Cuento
Uno
de los pocos intelectuales que aún existían en los días anteriores a la
catástrofe, expresó que quizá la culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel
intelectual -titular de la misma cátedra de sociología, durante el año famoso
en que a la humanidad entera se le otorgó un Doctorado Honoris Causa, y
clausuraron sus puertas todas las Universidades-, recordaba todavía algún
ensayo de Music at Night:
los snobismos de nuestra época son el de la ignorancia y el de la última moda;
y gracias a éste se mantienen el progreso, la industria y las actividades
civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía la sentencia de un ingeniero
norteamericano: «Quien construya un rascacielos que dure más de cuarenta años,
es traidor a la industria de la construcción». De haber tenido el tiempo
necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi amigo, acaso hubiera reído,
llorado, ante su intento estéril de proseguir el complicado juego de causas y
efectos, ideas que se hacen acción, acción que nutre ideas. Pero en esos días,
el tiempo, las ideas, la acción, estaban a punto de morir.
La
situación, intrínsecamente, no era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos
sido nosotros, los hombres, quienes la provocábamos. Era esto lo que la
justificaba, la dotaba de humor y la hacía inteligible. Éramos nosotros los que
cambiábamos el automóvil viejo por el de este año. Nosotros, quienes
arrojábamos las cosas inservibles a la basura. Nosotros, quienes optábamos
entre las distintas marcas de un producto. A veces, las circunstancias eran
cómicas; recuerdo que una joven amiga mía cambió un desodorante por otro sólo
porque los anuncios le aseguraban que la nueva mercancía era algo así como el
certificado de amor a primera vista. Otras, eran tristes; uno llega a
encariñarse con una pipa, los zapatos cómodos, los discos que acaban teñidos de
nostalgia, y tener que desecharlos, ofrendarlos al anonimato del ropavejero y
la basura, era ocasión de cierta melancolía.
Nunca
hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la
irrupción acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco,
dónde se inició la rebelión, el castigo, el destino -no sabemos cómo
designarlo. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de
legítima plata Christoph; se derritió en mis manos. No di mayor importancia al
asunto, y suplí el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño,
para no dejar incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a
doce personas. La nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el
cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin
convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme:
toda la cuchillería descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y
espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un
carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan
valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal.
Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores,
amarillentos, de alumno y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las
fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se
levantó un clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de
cumplir con la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de
poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada
veinticuatro horas.
El
cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té -a ella me reduje,
al artículo más barato, para todos los usos culinarios- se convertía, después
del desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir
una nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos
que cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza
de que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las
gracias sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades,
y tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un
regreso a las costumbres de los vikingos.
Esta
situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana,
terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca,
se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este
género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que
ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio
se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y
se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud...
Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que
continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los
colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas.
Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las
calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían,
sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de
tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al
reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía
en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin
Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.
La
invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de
automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches -esto podría haber
despertado sospechas- ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas
cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias
anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de
anuncios démodé del Modelo del día anterior -que,
ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado-, y una nueva avalancha de
compradores cayó sobre las agencias.)
Aquí
debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo
refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos
de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con
delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo
vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas
las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los
beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez
más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía
a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la
diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los
artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió
con sus viejos calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos
Elasto-Plastex recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos
trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en
cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula
que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo,
más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas.
El
abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y concordado, por las
industrias química, mobiliaria y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de
vitamina, cápsulas y granulados, con la severa advertencia médica de que era
necesario prepararlos en la estufa y comerlos con cubiertos (las píldoras,
envueltas por una cera eléctrica, escapan al contacto con los dedos del
comensal).
Yo,
justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer
sentimiento de terror lo experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca.
Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los
libros. Apresuradamente, revisé varios tomos: sus páginas, en blanco. Una
música dolorosa, lenta, despedida, me envolvió; quise distinguir las voces de
las letras; al minuto agonizaron. Eran cenizas. Salí a la calle, ansioso de
saber qué nuevos sucesos anunciaba éste; por el aire, con el loco empeño de los
vampiros, corrían nubes de letras; a veces, en chispazos eléctricos, se
reunían... amor rosa palabra, brillaban un instante en el cielo, para
disolverse en llanto. A la luz de uno de estos fulgores, vi otra cosa: nuestros
grandes edificios empezaban a resquebrajarse; en uno, distinguí la carrera de
una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo de cemento. Lo mismo ocurría
en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. La mañana nos deparó una piel
brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo que abandonar las fábricas
para atender a la reparación material de la ciudad; de nada sirvió, pues cada
remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras.
