El Diablo
Giovanni Papini (El
Diávolo, Florencia, 1958) ha pasado revista a todas las teorías y a todas las
hipótesis sobre el Diablo. Me llama la atención que omita (o ignore) el librito
de Ecumenio de Tracia (317?-circa 390) titulado De natura Diaboli.
Se trata, no obstante, de
un estudio de demonología, cuya concisión no obsta a su originalidad y a su
riqueza de conceptos. Ecumenio atribuye sus ideas a un tal Sidonio de Egipto,
de la secta de los esenios. Pero como en toda la literatura de los siglos I-V
nadie, sino él, cita a ese Sidonio, ni este nombre aparece en ninguno de los
autores rabínicos y cristianos que se ocuparon de los esenios, es casi seguro
que el verdadero padre de la teoría sea el propio Ecumenio, quien echó a mano
un recurso muy en boga en su época, cuando la amenaza del anatema por herejías
ya empezaba a amordazar la libertad del pensamiento cristiano.
Resumiré en pocas palabras
el tratado de Ecumenio:
De distintos pasajes de la
Biblia (libro de job, 1, 6-7; Zacarías, 3, l; I Reyes, 22, 19 y ss.; I
Paralipómenos, 21, se deduce que las funciones de Satán eran las de espiar a
los hombres y luego informar a Dios, acusarlos delante de Dios a la manera de
un fiscal e inducirles a una determinada conducta.
Según Sidonio (es decir,
según Ecumenio), cuando Dios decidió que uno de sus hijos (= ángeles) se
encarnase en carne de hombre, se hiciera hombre y, después de enseñar la Ley en
su prístino esplendor, oscurecido y marcado por las interpretaciones capciosas
y acomodaticias, sufriese pasión y muerte y redimiera al género humano de sus
Pecados, eligió, naturalmente, a Satán.
Así Satán fue el primer
Mesías, el primer Cristo. Pero Satán, en cuanto se transformó en hombre, se
alió a los hombres e hizo causa común con ellos.
En esto consiste la
rebelión de Satán: en haberse puesto del lado de los hombres y no del lado de
Dios.
Que lo haya hecho por
maldad, por piedad, por amor a los hombres
o por odio hacia Dios es lo que
Ecumenio analiza con un detallismo casuístico digno de santo Tomás de
Aquino o del padre Suárez.
Esa parte de su tratado no
me interesa: me interesa y me fascina únicamente la hipótesis, de una increíble
audacia, de que Satán, antiguo fiscal y espía de los hombres, apenas se hizo
hombre se plegó a los designios de los hombres y desobedeció los planes
divinos, obligando a Dios, en la segunda elección del Mesías, a elegirse a sí
mismo en la persona del hijo, para no correr el riesgo de una nueva
desobediencia que, luego de la de Adán y de la de Lucifer, le parecería
inevitable.
El Dios de las Moscas
Las moscas imaginaron a su dios. Era otra
mosca. El dios de las moscas era una mosca, ya verde, ya negra y dorada, ya
rosa, ya blanca, ya purpúrea, una mosca inverosímil, una mosca bellísima, una
mosca monstruosa, una mosca terrible, una mosca benévola, una mosca vengativa,
una mosca justiciera, una mosca joven, una mosca vieja, pero siempre una mosca.
Algunos aumentaban su tamaño hasta volverla enorme como un buey, otros la
ideaban tan microscópica que no se la veía. En algunas religiones carecía de
alas (“Vuela, sostenían, pero no necesita alas”), en otras tenía infinitas
alas. Aquí disponía de antenas como cuernos, allá los ojos le comían toda la
cabeza. Para unos zumbaba constantemente, para otros era muda pero se hacía
entender lo mismo. Y para todos, cuando las moscas morían, los conducía en
vuelo arrebatado hasta el paraíso. Y el paraíso era un trozo de carroña,
hediondo y putrefacto, que las almas de las moscas muertas devoraban por toda
la eternidad y que no se consumía nunca, pues aquella celestial bazofia
continuamente renacía y se renovaba bajo el enjambre de las moscas. De las
buenas. Porque también había moscas malas y para éstas había un infierno. El
infierno de las moscas condenadas era un sitio sin excrementos, sin
desperdicios, sin basura, sin hedor, sin nada de nada, un sitio limpio y
reluciente y para colmo iluminado por una luz deslumbradora, es decir, un lugar
abominable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario