martes, 6 de marzo de 2012

Artemio Cruz - Carlos Fuentes - Fragmento (2)


Primeras páginas Artemio Cruz (2) – Carlos Fuentes – Fragmento

… Yo siento esa mano que me acaricia y quisiera desprenderme de su tacto, pero carezco de fuerzas. Qué inútil caricia. Catalina. Qué inútil. ¿Qué vas a decirme? ¿Crees que has encontrado al fin las palabras que nunca te atreviste a pronunciar? ¿Hoy? Qué inútil. Que no se mueva tu lengua. No le permitas el ocio de una explicación. Sé fiel a lo que siempre aparentaste: sé fiel hasta el fin. Mira: aprende a tu hija. Teresa. Nuestra hija. Qué difícil. Qué inútil pronombre. Nuestra. Ella no finge. Ella no tiene nada que decir. Mírala. Sentada con las manos dobladas y el traje negro, esperando. Ella no finge. Antes, lejos de mi oído, te habrá dicho: “Ojalá todo pase pronto. Porque él es capaz de estarse haciendo el enfermo, con tal de mortificarnos a nosotras.” Algo así te debe haber dicho. Escuché algo semejante cuando desperté esta mañana de ese sueño largo y plácido. Y tú le habrás respondido: “Dios mío, que no sufra demasiado”: habrás querido darle un giro distinto a las palabras de tu hija. Y no sabes qué giro darle a las palabras que yo murmuro:
-Esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo.
Ah, Padilla, acércate. ¿Trajiste la grabadora? Si sabes lo que te conviene, la habrás traído aquí como la llevabas todas las noches a mi casa de Coyoacán. Hoy, más que nunca, querrás darme la impresión de que todo sigue igual. No perturbes los ritos, Padilla. Ah sí, te acercas. Ellas no quieren.
-No, licenciado, no podemos permitirlo.
-Es una costumbre de muchos años, señora.
-¿No le ve la cara?
-Déjeme probar. Ya está todo listo. Basta enchufar la grabadora.
-¿Usted se hace responsable?
-Don Artemio… Don Artemio… Aquí le traigo lo grabado esta mañana…
Yo asiento. Trato de sonreír. Como todos los días. Hombre de confianza, este Padilla. Claro que merece mi confianza. Claro que merece buena parte de mi herencia y la administración perpetua de todos mis bienes. Quién sino él. Él lo sabe todo. Ah, Padilla. ¿Sigues coleccionando todas las cintas de mis conversaciones en la oficina? Ah, Padilla, todo lo sabes. Tengo que pagarte bien. Te heredo mi reputación.
Teresa está sentada, con el periódico abierto que le oculta la cara.
Y yo lo siento llegar, con ese olor de incienso y faldones negros y el hisopo al frente a despedirme con todo el rigor de una advertencia: jé, cayeron en la trampa; y esa Teresa lloriquea por allí y ahora saca la polvera del bolso y se arregla la nariz  para volver a lloriquear otra vez. Me imagino en el último momento, si el féretro cae en ese hoyo y una multitud de mujeres lloriquea y se polvea las narices sobre mi tumba. Bien, me siento mejor. Me sentiría perfectamente si este olor, el mío, no ascendiera desde los pliegues de las sabanas, si no me diera cuenta de esos manchones ridículos con que las he teñido… ¿Estoy respirando con esta ronquera espasmódica? ¿Así voy a recibir a ese borrón negro y confrontar su oficio? Aaaaj. Aaaaj. Tengo que regularla… Aprieto los puños, aaaj, los músculos faciales y tengo junto a mí ese rostro de harina que viene a asegurar la fórmula que mañana, o pasado -¿y nunca?, nunca -aparecerá en todos los periódicos, “con todos los auxilios de la Santa madre Iglesia…” Y acerca su rostro rasurado a mis mejillas hirvientes de canas. Se persigna. Murmura el “Yo Pecador” y yo sólo puedo voltear la cara y dar un gruñido mientras me lleno la cabeza de esas imaginaciones que quisiera echarle en cara: la noche en que ese carpintero pobre y