Cuento
I
Vine
porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La
encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían reproducido un espectro de
la caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo de no
hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en
las estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el
filo de las hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas
cayó una mezcla de polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que
cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la
decepcionante realidad de la primera función de ballet a la que somos
conducidos. Era un libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y
relataba una serie de historias ejemplares más o menos truculentas que poseían
la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para
preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son desagradecidos con
sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y regresan
avergonzadas a la casa, así como las que de buen grado abandonan el hogar, los
viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más
dulce y adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las
respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una
tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito y
me buscas aquí como te lo divujo.
Y
detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía indicar, sin
duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación
prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas
leyendo libros que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a
dudar que sólo de mi imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos
correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que bogaban
el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos? Prendido
al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al principio no escuché los
pasos ligeros que, después de correr sobre la grava del jardín, se detenían a
mis espaldas. Era Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en
silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado por hacerme
cosquillas en la oreja con los vilanos de un amargón que la niña soplaba hacia
mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó
mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo
con una sonrisa, si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta
que Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de
expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los
niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la
presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de
su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste,
parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de
imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de
sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad
se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo
recordarla detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un
punto en el lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado
llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes
y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera
loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas
apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los ojos
entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba de gusto.
Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me
acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los pétalos
de un amento que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín, sino en otra
parte, quizás en el jardín de la casa de Amilamia, pues la única bolsa de su
delantal de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores blancas.
Amilamia viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca
verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa
leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas.
Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar
sobre mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese
vuelo lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto y
los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba alrededor de
mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones abombados;
sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el
mentón; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas
de los árboles, dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los
barrotes de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las
cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte más allá
de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de
pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo, nada.
Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero también su manera
de estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque
mi lectura alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso
y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado.
Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de
apoyo para mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia infancia
irresuelta y el mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la
lectura.
Entonces
no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras -la palabra
me trastornaba- que asumían el disfraz de la Reina para comprar el collar en
secreto, con las invenciones mitológicas -mitad seres reconocibles, mitad
salamandras de pechos blancos y vientres húmedos- que esperaban a los monarcas
en sus lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi
compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la niña, y de
allí a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí
que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su
nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una
flaqueza. Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos
habíamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo
en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de papel para
seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos
rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella caímos
juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y
sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi
cuello, le retiré con enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró,
acariciándose la rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego
Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir
palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la tarjeta o
guardarla en las páginas del libro. Las tardes de la granja. Hasta mis
lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella no regresó al
parque. Yo, a los pocos días, salí de vacaciones y después regresé a los
deberes del primer año de bachillerato. Nunca la volví a ver.
II
Y
ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y
por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la
alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto
boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera
dar cabida al oleaje de la imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado y
muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un
pequeño jardín rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos árboles viejos y
descuidados, adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que
me obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde,
nunca existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina...
¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subía
durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos juntos?
Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se
empeñaba en darle.
Me
buscas aquí como te lo divujo. Entonces habría que cruzar el jardín, dejar
atrás el bosque, descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese breve
campo de avellanos -era aquí, seguramente, donde la niña recogía los pétalos
blancos-, abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar, saber,
encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la
adolescencia, como por milagro, habían logrado suspender los latidos de la
ciudad circundante, anular esa marea de pitazos, campanadas, voces, llantos,
motores, radios, imprecaciones: ¿cuál era el verdadero imán: el jardín
silencioso o la ciudad febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera
sin dejar de mirar el iris rojo que detiene el tránsito. Consulto el papelito
de Amilamia. Al fin y al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero imán del
momento que vivo, y sólo pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes
perdidas de los catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la
disciplina y ahora, a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un
despacho, asegurado de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que
mantener, ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado
por alguna salida eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción
central como las que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia.
