domingo, 18 de marzo de 2012

Marco Denevi


Rosaura a las diez - Marco Denevi
(Fragmento)

DECLARACIÓN DE LA SEÑORA MILAGROS RAMONEDA, VIUDA DE PERALES,     PROPIETARIA DE LA HOSPEDERÍA LA MADRILEÑA  DE LA CALLE RIOJA, EN EL ANTIGUO BARRIO DEL ONCE

  1
  Todo esto comenzó, señor mío, hará unos seis meses, aquella mañana en que el cartero trajo un sobre rosa con un detestable perfume a violetas. O quizá no, quizá será mejor que diga que empezó hace doce años, cuando vino a vivir a mi honrada casa un nuevo huésped que confesó ser pintor y estar solo en el mundo.
  Aquéllos eran otros tiempos, ¿sabe usted?, tiempos difíciles, sobre todo para mi, viuda y con tres hijas pequeñas. Los pensionistas escaseaban, y los pocos que había eran, hablando mal y pronto, de culo mal asentado, quiero decir, que hoy estaban en una pensión y mañana en otra y en todas dejaban un clavo, o, apenas usted se descuidaba, le convertían su honrada casa en un garito o alguna cosa peor, de modo que a los dueños de hospederías decentes nos era necesario, sí queríamos conservar la decencia y la hospedería, un arte nada fácil, ahora desconocido y creo que perdido para siempre: el arte de atraer, seleccionar y afincar, mediante cierta fórmula secreta, hecha a base de familiaridad y rigor, una clientela más o menos honorable.
   Había que estar en guardia con los estudiantes de provincias, gente amiga de trapisondas, muy alegre, sí, muy simpática, pero que después de comerle el grano y alborotarle el gallinero, se le iba una noche por la ventana y la dejaban a una, como dicen, cacareando y sin plumas; y también con esas damiselas que, vamos, usted me entiende, que se acuestan al alba y se levantan a la hora del almuerzo, y usted se pregunta de qué viven, porque trabajar no las ve; y aun con cienos caballeros solos y distinguidos, como ellos mismos se llaman, de los que prefiero no hablar. Y todavía me dejo en el buche otros peligros más frecuentes, aunque menos disimulados, como, pongamos por caso, los artistas de teatro, y líbreme Dios si andaban en gira, peligros, sin embargo, que a la fin resultaban menos temibles que los otros que le dije, porque llevaban la luz roja encendida al frente y era posible esquivarlos a tiempo y desde lejos.
   Pero el hombre que aquella mañana vino a llamar a la puerta de mi honrada casa me pareció, a primera vista, completamente inofensivo. Era el mismo hombrecito pequeñín y rubicundo que usted conoce, porque, ahora que caigo en ello, le diré que los años no han pasado para él. La misma cara, el mismo bigotito rubio, las mismas arrugas alrededor de los ojos. Tal cual usted lo ve ahora, tal cual era en aquel entonces. Y eso que entonces era poco más que un muchacho, pues andaría por los veintiocho años.
   La primera impresión que me produjo fue buena. Lo tome por procurador, o escribano, o cosa así, siempre dentro de lo leguleyo. No supe en un primer momento de dónde sacaba yo esa idea. Quizá de aquel enorme sobre todo negro que le caía, sin mentirle, como un cajón de muerto. O del anticuado sombrerito en forma de galera que, cuando salí a atenderlo, se quitó respetuosamente, descubriendo un cráneo en forma de huevo de Pascua, rosado y lustroso y adornado con una pelusilla rubia. Otra idea mía: se me antojó que el hombrecito estaba subido a  algo. Después hallé la explicación. Calzaba unos tremendos zapatos, los zapatos más estrambóticos que he visto yo en mi vida, color ladrillo con aplicaciones de gamuza negra, y unas suelas de goma tan altas, que parecía que el hombrecito había andado sobre cemento fresco y que el cemento se le había pegado a los zapatones. Así quería él aumentarse la estatura, pero lo que conseguía era tomar ese aspecto ridículo del hombre calzado con tacos altos, como dicen que iban los duques y los marqueses en otros tiempos, cuando entre tanto lazo y tanta peluca y tanta media de seda y encajes y plumas, todos parecían mujeres, y, como yo digo, para saber quién era hombre, harían como hacían en mi pueblo con los chiquillos que por los carnavales se disfrazaban de mujer.
