Novela - Fragmento
I
Ella se
sienta sola y recuerda.
Vio una y
otra vez los espectros de Arroyo y la mujer con cara de luna y el gringo viejo,
cruzando frente a su ventana. No eran fantasmas. Sencillamente, habían
movilizado sus propios pasados, con la esperanza de que ella haría lo mismo
reuniéndose con ellos.
Pero a ella
le tomó largo tiempo hacerlo.
Primero tuvo
que dejar de odiar a Tomás Arroyo por enseñarle lo que pudo ser y luego
prohibirle que jamás fuese lo que ella pudo ser.
El siempre
supo que ella regresaría a su casa.
Pero le
permitió verse como sería si hubiera permanecido; y esto es lo que ella nunca
podría ser.
Este odio
tuvo que purgarse dentro de ella, y le tomó muchos años hacerlo. El gringo
viejo ya no estaba allí para ayudarla. Tomás Arroyo ya no estaba allí. Tom
Brook. Pudo haberle dado un hijo así nombrado. No tenía derecho a pensarlo. La
mujer de la cara de luna se lo había llevado con ella a un destino sin nombre.
Tomás Arroyo había terminado.
Los únicos
momentos que le quedaban eran aquellos cuando ella cruzó la frontera y miró
hacia atrás y vio a los dos hombres, el soldado Inocencio y el niño Pedrito, y
detrás de ellos, lo piensa ahora, vio al polvo organizarse en una especie de
cronología silenciosa que le impedía recordar, ella fue a México y regresó a su
tierra sin memoria y México ya no estaba al alcance de la mano. México había
desaparecido para siempre, pero cruzando el puente, del otro lado del río, un
polvo memorioso insistía en organizarse sólo para ella y atravesar la frontera
y barrer sobre el mezquite y los trigales, los llanos y los montes humeantes,
los largos ríos hondos y verdes que el gringo viejo había anhelado, hasta
llegar a su apartamento en Washington en la ribera del Potomac, el Atlántico,
el centro del mundo. El polvo se esparció y le dijo que ahora ella estaba sola.
Y recordaba.
Sola.
II
-El Gringo
viejo vino a México a morirse.
El coronel
Frutos García ordenó que rodearan el montículo de linternas y se pusieran a
escarbar recio. Los soldados de tono desnudo y nucas sudorosas agarraron las
palas y las clavaron en el mezquital.
Gringo viejo: así le dijeron al
hombre aquel que el coronel recordaba ahora mientras el niño Pedro miraba
intensamente a los hombres trabajando en la noche del desierto: el niño vio de
nuevo una pistola cruzándose en el aire con un peso de plata.
-Por puro
accidente nos encontramos aquella mañana en Chihuahua y aunque él no lo dijo,
todos entendimos que estaba aquí para que lo matáramos nosotros, los mexicanos.
A eso vino. Por eso cruzó la frontera, en aquellas épocas en que muy pocos nos
apartábamos del lugar de nuestro nacimiento.
Las paletadas
de tierra eran nubes rojas extraviadas de la altura: demasiado cerca del suelo
y la luz de las linternas.
-Ellos, los
gringos, sí -dijo el coronel Frutos García-, se pasaron la vida cruzando
fronteras, las suyas y las ajenas -y ahora el viejo la había cruzado hacia el
sur porque ya no tenía fronteras que cruzar en su propio país.
-Cuidadito.
("¿Y la
frontera de aquí adentro?", había dicho la gringa tocándose la cabeza.
"¿Y la frontera de acá adentro?", había dicho el general Arroyo
tocándose el corazón. "Hay una frontera que sólo nos atrevemos a cruzar de
noche -había dicho el gringo viejo-: la frontera de nuestras diferencias con
los demás, de nuestros combates con nosotros mismos.")
-El gringo
viejo se murió en México. Nomás porque cruzó la frontera. ¿No era ésa razón de
sobra? -dijo el coronel Frutos García.
-¿Recuerdan
cómo se ponía si se cortaba la cara al rasurarse? -dijo Inocencio Mansalvo con
sus angostos ojos verdes.
-O el miedo
que le tenía a los perros rabiosos -añadió el coronel.
-No, no es
cierto, era valiente -dijo el niño Pedro.
-Pues para mí
que era un santo -se rió la Garduña.
-No,
simplemente quería ser recordado siempre como fue -dijo Harriet Winslow.
-Cuidadito,
cuidadito.
-Mucho más
tarde, todos nos fuimos enterando a pedacitos de su vida y entendimos por qué
vino a México el gringo viejo. Tenía razón, supongo. Desde que llegó dio a
entender que se sentía fatigado; las cosas ya no marchaban como antes, y
nosotros lo respetábamos porque aquí nunca pareció cansado y se mostró tan
valiente como el que más. Tienes razón, muchacho. Demasiado valiente para su
propio bien.
-Cuidadito.
Las palas
pegaron contra la madera y los soldados se detuvieron un instante, limpiándose
el sudor de las frentes.
Bromeaba el
gringo viejo: "Quiero ir a ver si esos mexicanos saben disparar derecho.
Mi trabajo ha terminado y yo también. Me gusta el juego, me gusta la pelea,
quiero verla."
-Claro, tenia
ojos de despedida.
-No tenía
familia.
-Se había
retirado y andaba recorriendo los lugares de su juventud, California donde
trabajó de periodista, el sur de los Estados Unidos donde peleó durante la
guerra civil, Nueva Orleáns donde le gustaba beber y mujerear y sentirse el
mero diablo.
-Ah, qué mi
coronel tan sabedor.
