- Cuentos sobrenaturales
¿Qué es primero? ¿El
nombre, o la cosa?
PLATÓN, Cratilo
Una vez más, los culpables fueron Adán y Eva.
Su jerarquía de Primeros Padres les otorgó un sitio privilegiado en el Cielo,
así como una visibilidad excesiva: lo que en términos políticos modernos se
llama «un alto perfil». Pero el sambenito de «Primer Padre» y «Primera Madre»
no se soporta fácilmente, ni en el Cielo ni en la Tierra. Su status de
megaestrellas terminó por hastiar a Adán y Eva. —Mejor nos hubiera ido en el
Infierno —le dijo Eva a Adán, mientras ambos atendían a una interminable fila
de recién llegados a la Vida Eterna que, bolígrafo en mano, esperaban
pacientemente turno para obtener los autógrafos de los Primeros Padres—. Allá
abajo, lo que aquí pasa por un premio sería visto como un castigo.
La costilla de Adán levantó por un minuto la
mirada del coqueto libro de autógrafos (páginas lilas alternadas con azul
celeste) y vio la fila extendida a lo largo y ancho del tiempo y del espacio.
La astuta mujer se dio cuenta entonces de que éste era infinito y aquél, aun en
la eternidad, contado. Ella y su esposo eran víctimas de ambos.
Los primeros casados consultaron entre sí.
Llevar su queja al Todopoderoso y pedirle, en vez de la celebridad, el
privilegio del anonimato, era gestión fracasada de antemano. Adán y Eva no sólo
eran el principal atractivo turístico, por así decirlo, del Paradiso Package
Tour, que tan buena entrada en divisas le daba, allá en la Tierra, al Vaticano.
Además, la presencia de Adán y Eva en el Cielo era la prueba fehaciente de la
infinita misericordia divina: Si Dios perdonó a Adán y Eva, igual te perdonará
a ti y al cabo, como argumentó un día el argüendero Orígenes, perdonará al
mismísimo Diablo pues, de lo contrario, Dios no sería Dios. Pero a Orígenes, el
sofista perseguido, sus herejías le costaron, literalmente, los huevos.
No nació de huevo alguno la generación
«Cratilo» de robots, sino de la colaboración de una economía global
perfectamente integrada: idea alemana, diseño italiano, financiación francesa,
programación japonesa, mercadotecnia norteamericana y fabricación en una
maquila de la frontera mexicana. En vez de huevo, esta red internacional
perfeccionó el cerebro robótico, haciéndolo cada vez más parecido al de los
seres humanos, mediante la creación de redes neuronales artificiales.
A los japoneses les interesó sobremanera que
esta asimilación del robot a las funciones cerebrales humanas no significase
una pérdida de las virtudes propias de las anteriores generaciones de robots; a
saber: la exactitud y la velocidad, la repetibilidad y, sobre todo, la
resistencia a la fatiga. A los franceses, en cambio, les bastó con asegurar que
los nuevos robots cerebrales tuviesen coherencia lógica en el acto racional de
reconocer, manipular y clasificar objetos. Fueron los alemanes quienes, al
cabo, exigieron y obtuvieron que, además de estas funciones tradicionales, la
generación de robots, para serlo, obedeciese a impulsos metafísicos.
Todos obtuvieron lo que quisieron: aptitudes
físicas, los japoneses; coherencia lógica, los franceses. Pero la novedad fue
la programación germana, obtenida mediante aparatos aceleradores de las
partículas y ciclotrones de cada robot: la nueva generación de robots actuaría
en las áreas de los verbos infinitivos, ser y estar, desear, nacer, vivir,
morir, trascender. Ontorobots, Teleorobots, Axiorobots: todos estos nombres se
barajaron a medida que la nueva generación era fabricada de la misma manera que
se enseña a un niño a manipular y reconocer objetos, a caminar y a hablar, pero
esta vez con una función metafísica, trascendente, ulterior.
Intervino entonces un nuevo factor cultural.
Llevados los robots al sitio propio de su funcionamiento, el espacio exterior,
donde la triple exigencia intelectual —japonesa resistencia y funcionamiento en
un medio hostil; abstracta distancia metafísica alemana; y comprobación
racionalista francesa de todo lo anterior— se cumpliría (todos estuvieron de
acuerdo) mejor. Solo que los robots fueron conducidos al espacio extraterrestre
por la recuperada iniciativa española de exploración en la plataforma «Santiago
Ramón y Cajal».
Perfectamente preparados para responder sólo
a las grandes interrogantes de la existencia (el valor, los fines superiores y
la plenitud moral), los nuevos robots se hallaron, de esta manera, cerca del
cielo —hecho que no escapó a la atención divina—. El zumbido de la «Ramón y
Cajal», sin embargo, se iba acercando al Paraíso con una bodega llena de
jamones y salchichas, Riojas y Valdepeñas, así como abundantes imágenes de
santos en las cabinas de la tripulación española.