Aquí
concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro
horas. A partir de este instante, nuestros utensilios comenzaron a
descomponerse en menos tiempo; a veces en diez, a veces en tres o cuatro horas.
Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos
rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros,
edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de
televisión y baterías. Algunos intentaron dominar a las cosas, maltratarlas,
obligarlas a continuar prestando sus servicios; pronto se supo de varias
muertes extrañas de hombres y mujeres atravesados por cucharas y escobas,
sofocados por sus almohadas, ahorcados por las corbatas. Todo lo que no era
arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones,
se vengaba así del consumidor reticente.
La
acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Con la huida del
alfabeto, ya no se podían escribir directrices; los magnavoces dejaban de
funcionar cada cinco minutos, y todo el día se iba en suplirlos con otros.
¿Necesito señalar que los basureros se convirtieron en la capa social
privilegiada, y que la Hermandad Secreta de Verrere era, de facto, el poder activo
detrás de nuestras instituciones republicanas? De viva voz se corrió la
consigna: los intereses sociales exigen que para salvar la situación se
utilicen y consuman las cosas con una rapidez cada día mayor. Los obreros ya no
salían de las fábricas; en ellas se concentró la vida de la ciudad, abandonándose
a su suerte edificios, plazas, las habitaciones mismas. En las fábricas, tengo
entendido que un trabajador armaba una bicicleta, corría por el patio montado
en ella; la bicicleta se reblandecía y era tirada al carro de la basura que,
cada día más alto, corría como arteria paralítica por la ciudad;
inmediatamente, el mismo obrero regresaba a armar otra bicicleta, y el proceso
se repetía sin solución. Lo mismo pasaba con los demás productos; una camisa
era usada inmediatamente por el obrero que la fabricaba, y arrojada al minuto;
las bebidas alcohólicas tenían que ser ingeridas por quienes las embotellaban,
y las medicinas de alivio respectivas por sus fabricantes, que nunca tenían
oportunidad de emborracharse. Así sucedía en todas las actividades.
Mi
trabajo en el Banco ya no tenía sentido. El dinero había dejado de circular
desde que productores y consumidores, encerrados en las factorías, hacían de
los dos actos uno. Se me asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de
labores. Yo sabía que las armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas
allí; un puente aéreo se encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes
de que estallaran, y depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de
estos lugares misteriosos.
Ahora
que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas
de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las
costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles
de desperdicio; temo -por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos
servibles que encuentro delatan- que el espacio de utilidad de las cosas se ha
reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de
bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad,
comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!»
¿Qué queda por usarse? Pocas cosas, sin duda.
Aquí,
desde hace un mes, vivo escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del
arsenal cuando me di cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la
memoria, y también, la facultad previsora... Viven al día, emparedados por los
segundos. Y yo, de pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de
recordar algo apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen
de un año relleno de datos- y formular algún proyecto.
¡Qué
gusto! En mi sótano encontré un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a
él, he recuperado el recuerdo de mí mismo, el ritmo de muchas cosas... Termino
el libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of eight!») y miro en redor mío. La espina
dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste. ¿Los novios, los niños,
los que sabían cantar, dónde están, por qué los olvidé, los olvidamos, durante
todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he
escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? Extendí la vista sobre
los montones de inmundicia. La opacidad chiclosa se entrevera en mil rasguños;
las llantas y los trapos, la obesidad maloliente, la carne inflamada del
detritus, se extienden enterrados por los cauces de asfalto; y pude ver algunas
cicatrices, que eran cuerpos abrazados, manos de cuerda, bocas abiertas, y supe
de ellos.
No
puedo dar idea de los monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han
construido, en honor de los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías
de Bastiat, es especialmente grotesco.
Entre
las páginas de Stevenson, un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado
metiendo en la tierra, ¡con qué gran cariño!... Ahí pasa otra vez el mensajero:
«USEN
TODO... TODO... TODO»
Ahora,
ahora un hongo azul que luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los
cristales rotos...
Estoy
sentado en una playa que antes -si recuerdo algo de geografía- no bañaba mar
alguno. No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena.
He tomado unas ramas secas; las froto, durante mucho tiempo... ah, la primera
chispa...
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