El gran Tamerlán de Persia
Por las noches se disfrazaba de mercader y
recorría los barrios bajos de la ciudad para oír la voz del pueblo. Él mismo
sacaba a relucir el tema.
"¿Y el Gran Tamerlán? -preguntaba- ¿Qué
opináis del Gran Tamerlán?"
Invariablemente se levantaba a su alrededor
un coro de insultos, de maldiciones, de rabiosas quejas. El mercader sentía que
la cólera del pueblo se le contagiaba, hervía de indignación, añadía sus
propios denuestos.
A la mañana siguiente, en su palacio,
mientras trataba de resolver los agudos problemas de las guerras, las
coaliciones, las intrigas de sus enemigos y el déficit del presupuesto, el Gran
Tamerlán se enfurecía contra el pueblo.
"¿Sabe toda esa chusma -pensaba- lo que
es manejar las riendas de un imperio? ¿Cree que no tengo otra cosa que hacer
sino ocuparme de sus minúsculos intereses, de sus chismes de comadres?"
Pero a la noche siguiente el mercader volvía
a oír las pequeñas historias de atropellos, sobornos, prevaricatos, abusos de
la soldadesca e injusticias de los funcionarios, y de nuevo hervía de
indignación.
Al cabo de un tiempo el mercader organizó una
conspiración contra el Gran Tamerlán: su astucia, su valor, su conocimiento de
los secretos de gobierno, su dominio del arte de la guerra lo convirtieron, no
sólo en el jefe de la conjura, sino también en el líder de su pueblo. Pero el
Gran Tamerlán, desde su palacio, le desbarataba todos sus planes. Este juego se
prolongó durante varios meses. Hasta que el pueblo sospechó que el mercader era
en realidad un espía del Gran Tamerlán y lo mató, a la misma hora en que los
dignatarios de la corte, maliciando que el Gran Tamerlán los traicionaba, lo
asesinaron en su lecho.
Se celebraba la última
cena.
-Todos te aman, ¡oh
Maestro! -dijo uno de los discípulos.
-Todos no -respondió
gravemente el Maestro-.
Sé de alguien que me tiene envidia y, en la primera oportunidad que se
le presente, me venderá por treinta dineros.
-Ya sabemos a quien te refieres -exclamaron los discípulos-. También a
nosotros nos habló mal de ti. Pero es el único. Y para probártelo, diremos a
coro su nombre.
Los discípulos
se miraron, sonrientes, contaron hasta tres y gritaron el nombre del traidor.
El estrépito hizo
vacilar los muros de la ciudad. Porque los discípulos eran muchos y cada uno
había gritado un nombre diferente.
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