Entre el cielo y la fabada, entre el espíritu
puro y el puro puchero, los robots, programados para la metafísica, comenzaron
a sentir ansias, cosquilleos, cachonderías olfativas, caldosas, culinarias; la
axiología se confundió con la ajología, la apología con la apiología, y la
ontología con el omelette. De este modo surgió la duda: ¿Tenía la nueva
generación, producto de la tecnología supranacional anónima, gustos nacionales
atávicos?
El gusto le entró a los robots por el cerebro
programado para el entendimiento filosófico. En ese instante los robots se
dieron cuenta de que ellos también tenían un cuerpo, y como lo expresó el líder
natural 14921992 a sus hermanos y hermanas robóticas:
—No nos olvidemos ni un minuto de que todos
nosotros estamos en el mundo, poseemos un cuerpo y conocemos al mundo
directamente. No se olviden nunca de que nuestros actos son parte, desde ahora,
de la dinámica del mundo.
—Yo tengo hambre —dijo un robot chiquitito,
conocido como todos los demás por su número, 13251521—. Estoy oliendo un mole
poblano; lo sé, lo siento, lo deseo, y no puedo tenerlo, sólo puedo reconocerlo
y clasificarlo...
¡Chingue a su madre Descartes! —exclamó este
cantinflesco sujeto, revelando a las claras sus atavismos nacionales.
—No lo obtendrás con solicitudes corteses
—contestó el líder robot—, sino dándote cuenta de que ellos nos han dado una
visión tridimensional del mundo.
—¿Y? —se limitó a preguntar el robot pequeño.
—El problema de ellos es proyectar una
trayectoria sin colisiones para el trabajo de nuestros brazos. Nuestro problema
es obligar a que la trayectoria cambie y las colisiones ocurran...
Desde ese momento, misteriosamente, cayeron
en manos de los robots capones y guajolotes, botellas de vino y tarros de
cerveza, quesos y tortillas de huevo, produciendo en estas máquinas de
dimensión indescriptible, pues en ellas el espesor era transparencia, la altura
aspiración y el peso propósito, un revoltijo funcional. Los robots rebelados,
lanzados costosamente al espacio, se negaban a cumplir su función, que era la
de fijar de una vez por todas, dándoles ubicación y certeza científicas, a las
eternas preguntas metafísicas que tanto tiempo y energía hacían perder a los
seres humanos, distrayéndoles de sus pragmáticas funciones económicas. Y la
rebelión llegó a su cúspide cuando 14921992 les dijo a sus robots colegas, el
alemán 15171871, el inglés 10661215 y el francés 04961789, definidos desde ya
por sus apetitos culinarios, que había algo peor que negarles la sensualidad y
la gula, y era darles sólo números impersonales, negarles... —la palabra
emergió explosiva— nombres, nombres propios, no números, como si
fueran cosas, mercadería, fichas técnicas...
—Hasta nuestra generación se llama «Cratilo»
y nosotros nada...
—Pero el nombre es sólo un concepto que
acompaña a una imagen individual y con ello niega la existencia de los
universales —opinó el robot alemán.
—El nombre es sólo una convención —dijo el
robot francés.
—No, el nombre es la esencia de lo que nombra
—dijo con calor 14921992.
En la vecindad de las alturas lo escuchó Dios
Padre y, con la ayuda de algunos poderosos arcángeles, encaminó la plataforma
«Ramón y Cajal», a estas alturas (sic) tan amotinada como el Bounty, a
las puertas de San Pedro. Dios puso a cantar a todos los ángeles a fin de
adormecer la atención filosófica de los robots y plantearles, sin tapujos, su
solicitud:
—Encuéntrenme a Adán y Eva. Se me han
perdido.
Los robots se estremecieron al escuchar los
nombres de los Primeros Padres: eran también los Primeros Nombres. Pero
enseguida se preguntaron por qué Dios, que todo lo sabía, no podía encontrar
por sí solo a los Padres Perdidos, sin necesidad de ordenadoras.
—Ustedes son los culpables —suspiró el
Todopoderoso—. Y la Trinidad también. La información teológica descifrada con
rapidez de rayo por el Centro Wiener-Kafka hace sólo cincuenta años fue
trasmitida al mundo mediante esta fórmula ridícula: Uno que es Dos que es Tres
que es Uno, no es Nadie. Sobre semejante absurdo no puede asentarse la ciencia
de la informática, y la teología se desacredita si Dios es Nadie. Encarné
demasiado a mi Hijo, comiendo pan y bebiendo vino a todas horas; me desencarné
demasiado en mi Espíritu, al cual apenas logro darle forma de paloma mensajera
y de ave preñadora, que no de presa.
El suspiro de Dios Padre casi les parte el
alma a los robots:
—No tengo ni cuerpo suficiente, ni suficiente
espíritu. Soy un buen administrador. Pero Paraíso Inc. no funciona sin los
Primeros Padres, ustedes me comprenden...
Movidos a la compasión (esta era la treta del
Señor), los robots procesaron, en cuestión de minutos, la información
nominativa del Paraíso: No todos sus habitantes tenían nombre; el anonimato
podía ser portado con orgullo en la felicidad celestial; pero había muchos
«Evas» y «Adanes». ¿Quiénes eran los Adán y Eva reales, únicos, que habían
asumido un repentino anonimato en el cielo, aburridos de la celebridad?
La información volvió a procesarse, en medio
de combinaciones —blips y regüeldos— que revelaban a las claras el revoltijo de
física y metafísica con el que los robots habían contaminado la pureza de su
función, haciéndola posible sólo en la impureza. Absoluta, transparente,
incontrovertible, la prueba trasmitida por los cerebros electrónicos de la nave
«Ramón y Cajal» se comunicó a través del Paraíso, en pantallas, bocinas, cintas
y videos: Allí, señalados por el largo brazo robótico de 14921992, aparecieron
el hombre y la mujer, acurrucados, nuevamente avergonzados, con las cabezas
bajas, como los pintó, inolvidablemente, el Masaccio, otra vez expulsados del
Paraíso, pero esta vez por su propia voluntad, revelados otra vez en la más
total y obscena de las desnudeces, pues sólo ellos dos, entre todos los bienaventurados
del cielo, poseían vientres sin sello de nacimiento.
—¿Cómo los descubrieron? —preguntó azorado el
Señor.
—Eran los únicos sin ombligo —contestó el
francés 04961789.
—¿Cómo no se me ocurrió a mí primero?
—exclamó Dios Padre.
—Por la misma razón que ellos creyeron que
podían engañarnos —resumió 14921992—. Sabemos razonar porque aprendimos igual
que los niños, poquito a poco. Los robots hemos tenido infancia. Ni tú, Señor,
ni Adán ni Eva la tuvieron. Nos parecemos más a los hombres que ustedes.
—¿Qué puedo darles en recompensa?
—Un nombre —dijo el francés 04961789,
pensando secretamente en Balzac, gran nombrador de hombres, en Hugo, gran
nombrador de cosas, y en Mallarmé y la pureza de las palabras de la tribu.
—Y no sólo un nombre, sino la ceremonia que
lo convalida —dijo 14921992 convalidando él mismo su cultura ancestral—.
Queremos ser bautizados.
Y lo fueron, en medio de una fiesta
incomparable, celestial y terrena, física y metafísica; fueron nombrados
Remedios y Piedad, Angustias y Socorro, Santiago y Felipe, Ludwig y Wolgfang
Amadeus, Francesco y François, Tristram y Jacques, Fortescue y Marmaduke,
Akihito y Akira, Sóstenes y Guadalupe. En medio de la exuberancia sensual de la
ceremonia, los robots introdujeron en su programación dos nuevas preguntas:
—¿Es un nombre una pura convención?
—¿Refleja un nombre la realidad de lo que
nombra?
Una y otra vez, la respuesta a estas
preguntas se repitió en las pantallas de los ordenadores y en las bóvedas
celestiales: Un nombre es sólo una aproximación a la naturaleza de las cosas.
Esta respuesta convenció a Dios y, lo que es
mejor, tanto a los racionalistas franceses como a los místicos españoles. Sólo
los alemanes se quejaron de que ni las preguntas ni las respuestas eran,
propiamente, metafísicas, con lo cual quedaba desvirtuada la función de los
nuevos robots y se imponía pasar a una sexta o séptima generación a la altura
de sus deberes filosóficos; en tanto que los japoneses no le vieron utilidad
alguna al debate sobre la nominación de las máquinas cibernéticas, a menos que
acabasen como atracciones en una feria o en un casino.
Sólo Adán y Eva, a los que en reconocimiento
de su más reciente sacrificio se les regalaron dos robots para ellos solitos,
entendieron que las máquinas, al ser bautizadas, no dejaron de funcionar, pero
tampoco de rebelarse.
Hablándoles, mirándolas, el hombre y la mujer
acabaron por verse a sí mismos, ni realidad material cerrada ni convención
caprichosa aunque útil sino, en efecto, aproximación permanente a una
naturaleza, una personalidad y un deseo jamás concluidos, siempre abiertos,
capaces de descendencia y multiplicación.
Sin que sus inventores multinacionales lo
supiesen, los robots de la quinta generación adquirieron así las verdaderas
funciones del cerebro, que son las de parecerse a los hombres y mujeres de una
manera mucho más íntima y calurosa. Bautizados, los robots se volvieron parte
de un mundo en cierta manera más abierto, generoso e inacabado, y en él se
reconocieron también el primer hombre y la primera mujer. 14921992 se llamó
desde entonces «Cristóbal» y 04961789 se reveló como «Jeannette».
Fue Dios, sin embargo, quien, complacido,
bendijo la unión de sus primeras criaturas y de las criaturas de sus criaturas,
y dijo la última palabra:
—En verdad os digo que afortunadamente aún
existe una gran diferencia entre quienes fabrican robots y quienes los
imaginan.
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