  Además, se veía que el hombrecito andaba como un obispo in pártibus, quiero decir, sin casa y sin comida. En efecto, traía consigo una valija de tamaño descomunal, toda llena de correas, de broches, de manijas, y tan enorme, pero tan enorme, que en un primer momento sospeché que algún otro se la había traído hasta allí, dejándolo solo con ella, como a un enano junto a una catedral. Una persona que anda por la calle con semejante armatoste a cuestas se mete en cualquier parte, de modo que deduje que mi candidato no sería hombre difícil.
  Con una vocecita aguda, quebrada de gallos, me preguntó:
  -¿Aquí, este, aquí alquilarían un cuarto con pensión?
  Y esto me lo preguntaba debajo de un gran letrero rojo que decía: SE ALQUILAN CUARTOS CON PENSIÓN.
  -Sí, señor -le contesté.
  -¡Ah! -dijo, y se quedó callado, dando vueltas al sombrerete entre las manos y mirando para todos lados, como si buscase quién viniera a proseguir la conversación por él. Como no estábamos más que él y yo, al cabo de unos minutos opté por ser yo la que continuase hablando.
  -¿Usted quiere alquilar una pieza?
  -Este, sí, señora.
    -¿Toda la pieza para usted?
  -Este, sí, señora.
  -Quiero significarle, ¿sin compañero?
  (Esto por pura fórmula, ya que en aquel entonces tenía varios cuartos desocupados.)
  -Sí, señora.
  -¡Ah! -dije, y aquí me pareció oportuno quedarme a mi vez callada y mirarlo fijamente.
  Él puso cara de intenso sufrimiento e hizo como que miraba a una y otra esquina de la calle. Pero a mí con esas. El revoleo de ojos a izquierdas y derechas era sólo un pretexto para poder pasarme rápidamente la vista por la cara y espiar qué es lo que haría. Pero yo no hacía nada, sino mirarlo.
  Así nos estuvimos un buen rato, los dos de pie, él en la vereda, yo en el umbral de la puerta, sin hablar y estudiándonos mutuamente. «Vamos a ver quién gana», pensaba yo. Pero el hombrecito seguía mudo y vigilando las esquinas, como si deseara irse y yo no lo dejase. La galera giraba entre sus manos. Y aunque la mañana era fría, el sudor comenzó a correrle por la frente. Cuando su cara fue ya la cara de un San Lorenzo que empieza a sentir el fuego de la parrilla donde lo asan, tuve piedad.
  -¿Su profesión? -le pregunté.
  Dio un larguísimo suspiro, como sí durante todo aquel tiempo hubiera estado conteniendo el aliento, y:
  -Pintor -contestó.
  Vea usted, jamás habría sospechado yo que un hombrecito vestido con aquel sobretodo negro pudiese ser pintor.
  -Pero -dije-, ¿pintor de cuadros o de paredes?
  -Este, ah, de cuadros -y lanzó una risita nerviosa, como si hubiera confesado una picardía.
  Su respuesta no me gustó nada. Un pintor de paredes es un pintor, y éste es un honrado oficio. Pero un pintor de cuadros se piensa que, además de pintor, es artista y, lo que es más grave, se piensa que ha de vivir de su arte. Y usted ya sabe el mucho daño que han causado a las hospederías el arte y los artistas.
  Él debió de leer en mi cara, porque no soy persona que disimule sus sentimientos, la poca gracia que me había producido conocer su profesión, pues la risita se le cortó como por ensalmo y se puso más rojo que una grana.
  -¿Es usted solo? -continué, a ver si por ese lado le hallaba alguna cosa buena.
  -Sí, señora.
  -Soltero, claro está.
  -Sí, señora -y otra vez enrojeció.
  -¿No tiene parientes?
  -No, señora, no.
  -¡Cómo! ¿Ni un pariente?
  -Oh, no, señora.
  -Vamos, vamos, alguna tía vieja, ¿eh?, algún primo lejano, ¿no es cierto?
  -No, no, nadie. Estoy -se miró las uñas-, estoy solo en el mundo.
  Y otra vez puso cara de sufrimiento. Vamos, saberlo solo en el mundo algo mitigaba el mal efecto que me había causado su malhadada profesión. Y él debió de comprenderlo así, porque se puso a negar que tenía familia, amigos, hasta simples conocidos, con tanta vehemencia, como si negase haberme robado la cartera o asesinado a mis hijas. El pobre, evidentemente, deseaba conquistarse mi simpatía, y una dueña de casa de huéspedes tenía en aquellos tiempos tan pocas ocasiones de sentirse objeto de ninguna conquista, que su actitud me conmovió.
  -Y dígame una cosa -le pregunté, para tirarle un poquito de la lengua-, ¿por qué dejó la otra hospedería?
  Abrió tamaños ojos.
  -¿Cuál otra?
  -Hombre, la hospedería donde ha estado usted viviendo hasta ahora.
  -¡Oh, no! -y meneó la cabeza y pestañeó repetidamente, como una solterona a la que le han preguntado sí sale de noche-. Jamás he vivido en hospederías.
  ¡De modo que era primerizo! Tanto mejor. Aunque usted no lo crea, yo prefiero estos primerizos a los otros, a los que se han pasado la vida de pensión en pensión y conocen todas las triquiñuelas y las trampas y las mañas del oficio de huésped, y le juegan a una unos ajedreces, que llámese contento el que les hace tablas. En cambio éstos, los inocentes, los virginales, aunque en los primeros tiempos fastidien un poco con la idea de que siguen viviendo en una casa, son muy fáciles de manejar, y tan educados, tan sin picardía, que, como le dije antes, se termina por preferirlos.
  -¿Y dónde ha vivido usted hasta ahora, si puede saberse? -continué.
  -Este, en mí casa.
  -¿Vivía solo?
  -No, no, con mi padre.
  -¡Pero por las llagas de Cristo! ¿No acaba de decirme que estaba solo en el mundo? Y ahora resulta que tiene padre.
  -Acaba de fallecer -murmuro.
  -¡Ay, perdóneme usted! -entonces caí en la cuenta de que llevaba corbata negra y un brazal de luto en la manga del sobretodo. Claro, eran estos crespones los que habían hecho que lo tomase por un procurador-. Lo acompaño en el sentimiento -y le di la mano.
  -Muchas gracias.
  -¿Y cuánto hace que murió su padre?
  -Un mes.
  -Dios mío, está todavía caliente el cadáver, como dicen. ¿Y de qué murió?
  -De apoplejía.
  -¡Ah! ¿Tomaba mucho?
  -¡Oh, no!
  -Dígamelo a mi. Mi marido murió de lo mismo, y había que ver cómo le gustaba empinar el codo.
  -Pero, este, pero mi padre...
  -Está bien, a usted le costará confesarlo ahora, por el luto reciente. Y dígame, ¿fue una cosa repentina?
  -Sí, señora.
  -Como a mi marido. Seguro que ocurrió después de una mona.
  -¡Oh, no, `e juro!
  -Bah, aunque usted no lo diga. Habrá empezado a gritar, a hacer escándalo, y de golpe, ¡paf!, se pone amoratado, los ojos le dan vueltas, tambalea, cae al suelo...
  Como vi que se llevaba el pañuelo a los ojos, me pareció prudente cambiar de conversación.
  -Bien, bien -dije, para distraerlo-. Si usted está dispuesto a alquilar la pieza, le diré las condiciones.
  -Sí, señora.
  -Ochenta pesos al mes. Pago adelantado. La pensión comprende desayuno, almuerzo y cena. El almuerzo se sirve a las doce y media y la cena a las nueve. En punto. El que no está a esa hora, pues no come. El uso del baño es común. Está prohibido tener luz encendida en los cuartos después de las once de la noche. También está prohibido tener radio, fonógrafo y animales. Yo tengo un gato, pero ese no es un animal, como usted tendrá ocasión de comprobarlo. El lavado y planchado de la ropa puede dármelos a mí si quiere, por un pequeño precio extra. Lo mismo las bebidas. Pero esto de las bebidas lo digo por pura fórmula, ya que a mis huéspedes no les permito beber sino agua, que, como dicen, ni enferma ni adeuda. Aquí no entra una gota de alcohol, así me la paguen a precio de oro. Bastante he sufrido con mi difunto esposo a causa de eso. Acuérdese usted de su padre. Bien, creo no haberme olvidado de nada.
