Primeras
páginas Artemio Cruz (2) – Carlos Fuentes – Fragmento
… Yo
siento esa mano que me acaricia y quisiera desprenderme de su tacto, pero
carezco de fuerzas. Qué inútil caricia. Catalina. Qué inútil. ¿Qué vas a
decirme? ¿Crees que has encontrado al fin las palabras que nunca te atreviste a
pronunciar? ¿Hoy? Qué inútil. Que no se mueva tu lengua. No le permitas el ocio
de una explicación. Sé fiel a lo que siempre aparentaste: sé fiel hasta el fin.
Mira: aprende a tu hija. Teresa. Nuestra hija. Qué difícil. Qué inútil
pronombre. Nuestra. Ella no finge. Ella no tiene nada que decir. Mírala.
Sentada con las manos dobladas y el traje negro, esperando. Ella no finge.
Antes, lejos de mi oído, te habrá dicho: “Ojalá todo pase pronto. Porque él es
capaz de estarse haciendo el enfermo, con tal de mortificarnos a nosotras.”
Algo así te debe haber dicho. Escuché algo semejante cuando desperté esta
mañana de ese sueño largo y plácido. Y tú le habrás respondido: “Dios mío, que
no sufra demasiado”: habrás querido darle un giro distinto a las palabras de tu
hija. Y no sabes qué giro darle a las palabras que yo murmuro:
-Esa
mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo.
Ah,
Padilla, acércate. ¿Trajiste la grabadora? Si sabes lo que te conviene, la
habrás traído aquí como la llevabas todas las noches a mi casa de Coyoacán.
Hoy, más que nunca, querrás darme la impresión de que todo sigue igual. No
perturbes los ritos, Padilla. Ah sí, te acercas. Ellas no quieren.
-No,
licenciado, no podemos permitirlo.
-Es una
costumbre de muchos años, señora.
-¿No le
ve la cara?
-Déjeme
probar. Ya está todo listo. Basta enchufar la grabadora.
-¿Usted
se hace responsable?
-Don
Artemio… Don Artemio… Aquí le traigo lo grabado esta mañana…
Yo
asiento. Trato de sonreír. Como todos los días. Hombre de confianza, este
Padilla. Claro que merece mi confianza. Claro que merece buena parte de mi
herencia y la administración perpetua de todos mis bienes. Quién sino él. Él lo
sabe todo. Ah, Padilla. ¿Sigues coleccionando todas las cintas de mis
conversaciones en la oficina? Ah, Padilla, todo lo sabes. Tengo que pagarte
bien. Te heredo mi reputación.
Teresa
está sentada, con el periódico abierto que le oculta la cara.
Y yo lo
siento llegar, con ese olor de incienso y faldones negros y el hisopo al frente
a despedirme con todo el rigor de una advertencia: jé, cayeron en la trampa; y
esa Teresa lloriquea por allí y ahora saca la polvera del bolso y se arregla la
nariz para volver a lloriquear otra vez.
Me imagino en el último momento, si el féretro cae en ese hoyo y una multitud
de mujeres lloriquea y se polvea las narices sobre mi tumba. Bien, me siento
mejor. Me sentiría perfectamente si este olor, el mío, no ascendiera desde los
pliegues de las sabanas, si no me diera cuenta de esos manchones ridículos con
que las he teñido… ¿Estoy respirando con esta ronquera espasmódica? ¿Así voy a
recibir a ese borrón negro y confrontar su oficio? Aaaaj. Aaaaj. Tengo que
regularla… Aprieto los puños, aaaj, los músculos faciales y tengo junto a mí
ese rostro de harina que viene a asegurar la fórmula que mañana, o pasado -¿y
nunca?, nunca -aparecerá en todos los periódicos, “con todos los auxilios de la
Santa madre Iglesia…” Y acerca su rostro rasurado a mis mejillas hirvientes de
canas. Se persigna. Murmura el “Yo Pecador” y yo sólo puedo voltear la cara y
dar un gruñido mientras me lleno la cabeza de esas imaginaciones que quisiera
echarle en cara: la noche en que ese carpintero pobre y sucio se dio el lujo de
montársele encima a la virgen azorada que se había creído los cuentos y
supercherías de su familia y que se guardaba las palomitas escondidas entre las
piernas, en el jardín, bajo las faldas, y ahora el carpintero se le montaba
encima lleno de un deseo justificado, porque ha de haber sido muy linda, muy linda,
y se le montaba encima mientras crecen los lloriqueos indignados de la
intolerable Teresa, esa mujer pálida que desea, gozosa, mi rebeldía final, el
motivo para su propia indignación final, el motivo para su propia indignación
final. Me parece mentira verlas allí, sentadas, sin agitarse, sin recriminar.
