Novela - Fragmento
De noche, el mar y el cielo son uno solo y
hasta la tierra se confunde con la oscura inmensidad que lo envuelve todo. No
hay resquicios. No hay cortes. No hay separaciones. La noche es la mejor
representación de la infinitud del universo. Nos hace creer que nada tiene
principio y nada, fin. Sobre todo si (como sucede esta noche) no hay estrellas.
Aparecen las primeras luces y la separación
se inicia. El océano se retira a su propia geografía, un velo de agua que
oculta las montañas, los valles, los cañones marinos. El fondo del mar es una
cámara de ecos que jamás llegan hasta nosotros, y menos hasta mí, esta
madrugada.
Sé que el día va a derrotar esta ilusión. Y
si ya nunca más amaneciese, ¿entonces, qué? Entonces creeré que el mar se ha
robado mi figura.
El Pacífico es ahora un océano en verdad
calmado, blanco como un gran tazón de leche. Es que las olas le han avisado que
la tierra se aproxima. Yo trato de medir la distancia entre dos olas. ¿O será
el tiempo lo que las separa? ¿No la distancia? Contestar esta pregunta
resolvería mi propio misterio. El océano es imbebible, pero nos bebe. Su
suavidad es mil veces mayor que la de la tierra. Pero sólo escuchamos el eco,
no la voz del mar. Si el mar gritase, todos estaríamos sordos. Y si el mar se
detuviese, todos moriríamos. No hay mar quieto. Su movimiento perpetuo le da el
oxígeno al mundo. Si el mar no se mueve, nos ahogamos todos. No la muerte por
agua, sino por asfixia.
Amanece y la luz del día determina el color
del mar. El azul de las aguas no es más que una dispersión de la luz. El color
azul significa que el astro solar ha vencido la claridad de las aguas,
dotándolas de un ropaje que no es el suyo, que no es su piel, si es que el mar también
tiene piel... ¿Qué cosa va a iluminar el día que nace? Quisiera dar una
respuesta muy rápida porque me voy quedando sin palabras que contarles a
ustedes, los sobrevivientes.
Si el sol naciente y la noche moribunda no
hablan por mí, no tendré historia. La historia que quiero contarle a los que
aún viven. Creo que el mar vive y que cada ola que me lava la cabeza siente la
tierra, palpa la carne, busca mi mirada y la encuentra, estúpida. O más bien
azorada. Incrédula.
Miro sin mirar. Tengo miedo de ser visto. No soy
lo que se dice “agradable” de ver. Soy la cabeza cortada número mil en lo que
va del año en México. Soy uno de los cincuenta decapitados de la semana, el séptimo
del día de hoy y el único durante las últimas tres horas y un cuarto.
El sol naciente se refleja en mis ojos
abiertos. Mi cabeza ha dejado de sangrar. Un líquido espeso corre de la masa
encefálica a la arena. Mis párpados ya nunca se cerrarán, como si mis
pensamientos siguieran empapando la tierra.
Aquí está mi cabeza cortada, perdida como un coco
a orillas del Océano Pacífico en la costa mexicana de Guerrero.
Mi cabeza arrancada como la de un feto muerto
que debe perderla para que el cuerpo acéfalo nazca a pesar de todo, palpite por
unos instantes y muera también, ahogado en sangre, a fi n de que la madre se
salve y pueda llorar. Después de todo, la guillotina primero ensayó su efi
cacia cortándole la cabeza, no a los reyes, sino a los cadáveres.
Mi cabeza me fue cortada a machetazos. Mi cuello
es un tejido que se deshebra a jirones. Mis ojos son dos faros de asombro
abiertos hasta que la siguiente marea se los lleve y los peces se metan a mi
cabeza por el orificio sacrificial y la materia gris se vuelque, entera, en la
arena, como una sopa derramada, perdida en la tierra, para siempre invisible
como no sea para abono de turistas nacionales y extranjeros. ¡Estamos en el
trópico, carajo! ¿No se han enterado, ustedes que aún viven o creen vivir?
