Cuento
IV
La
escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un
cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de las tablas opacas del piso
y la extensión de la estancia, la señora se mece y roza con las yemas de los
dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario
de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se
incorpora, apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora
y ajustándose el chal a las espaldas estrechas y huesudas.
Abre
la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero la
mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni
siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de la sala. La otra
ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos
este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni repisas. Sobre la mesa sólo
hay un frutero de plástico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una
corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro
inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a romper el orden: es evidente
que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que deseo saber.
-¿No
podríamos subir a la azotea? -pregunto-. Creo que es la mejor manera de cubrir
la superficie total.
La
señora me mira con un destello fino y contrastado, quizás, con la penumbra del
comedor.
-¿Para
qué? -dice, por fin-. La extensión la sabe bien el señor... Valdivia...
Y
esas pausas, una antes y otra después del nombre del propietario, son los
primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en
defensa, a recurrir a cierta ironía.
-No
sé -hago un esfuerzo por sonreír-. Quizás prefiero ir de arriba hacia abajo y
no... -mi falsa sonrisa se va derritiendo-... de abajo hacia arriba.
-Usted
seguirá mis indicaciones -dice la señora con los brazos cruzados sobre el
regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.
Antes
de sonreír débilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son
inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta el cuaderno y
sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la mirada, los
números y apreciaciones de esta tarea cuya ficción -me lo dice el ligero rubor
de las mejillas, la definida sequedad de la lengua- no engaña a nadie. Y al
llenar la página cuadriculada de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas
algebraicas, me pregunto qué cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia
y salir de aquí con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la
certeza de que por ese camino, si bien obtendría un respuesta, no sabría la
verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle
no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario ramplón y
habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad para
convertirse en un lugar común del misterio Tal es la paradoja, y si las
memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginación seguiré
las reglas del juego, agotaré las apariencia y no reposaré hasta encontrar la
respuesta -quizá simple y clara, inmediata y evidente- a través de los
inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a
mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es así, sólo gozaré más en
los laberintos de mi invención. Y la moscas zumban alrededor del frutero, pero
se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo mordisqueado -me
acerco con el pretexto de mis notas- por unos dientecillos que han dejado su
huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No miro hacia
donde está la señora. Finjo que sigo anotando. La fruta parece mordida pero no
tocada. Me agacho para verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los
labios como si quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y
veo otra huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de
bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que
llegan hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo
largo del piso, hacía donde está la señora...
Cierro
mi libro de notas.
-Continuemos,
señora.
Al
darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla
Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de
espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están escondidos por esos
párpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes similares a un cuello de
tortuga vieja, que no obstante parece seguir mis movimientos. Las mejillas mal
afeitadas, hendidas por mil surcos grises, cuelgan de los pómulos salientes y
las manos verdosas están escondidas entre las axilas: viste una camisa burda,
azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de
caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil
(como si la respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta
de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los resquicios del
zaguán.
Ridículamente,
murmuró: -Buenas tardes... -y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio,
Amilamia, el avalúo, las pistas. La aparición de este lobo asmático justifica
un pronta huida. Repito "Buenas tardes", ahora en son de despedida.
La máscara de la tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa
carne parece fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo
se alarga y me detiene.
-Valdivia
murió hace cuatro años -dice el hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en
las entrañas y no en la laringe: una voz tipluda y débil.
Arrestado
por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los rostros
de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo,
fingir por última vez, inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:
-Amilamia...
Sí:
nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi brazo afirma su fuerza sólo
por un instante, en seguida afloja y al fin cae, débil y tembloroso, antes de
levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja
por primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido
seco que no logra descomponer el azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi
invención, súbitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que
apenas pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena
de vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar la
intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo no
tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han
faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a
acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir
excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de notas en la bolsa del saco.
Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la revista de
dibujos, el lápiz labial, la fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el
delantal de cuadros azules... Decido salir de esta casa sin decir nada. El
viejo, detrás de los párpados gruesos, ha debido fijarse en mí. El resuello
tipludo me dice:
-¿Usted
la conoció?