sucio se dio el lujo de montársele encima a la virgen azorada que se había creído los cuentos y supercherías de su familia y que se guardaba las palomitas escondidas entre las piernas, en el jardín, bajo las faldas, y ahora el carpintero se le montaba encima lleno de un deseo justificado, porque ha de haber sido muy linda, muy linda, y se le montaba encima mientras crecen los lloriqueos indignados de la intolerable Teresa, esa mujer pálida que desea, gozosa, mi rebeldía final, el motivo para su propia indignación final, el motivo para su propia indignación final. Me parece mentira verlas allí, sentadas, sin agitarse, sin recriminar. ¿Cuánto durará? No me siento tan mal ahora. Quizás me recupere. ¡Qué golpe! ¿no es cierto? Trataré de poner buen semblante, para ver si ustedes se aprovechan y olvidan esos gestos de afecto forzado y se vacían el pecho por última vez de los argumentos e insultos que traen atorados en la garganta, en los ojos, en esa humanidad sin atractivos en que las dos se han convertido. Mala circulación, eso es, nada más grave. Bah. Me aburre verlas. Debe haber algo más interesante al alcance de unos ojos entrecerrados que ven las cosas por última vez. Ah. Me trajeron a esta casa, no a la otra. Vaya. Cuánta discreción. Tendré que regañar a Padilla por última vez. Padilla sabe cuál es mi verdadera casa. Allá podría deleitarme viendo esas cosas que tanto amo. Estaría abriendo los ojos para mirar un techo de vigas antiguas y cálidas; tendría al alcance de la mano la casulla de oro que adorna mi cabecera, los candelabros de la mesa de noche, el terciopelo de los respaldos, el cristal de Bohemia de mis vasos. Tendría a Serafín fumando cerca de mí, aspiraría ese humo. Y ella estaría arreglada, como se lo tengo ordenado. Bien arreglada, sin lágrimas, sin trapos negros. Allá, no me sentiría viejo y fatigado. Todo estaría preparado para recordarme que soy un hombre vivo, un hombre que ama, igual que igual que igual que antes. ¿Por qué están sentadas allí, viejas feas descuidadas falsas recordándome que no soy el mismo de antes?  Todo está preparado. Saben qué debe hacerse en estos casos. Me impiden recordar. Me dicen que soy, ahora, nunca que fui. Nadie trata de explicar nada antes de que sea demasiado tarde. Bah. ¿Cómo voy a entretenerme aquí? Sí, ya veo que lo han dispuesto todo para hacer creer que todas las noches vengo a esta recámara y duermo aquí. Veo ese closet entreabierto y veo el perfil de unos sacos que nunca he usado, de unas corbatas sin arrugas, de unos zapatos nuevos. Veo un escritorio donde han amontonado libros que nadie ha leído, papeles que nadie ha firmado. Y estos muebles elegantes y groseros: ¿cuándo les arrancaron las sabanas polvosas? Ah… hay una ventana. Hay un mundo afuera. Hay este viento alto, de meseta, que agita unos árboles negros y delgados. Hay que respirar…
-Abran la ventana…
-No, no. Puedes resfriarte y complicarlo todo.
-Teresa, tu padre no te escucha…
-Se hace. Cierra los ojos y se hace.
-Cállate.
-Cállate.
Se van a callar. Se van a alejar de la cabecera. Mantengo los ojos cerrados. Recuerdo que salí a comer con Padilla, aquella tarde. Ya lo recordé. Les gané a du propio juego. Todo esto huele mal, pero está tibio. Mi cuerpo engendra tibieza. Calor para las sábanas. Les gané a muchos. Les gané a todos. Sí, la sangre fluye bien por mis venas; pronto me recuperaré. Sí. Fluye tibia. Da calor aún. Los perdono. No me han herido. Está bien, hablen, digan. No me importa. Los perdono. Qué tibio. Pronto estaré bien. Ah.

(…)





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