El cerebro dejó de controlar los movimientos de
un cuerpo al que ya no encuentra. Mi cabeza abandonó al cuerpo. ¿Para qué me
sirve, sin cuerpo, respirar, circular, dormir? Aunque si éstas son las áreas
más viejas de mi cabeza, ¿me esperarán nuevas zonas en la parte del cerebro que
no usé en vida? Ya no tengo que controlar el equilibrio, la postura, la
respiración, el ritmo del corazón. ¿Entro a una realidad desconocida, la que la
parte inutilizada del cerebro va a revelarme dentro de poco?
Los guillotinados no pierden la cabeza en
seguida. Les quedan unos segundos —acaso unos minutos— para mover los ojos
desorbitados, preguntarse qué pasó, dónde estoy, qué me espera, con una lengua que,
separada del cuerpo, no deja de moverse, locuaz, idiota, a punto de perderse
para siempre en el misterio de saber adónde fue a parar mi cuerpo trunco, en
vez de fijarse con premura en el deber máximo de una cabeza cortada, que
consiste en recrear en la mente al cuerpo y decir: Ésta es la cabeza de Josué,
hijo de padres desconocidos, en busca de su cuerpo vivo, el que tuvo en vida,
el que palpitó de noche y de día, el que todas las mañanas despertó con un
proyecto de vida negado, ¡cómo no!, por la imagen del primer espejo de la
jornada. Yo, Josué, cuya única preocupación en este instante es no morderse la
lengua. Porque aunque la cabeza esté cortada, la lengua busca hablar, liberada al
fi n, y sólo alcanza a morderse a sí misma, morderse como se muerde una
salchicha o una hamburguesa. Carne somos y a la carne regresamos. ¿Así se dice?
¿Así se ora? Mis ojos sin órbita buscan al mundo.
Fui
cuerpo. Tuve cuerpo. ¿Seré alma?
CASTOR Y
POLUX
Permítanme presentarme. O más bien dicho:
presentar mi cuerpo, violentamente separado (esto ya lo saben) de mi cabeza.
Hablo de mi cuerpo porque lo he perdido y no tendré otra oportunidad de
presentárselo a sus mercedes, o a mí mismo. Indico así, de una santa vez, que
la narración que sigue la dicta mi cabeza y sólo mi cabeza, toda vez que mi
cuerpo, separado de ella, ya no es más que un recuerdo: el que aquí sea capaz
de consignar y dejar en manos del advertido lector.
Bien advertido: el cuerpo es por lo menos la mitad
de lo que somos. Sin embargo, lo dejamos escondido en un clóset verbal. Por
pudor, no nos referimos a sus inapreciables e indispensables funciones. Dispénsenme
ustedes: hablaré con todo detalle de mi cuerpo. Porque si no lo hago, muy
pronto mi cuerpo no será sino cadáver insepulto, ave de carnicería, anónimo lomo.
Y si no quieren saber de mis intimidades corporales, sáltense este capítulo e
inicien la lectura, muy formales, en el siguiente.
Soy un hombre de veintisiete años de edad y un
metro setenta y ocho de estatura. Cada mañana me miro desnudo en el espejo de
mi cuarto de baño y me acaricio las mejillas anticipando la cotidiana
ceremonia: afeitarme la barba y el labio superior, provocar una reacción fuerte
con el agua de colonia Jean-Marie Farina en la cara, resignarme a peinar una
cabellera negra, espesa y alborotada. Cerrar los ojos. Negarle a la cara y a la
cabeza el protagonismo que mi muerte se encargará de darles. Concentrarme, en
vez, en mi cuerpo. El tronco que va a separarse de la cabeza. El cuerpo que me
ocupa del cuello a las extremidades, revestido de una piel de color canela
pálido y externado en uñas que siguen creciendo horas y días después de la
muerte, como si quisieran arañar las tapas del féretro y gritar aquí estoy,
sigo vivo, se han equivocado al enterrarme.
Ésta es una consideración puramente
metafísica, como lo es el terror en sus modalidades pasajeras y permanentes.