Recorro la calle de este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden
monótonamente, con sus largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura
descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del
conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el martilleo de un zapatero allá. En
las cerradas laterales, juegan los niños del barrio. La música de un organillo
llega a mis oídos, mezclada con las voces de las rondas. Me detengo un instante
a verlos, con la sensación, también fugaz, de que entre esos grupos de niños
estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados, colgada de
las piernas desde un balcón, afecta siempre a sus extravagancias acrobáticas,
con la bolsa del delantal llena de pétalos blancos. Sonrío y por vez primera
quiero imaginar a la señorita de veintidós años que, si aún vive en la
dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o acaso habrá olvidado las tardes
pasadas en el jardín.
La
casa es idéntica a las demás. El portón, dos ventanas enrejadas, con los
batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal neoclásico que
debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua,
el cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme
de cualquier ilusión. Amilamia ya no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer quince
años en la misma casa? Además, pese a su independencia y soledad prematuras,
parecía una niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no es elegante;
los padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los nuevos
inquilinos saben a dónde.
Aprieto
el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie esté en
casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque
ya no será posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la
tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que sólo
importaba por su sorpresa fugaz.
Vuelvo
a tocar. Acerco la oreja al portón y me siento sorprendido: una respiración
ronca y entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso,
acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones
resquebrajados del zaguán.
-Buenas
tardes. ¿Podría decirme...?
Al
escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de
nuevo el timbre, esta vez gritando:
-¡Oiga!
¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?
No
obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados. Me retiro del
portón, sin alejar la mirada de las mínimas rendijas, como si la distancia
pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda la atención fija en
esa puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atrás; un grito agudo
me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo,
aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil
que se aleja por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más
que seguridad, me ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre
helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser
la de Amilamia. Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa
tendida. No sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé; yo veo ese
pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel
que se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.
III
En
el Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un
señor R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben. ¿Quién es
Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha
preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido presentarme
calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo
del Registro y el sol me ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol
brumoso y tamizado por las nubes bajas -y por ello más intenso- con el deseo de
regresar al parque sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de saber si
Amilamia vive en esa casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo
rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos
durante la noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en
cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una niña
de siete años que yo había conocido catorce o quince antes... Tendría una
hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una niña que quizás se
vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos juegos, ¿quién sabe?, iba
al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el portón de la casa. Toco el
timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he equivocado.
Abre la puerta una mujer que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta en
un chal, vestida de negro y con zapatos de tacón bajo, sin maquillaje, con el
pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o
pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.
-¿Deseaba?
-Me
envía el señor Valdivia. -Toso y me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi
cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi
papel.
-¿Valdivia?
-La mujer me interroga sin alarma; sin interés.
-Sí.
El dueño de la casa.
Una
cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro. Me mira impávida.
-Ah
sí. El dueño de la casa.
-¿Me
permite?...
Creo
que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le
cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con un
gesto de la mano me invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al lado hay
una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los
azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a
la señora que me sigue con paso menudo:
-¿Por
aquí?
La
señora asiente y por primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una
camándula con la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos
rosarios desde mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y
decidida con que la señora abre la puerta me impide la conversación gratuita.
Entramos a un aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los
batientes, pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que
crecen en los macetones de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala
un viejo sofá de alto respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son
los escasos muebles o las plantas lo que llama mi atención. La señora me invita
a tomar asiento en el sofá antes de que ella lo haga en la mecedora.
A
mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.
-El
señor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.
La
señora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones cómicos.
-La
manda saludar y...
Me
detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella continúa meciéndose. La
revista está garabateada con un lápiz rojo.
-...y
me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días...
Mis
ojos buscan rápidamente.
-...Debe
hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece que no se hace
desde... ¿Ustedes llevan viviendo aquí...?
Sí;
ese lápiz labial romo está tirado debajo del asiento. Y si la señora sonríe lo
hace con las manos lentas que acarician la camándula: allí siento, por un
instante, una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta
vez me contesta.
-...¿por
lo menos quince años, no es cierto...?
No
afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no hay la menor señal de
pintura...
-...¿usted,
su marido y...?
Me
mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe.
Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario, yo
inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me levanto.
-Entonces,
regresaré esta misma tarde con mis papeles...
La
señora asiente mientras, en silencio, recoge el lápiz labial, toma la revista
de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.
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