Ese
pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis
ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos
años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido,
resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos
ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre
solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella
seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y
consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?
-Sí,
jugamos juntos en el parque. Hace mucho.
-¿Qué
edad tenía ella? -dice, con la voz aún más apagada, el viejo.
-Tendría
siete años. Sí, no más de siete.
La
voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:
-¿Cómo
era, señor? Díganos cómo era, por favor...
Cierro
los ojos. -Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas
que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por
la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era una
colina de hierba y Amilamia había trazado un sendero con sus idas y venidas y
me saludaba desde lo alto antes de bajar, acompañada por la música, sí, la
música de mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los
olores de mi tacto... mi alucinación... ¿me escuchan?... bajaba saludando,
vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules... el que ustedes tienen
tendido en la azotea...
Toman
mis brazos y no abro los ojos.
-¿Cómo
era, señor?
-Tenía
los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la
sombra de los árboles...
Me
conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la
cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer...
-Díganos,
por favor...
-El
aire la hacía llorar cuando corría; llegaba hasta mi banca con las mejillas
plateadas por un llanto alegre...
No
abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro
manos guían mi cuerpo.
-¿Cómo
era, cómo era?
-Se
sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las ramas y fingía el llanto
para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.
Los
goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma
asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado como un
cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un
cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella
muerta. Las manos me sueltan. Más que el llanto, es el temblor de los viejos lo
que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea
primero, en seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por
esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi
encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen una
piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo, templo
de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las uñas
incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su rastro de
cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de allí, del sol de la
vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los cirios y entre las
flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados, los aros de colores y los
globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes; los caballos de
madera con las crines destrozadas, los patines del diablo, las muñecas
despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos de hule
perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar roldas,
los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos gastados, el
triciclo -¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas,
abajo-, los zapatitos de cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano,
el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de
papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes,
pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los
elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del féretro
plateado y entre las sábanas de seda negra y junto al acolchado de raso blanco,
ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con
tintes de color de rosa: cejas que el más leve pincel trazó, párpados cerrados,
pestañas reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan
saludables como en los días del parque. Labios serios, rojos, casi en el
puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que yo me acercara a jugar.
Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre,
estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber,
limpio, dócil.
Los
viejos se han hincado, sollozando.
Yo
alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento
el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos
de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no olbida a su amigito y
me buscas aquí como te lo divujo.
Aparto
los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la
muñeca.
Y
la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y la peste
del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de Amilamia. La mano
de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz
apagada:
-No
vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.
Toco
la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo,
hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al
patio, a la calle.
V
Si
no un año, sí han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatría ha
dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca
helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no contento,
sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente, han
vencido a los espectros de un culto enfermo. La imagen de la vida es más
poderosa que la otra. Me digo que viviré para siempre con mi verdadera
Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a repasar
aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos del avalúo.
Y de sus páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible
caligrafía infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al
recogerla. Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de
todo, aceptarían este regalo.
Me
pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y
ofrecerles ese papel con la letra de la niña?
Me
acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones
aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez mágica, ese olor de
bendición mojada que parece remover los humus y precipitar las fermentaciones
de todo lo que existe con una raíz en el polvo.
Toco
el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y
espero que la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto
las solapas del saco. También mi ropa, mi cuerpo, transforman su olor al
contacto con la lluvia. La puerta se abre.
-¿Qué
quiere usted? ¡Qué bueno que vino!
Sobre
la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla
y me sonríe con una mueca inasible. La joroba del pecho
convierte el vestido en una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que, sin
embargo, da un aire de coquetería el delantal de cuadros azules. La pequeña
mujer extrae de la bolsa del delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno
con rapidez, manchando el cabo con los labios pintados de color naranja. El
humo le hace guiñar los hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo,
apajado, peinado a la permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo
y desolado, pero también anhelante, ahora miedoso.
-No,
Carlos. Vete. No vuelvas más.
Y
desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez
más cerca:
-¿Dónde
estás? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del
demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?
Y
el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y
las pequeñas manos asustadas dejan caer sobre las losas húmedas la revista de
historietas.
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