El trueno entre las hojas (1)
INGENIO se hallaba cerrado por limpieza y reparaciones después de la zafra. Un tufo de horno henchía la pesada y eléctrica noche de diciembre. Todo estaba quieto y parado junto al río. No se oían las aguas ni el follaje. La amenaza de mal tiempo había puesto tensa la atmósfera como el hueco negro de una campana en la que el silencio parecía freírse con susurros ahogados y secretas resquebrajaduras.
En eso surgió de las barrancas la música del acordeón. Era una melodía ubicua, deshilachada. Se interrumpía y volvía a empezar en un sitio distinto, a lo largo de la caja acústica del río. Sonaba nostálgica y fantasmal.
—¿Y eso
qué es? —preguntó un forastero.
—El
cordión de Solano—informó un viejo.
—¿Quién?
—Solano
Rojas, el pasero ciego.
—Pero, ¿no
dicen que murió?
—Él sí.
Pero el que toca agora e' su la'sánima.
—¡Aicheyarangá,
Solano! —murmuró una vieja persignándose.
La mole de
la fábrica flotaba inmóvil en la oscuridad. Un perro ladró a lo lejos, como si
ladrara bajo tierra. Dos o tres críos desnudos se revolvieron en los regazos de
sus madres, junto al fuego. Uno de ellos empezó a gimotear asustado,
quedamente.
—Callate,
m'hijo. Escuchá a Solano. E'tá solito en el Paso.
El
contrapunto de un guaimingüé que rompió con su tañido la quietud del monte,
volvió aún más fantasmal la melodía. El acordeón sonaba ahora con un lamento
distante y enlutado.
—Así suena
cuando no hay luna—dijo el viejo encendiendo su cigarro en un tizón en el que
se quemaba un poco de noche.
—La debe
andar buscando todavía.
—¡Pobre
Solano!
Cuando se
apagó el murmullo de las voces, se pudo notar que el acordeón fantasma no
sonaba ya en la garganta del río. Sólo la campana forestal siguió tañendo por
un rato, a distancia imprecisable. Después también el pájaro calló. Los últimos
ecos resbalaron sobre el río. Y el silencio volvió a ser tenso, pesado, oscuro.
Los
primeros relámpagos se encendían hacia el poniente, por detrás de la selva.
Eran como fugaces párpados de piel amarilla que subían y bajaban súbitamente
sobre el ojo inmenso de la tiniebla.
El
acordeón no volvió a sonar esa noche en el Paso.
En ese
recodo del Tebikuary vivió sus últimos años Solano Rojas, el cabecilla de la
huelga, después de volver ciego de la cárcel.
Probablemente
él mismo a su regreso le dio al sitio el nombre con el que se le conoce ahora:
Paso Yasy-Mörötï. Las barrancas calizas y el banco de arena sobre el agua
verde, forman allí en efecto una media luna color de hueso que resplandece
espectralmente en las noches de sequía.
Pero tal
vez el nombre de Paso haya surgido menos de su forma que de cierta obstinada
imagen pegada a la memoria del pasero.
Vivía en
la barranca boscosa que remata en el arenal. Aún se pueden ver los restos de su
rancho devorado por el monte, sobre aquella pequeña ensenada. Es un remanso
quieto y profundo. Ahí guardaba su balsa.
No era
difícil adivinar por qué había elegido ese sitio. Enfrente, sobre la barranca
opuesta estaban las ruinas carbonizadas de la Ogaguasú en la que había
terminado el funesto dominio de Harry Way, el fabricante yanqui que continuó y
perfeccionó el régimen de opresiva expoliación fundado por Simón Bonavi, el
comerciante judío-español de Asunción.
Es cierto
que Solano Rojas ya no podía ver las ruinas ni el nuevo ingenio levantado en el
mismo emplazamiento del anterior. Pero él debió contentarse seguramente con
tenerlos delante, con sentirlos en el muerto pellejo de sus ojos y recordarles
todos los días su presencia acusadora y apacible.
Se apostó
allí y dio a su vigilancia una forma servicial: su trabajo de pasero, que era
poco menos que gratuito y filantrópico, pues nunca aceptó que le pagaran en
dinero. Sólo recibía el poco de tabaco o de bastimento que sus ocasionales
pasajeros querían darle. Y a las mujeres y los niños que venían desde remotos
parajes del Guairá, los pasaba de balde ida y vuelta. Durante el trayecto les
hablaba, especialmente a los chicos.