Debo concentrarme en mi piel aquí y ahora: debo rescatar mi físico, en toda su
integridad, antes de que sea demasiado tarde. Éste es el órgano del tacto que
cubre todo mi cuerpo y se prolonga dentro de él con travesuras anales módicas y
permisibles si las comparo con las bromas mayores del género femenino, con su
incesante entrar y salir de cuerpos ajenos (la verga del macho notoriamente y
el cuerpo del niño sagradamente, en tanto que de mi envoltura masculina sólo
salen el semen y la orina por delante y por detrás, igual que chez la femme,
la mierda y en casos de estreñimiento, la hostia profunda del supositorio).
Canturreo ahora: “Caga el buey, caga la vaca y hasta la niña más guapa echa su
bola de caca”. Amplias, generosas entradas y salidas de la mujer. Estrechas,
avaras las del hombre: la uretra, el ano, la orina, la mierda. Claros y
brutales los nombres. Oscuros y risibles los apodos: tubos de Bellini, asa de
Henle, cápsula de Bowmann, glomérulo de Malpigio. Peligros: anuria y uremia.
Sin orina. Orina en la sangre. Los evité. Todo es al cabo evitable en la vida,
salvo la muerte.
Sudé. En vida sudó todo mi cuerpo, con
excepción de los párpados y el borde de los labios. Sudé limpio, salado, sin
mal olor, aunque sudar y orinar fueron productos humanos pero distinguibles por
la calidad distinta del olor. Nunca necesité de desodorantes. Tuve nobles y
limpias axilas. Mi orina sí olió mal, a tugurio olvidado y a cueva sin luz. Mi
caca varió con las circunstancias, sobre todo dependiendo de la dieta. La comida
mexicana nos aproxima peligrosamente a la diarrea, la norteamericana al
retortijón, la británica al estreñimiento. Sólo la cocina mediterránea asegura
un equilibrio sano entre lo que entra por la boca y sale por el culo, como si
el aceite de oliva y el vinagre de Módena, el producto de las huertas del
Mediodía, los duraznos y los higos, los melones y los pimientos, supieran por
adelantado que el gusto de comer debe compensarse con el gusto de cagar, muy de
acuerdo con las prosas de Quevedo: “Más te quiero que a una buena gana de
cagar”.
En todo caso —en mi caso—, la mierda es casi siempre
dura y marrónea, a veces enroscada con estética como las de barro que venden en
los mercados, a veces diluida y atormentada por los picantes nacionales: mierda
mía. Y rara vez (sobre todo al viajar) reticente y mal encarada.
Sé que con estas diversiones, mis queridos
sobrevivientes, estoy aplazando lo más importante. Llegar a mi cabeza.
Contarles cómo era mi cara tras dar a entender que las nalgas son, como es bien
sabido, la segunda cara del hombre. ¿O será la primera? Ya indiqué, al
peinarme, que tengo una buena mata india de pelo oscuro y más enraizado que un
maguey. Me falta indicar que mis ojos oscuros se hunden en las cuencas de un
esqueleto facial casi transparente si no fuese por el disfraz moreno de la
piel. (La piel morena esconde mejor los sentimientos que la piel blanca. Por eso
cuando se manifiesta es más brutal aunque menos hipócrita.) Resumo: tengo cejas
invisibles, boca amable, delgada, casi siempre, y sin razón alguna salvo la de
la cortesía, sonriente. Orejas ni grandes ni chicas, apenas adecuadas a mi
rostro en extremo flaco, la piel pegada al hueso, las raíces de la cabellera
brotando como matorrales nocturnos que crecen sin luz.
Y tengo nariz. No una nariz cualquiera, sino una
probóscide grande, por fortuna delgada, pero larga y fina, como un periscopio
del alma que se adelanta a la vista para explorar el paisaje y saber si vale la
pena desembarcar o permanecer retraído, debajo del mar de la existencia.
El gran sargazo de la muerte anticipada.
El mar que asciende en breves oleadas,
obligándome a tragarlo antes de que llegue hasta los orificios de mi gran
nariz, sobresaliente entre la playa y la marea del amanecer.
Soy
cuerpo. Seré alma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario