Novela - Fragmento
1
ésta es la gran casa de cantera,
habitada hasta el día de hoy por la familia. La historia de Guanajuato ha
patinado sus muros de piedra rosa. Las vidas de los Ceballos, sus alcobas y
corredores. La gran casa de cantera, situada entre la bajada del Jardín Morelos
y el Callejón de San Roque, frente al templo del mismo nombre y a unos metros
de la hermosa plazuela a la que dan fama, año con año, las representaciones,
en un escenario casi natural de faroles, árboles, rejas, muros ocres y cruces
de piedra, de los entremeses de Cervantes.
Es lenta la vida de la casa, y hay algo
ruinoso, más que en las viejas paredes, más que en las vigas húmedas, en el
aire que durante las noches descansa y acumula el polvo entre los pliegues de
las cortinas. Ésta es la casa de los cortinajes: de terciopelo verde detrás de
los balcones principales, de brocado antiguo entre las salas, otra vez de
terciopelo –rojo, manchado– en las habitaciones matrimoniales, de algodón en
las demás. Cuando el alto viento de la montaña gime, estos brazos de tela se
levantan y azotan y hacen caer por tierra las mesitas y los adornos cercanos.
Se diría que alas espesas abrazan las paredes y se aprestan a levantar la casa
en vuelo. Mas el viento se aquieta y el polvo busca otra vez los rincones.
Hay objetos que la luz se empeña en aislar:
el gran reloj de la sala, los sables plateados del tío Francisco, el frutero de
bronce que brilla siempre en el centro del comedor oscuro. El tablero de
campanillas a la entrada de la cocina, y los azulejos de ésta, y sus trastos
de cobre y barro. La fuente de cantera del patio, blanca en la noche. El resto
de la casa es parda. Las vigas altas, las paredes cubiertas de un papel
verdoso, los muebles de madera y seda y mimbre opacos.
Los salones y las recámaras ocupan el
segundo piso. Cuando se abre el enorme zaguán de la Bajada, el patio apenas se
respira al fondo; a la derecha inmediata sube una escalera palaciega, de
piedra, con escudos de la ciudad labrados en los altos muros y un lienzo de la
Crucifixión en el descanso. Por aquí se llega al largo salón que en otra época
era blanco y alegre, con piso de tezontle, muros enjalbegados y muebles de
nogal rubio. El abuelo Pepe Ceballos le dio su cariz actual: los gruesos
cortinajes, los candiles y el papel verdoso, el piso de parqué, los sofás de
seda marrón y las columnas de lapislázuli. Los cuatro balcones que miran hacia
la plaza de San Roque se abren desde este largo salón. Una cortina de brocado
lo separa de la sala más pequeña, sin luz, donde la orquesta acostumbraba
instalarse en los viejos tiempos. Una puerta de vidrio opaco y diseños florentinos
conduce al comedor encerrado y mustio, a cuyas espaldas, y a lo largo de toda
el ala, se extiende la cocina. Otra puerta semejante esconde la biblioteca con
sillones de cuero renegrido, y de allí es posible pasar al corredor sobre el
patio interior, donde fluyen el murmullo del manantial y el verdor de los
líquenes. El corredor en escuadra da luz a la biblioteca, a la recámara
principal y a la de Jaime. Al fondo se encuentra el baño común, instalado a
principios del siglo. Subsisten las llaves de oro, cabezas de león, con las que
Pepe Ceballos adornó su tina. Y subsiste el agua ferrosa, color café, que
ameniza las abluciones en Guanajuato.
A la entrada de la casa, a la izquierda,
está el bodegón repleto de telarañas, baúles, cuadros desechados, muebles
cojos, leña, colecciones de mariposas cuyas alas se mezclan con el vidrio
pulverizado que las cubría, espejos teñidos, paja, tomos desencuadernados de
los folletines leídos por las generaciones pasadas: Paul Féval, Dumas, Ponson
du Terrail; máquinas de costura olvidadas. Tilbury sin ruedas, carroza
negra donde se alberga la polilla, búho relleno de trapos, litografía de
Porfirio Díaz enmarcada en plata negruzca, abultada forma del manequí de antaño.
Una altísima claraboya deja pasar, granulada, la luz. Es la vieja caballeriza.
De igual manera que la luz aísla ciertos
objetos de la casa, ciertos objetos del bodegón se aíslan en la memoria de
Jaime. Recuerda el ejemplar amarillo de El Siglo XIX, hallado en el fondo de un baúl, en el que la
patria mexicana agradecía a Prim haberse retirado de la aventura imperial de
Napoleón III. Recuerda los sables
plateados del tío Francisco, cruzados sobre la pared del salón de recepciones.
¡Cuántas veces había jugado Jaime con ellos, simulando combates corsarios,
justas caballerescas, fugas mosqueteras! Recuerda la enorme fotografía ovalada
y sepia de los abuelos. Y un día encontró, en el baúl, los velos negros que su
abuela debió usar en el entierro de Pepe Ceballos.
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