  Ni chistó. Al contrario, a cada una de mis palabras hacía una reverencia, como si yo estuviera dándole órdenes.
  -Además -proseguí- es bueno que sepa que si tiene la dicha de venir a vivir a mi honrada casa, vivirá en un hogar decente, no en una fonda. Aquí, señor mío, reina la más estricta moralidad. De modo que ciertas visitas, y ciertas jaranas, y ciertas libertades de lenguaje o de costumbres, aquí no están permitidas. Es que, hágase cargo. Tengo tres hijas pequeñas, la mayor de las cuales no pasa de los doce. Yo y ellas y mis huéspedes formamos todos una gran familia, comemos en la misma mesa, yo soy para todos como una madre, todos son para mí como unos hijos, y no es cuestión de que venga un don Juan de afuera a echarse sus ternos de compadrito o de arrabalero o a hacer lo que no haría en su casa, si la tuviese.
  El hombrecito no tenía trazas de don Juan, pero nunca se sabe. El comprendió perfectamente a dónde yo iba. Y tanto lo comprendió, que se puso rojo como un tomate. Le diré que es hombre de enrojecer a cada tres por cuatro, como pronto lo comprobé, pero se ruboriza con tanta frecuencia, que esos tornasoles son ya el color de su cara.
  -Finalmente -dije (y aquí hice una pausa)-, finalmente, señor. No es que yo desconfíe de usted. Líbreme Dios de ello. Al contrario, al contrario. Usted parece persona de bien, seria y respetable. Dicen que la cara es el espejo del alma, y usted tiene cara de bueno. Pero ni la cara de usted, desgraciadamente, me salva de ser viuda, ni de tener tres hijas a mi exclusivo cargo, ni de vivir en los calamitosos tiempos en que vivimos, con las Europas en guerra. Sin un hombre que mire por mí, he tenido que salir a la arena, como dicen, a pelear por mi sustento y por el de mis tiernas hijas, y en tales lides, donde la natural debilidad de la mujer no encuentra sino desventajas, mucho es lo que llevo padecido, porque yo soy la del refrán, que duelos me hicieron negra, que yo blanca me era, así que excusado será que tenga la piel sensible quien de cicatrices anda vestido.
  -¡Es cierto, es cierto! -aprobó calurosamente el hombrecito, al parecer muy impresionado por mis palabras, de las que estoy segura no entendió ni jota. 
  -Bien, señor -continué, lánguidamente (sin dejar de darle, en este capítulo de nuestra conversación, el trato de  A fin de evitar disgustos y pleitos y dolores de cabeza, que yo soy la primera en aborrecer, y para mayor tranquilidad tanto de una parte como de la otra, mis huéspedes suelen ofrecerme, antes de instalarse en mí honrada casa, alguna garantía, alguna prueba de solvencia o, en su defecto...
  No me dejó terminar. Con agradecimiento y veneración, y con una prontitud que me hizo sospechar que esperaba la cosa, metió la mano en un inmenso bolsillo del sobretodo y extrajo una libreta. Después de abrirla en una de las últimas páginas me la entregó con una reverencia. Era una libreta del Banco Francés. La página mostraba, en grandes números azules, lo que debía de ser el saldo de la cuenta de ahorro del hombrecito. Con sorpresa y, no le miento, con alivio, leí: $ 58.700.- moneda nacional. La suma era tan respetable, que en seguida quedé reconciliada con las pintorreas artísticas del nuevo huésped.
  No esperé más. Le devolví la libreta, me hice a un lado, le mostré el interior de mi honrada casa, le dije:
  -La pieza es suya, señor. ¿Gusta seguirme?
  Y me dispuse a presenciar cómo se las arreglaba con la valija.
  El hombrecito se inclinó sobre el monstruo, lo tomó con ambas manos, hizo un terrible esfuerzo que le empurpuró toda la cara hasta convertírsela en una sola mancha roja sin facciones, consiguió levantarlo, se lo echó delante, y sosteniéndolo, tanto con los brazos como con el resto del cuerpo, curvada la espalda, comenzó a andar detrás de mí.