—No
olviden kená, che ra'y-kuera, que siempre debemo' ayudarno' lo uno a lo' jotro,
que siempre debemo' etar unido. El único hermano de verdá que tiene un pobre
ko' e' otro pobre. Y junto' todo'nojotro formamo la mano, el puño humilde pero
juerte de lo'trabajadore...
No era un
burdo elemento subversivo. Era un auténtico y fragante revolucionario, como
verdadero hombre del pueblo que era. Por eso lo habían atado para siempre a la
noche de la ceguera. Hablaba desde ella sin amargura, sin encono, pero con una
profunda convicción. Tenía indudablemente conciencia de una oscura y vital
labor docente. Su cátedra era la balsa, sobre el río; unos toscos tablones
boyando en un agua incesante como la vida. Había algo de religioso pero al
mismo tiempo de pura y simple humanidad en Solano Rojas cuando hablaba. Su cara
morena y angulosa se tornaba viviente por debajo de la máscara que le habían
dejado; se llenaba de una secreta exaltación. Sus ojos ciegos parecían ver. La
honda cicatriz del hachazo en la frente también parecía mirar como otro ojo
arrugado y seco. Los harapientos mitá'í lo contemplaban con una especie de
fascinada veneración mientras remaba. No tenía más de cuarenta años, pero
parecía un viejo. Sólo llevaba puesto un rotoso pantalón de a'tópoí arremangado
sobre las rodillas. El torso flaco y desnudo estaba vestido con las cicatrices
que el látigo de los capangas primero y el yatagán de los guardiacárceles
después habían garabateado en su piel. En esa oscura cuartilla los chicos
analfabetos leían la lección que les callaba Solano. Y un nudo de miedo
valeroso, de emocionada camaradería, se les atragantaba con la saliva al saltar
de la balsa gritando:
—¡Ha'ta la
güelta, Solano!
—¡Adió
manté, che ra'y-kuera!
Quedaba un
rato en la orilla, pensativo. La mole rojiza del ingenio se desmoronaba
silenciosamente sobre él desde el pasado. La sentía pesar en sus hombros.
Desatracaba con lentitud y volvía a su remanso a favor de la corriente, sin
remar, sin moverse. Sólo la roldanita de palo iba chirriando en el alambre.
Después de
la puesta de sol sacaba su remendado acordeón y se sentaba a tocar en un apyká
bajito, recostado contra un árbol. Casi siempre empezaba con el campamento
Cerro-León tendiendo sus miradas de ciego hacia los escombros de la Ogaguasú,
en el talud calizo, destruido por el fuego vindicador hacía quince años y
habitado sólo ahora por los lagartos y las víboras. No restaba más que eso de
Simón Bonaví, de Eulogio Penayo, de Harry Way.
Era su
manera de recordarles que él aún estaba allí vencido sólo a medias.
Su
presencia surgía en la sombra, entorchada de abultados costurones, rayada por
las verberaciones oscilantes, como si el agua se divirtiera jugando a ponerle y
sacarle un traje de presidiario trémulo y transparente.
Las ruinas
también lo miraban con ojos ciegos. Se miraban sin verse, el río de por medio,
todas las cosas que habían pasado, el tiempo, la sangre que había corrido,
entre ellos dos; todo eso y algo más que sólo él sabia. Las ruinas estaban
silenciosas entre los helechos y las ortigas. Él tenía su música. Sus manos se
movían con ímpetu arrugando y desarrugando el fuelle. Pero en el rezongo
melodioso flotaba su secreto como los camalotes y los raigones negros en el
río.
Un último
reflejo verde le bañaba el rostro volcado hacia arriba en el recuerdo
instintivo de la luz. Después se oscurecía porque lo agachaba sobre el
instrumento como quien esconde la cara entre las manos.
Poco a
poco la música se ponía triste y como enlutada. Una canción de campamento junto
al fuego apagado de un vivac en la noche del destino. A eso sonaba el acordeón
de Solano Rojas junto al río natal. ¿No estarían dialogando acaso el agua
oscura y el hijo ciego acerca de cosas, de recuerdos compartidos?