-Cuidadito
con el coronel; parece que ya se le subieron y nomás está oyendo.
-Y ahora
México: una memoria de su familia, un lugar a donde su padre había venido, de
soldado también, cuando nos invadieron hace más de medio siglo.
"Fue un
soldado, luchó contra salvajes desnudos y siguió la bandera de su país hasta la
capital de una raza civilizada, muy al sur."
Bromeaba el
gringo viejo: "Quiero ver si esos mexicanos saben disparar derecho. Mi
trabajo ha terminado y yo también."
-Esto no lo
entendíamos porque lo vimos llegar tan girito al viejo, tan derechito y sin
que las manos le temblaran. Si entró a la tropa de mi general Arroyo fue porque
tú mismo, Pedrito, le diste la oportunidad y él se la ganó con una Colt .44.
Los hombres
se hincaron alrededor de la fosa abierta y arañaron los ángulos de la caja de
pino.
-Pero también
decía que morir despedazado delante de un paredón mexicano no era una mala
manera de despedirse del mundo. Sonreía: "Es mejor que morirse de anciano,
de enfermedades o porque se cayó uno por la escalera."
El coronel se
quedó callado un instante: tuvo la clara sensación de oír una gota que caía en
medio del desierto. Miró al cielo seco. El rumor del océano se apagó.
-Nunca
supimos cómo se llamaba de verdad -añadió mirando a Inocencio Mansalvo,
desnudo y sudoroso, de rodillas ante la caja pesada y tenazmente atada al
desierto, como si en tan poco tiempo hubiera echado raíces-; los nombres gringos
nos cuestan mucho trabajo, igual que las caras gringas, que todas nos parecen
igualitas; -Hablan en chino los gringos -se carcajeó la Garduña, que por nada
de este mundo se perdía un entierro, cuantimenos un desentierro-; sus caras son
en chino, deslavadas, todititas igualitas para nosotros.
Inocencio
Mansalvo arrancó un tablón medio podrido de la caja y apareció la cara del
gringo viejo, devorada por la noche más que por la muerte: devorada, pensó el
coronel Frutos García. por la naturaleza. Esto le daba al rostro curtido,
verdoso, “extrañamente sonriente” porque el rictus de la boca había dejado al
descubierto las encías y los dientes largos, dientes de caballo y de gringo, un
aire de burla permanente.
Todos se
quedaron mirando un minuto lo que las luces de la noche dejaban ver, que eran
las luces gemelas de los ojos hundidos pero abiertos del cadáver. Al niño lo
que más le llamó la atención fue que el gringo apareciera peinado en la muerte,
el pelo blanco aplacado como si allá abajo anduviera un diablito peinador
encargado de humedecerles el pelo a los muertos para que se vieran bien al
encontrarse con la pelona.
-La pelona
-exclamó a carcajadas la Garduña.
-Apúrenle,
apúrenle -dio la orden Frutos García-, sáquenlo de prisa que mañana mismo debe
estar en Camargo el cabrón viejo este -dijo con la voz medio atorada el coronel-,
apúrense que ya va camino del polvo y si viniera un viento, se nos va para
siempre el gringo viejo.. .
Y la verdad
es que casi sucedió así, soplando el viento entre tierras abandonadas,
barriales y salinas, tierras de indios insumisos y españoles renegados,
cuatreros azarosos y minas dejadas a la oscura inundación del infierno: la
verdad es que casi se va el cadáver del gringo viejo a unirse al viento del
desierto, como si la frontera que un día cruzó fuera de aire y no de tierra y
abarcara todos los tiempos que ellos podían recordar detenidos allí, con un
muerto desenterrado entre los brazos; la Garduña quitándole la tierra del cuerpo
al gringo viejo, gimiente, apresurada; el niño sin atreverse a tocar a un
muerto: los demás recordando a ciegas los largos tiempos y los vastos espacios
de un lado y otro de la herida que al norte se abría como el rió mismo desde
los cañones despeñados: islas en los desiertos del norte, viejas tierras de los
pueblos, los navajos y los apaches, cazadores y campesinos sometidos a medias a
las furias aventureras de España en América: las tierras de Chihuahua y el rió
Grande venían misteriosamente a morir aquí, en este páramo donde ellos, un
grupo de soldados, mantenían por unos segundos la postura de la piedad,
azorados ante su propio acto y la compasión hermana del acto, hasta que el
coronel dijo de prisa, rompió el instante, de prisa, muchachos, hay que
devolver al gringo a su tierra, son órdenes de mi general.
Y luego miró
los ojos azules hundidos del muerto y se asustó porque los vio perder por un
momento la lejanía que necesitamos darle a la muerte. A esos ojos les dijo
porque parecían vivos aún:
-¿Nunca
piensan ustedes que toda esta tierra fue nuestra? Ah, nuestro rencor y nuestra
memoria van juntos.
Inocencio
Mansalvo miró duro a su coronel Frutos García y se puso el sombrero tejano
cubierto de tierra. Se fue hacia su caballo regando tierra desde la cabeza y
luego todo se precipitó, acciones, órdenes, movimientos: una sola escena, cada
vez más lejana, más apagada, hasta que ya no fue posible ver al grupo del
coronel Frutos García y el niño Pedro, la carcajeante Garduña y el rendido
Inocencio Mansalvo; los soldados y el cadáver del gringo viejo, envuelto en una
frazada y amarrado, tieso, a un trineo del desierto: una camilla de ocote y
cuerdas de cuero arrastrada por dos caballos ciegos.
-Ah -sonrió
el coronel-, ser un gringo en México. Eso es mejor que suicidarse. Eso decía el
gringo viejo.
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