El escriba feliz
Cuando
lo conocí era joven y, aunque en apariencia modesto, tenía ambiciones feroces.
Prometía, como suele decirse. Lo alojé en mi casa, le cedí una habitación y un
lugar en mi mesa, le permití que leyese todos los libros de mi biblioteca.
Resumiendo: lo mantuve.
Pronto me leyó su primer poema, manuscrito. Todavía era o fingía ser tímido y
se ruborizaba. Me ofrecí a pasar en limpio el poema, a máquina, y con esa
excusa le extirpé las faltas de ortografía, los barbarismos, varias
transgresiones de sintaxis. Él simuló no advertir los cambios introducidos por
mí y yo pensé que lo hacía para ocultar su vergüenza.
Con el tiempo mis amabilidades de anfitrión se convirtieron poco menos que en
mi oficio. Él escribía de su puño y letra los poemas, yo los dactilografiaba y
los corregía. Pero nunca hubo, entre él y yo, explicaciones. Él revisaba lo que
yo había transcripto (y modificado: por ejemplo los horribles gerundios) y lo
aprobaba con un ademán que primero fue entusiasta y después nada más que
benévolo. Pero ni una sola palabra de su parte, ninguna de la mía, como si
hubiésemos pactado la distribución de nuestras respectivas tareas: a él la
poesía, a mí la gramática y la dactilografía.
También nos hemos repartido las retribuciones. Él es famoso, recibió varios
premios, cobra los derechos de autor (no tan magros como vulgarmente se
supone). Yo soy su anónimo Mecenas, en la intimidad su corrector de estilo y su
escribiente, sin sueldo. Sin embargo los dos sabemos que me bastaría
abandonarlo para decretar su instantánea, su fulminante defunción. Un poema
pasado en limpio sin mis retoques y él se dará cuenta en seguida, me lo
devolverá sonriéndose con suficiencia: "Se equivocó al copiarlo", me
dirá. Yo le contestaré: "Perdón, maestro. ¿Dónde me equivoqué?
Y
ese dedo errático con el que en vano tratará de señalar mis errores, esa
angustia o esa cólera con que me amonestará: "No importa, pero la próxima
vez tenga más cuidado", me proporcionarán la única felicidad que
perseguimos los hombres como yo.
El emperador de la China
Cuando el emperador Wu Ti murió en su vasto
lecho, en lo más profundo del palacio imperial, nadie se dio cuenta. Todos
estaban demasiado ocupados en obedecer sus órdenes. El único que lo supo fue
Wang Mang, el primer ministro, hombre ambicioso que aspiraba al trono. No dijo
nada y ocultó el cadáver. Transcurrió un año de increíble prosperidad para el
imperio. Hasta que, por fin, Wang Mang mostró al pueblo el esqueleto pelado, del difunto emperador. ¿Veis? -dijo- Durante
un año un muerto se sentó en el trono. Y quien realmente gobernó fui yo.
Merezco ser el emperador.
El pueblo, complacido, lo sentó en el trono y luego lo mató, para que fuese
tan perfecto como su predecesor
y la prosperidad del imperio continuase.
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