martes, 6 de marzo de 2012

Gringo viejo – Carlos Fuentes


Novela - Fragmento

I

Ella se sienta sola y recuerda.
Vio una y otra vez los espectros de Arroyo y la mujer con cara de luna y el gringo viejo, cruzando frente a su ventana. No eran fantasmas. Sencillamente, habían movilizado sus propios pasados, con la esperanza de que ella haría lo mis­mo reuniéndose con ellos.
Pero a ella le tomó largo tiempo hacerlo.
Primero tuvo que dejar de odiar a Tomás Arroyo por enseñarle lo que pudo ser y luego prohibirle que jamás fuese lo que ella pudo ser.
El siempre supo que ella regresaría a su casa.
Pero le permitió verse como sería si hubiera permanecido; y esto es lo que ella nunca podría ser.
Este odio tuvo que purgarse dentro de ella, y le tomó muchos años hacerlo. El gringo viejo ya no estaba allí para ayudarla. Tomás Arroyo ya no estaba allí. Tom Brook. Pudo haberle dado un hijo así nombrado. No tenía derecho a pensarlo. La mujer de la cara de luna se lo había llevado con ella a un destino sin nombre. Tomás Arroyo había terminado.
Los únicos momentos que le quedaban eran aquellos cuando ella cruzó la frontera y miró hacia atrás y vio a los dos hombres, el soldado Inocencio y el niño Pedrito, y detrás de ellos, lo piensa ahora, vio al polvo organizarse en una especie de cronología silenciosa que le impedía recordar, ella fue a México y regresó a su tierra sin memoria y México ya no estaba al alcance de la mano. México había desapare­cido para siempre, pero cruzando el puente, del otro lado del río, un polvo memorioso insistía en organizarse sólo para ella y atravesar la frontera y barrer sobre el mezquite y los trigales, los llanos y los montes humeantes, los largos ríos hondos y verdes que el gringo viejo había anhelado, hasta llegar a su apartamento en Washington en la ribera del Potomac, el Atlántico, el centro del mundo. El polvo se esparció y le dijo que ahora ella estaba sola.
Y recordaba. Sola.

II

-El Gringo viejo vino a México a morirse.
El coronel Frutos García ordenó que rodearan el montícu­lo de linternas y se pusieran a escarbar recio. Los soldados de tono desnudo y nucas sudorosas agarraron las palas y las clavaron en el mezquital.

Gringo viejo: así le dijeron al hombre aquel que el coro­nel recordaba ahora mientras el niño Pedro miraba intensamente a los hombres trabajando en la noche del desierto: el niño vio de nuevo una pistola cruzándose en el aire con un peso de plata.
-Por puro accidente nos encontramos aquella mañana en Chihuahua y aunque él no lo dijo, todos entendimos que estaba aquí para que lo matáramos nosotros, los mexicanos. A eso vino. Por eso cruzó la frontera, en aquellas épocas en que muy pocos nos apartábamos del lugar de nuestro naci­miento.
Las paletadas de tierra eran nubes rojas extraviadas de la altura: demasiado cerca del suelo y la luz de las linternas.
-Ellos, los gringos, sí -dijo el coronel Frutos García-, se pasaron la vida cruzando fronteras, las suyas y las ajenas -y ahora el viejo la había cruzado hacia el sur porque ya no te­nía fronteras que cruzar en su propio país.
-Cuidadito.
("¿Y la frontera de aquí adentro?", había dicho la gringa tocándose la cabeza. "¿Y la frontera de acá adentro?", había dicho el general Arroyo tocándose el corazón. "Hay una frontera que sólo nos atrevemos a cruzar de noche -ha­bía dicho el gringo viejo-: la frontera de nuestras diferen­cias con los demás, de nuestros combates con nosotros mismos.")
-El gringo viejo se murió en México. Nomás porque cruzó la frontera. ¿No era ésa razón de sobra? -dijo el coro­nel Frutos García.
-¿Recuerdan cómo se ponía si se cortaba la cara al rasu­rarse? -dijo Inocencio Mansalvo con sus angostos ojos verdes.
-O el miedo que le tenía a los perros rabiosos -añadió el coronel.
-No, no es cierto, era valiente -dijo el niño Pedro.
-Pues para mí que era un santo -se rió la Garduña.
-No, simplemente quería ser recordado siempre como fue -dijo Harriet Winslow.
-Cuidadito, cuidadito.
-Mucho más tarde, todos nos fuimos enterando a pe­dacitos de su vida y entendimos por qué vino a México el gringo viejo. Tenía razón, supongo. Desde que llegó dio a entender que se sentía fatigado; las cosas ya no marchaban como antes, y nosotros lo respetábamos porque aquí nunca pareció cansado y se mostró tan valiente como el que más. Tienes razón, muchacho. Demasiado valiente para su propio bien.
-Cuidadito.
Las palas pegaron contra la madera y los soldados se detuvieron un instante, limpiándose el sudor de las frentes.
Bromeaba el gringo viejo: "Quiero ir a ver si esos mexi­canos saben disparar derecho. Mi trabajo ha terminado y yo también. Me gusta el juego, me gusta la pelea, quiero verla."
-Claro, tenia ojos de despedida.
-No tenía familia.
-Se había retirado y andaba recorriendo los lugares de su juventud, California donde trabajó de periodista, el sur de los Estados Unidos donde peleó durante la guerra civil, Nueva Orleáns donde le gustaba beber y mujerear y sen­tirse el mero diablo.
-Ah, qué mi coronel tan sabedor.
-Cuidadito con el coronel; parece que ya se le subieron y nomás está oyendo.
-Y ahora México: una memoria de su familia, un lugar a donde su padre había venido, de soldado también, cuando nos invadieron hace más de medio siglo.
"Fue un soldado, luchó contra salvajes desnudos y siguió la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada, muy al sur."
Bromeaba el gringo viejo: "Quiero ver si esos mexicanos saben disparar derecho. Mi trabajo ha terminado y yo tam­bién."
-Esto no lo entendíamos porque lo vimos llegar tan gi­rito al viejo, tan derechito y sin que las manos le temblaran. Si entró a la tropa de mi general Arroyo fue porque tú mismo, Pedrito, le diste la oportunidad y él se la ganó con una Colt .44.
Los hombres se hincaron alrededor de la fosa abierta y arañaron los ángulos de la caja de pino.
-Pero también decía que morir despedazado delante de un paredón mexicano no era una mala manera de despe­dirse del mundo. Sonreía: "Es mejor que morirse de an­ciano, de enfermedades o porque se cayó uno por la escalera."
El coronel se quedó callado un instante: tuvo la clara sen­sación de oír una gota que caía en medio del desierto. Miró al cielo seco. El rumor del océano se apagó.
-Nunca supimos cómo se llamaba de verdad -añadió mi­rando a Inocencio Mansalvo, desnudo y sudoroso, de rodillas ante la caja pesada y tenazmente atada al desierto, como si en tan poco tiempo hubiera echado raíces-; los nombres gringos nos cuestan mucho trabajo, igual que las caras gringas, que todas nos parecen igualitas; -Hablan en chino los gringos -se carcajeó la Garduña, que por nada de este mundo se perdía un entierro, cuantimenos un desentierro-; sus caras son en chino, deslavadas, todititas igualitas para nosotros.
Inocencio Mansalvo arrancó un tablón medio podrido de la caja y apareció la cara del gringo viejo, devorada por la noche más que por la muerte: devorada, pensó el coronel Frutos García. por la naturaleza. Esto le daba al rostro cur­tido, verdoso, “extrañamente sonriente” porque el rictus de la boca había dejado al descubierto las encías y los dientes largos, dientes de caballo y de gringo, un aire de burla per­manente.
Todos se quedaron mirando un minuto lo que las luces de la noche dejaban ver, que eran las luces gemelas de los ojos hundidos pero abiertos del cadáver. Al niño lo que más le llamó la atención fue que el gringo apareciera peinado en la muerte, el pelo blanco aplacado como si allá abajo anduviera un diablito peinador encargado de humedecerles el pelo a los muertos para que se vieran bien al encontrarse con la pelona.
-La pelona -exclamó a carcajadas la Garduña.
-Apúrenle, apúrenle -dio la orden Frutos García-, sá­quenlo de prisa que mañana mismo debe estar en Camargo el cabrón viejo este -dijo con la voz medio atorada el coro­nel-, apúrense que ya va camino del polvo y si viniera un viento, se nos va para siempre el gringo viejo.. .