Él tenía
metido adentro, en su corazón indomable, un luchador, un rebelde que odiaba la
injusticia. Eso era verdad. Pero también un hombre enamorado y triste. Solano
Rojas sabía ahora que amor es tristeza y engendra sin remedio la soledad.
Estaba acompañado y solo.
En ese
sitio había peleado y amado. Allí estaban su raíz, su alegría y su infortunio.
El remendado acordeón lo decía en su lenguaje de resina y ala, en su pequeño
pulso de tambor guerrero que esculpía en las barrancas y en la gente las
antiguas palabras marciales:
Campamento
Cerro-León, catorce, quince, yesiséis, yesisiete, yesi'ocho, yesinueve
batallón...
Ipuma-ko
la diana,
pe
pacpá-ke lo'mitá...
La lucha
no se había perdido. Solano Rojas no podía ver los resultados, pero los sentía.
Allí estaba el ingenio para testificarlo; el régimen de vida y trabajo más
humano que se había implantado en él; la gradual extinción del temor y de la
degradación en la gente, la conciencia cada vez más clara de su condición y de
su fraternidad; esos andrajosos mita'í en los que él sembraba la oscura semilla
del futuro, mientras movía su arado en el agua.
Venían a
consultarlo en la barranca. El rancho del pasero de Yasy-Mörötï era el
verdadero sindicato de los trabajadores del azúcar en esa región.
—Solano,
ya cortaron otra ve' lo'turno para nojotro entrar el cañadurce —informaban los
pequeños agricultores.
—Solano,
el trabajo por tareas ko se paga michí-itereí—se quejaban los cortadores.
Solano,
esto y lo'jotro.
Él los
aconsejaba y orientaba. Ninguna solución propuesta por Solano había fracasado.
En el ingenio y en las plantaciones se daban cuenta en seguida cuando una
demanda subía del Paso.
—Viene del
sindicato karapé—decían.
Y la
respetaban, porque esa demanda pesaba como un trozo de barranca y tenía su
implacable centro de equilibrio en lo justo.
No; su
sacrificio no había sido estéril. El combate, los años de prisión, sus
cicatrices, su ceguera. Nada había sido inútil. Estaba contento de haberse
jugado entero en favor de sus hermanos.
Pero en el
fondo de su oscuridad desvelada e irremediable su corazón también le reclamaba
por ella, por esa mujer que sólo ahora era como un sueño con su cuerpo de cobre
y su cabeza de luna. Teñida por el fuego y los recuerdos.
Ella,
Yasy-Mörötï.
No habían
estado juntos más que contados instantes. Apenas habían cambiado palabras. Pero
la voz de ella estaba ahora disuelta en la voz del río, en la voz del viento,
en la voz de su cascado acordeón.
La veía
aún al resplandor de los fogones, en medio de la destrucción y de la muerte, en
medio de la calma que siguió después como un tiempo que había fluido fuera del
tiempo. Y un poco antes, cuando convaleciendo del castigo, él la entrevió a su
lado, menos un firme y joven cuerpo de mujer que una sombra desdibujada sobre
el agua revuelta y dolorida en la que todo él flotaba como un guiñapo.
La
recordaba como entonces y aunque estuviera lejos o se hubiese muerto, la
esperaría siempre. No; pero ella no estaba muerta. Sólo para él era como un
sueño. A veces la sentía pasar por el río. Pero ya no podía verla sino en su
interior, porque la cárcel le había dejado intactos sus recuerdos pero le había
comido los ojos.
Estaba
acompañado y solo. Por eso el acordeón sonaba vivo y marcial entre las
barrancas de Paso Yasy-Mörötï, pero al mismo tiempo triste y nostálgico,
mientras caía la noche sobre su noche.
Luna
blanca que de mí te alejas
con ojos
distantes...
Yasy-Mörötï.
. .
Antes de
establecerse la primera fábrica de azúcar en Tebikuary-Costa, la mayor parte de
sus pobladores se hallaba diseminada en las montuosas riberas del río. Vivían
en estado semisalvaje de la caza, de la pesca, de sus rudimentarios cultivos,
pero por lo menos vivían en libertad, de su propio esfuerzo, sin muchas
dificultades y necesidades. Vivían y morían insensiblemente como los venados,
como las plantas, como las estaciones.
Un día
llegó Simón Bonaví con sus hombres. Vinieron a caballo desde San Juan de Borja
explorando el río para elegir el lugar. Por fin al comienzo del valle que se
extendía ante ellos desde el recodo del río, Simón Bonavi se detuvo.