  Entramos. Mientras atravesábamos la primera galería, algunos huéspedes empezaron a asomarse a la puerta de sus respectivas habitaciones y a observar con descaro al hombrecito, y hasta a hacer sus comentarios, ellos creerían que en voz baja, pero el otro los oiría, como los oía yo. El pobre sudaba como un caballo. A cada paso que daba las rodillas le golpeaban en la valija, y la valija se encabritaba como un buque en alta mar. Para colmo, los zapatones le chillaban escandalosamente. Parecía que iba aplastando caracoles.
  Uno, un sinvergüenza que no trabajaba desde hacía años, porque decía que esperaba un nombramiento en no sé qué ministerio, pero que no lo nombraban porque decía que el ministro le tenía rabia, y que entretanto me debía ocho meses de pensión, cuando el hombrecito pasó a su lado lo miró de arriba abajo, y sin quitarse siquiera el cigarrillo de la boca lo llamo:
    -¡Señor! ¡Señor!
  Y como el hombrecito se detuviese y lo mirase, agregó, lo más fresco:
  -Disculpe que no le ayude a llevar la valijita, pero, ¿sabe?, tengo la hernia.
  Y todavía el pobre Cristo que le contesta:
  -Muchas gracias, no faltaba más.
  Imagínese la carcajada de todos.
  Por fin salimos del vía crucis de la galería y llegamos al comedor. Allí estaban mis tres hijas, que interrumpieron sus juegos para ponerse a contemplar al nuevo huésped. Me acuerdo que las tres lo miraban en silencio, muy seriecitas, y en eso la más chiquitina, apuntando con un dedo a los pies del hombrecito, sentencio:
  -No pagó los zapatos.
  Yo me volví y le dije, tanto como para disimular:
  -Cosas de criaturas.
  Pero él tenía otra vez la cara de San Lorenzo mártir, y no me respondió.
  Salimos del comedor y seguimos por la segunda galería hasta llegar al cuarto que yo le tenía ya destinado, un cuarto un poquito oscuro, y algo húmedo, pero tan tranquilo, que me pareció de perlas para un artista. Hay allí un par de camitas de bronce, un ropero, una mesita de luz, todo reluciente, todo hecho un espejo. Y en las paredes, retratos de Carlos Gardel y de Rodolfo Valentino.
  Abrí la puerta y lo invité a que entrase. Entró haciendo reverencias con el cuerpo y la valija.
  -Mire a ver si le gusta-le dije.
  -Está muy bien, está muy bien -murmuró. Pero no miraba nada. Había colocado el baúl en el suelo y se enjugaba el sudor de la frente con un gran pañuelo orlado de negro. Parecía muerto de cansancio. No vería el momento de quitarse aquellos horribles zapatones.
  -Pues entonces -dije- no hay más que hablar. El cuarto es suyo. Aunque tiene dos camas, no le pondré compañero mientras usted no desee lo contrario y pague lo que corresponda. Aquí lo dejo.
  Pero no lo dejé. Me quedé mirándolo. Él, a su vez, en los últimos estertores de su agonía, me observaba de reojo.
  -Ya sabe usted el reglamento -continué-. El almuerzo a las doce y media, la cena a las nueve...
  -Sí, sí, gracias.
  -Y el pago adelantado.
  Con la palma de la mano se dio un golpe en la frente, que no sé como no se la partió en dos; susurró un rosario de disculpas, y ahuecando el pecho y con un ademán como si fuera a rascarse el sobaco, pescó de un bolsillo interior del traje la cartera, una cartera que reventaba de papeles de toda índole, y me abonó los ochenta pesos.
  -Una última formalidad -dije, y el hombrecito cerró los ojos-. ¿Su nombre, si me hace el obsequio?
  Otra vez anduvo a la pesca de la cartera, separó una tarjeta y me la entregó. Leí: "Camilo Canegato - Pintor - Restaurador de cuadros - Perito en arte - Especialista en retratos al óleo».
  Los títulos me gustaron mucho, pero el nombre me hizo la mar de gracia. ¡Mire usted que llamarse Canegato un hombrecito de aspecto tan pacífico! Delante de él me contuve, pero al saludarlo y retirarme para dejarlo solo, ya la cara me temblaba de risa. Cuando llegué al comedor no pude aguantar las carcajadas. Mis hijas también se pusieron a reír, aunque no sabían de qué. Después me arrepentí, porque sé que desde su cuarto se oye todo cuanto ocurre en el comedor. (...)


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