Y la verdad es que casi sucedió así, soplando el viento entre tierras abandonadas, barriales y salinas, tierras de indios insumisos y españoles renegados, cuatreros azarosos y minas dejadas a la oscura inundación del infierno: la verdad es que casi se va el cadáver del gringo viejo a unirse al viento del desierto, como si la frontera que un día cruzó fuera de aire y no de tierra y abarcara todos los tiempos que ellos podían recordar detenidos allí, con un muerto desenterrado entre los brazos; la Garduña quitándole la tierra del cuer­po al gringo viejo, gimiente, apresurada; el niño sin atre­verse a tocar a un muerto: los demás recordando a ciegas los largos tiempos y los vastos espacios de un lado y otro de la herida que al norte se abría como el rió mismo desde los cañones despeñados: islas en los desiertos del norte, viejas tierras de los pueblos, los navajos y los apaches, cazadores y campesinos sometidos a medias a las furias aventureras de España en América: las tierras de Chihuahua y el rió Grande venían misteriosamente a morir aquí, en este páramo donde ellos, un grupo de soldados, mantenían por unos se­gundos la postura de la piedad, azorados ante su propio acto y la compasión hermana del acto, hasta que el coronel dijo de prisa, rompió el instante, de prisa, muchachos, hay que devolver al gringo a su tierra, son órdenes de mi general.
Y luego miró los ojos azules hundidos del muerto y se asustó porque los vio perder por un momento la lejanía que necesitamos darle a la muerte. A esos ojos les dijo porque parecían vivos aún:
-¿Nunca piensan ustedes que toda esta tierra fue nues­tra? Ah, nuestro rencor y nuestra memoria van juntos.

Inocencio Mansalvo miró duro a su coronel Frutos García y se puso el sombrero tejano cubierto de tierra. Se fue hacia su caballo regando tierra desde la cabeza y luego todo se precipitó, acciones, órdenes, movimientos: una sola escena, cada vez más lejana, más apagada, hasta que ya no fue posible ver al grupo del coronel Frutos García y el niño Pedro, la carcajeante Garduña y el rendido Inocencio Mansalvo; los soldados y el cadáver del gringo viejo, envuelto en una fra­zada y amarrado, tieso, a un trineo del desierto: una camilla de ocote y cuerdas de cuero arrastrada por dos caballos ciegos.
-Ah -sonrió el coronel-, ser un gringo en México. Eso es mejor que suicidarse. Eso decía el gringo viejo.


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