—Aquí—dijo
paseando las rajas azules de sus ojos por toda la amplitud del valle—. Me gusta
esto.
Sacó del
bolsillo un mapa bastante ajado y se puso a estudiarlo con concentrada
atención. Su larga y ganchuda nariz de pájaro de rapiña daba la impresión de
que iba a gotear sobre el papel. De tanto en tanto, distraídamente, se olía el
pulgar y el índice frotándolos un poco como si aspirara polvo de tabaco. Los
otros lo miraban en silencio, expectantes.
—Sí —dijo
Simón Bonaví levantando la cabeza—. Esto es del fisco. Agua, tierras, gente. En
estado inculto pero en abundancia. Es lo que necesitamos. Y nos saldrá gratis,
por añadidura —giró el brazo con un gesto de apropiación; un gesto ávido, pero
lento y seguro.
Los
hombres también husmearon en todas direcciones y aprobaron respetuosos lo que
dijo el patrón. En los ojos mansos y azules del sefardí la codicia tenía algo
de apaciblemente siniestro como en su sonrisa, una hilacha blanda entre los
dientes, entre los labios finos, como la rebaba festiva de su metálica y
envainada sordidez.
Un hombre
rubio, que parecía alemán, estudiaba el lugar con un ojo cerrado.
—Forkel
—lo llamó Bonaví.
—Sí, don
Simón.
—Puede
medir no más. Aquí nos plantamos.
Descabalgaron.
Un mulato bizco y gigantesco que siempre andaba detrás de Bonaví con un
parabellum al cinto, lo ayudó a desmontar. Lo bajó aupado como a un niño.
—Gracias,
Penayo—le sonrió el patrón.
Los
ayudantes de Forkel empezaron a medir el terreno con una cinta de acero que se
enrollaba y desenrollaba desde un estuche, semejante a una víbora chata y
brillante.
Simón
Bonaví era bajito y ventrudo. A la sombra del mulato, parecía casi un enano.
Tenia las piernas muy combadas. Era el único que no llevaba polainas de cuero.
Su ropa era oscura y su ridículo sombrerito que más parecía un birrete, tiraba
al color de un ratón muerto sobre los mofletes rubicundos. Frecuentemente y
como al descuido, introducía los dedos en la abertura del pantalón. El olor de
sus partes era su rapé. De allí lo extraía, casi sin recato, entre el índice y
el pulgar. Y al aspirarlo, sus ojos mortecinos, su pacífica expresión se
reanimaban.
—¿Qué
huele, don?—le había preguntado una vez, al discutir un negocio, un colega
curioso y desaprensivo que lo veía meter a cada momento la mano bajo la mesa.
—El olor
del dinero, mi amigo—le respondió sin inmutarse Simón Bonaví, al verse
descubierto.
En ese
valle del Tebikuary del Guairá, el "olor del dinero'' parecía formar parte
de su atmósfera. Simón Bonaví lo pellizcaba en el aire mientras sus hombres
hacían pandear sobre las cortaderas la flexible víbora de metal.
—El
proyecto del ferrocarril a Encarnación pasa a un kilómetro de aquí—comentó el
patrón.
—Probablemente—asintió
el ingeniero alemán—. El terminal está a cinco leguas al norte de San Juan de
Borja.
—Pasa por
aquí. Lo he visto en el mapa.
—Ja. Eso
es muy interesante, don Simón—dijo entonces el alemán sin despegar los ojos de
los agrimensores.
—Claro.
Sin ferrocarril no hay fábrica —los carrillos sonrosados estaban plácidos.
Hasta cuando amenazaba, Simón Bonaví permanecía tierno y risueño.
—Sin
ferrocarril no hay fábrica—respondió el otro en un eco servil.
—En
Asunción moveré mis influencias para que siga la construcción de la trocha.
Nosotros levantaremos aquí la fábrica. Que el gobierno ponga las vías. Eso es
hacer patria —el cuchillito blanco se reflejaba entre los dientes sucios y
grandes,
—Eso es
hacer patria —dijo el ingeniero.
