Miseria de la burocracia
Durante muchos años un
hombre a quien después de Kafka se lo suele llamar el señor K. Solicita ser
recibido por el rey (si un rey resulta anacrónico, por el primer ministro, por
el banquero Morgan, en fin, por Alguien). Desea pedirle un favor. Se trata de
un asunto personal y, para él, de vida o muerte.
Pero los trámites son tan
engorrosos; las dificultades para conseguir una audiencia, tan insalvables;
Alguien está siempre tan atareado o tan lejos, viajando por otros países, que
transcurre un largo tiempo sin que el señor K logre su propósito.
Esa espera y los infinitos,
los arduos trámites le oscurecen el juicio, lo convierten en un hombre (pronto
en un anciano) un poco maniático y, por qué no decirlo, un poco estúpido que
sólo se preocupa por redactar las solicitudes de audiencia en un estilo cada
vez más complicados, por sobornar a los porteros, empleados y secretario de
Alguien y por seguir a éste en sus viajes, todo lo cual lo obliga a incurrir en
gastos que, con el tiempo, le comen tosa su fortuna.
Hasta que al fin es
recibido por Alguien.
- Señor K. -oye que le
pregunta- ¿Qué quiere de mí?
Entonces el señor K. se da
cuenta, espantado, de que olvidó cuál era el favor que pensaba pedirle. Alguien
lo mira impaciente. Para salir del paso el señor K. balbucea:
-Nada. Sólo el honor de
estrechar su mano.
Complacido por la lisonja, Alguien le concede
espontáneamente una gracia que es aquella misma que el señor K., años atrás,
pretendía arrancarle a fuerza de súplicas. Pero el señor K. lo olvidó y la
gracia de Alguien no le proporciona ninguna satisfacción. Por el contrario,
sale de la audiencia convencido de que Alguien le impuso una carga.
Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial.
Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la
necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales.
Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número
de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un
tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las
galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran
Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las
salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones.
Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error
de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga
se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos
destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha
desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la
tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos,
estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente.
Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un
atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la
noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita:
"Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás
hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que
la hormiga ha enloquecido y la matan.
(Escrito por Pavel Vodnik
un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de
la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de
cien znacks.)
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