Novela - Fragmento
10
Yo vi todo esto. La caída de la gran ciudad
azteca, en medio del rumor de atabales, el choque del acero contra el pedernal
y el fuego de los cañones castellanos. Vi el agua quemada de la laguna sobre la
cual se asentó esta Gran Tenochtitlan, dos veces más grande que Córdoba.
Cayeron los templos, las insignias, los
trofeos. Cayeron los mismísimos dioses. Y al día siguiente de la derrota, con
las piedras de los templos indios, comenzamos a edificar las iglesias cristianas.
Quien sienta curiosidad o sea topo, encontrará en la base de las columnas de la
catedral de México las divisas mágicas del Dios de la Noche , el espejo humeante de
Tezcatlipoca. ¿Cuánto durarán las nuevas mansiones de nuestro único Dios,
construidas sobre las ruinas de no uno, sino mil dioses? Acaso tanto como el
nombre de éstos: Lluvia, Agua, Viento, Fuego, Basura...
En realidad, no lo sé. Yo acabo de morir de bubas.
Una muerte atroz, dolorosa, sin remedio. Un ramillete de plagas que me
regalaron mis propios hermanos indígenas, a cambio de los males que los
españoles les trajimos a ellos. Me maravilla ver, de la noche a la mañana, esta
ciudad de México poblada de rostros cacarañados, marcados por la viruela, tan
devastados como las calzadas de la ciudad conquistada. Se agita, hirviente, el
agua de la laguna; los muros han contraído una lepra incurable; los rostros han
perdido para siempre su belleza oscura, su perfil perfecto: Europa le ha
arañado para siempre el rostro a este Nuevo Mundo que, bien visto, es más viejo
que el europeo. Aunque desde esta perspectiva olímpica que me da la muerte, en
verdad veo todo lo que ha ocurrido como el encuentro de dos viejos mundos,
ambos milenarios, pues las piedras que aquí hemos encontrado son tan antiguas
como las del Egipto y el destino de todos los imperios ya estaba escrito, para
siempre, en los muros del festín de Baltasar.
Lo he visto todo. Quisiera contarlo todo.
Pero mis apariciones en la historia
están severamente limitadas a lo que de mí se dijo. Cincuenta y ocho veces soy
mencionado por el cronista Bernal Díaz del Castillo en su Historia Verdadera
de la Conquista
de la Nueva España. Lo último que se sabe de mí es que ya estaba muerto cuando Hernán
Cortés, nuestro capitán, salió en su desventurada expedición a Honduras en
octubre de 1524. Así lo describe el cronista y pronto se olvida de mí.
Reaparezco, es cierto, en el desfile final de
los fantasmas, cuando Bernal Díaz enumera el destino de los compañeros de la Conquista. El
escritor posee una memoria prodigiosa; recuerda todos los nombres, no se le
olvida un solo caballo, ni quién lo montaba. Quizás no tiene otra cosa sino el
recuerdo con el cual salvarse, él mismo, de la muerte. O de algo peor: la desilusión
y la tristeza. No nos engañemos; nadie salió ileso de estas empresas de
descubrimiento y conquista, ni los vencidos, que vieron la destrucción de su
mundo, ni los vencedores, que jamás alcanzaron la satisfacción total de sus
ambiciones, antes sufrieron injusticias y desencantos sin fin. Ambos debieron construir
un nuevo mundo a partir de la derrota compartida. Esto lo sé yo porque ya me
morí; no lo sabía muy bien el cronista de Medina del Campo al escribir su
fabulosa historia, y de allí que le sobre memoria, pero le falte imaginación.
No falta en su lista un solo compañero de la Conquista. Pero la
inmensa mayoría son despachados con un lacónico epitafio: “Murió de su muerte”.
Unos cuantos, es cierto, se distinguen porque murieron “en poder de indios”.
Los más interesantes son los que tuvieron un destino singular y, casi siempre,
violento.
La gloria y la abyección, debo añadir, son
igualmente notorias en estas andanzas de la Conquista. A Pedro Escudero y a
Juan Cermeño, Cortés los mandó ahorcar porque intentaron escaparse con un navío
a Cuba, mientras que a su piloto, Gonzalo de Umbría, sólo le mandó cortar los
dedos de los pies y así, mocho y todo, el tal Umbría tuvo el valor de
presentarse ante el rey a quejarse, obteniendo rentas en oro y pueblos de
indios. Cortés debió arrepentirse de no haberle ahorcado también. Ved así,
lectores, auditores, penitentes, o lo que seáis al acercaros a mi tumba, cómo
se toman decisiones cuando el tiempo urge y la historia ruge. Siempre pudo
ocurrir exactamente lo contrario de lo que la crónica consigna. Siempre.
Además, es para deciros que en esta empresa
de todo hubo, desde el deleite personal de un fulano Morón que era gran músico,
un Porras muy bermejo y que era gran cantor, o un Ortiz, gran tañedor de
vihuela y que enseñaba a danzar, hasta las desgracias de un Enrique, natural de
Palencia, que se ahogó de cansado y del peso de las armas y del calor que le
daban.
Hay destinos contrastados; a Alfonso de
Grado, me lo casa Cortés nada menos que con doña Isabel, hija del emperador
azteca Moctezuma; en cambio, un tal Xuárez dicho El Viejo acaba matando a su
mujer con una piedra de moler maíz. ¿Quién gana, quién pierde en una guerra de
conquista? Juan Sedeño llegó con fortuna —navío propio, nada menos; con una yegua
y un negro para servirle, tocinos y pan cazabe en abundancia y aquí hizo más—.