Así nació
el ingenio. Simón Bonaví conchavó a los poblador es. Al principio éstos se
alegraron porque veían surgir las posibilidades de un trabajo estable. Simón
Bonaví los impresionó bien con sus maneras mansas y afables. Un hombre así
tenía que ser bueno y respetable. Acudieron en masa. El patrón los puso a
construir olerías y un terraplén que avanzó al encuentro de los futuros rieles.
Con los
ladrillos rojizos que salían de los hornos se edificó la fábrica. Después
llegaron las complicadas maquinarias, el trapiche de hierro, los grandes tachos
de cobre para la cocción. Tuvieron que transportarlos en alzaprimas desde el
terminal del ferrocarril, sobre una distancia de más de diez leguas.
Se
levantaron los depósitos, algunas viviendas, la comisaría la proveeduría. Los
hombres trabajaban como esclavos. Y no era más que el comienzo. Pero de los
patacones con que soñaban, no veían ni "el pelo en la chipa", porque
el patrón les pagaba con vales.
—Acciones
al portador, muchachos—les decía los sábados—. Váyanse tranquilos.
—Kuatiá
reí, patrón—se atrevió alguno a protestar.
—¿Qué dice
éste?—preguntó a Penayo, que echaba su sombra protectora sobre él.
—Papel
debarte —tradujo el mulato.
—Tonto,
más que tonto—argumentó sonriendo el patrón—. El papel es la madre del dinero.
Y este papel es más fuerte que el peso fuerte. Son acciones al portador. Vayan
a la proveeduría y verán.
Eso de
"acciones al portador" sonaba bien pero ellos no lo entendían. Creían
que era algo bueno relacionado con el futuro. Tomaban sus vales y se iban al
almacén de la proveeduría que chupaba sus jornales a cambio de provistas y
ropas diez o veinte veces más caras que su valor real. Pero eran ropas y
provistas y eso lo adquirían con la kuatiá reí, el papel blanco que era más
fuerte que el peso fuerte, que el patacón cañón.
Simón
Bonaví tejía su tela de araña con el jugo de las mismas moscas que iba cazando.
Llevaba los hilos de un lado a otro en sus manos pequeñas y regordetas,
balanceándose mucho al andar sobre sus piernas estevadas, como un péndulo
ventrudo, rapaz y sonriente. El péndulo de un reloj que marcaba un tiempo cuyo
único dueño era Simón Bonaví.
Los
nativos veían crecer el ingenio como un enorme quiste colorado. Lo sentían
engordar con su esfuerzo, con su sudor, con su temor. Porque un miedo sordo e
impotente también empezó a cundir. Su simple mente pastoril no acababa de
comprender lo que estaba pasando. El trabajo no era entonces una cosa buena y
alegre. El trabajo era una maldición y había que soportarlo como una maldición.
Antes de
que la fábrica estuviera lista, Simón Bonaví ya tenía bien ablandada a la gente
por la intimidación. Él seguía sonriendo mansamente y aspirando el casto rapé
de sus entrepiernas. No intervenía personalmente en la tarea del amansamiento.
Para eso había puesto al frente de los trabajos a Eulogio Penayo, que ahora
blandía a todas horas un largo y grueso teyú-ruguai atado al puño.
—¡Chake,
Ulogio!...—susurraba el miedo en el terraplén, en las olerías, en los rozados,
en los galpones. Y la cola de cuero trenzada restallaba en la tierra, en la
madera, en las máquinas, en las espaldas sudorosas de los esclavos. A veces
sonaban los tiros del parabellum en son de amedrentamiento. Penayo quería que
supiesen que él era tan zambo para los trallazos como para los balazos.
Uno de los
tiros dio en la cabeza de Esteban Blanco, que se atrevió a levantar la mano
contra el capataz. El mulato le disparó a quemarropa.
—¡Omanó
Teba! ¡Ulogio oyuka Tebä-pe! —los testigos esparcieron la noticia.
Fue el
primer rebelde y el primer muerto. Lo arrojaron al río. El cadáver se alejó
flotando en un leve lienzo de sangre sobre la tela verde y sinuosa del agua.
Simón
Bonaví sonreía y se olía los dedos. Los ojos bizcos del mulato rondaban entre
las hojas y el polvo. El patrón era manso. El mulato era la sombra siniestra
del risueño hombrecito.
Entre los
dos cerraron el círculo en torno a los pobladores de Tebikuary del Guairá. Los
únicos que quedaron libres fueron los carpincheros. Ellos no quisieron vender
su vagabundo destino al patrón que compraba vidas con vales de papel para toda
la vida.
