El
público siempre pide más
¿Conocen a Joe Musuku? En
otro tiempo fue un gran artista, un ídolo de las multitudes. Ahora, encerrado
entre rejas, rumia sus remordimientos esperando la muerte. Y todo a causa de un
crimen. Él no es el asesino, pero la sumaria justicia de los hombres no
entiende de sutilezas y sólo mira los groseros resultados prácticos. ¿Un hombre
murió a manos de Joe Musuku? Entonces no se hable más: Joe Musuku es un
criminal y debe ir a la cárcel por todo el resto de su vida. Pero ¿cómo iba él
a querer matar a alguien a quien adoraba?
Estos son los hechos. Cada
vez que Joe, en la pista central, abría la boca y Johnny La Vallée ponía la
cabeza dentro, el público aplaudía. Después los aplausos empezaron a ralear,
hubo funciones en las que la gente silbó. Vagas amenazas de despido volvieron
melancólico a Johnny La Vallée. Joe, que lo amaba, se propuso salvarlo. En la
sesión de la noche, cuando Johnny introdujo la cabeza rubia en la boca de Joe,
Joe cerró los ojos y en seguida cerró las mandíbulas. Sus colmillos penetraron
apenas en la carne de Johnny, un doble hilito de sangre le corrió a éste por el
cuello, la multitud rugió con entusiasmo. Johnny, pálido, sonreía y saludaba.
Más tarde el dueño del circo lo felicitó.
Desde entonces el número de
Johnny and Joe era esperado con impaciencia. Pero el público siempre pide más.
La pequeña mordedura no era suficiente, el doble reguero de sangre no era
suficiente, se comenzó a maliciar que había algún truco. Más, más,
gritaban los espectadores. Johnny La Vallée, para no perder el trabajo o
envalentonado quizá por el éxito, también gritaba dentro de la boca de Joe:
Más, más. Joe, con los ojos cuajados de lágrimas, apretaba cada vez un poco
más, un poco más, y si no lo hacía, Johnny, después de la función, lo castigaba
con el látigo.
Hasta que llegó la
noche en que Joe apretó tanto que Johnny La Vallée no pudo levantarse a
agradecer las ovaciones de la muchedumbre. Y ahora Joe Musuku agoniza en una
jaula del Jardín Zoológico.
Esquina peligrosa
El señor Epidídimus, el magnate de las
finanzas, uno de los hombres más ricos del mundo, sintió un día el vehemente
deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era niño y trabajaba como
dependiente de almacén.
Le ordenó a su chofer que
lo condujese hasta aquel barrio humilde y remoto. Pero el barrio estaba tan
cambiado que el señor Epidídimus no lo reconoció. En lugar de calles de tierra
había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido
reemplazadas por torres de departamentos.
Al doblar una esquina vio
el almacén, el mismo viejo y sombrío almacén donde él había trabajado como
dependiente cuando tenía doce años.
-Deténgase aquí, -le dijo
al chofer. Descendió del automóvil y entró en el almacén. Todo se conservaba
igual que en la época de su infancia: las estanterías, la anticuada caja
registradora, la balanza de pesas y, alrededor, el mudo asedio de la
mercadería.
El
señor Epidídimus percibió el mismo olor de sesenta años atrás: un olor picante
y agridulce a jabón amarillo, a aserrín húmedo, a vinagre, a aceitunas, a
acaroína. El recuerdo de su niñez lo puso nostálgico. Se le humedecieron los
ojos. Le pareció que retrocedía en el tiempo.
Desde
la penumbra del fondo le llegó la voz ruda del patrón:
-¿Estas son horas de venir? Te quedaste dormido, como siempre.
El
señor Epidídimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de
azúcar, de yerba y de fideos, con frascos de mermelada y botellas de lavandina,
y salió a hacer el reparto.
La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en
un lodazal.
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