Un tal Burguillos, en cambio, se hizo de riquezas y buenos indios, y lo dejó todo
para irse de franciscano. Pero la mayor parte regresó de la Conquista o se quedó en
México sin ahorrar un maravedí.
¿Cuánto monta, pues, un destino más, el mío, en
medio de esta parada de glorias y miserias? Sólo diré que, en esto de los
destinos, yo creo que el más sabio de todos nosotros fue el llamado Solís
“Tras-dela- Puer-ta”, quien se la pasaba en su casa detrás de la puerta viendo
a los demás pasar por la calle, sin entrometerse y sin ser entrometido. Ahora
creo que en la muerte todos estamos, como Solís, tras de la puerta, viendo
pasar sin ser vistos, y leyendo lo que de uno se dice en las crónicas de los
sobrevivientes.
Sobre mí, entonces, ésta es la consignación final:
Pasó otro soldado que se decía Jerónimo de
Aguilar; este Aguilar pongo en esta cuenta
porque fue el que hallamos en la Punta de
Catoche, que estaba en poder de indios e fue
nuestra lengua. Murió tullido de bubas.
9
Tengo muchas impresiones finales de la gran
empresa de la Conquista
de México, en la que menos de seiscientos esforzados españoles sometimos a un
imperio nueve veces mayor que España en territorio, y tres veces mayor en
población. Para no hablar de las fabulosas riquezas que aquí hallamos y que,
enviadas a Cádiz y Sevilla, hicieron la fortuna no sólo de las Españas, sino de
la Europa
entera, por los siglos de los siglos, hasta el día de hoy.
Yo, Jerónimo de Aguilar, veo al Mundo Nuevo antes
de cerrar para siempre los ojos y lo último que miro es la costa de Veracruz y
los navíos que zarpan llenos del tesoro mexicano, guiados por el más seguro de
los compases: un sol de oro y una luna de plata, suspendidos ambos, al mismo
tiempo, sobre un cielo azul negro y tormentoso en las alturas, pero
ensangrentado, apenas toca la superficie de las aguas.
Me quiero despedir del mundo con esta imagen del
poder y la riqueza bien plantada en el fondo de la mirada; cinco navíos bien
abastecidos, gran número de soldados y muchos caballos y tiros y escopetas y
ballestas, y todo género de armas, cargados hasta los mástiles y lastrados
hasta las bodegas: ochenta mil pesos en oro y plata, joyas sin fin, y las
recámaras enteras de Moctezuma y Guatemuz, los últimos reyes mexicanos. Limpia
operación de conquista, justificada por el tesoro que un esforzado capitán al
servicio de la Corona
envía a Su Majestad, el rey Carlos.
Pero mis ojos no llegan a cerrarse en paz,
pensando ante todo en la abundancia de protección, armas, hombres y caballos,
que acompañó de regreso a España el oro y la plata de México, en contraste
cruel con la inseguridad de los escasos recursos y bajo número con que Cortés y
sus hombres llegaron desde Cuba en la hora primeriza de una incierta gesta.
Mirad, sin embargo, lo que son las ironías de la historia.
Quiñones, capitán de la guardia de Cortés,
enviado a proteger el tesoro, cruzó la Bahama pero se detuvo en la isla de La Tercera con el botín de
México, se enamoró de una mujer allí, y por esta causa murió acuchillado, en
tanto que Alonso de Dávila, quien iba al frente de la expedición, se topó con
el pirata francés Jean Fleury, que nosotros llamamos, familiarmente, Juan
Florín, y fue quien se robó el oro y la plata y a Dávila lo encarceló en
Francia, donde el rey Francisco I había declarado repetidas veces, “Mostradme
la cláusula del testamento de Adán en la que se le otorga al rey de España la
mitad del mundo”, a lo que sus corsarios, en coro, respondieron: “Cuando Dios
creó el mar, nos lo regaló a todos sin excepción”. Vaya, pues, de moraleja: el
propio Florín, o Fleury, fue capturado en alta mar por vizcaínos (Valladolid,
Burgos, Vizcaya: ¡el Descubrimiento y la Conquista acabaron por unir y movilizar a toda
España!) y ahorcado en el puerto de Pico...
Y no termina allí la cosa, sino que un tal
Cárdenas, piloto natural de Triana y miembro de nuestra expedición, denunció a
Cortés en Castilla, diciendo que no había visto tierra donde hubiese dos reyes
como en la Nueva España ,
pues Cortés tomaba para sí, sin derecho, tanto como le enviaba a Su Majestad y
por su declaración el Rey le dio a este trianero mil pesos de renta y una
encomienda de indios.
Lo malo es que tenía razón. Todos fuimos
testigos de la manera como nuestro capitán se llevaba la parte del león y nos
prometía a los soldados recompensas al terminar la guerra. ¡Tan largo me lo fiáis!
Nos quedamos pues, después de sudar los dientes, sin saco ni papo ni nada so el
sobaco... Cortés fue juzgado y despojado del poder, sus lugartenientes
perdieron la vida, la libertad y lo que es peor, el tesoro, y éste acabó
desparramándose por los cuatro rincones de la Europa.. .
¿Hay justicia, hoy me pregunto, en todo ello?
¿No hicimos más que darle su destino mejor al oro de los aztecas, arrancarlo de
un estéril oficio para difundirlo, distribuirlo, otorgarle un propósito
económico en vez de ornamental o sagrado, ponerlo a circular, fundirlo para
difundirlo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario