero en el apodo no había desprecio. De ellos aprendí a
fumar y otras cosas.
En una casa de la calle Junín alguien me preguntó si yo no era
amigo de Francisco Ferrari. Le contesté que no; sentí que haberle contestado
que sí hubiera sido una jactancia.
Una noche la policía entró y nos palpó. Alguno tuvo que ir a la
comisaría; con Ferrari no se metieron. A los quince días la escena se repitió;
esta segunda vez arrearon con Ferrari también, que tenía una daga en el cinto.
Acaso había perdido el favor del caudillo de la parroquia.
Ahora veo en Ferrari a un pobre muchacho, iluso y traicionado;
para mí, entonces, era un dios.
La amistad no es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de
las otras faces de esta confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que
la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola. El
hecho es que Francisco Ferrari, el osado, el fuerte, sintió amistad por mí, el
despreciable. Yo sentí que se había equivocado y que yo no era digno de esa
amistad. Traté de rehuirlo y no me lo permitió. Esta zozobra se agravó por la
desaprobación de mi madre, que no se resignaba a mi trato con lo que ella
nombraba la morralla y que yo remedaba. Lo esencial de la historia que le
refiero es mi relación con Ferrari, no los sórdidos hechos, de los que ahora no
me arrepiento. Mientras dura el arrepentimiento dura la culpa.
El viejo, que había retomado su lugar al lado de Ferrari,
secreteaba con él. Algo estarían tramando. Desde la otra punta de la mesa, creí
percibir el nombre de Weidemann, cuya tejeduría quedaba por los confines del
barrio. Al poco tiempo me encargaron, sin más explicaciones, que rondara la
fábrica y me fijara bien en las puertas. Ya estaba por atardecer cuando crucé
el arroyo y las vías. Me acuerdo de unas casas desparramadas, de un sauzal y
unos huecos. La fábrica era nueva, pero de aire solitario y derruido; su color
rojo, en la memoria, se confunde ahora con el poniente. La cercaba una verja.
Además de la entrada principal, había dos puertas en el fondo que miraban al
sur y que daban directamente a las piezas.
Confieso que tardé en comprender lo que usted ya habrá
comprendido. Hice mi informe, que otro de los muchachos corroboró. La hermana
trabajaba en la fábrica. Que la barra faltara al almacén un sábado a la noche
hubiera sido recordado por todos; Ferrari decidió que el asalto se haría el
otro viernes. A mí me tocaría hacer de campana. Era mejor que, mientras tanto,
nadie nos viera juntos. Ya solos en la calle los dos, le pregunté a Ferrari:
—¿Usted me tiene fe?
—Sí —me contestó—. Sé que te portarás como un hombre.
Dormí bien esa noche y las otras. El miércoles le dije a mi madre
que iba a ver en el centro una vista nueva de cowboys. Me puse lo mejor que
tenía y me fui a la calle Moreno. El viaje en el Lacroze fue largo. En el
Departamento de Policía me hicieron esperar, pero al fin uno de los empleados,
un tal Eald o Alt, me recibió. Le dije que venía a tratar con él un asunto
confidencial. Me respondió que hablara sin miedo. Le revelé lo que Ferrari
andaba tramando. No dejó de admirarme que ese nombre le fuera desconocido; otra
cosa fue cuando le hablé de don Eliseo.
—¡Ah! —me dijo—. Ése fue de la barra del Oriental.
Hizo llamar a otro oficial, que era de mi sección, y los dos
conversaron. Uno me preguntó, no sin sorna:
—¿Vos venís con esta denuncia porque te crees un buen ciudadano?
Sentí que no me entendería y le contesté:
—Sí, señor. Soy un buen argentino.
Me dijeron que cumpliera con la misión que me había encargado mi
jefe, pero que no silbara cuando viera venir a los agentes. Al despedirme, uno
de los dos me advirtió:
—Andá con cuidado. Vos sabés lo que les espera a los batintines.
Los funcionarios de policía gozan con el lunfardo, como los chicos
de cuarto grado. Le respondí:
—Ojalá me maten. Es lo mejor que puede pasarme.
Desde la madrugada del viernes, sentí el alivio de estar en el día
definitivo y el remordimiento de no sentir remordimiento alguno. Las horas se
me hicieron muy largas. Apenas probé la comida. A las diez de la noche fuimos
juntándonos a una cuadra escasa de la tejeduría. Uno de los nuestros falló; don
Eliseo dijo que nunca falta un flojo. Pensé que luego le echarían la culpa de
todo. Estaba por llover. Yo temí que alguien se quedara conmigo, pero me
dejaron solo en una de las puertas del fondo. Al rato aparecieron los
vigilantes y un oficial. Vinieron caminando; para no llamar la atención habían
dejado los caballos en un terreno. Ferrari había forzado la puerta y pudieron
entrar sin hacer ruido. Me aturdieron cuatro descargas. Yo pensé que adentro,
en la oscuridad, estaban matándose. En eso vi salir a la policía con los
muchachos esposados. Después salieron dos agentes, con Francisco Ferrari y don
Eliseo Amaro a la rastra. Los habían ardido a balazos. En el sumario se declaró
que habían resistido la orden de arresto y que fueron los primeros en hacer
fuego. Yo sabía que era mentira, porque no los vi nunca con revólver. La
policía aprovechó la ocasión para cobrarse una vieja deuda. Días después, me
dijeron que Ferrari trató de huir, pero que un balazo bastó. Los diarios, por
supuesto, lo convirtieron en el héroe que acaso nunca fue y que yo había
soñado.
A mí me arrearon con los otros y al poco tiempo me soltaron.
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