Cuento
When Joshua fit the
battle of Jericho
El hombre tiene que apresurarse si quiere
checar al filo de las nueve. Este día, en especial, despierta amodorrado, se
baña y ya ha resuelto su desayuno. Hay tres piezas en su apartamento: la
estancia con un sofá color limón donde duerme, un anaquel repleto de novelas a
la rústica (lujo de collegeboy norteamericano), la alfombra de hebras
arrastrándose inerte hasta el otro extremo, donde está la puerta, junto a un
pequeño escritorio hosco, y dos o tres sillas chippen deleznables.
Reproducciones nítidas y policromas se ahorcan en la pared: cuadritos de marcos
losados con hojas de indian summer y frutas acogolladas. El otro cuarto es la
cocina, pulida y reluciente, blanca de porcelana y aluminio, con platos
holandeses suspensos al mosaico blanco. La estufa y la nevera. Y la última
pieza es el baño, herméticamente cerrado por una puerta verde con la manija de
cobre.
Hoy, el hombre lee el diario al mismo tiempo
que escucha un gruñido tras la puerta del baño. Los encabezados anuncian
atrevidamente, con tintas oscuras: una pantera negra se ha escapado del
zoológico; todos los ciudadanos, según parece (y se recomienda), deben ponerse
en guardia contra esta salvaje pantera; puede estar en cualquier parte: sí,
allí, junto a usted.
El rugir en el baño se repite. Pero el hombre
ya se ha lavado los dientes y son las ocho y media. Todo lo que puede hacer es
correr fuera del local.
Bingo bango bongo I
don’t want to leave the Congo
(La oficina pedaleaba un fandango espontáneo
y crujiente de apuntadores Remington y escenario de cemento y vidrio. Tronaban
puertas y abofeteaban máquinas, mascaban chicle y bebían agua en endebles
copitas de papel y daban órdenes y las recibían y estornudaban y pedían permiso
y bajaban las persianas y las volvían a subir y leían novelas de crimen (¿quién
lo hizo?) escondidas tras de un parapeto de papel amarillo e importante y
suspiraban y cuchicheaban y comían sandwiches de jamón y pieles y gorgoteaban
botellas efervescentes y bajaban las persianas otra vez y tictaqueaban un poco
y siesteaban otro y se arreglaban las medias y regían las corbatas y salían a
la avenida zumbante llenos de espíritu y felices de estar ocupados, de
trabajar, de poseer escritorio propio.)
For sentimental reasons
El hombre tiene cierta aversión hacia «casa»
esta noche. Entra a un bar y ahí encuentra a una divorciada eufórica y
cuarentona que conoce: una estola de mink colgándole de un hombro, olor a
jacinto bravo y la expresión nerviosa de tic en su boca violeta. Ella le cuenta
la saga heroica del número tres y cómo dormía con una tabla entre los dos en el
lecho tibio y cómo lo divorció (a quicky, too) por crueldad mental y, claro, la
crueldad no fue mental sino glútea cuando una noche se rasgó (ella, claro) el
negligeé y el cutis con un clavo al estar soñando en este o aquel astro de cine
e indemnización y alimentos y habeas corpus tu abuela, iiiiiiii, y qué iba a
hacer todo solito esta noche, y otra vuelta, Gus, y iiiiiiiii.
Entonces llegan al apartamento y la mujer se
derrumba de golpe sobre el sofá cama, y empieza a cantar villancicos mientras
él mezcla un coctel y las luces de la calle se filtran de cebra al cielo raso.
Entonces ella escucha un gruñido.
Lookie lookie lookie here comes cookie
Se levanta y dice que ya está oyendo cosas y
más le valdría irse a casita. Pero él no la deja, después de venir todo el
camino hasta acá, y ella fue la de la idea, además. Pero la mujer dice que
siente el rugir otra vez y su maquillaje se empieza a arrugar; él le dice que
está borracha, y ella lo vuelve a escuchar como una clarinada y decide abrir la
puerta y ver con sus propios ojos. El hombre se abalanza frente a ella, la
cachetea y la empuja a la puerta de salida. Tira detrás de la mujer el mink
viejo y avienta la puerta a su marco. Piensa: qué limpio y brilloso estaba el
lugar (el desenfado de los ingleses) y cómo esta mujer lo ha rociado de
colillas agonizantes embarradas de morado. Aquí sintió el padpad de unas patas
acojinadas en la puerta del baño y empezó a discurrir en torno a la
posibilidad: algo o alguien está en mi baño. ¿Cómo puede algo o alguien introducirse
en mi baño? Este lugar era tan seguro, pagaba un poco más de lo normal por él,
y estaba situado en el barrio más selecto: por lo menos eso era lo que él
pensaba y lo que el anuncio —el anuncio— decía. De manera que si algo, o
alguien, estaba en su cuarto de baño —destruyendo sus lociones, babeando su pasta
dental— no había seguridad; el aviso del periódico mentía; no hay, seguridad, y
lo único que él anhelaba después de un día de trabajo era confort, confort y
seguridad, y no un baño lleno de bichos molestos y ruidosos y sin respeto
alguno hacia la vida privada de los ciudadanos.
Pero antes de arriesgarse con el dueño, tiene
que pensar un poco: el ruido en el baño. No hay manera de entrar ahí, como no
sea llegando por la puerta principal. No hay ventanas en el baño. La cosa
necesita haber entrado por la planta baja, subido las escaleras, abierto la
puerta del apartamento. Debe haberse arrastrado por la sala hasta llegar a la
puerta del baño; la abrió, se introdujo en el cuartito y cerró la puerta. Pero
entonces él estaba en su regadera alrededor de las siete cuarenta y cinco, lo
cual significaba que la cosa no se había colado durante la noche, lo natural;
en consecuencia, debe suponerse que entró mientras el hombre preparaba el
desayuno, en la cocina. Ésta era la única explicación posible, la única
explicación posible, la única explicación posible.
Se embute hipnotizado entre las sábanas frías
y trata de olvidar el asunto. No osa imaginarse a la pantera. En el curso de la
noche, sin embargo, escucha una garra de terciopelo arañar la puerta pintada
—¡recién pintada!— y siente horrible imaginándose a un ser desconocido que
destruye su habitación, tan arreglada, y siente miedo de siquiera pensar en la
cosa tirada ahí. Y aunque tolera esta tortura, nunca puede, nunca podrá, abrir
la puerta fresca y pintada del baño.
(La mañana siguiente se lavó en la cocina y
desayunó en un restorán. No podía concentrarse —o alguna postura para los
subordinados— en la oficina, y todo el día clavó la mirada en el papel blanco
ensartado en la máquina mientras los demás clavaban su mirada en él. Se fue
temprano a casa arguyendo dolor de algo y se sentó en el couch aguardando
cualquier rumor de la cueva del mosaico. Sentado en el filo de la cama
amarilla, escuchó las pisadas intermitentes en la escalera y los murmullos y
chillidos de la calle, pero el cuarto cerrado permaneció silente. Alguien —una
niñita— empezó a tocar escalas y cancioncillas, sin orden, con la voz de una
ratita, en el piso de bajo, y el hombre se durmió.)
My heart belongs to daddy
No ha pasado una quincena desde la primera
señal de la pantera cuando el hombre presenta su renuncia en la oficina y
penetra los óvulos de laberinto seda del bar rococó. Bajo un plafón de fibracel
encuentra a su vieja amiga, la divorciada, sorbiendo martinis acompañada por un
calvo obeso. ¡Ahí está, vocifera ella, el tough guy, el que patea damas y las
lanza solas a los callejones oscuros y solitarios, y empieza a ronronear como
un gato y tiene su piso lleno de olores raros y ruidos feos! ¡Ahora es cuando
lo deberían correr a él, a patadas, que se largue a roncar como micifuz debajo
de su mueblote amarillo!
¡Y no te quedes así, Billy, pégale, él me
pegó también, ahora vuelve todo, antes no me... él también me pegó, así, con el
puño cerrado, pazzzz! ¡Ah, no vas a hacer nada, pues aquí tienen hombrotes
grandes que rebotan borrachos y ladrones, y a los que maltratan señoras y
después quieren robarles la bolsa: hey, bótenlo, córranlo, quiso robarme la
cartera! ¡Cóoorranlo!... ¿Qué no es este el tipo que corrieron hoy de la
oficina?... ¡Ése es, lo largan de todas partes, pateando y golpeando señoras, y
estafando y robando y con su casa llena de diosabequé!... ¡vago,
desocupado, peinaplayas!... Entonces cae de cara contra la acera helada y se
sueña corriendo mientras todos los porteros y choferes lo observan sonrientes,
y deja su sombrero en una alcantarilla.
Animal crackers in my soup
(El hombre no podía abrir la puerta) y los
gemidos y el gruñir son cada día más penetrantes. No puede encontrar una
salida. No hay adonde ir, huyendo de este monstruo invisible. Sólo queda el
apartamento sucio, y se abraza a la pared junto a la puerta del baño y siente
el corazón latir y la cabeza nadar mientras los arañazos truenan en sus orejas
empapadas de sangre, martillean allí, sin piedad.
Ningún lugar, ni bar, ni oficina. Nada, sólo
la niñita tocando escalas y cantando rimas un piso abajo. El hombre corre
temblando fuera de su habitación, toca el timbre cacofónico y el piano se
detiene monótonamente, sin la conciencia de una rúbrica; la niñita abre la
puerta. ¿Hay alguien con ella? No, está sola cuidando la casa mientras su mamá
juega bridge pero pronto estará de vuelta así que llama otra vez ella tiene que
practicar. El hombre le ofrece unos dulces que no están allí. La niñita lo
empieza a mirar con sospecha. Él la agarra del brazo, le tapa la boca sofocada
y sale con la niña del vestido almidonado prendida a su pecho, sube las
escaleras y cierra de un portazo. Rápidamente abre la puerta del baño y empuja
con todas sus fuerzas a la muñeca blanda. Se taponea los oídos para no escuchar
los chillidos destemplados, para no escuchar los gruñidos, y la boca babeante y
lengüeteante.
¡El animal, la pantera aterciopelada ¿de ojos
verdes?, estaba ahí! Da dos vueltas a la llave y sale tiritando a las calles y
se queda en ellas toda la noche, vagando. ¿Cómo puede la pantera vivir sin
comer, nada más bebiendo del excusado? Ahora, en vez de dejarla morir de
hambre, le ha ofrendado a la muchachita rosa regada de listones azules. Cuando
amanece, va al carpintero y lo lleva a clavetear la puerta del baño. Llegan
juntos al apartamento y cuando el carpintero se hinca a clavar las tablas,
recarga su mano en el suelo y la moja en un hilo pegajoso y carmín. Se lo dice
al hombre. Éste tiembla e insulta al carpintero, que se largue del lugar. Cae
sollozando junto a la pared cuarteada de telaraña y ampollas y se levanta ciego
a la cocina para convertir los platos y la porcelana en polvo blanco. Otra vez,
se embarra a la pared gris junto al baño.
Ya no se escuchan los lamentos de la pantera:
ahora está llena y contenta, mientras la sangre riega el tapete. Él encontró
petróleo y empezó a tallar la mancha de la alfombra hasta traspasarle un hoyo. Oía
movimiento y conmoción en el piso de abajo: sería la madre gritando a los
vecinos, o la policía buscando a la niña. Él arañaba el muro arrugado, mientras
la sangre seguía corriendo desde el azulejo empapado del baño.
Entonces olfateó un sueño hediondo y escuchó
el gemido del animal, temblando sigilosamente mientras toda aquella existencia
enervante rondaba con su fetidez enjaulada hasta el último poro de hombre o
mueble. Nada podía ocurrir, sólo que él, el hombre, se tornara en bestia
también, bestia capaz de cohabitar con la otra, siempre invisible, bestia en el
baño.
And the walls come
tumblin’ down
Cuando la luna nadó a través de los
cristales, el hombre despertó. Estaba sentado en el suelo, cerca del charco de
sangre. La pantera hambrienta comenzó a lamentarse de nuevo y a rondar y a
rugir alrededor del baño. Entonces el hombre arañó la pared, arañó su cuerpo y
sintió su brazo desnudo grueso y aterciopelado y sus uñas convirtiéndose en garras
de clavo y algo como caucho ardiente tostando su nariz y todo su cuerpo un
torso desnudo, trémulo y peludo, y sus piernas acortándose al reptar sobre el
tapete para arañar las almohadas y destrozarlas y entonces esperar y esperar
mientras, sin duda, pisadas cautelosas ascendían la escalera con el propósito
de tocar en su puerta.
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