Vino una
peste. Enfermaron y murieron muchos. Algunos se animaron al principio a pedir
al patrón un adelanto para comprar remedios en San Juan de Borja. Con su mansa
sonrisa, Simón Bonaví los regresó:
—¡Ah, los
pobres no tenemos derecho a enfermarnos! Ahí está el río—dijo tirando leves pulgaradas
por sobre el hombro—. Denles agua, mucha agua, hasta que se cansen. El agua es
un santo remedio.
Por fin la
fábrica empezó a funcionar. Sus intestinos de hierro y de cobre defecaron un
azúcar blanco, más blanco que la arena del Paso. Blanco, dulce y brillante. Los
hombres, las mujeres y los niños oscuros de Tebikuary-Costa se asombraron de
que una cosa tan amarga como su sudor se hubiese convertido en esos cristalitos
de escarcha que parecían bañados de luna, de escamas trituradas de pescado, de
agua de rocío, de dulce saliva de lechiguanas.
—¡Azucá...,
azucá mörötï! ¡Ipörä itepa! —clamaron al unísono en voz baja. Algunos tenían
húmedos los ojos. Tal vez el reflejo del azúcar. Lo sentían dulce en los labios
pero amargo en los ojos donde volvía a ser jugo de lagrimales, arena dulce
empapada en lágrimas amargas.
En el
primer momento se dieron un atracón. Después tuvieron que comerlo a escondidas,
a riesgo de pagar un puñito con diez latigazos del mulato.
Terminada
la primera zafra, Simón Bonaví regresó a la capital dejando en la fábrica al
ingeniero alemán Forkel y en la comisaría a Eulogio Penayo.
Lo vieron
alejarse a caballo sonriendo y oliéndose los dedos, como si al marcharse se
sorbiera el resto de la luz y del aroma agreste que aún sobraban en Tebikuary
del Guairá. Se eclipsó detrás del mulato que lo escoltó hasta el tren.
En la
fábrica se enconó entonces el sombrío reinado del terror cuyos cimientos había
echado Simón Bonaví con gestos tiernos y blandas miradas azules. Forkel y
Penayo debían rendirle estrictas cuentas. Quedaban allí como el brazo diestro y
el siniestro del ventrudo hombrecito de Asunción.
De la
chimenea del ingenio salía un humo negro que manchaba el aire limpio, el cielo
en otro tiempo claro del valle. Era como el aliento de los desgraciados
enterrados vivos en el quiste de ladrillo y hierro que seguía latiendo a
orillas del río.
La noche
de San Juan, las hogueras pasaron ese año, fugitivas y espectrales, verdaderos
fuegos fatuos sobre el agua.
Solano
Rojas tenía entonces quince años y trabajaba ya como peón en la conductora del
trapiche. Él vio rebelarse y morir a Esteban Blanco. Su grito, su cabeza
destrozada por el balazo del parabellum, pero sobre todo su altivo gesto de
rebeldía contra el matón que lo había azotado, se le incrustaron en el alma.
Eulogio
Penayo siguió cometiendo tropelías y vejámenes sin nombre. Estaba
envalentonado. Se sabía impune y omnipotente. Ahora era también el comisario
del gobierno. Bonaví le había conseguido su nombramiento por decreto.
La
comisaría, una casa blanca con techo de cinc, tan siniestra como su ocupante,
estaba frente al recodo en la parte más alta de la barranca. Desde allí el
capataz-comisario vigilaba el ingenio como un perrazo negro aureolado de
sangriento prestigio. Allí arrastraba por las noches a las mujeres que quería
gozar en sus antojos lúbricos. A veces se oían los gritos o el llanto de las
infelices por entre las risotadas y palabrotas del mestizo.
Al año
siguiente de la partida del patrón, le tocó el turno a la madre de Solano, que
era una mujer todavía joven y bien parecida. Consiguió de ella todo lo que
quiso porque la amenazó, si se negaba, con que iría a matar a su hijo que
estaba trabajando en la fábrica. Solano lo ignoró hasta mucho después, cuando
ya el mulato estaba muerto y cuando una venganza personal hubiera carecido ya
de sentido aun en el caso de no estarlo.
Pero
entretanto, otro enemigo les apareció de improviso a los peones de la fábrica.