¿Cuánto durará? No me siento tan mal ahora. Quizás me recupere. ¡Qué golpe! ¿no
es cierto? Trataré de poner buen semblante, para ver si ustedes se aprovechan y
olvidan esos gestos de afecto forzado y se vacían el pecho por última vez de
los argumentos e insultos que traen atorados en la garganta, en los ojos, en
esa humanidad sin atractivos en que las dos se han convertido. Mala
circulación, eso es, nada más grave. Bah. Me aburre verlas. Debe haber algo más
interesante al alcance de unos ojos entrecerrados que ven las cosas por última
vez. Ah. Me trajeron a esta casa, no a la otra. Vaya. Cuánta discreción. Tendré
que regañar a Padilla por última vez. Padilla sabe cuál es mi verdadera casa.
Allá podría deleitarme viendo esas cosas que tanto amo. Estaría abriendo los
ojos para mirar un techo de vigas antiguas y cálidas; tendría al alcance de la
mano la casulla de oro que adorna mi cabecera, los candelabros de la mesa de
noche, el terciopelo de los respaldos, el cristal de Bohemia de mis vasos.
Tendría a Serafín fumando cerca de mí, aspiraría ese humo. Y ella estaría
arreglada, como se lo tengo ordenado. Bien arreglada, sin lágrimas, sin trapos
negros. Allá, no me sentiría viejo y fatigado. Todo estaría preparado para
recordarme que soy un hombre vivo, un hombre que ama, igual que igual que igual
que antes. ¿Por qué están sentadas allí, viejas feas descuidadas falsas
recordándome que no soy el mismo de antes? Todo está preparado. Saben qué debe hacerse en
estos casos. Me impiden recordar. Me dicen que soy, ahora, nunca que fui. Nadie
trata de explicar nada antes de que sea demasiado tarde. Bah. ¿Cómo voy a
entretenerme aquí? Sí, ya veo que lo han dispuesto todo para hacer creer que
todas las noches vengo a esta recámara y duermo aquí. Veo ese closet
entreabierto y veo el perfil de unos sacos que nunca he usado, de unas corbatas
sin arrugas, de unos zapatos nuevos. Veo un escritorio donde han amontonado
libros que nadie ha leído, papeles que nadie ha firmado. Y estos muebles
elegantes y groseros: ¿cuándo les arrancaron las sabanas polvosas? Ah… hay una
ventana. Hay un mundo afuera. Hay este viento alto, de meseta, que agita unos
árboles negros y delgados. Hay que respirar…
-Abran
la ventana…
-No, no.
Puedes resfriarte y complicarlo todo.
-Teresa,
tu padre no te escucha…
-Se
hace. Cierra los ojos y se hace.
-Cállate.
-Cállate.
Se van a
callar. Se van a alejar de la cabecera. Mantengo los ojos cerrados. Recuerdo
que salí a comer con Padilla, aquella tarde. Ya lo recordé. Les gané a du
propio juego. Todo esto huele mal, pero está tibio. Mi cuerpo engendra tibieza.
Calor para las sábanas. Les gané a muchos. Les gané a todos. Sí, la sangre
fluye bien por mis venas; pronto me recuperaré. Sí. Fluye tibia. Da calor aún.
Los perdono. No me han herido. Está bien, hablen, digan. No me importa. Los
perdono. Qué tibio. Pronto estaré bien. Ah.
(…)
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