domingo, 18 de marzo de 2012

Marco Denevi - Cuentos


Miseria de la burocracia
 
Durante muchos años un hombre a quien después de Kafka se lo suele llamar el señor K. Solicita ser recibido por el rey (si un rey resulta anacrónico, por el primer ministro, por el banquero Morgan, en fin, por Alguien). Desea pedirle un favor. Se trata de un asunto personal y, para él, de vida o muerte.  
Pero los trámites son tan engorrosos; las dificultades para conseguir una audiencia, tan insalvables; Alguien está siempre tan atareado o tan lejos, viajando por otros países, que transcurre un largo tiempo sin que el señor K logre su propósito.  
Esa espera y los infinitos, los arduos trámites le oscurecen el juicio, lo convierten en un hombre (pronto en un anciano) un poco maniático y, por qué no decirlo, un poco estúpido que sólo se preocupa por redactar las solicitudes de audiencia en un estilo cada vez más complicados, por sobornar a los porteros, empleados y secretario de Alguien y por seguir a éste en sus viajes, todo lo cual lo obliga a incurrir en gastos que, con el tiempo, le comen tosa su fortuna.  
Hasta que al fin es recibido por Alguien.
- Señor K. -oye que le pregunta- ¿Qué quiere de mí?  
Entonces el señor K. se da cuenta, espantado, de que olvidó cuál era el favor que pensaba pedirle. Alguien lo mira impaciente. Para salir del paso el señor K. balbucea:
-Nada. Sólo el honor de estrechar su mano.
Complacido por la lisonja, Alguien le concede espontáneamente una gracia que es aquella misma que el señor K., años atrás, pretendía arrancarle a fuerza de súplicas. Pero el señor K. lo olvidó y la gracia de Alguien no le proporciona ninguna satisfacción. Por el contrario, sale de la audiencia convencido de que Alguien le impuso una carga.

 La hormiga
 
Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.
    (Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)



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