Max Forkel
hizo traer a su mujer de Asunción. Llegó montada a lo hombre y con traje de
amazona: botas negras, casaca y pantalón azules, sombrero de paño encasquetado
sobre el cabello teñido de indefinible color.
Desde el
primer momento supieron a qué atenerse con respecto a ella. Era una hembra
cerrera e insaciable, la versión femenina del mulato. Andaba todo el tiempo a
caballo fatigando los campos y mirando extrañamente a los hombres al pasar. Le
llamaron la "Bringa". La mancha azul de su casaca volaba en el viento
y en el polvo del ingenio a la mañana y a la tarde.
Al
principio, la "Bringa" se lió con el mulato. Salían juntos y se
tumbaban en cualquier parte, sin importárseles mucho que ocasionales
espectadores pudieran murmurar después:
—Ya lo
vimo' otra vé' a Ulogio y la Bringa... en el montecito.
—Parecen
burro y burra...
Pero Penayo
se cansó pronto de esta mujer cuarentona y repelente y acabó por volverle la
espalda. Entonces ella se dedicó a buscar candidatos entre la peonada joven.
Los mandaba llamar y se hacía cubrir por ellos con dádivas o bajo amenazas,
casi en las propias barbas del marido y probablemente con su tácita aceptación.
Algunos se prestaron a los seniles galanteos de la mujer del ingeniero, atacada
de furiosa ninfomanía. Y los que no querían transigir eran echados de la
fábrica. El dilema, sin embargo, era terrible: o las bubas de la Bringa o el
hambre y la persecución.
La Bringa
fue entonces la Vaca Brava.
—¡Vacá
ñarö..., vacá cose..., vacá pochy!
Cuatro
veces más las fogatas de San Juan habían bajado por el río.
Solano
Rojas era ya un hombre espigado y esbelto. Un día Anacleto Pakurí le trajo la
temida noticia.
—Ahora
quiere liarse con vo.
—¿Quién?—preguntó
Solano por preguntar. Sabía de quién se trataba. Sus veinte años vírgenes y
viriles se irguieron dentro de él con asco sombrío y turbulento.
—Ella,
Vacá Ñarö—dijo Anacleto friccionándose la bragadura—. Te va a mandar llamar.
Anoche e'tuve con ella. ¡Neike, tapy-pi, que jembrón chúcaro pa que' e' el
mujer del injiñero! Dié peso minte-ko me dio. Mä'é—sacó del bolsillo del
pantalón un billete nuevo con un hombre frentudo en el centro.
—¡Te
vendite, Anacleto!—Solano le arrancó el billete, escupió encima con rabia la
espuma amarilla de su naco. Después lo arrojó al suelo, lo pisoteó como una
víbora muerta y lo cubrió de tierra.
—Vi'a
dirme ko agora mimo a la curandera de Kande'á a ver pa si me limpia del
contagio—dijo humillado Anacleto—. Y vo'cuidate-ke, Solano. Yo ya te avisé.
Pero un
imprevisto acontecimiento libró a Solano de la acometida de la Vaca Brava.
Al día
siguiente de su encuentro con Anacleto el comisario amaneció muerto en su casa.
Tenía un cuchillo clavado en la espalda. Fue un asesinato misterioso. Era un
asesinato increíble. No había ningún indicio. La casa del perro negro era
inexpugnable y de él se decía que dormía con un ojo sobre el caño del parabellum.
Debía de ser una mujer. Tal vez la mujer de Forkel. La habían visto rondar la
casa blanca y después hablar con el mulato en el alambrado. Podía ser el mismo
Forkel. Lo único cierto era que el salvaje cancerbero de Simón Bonaví estaba
muerto. Y bien muerto. La gente tenía por fin algún respiro. Los viejos
rezaban, las mujeres lloraban de alegría.
Simón
Bonaví mandó a otro testaferro y junto con él a varios inmigrantes para que
procediera a una depuración de empleados, a una "cruza" general de
los elementos más antiguos.
—El
mestizaje aplaca las sangres y mejora los negocios—había dicho oliendo como
siempre el olor del dinero, que él guardaba en la botonadura del pantalón.
Max Forkel
también fue despedido. Simón Bonaví dio al testaferro instrucciones precisas
con respecto al ingeniero alemán.
—Es
blando, inepto con la gente, cobra un sueldo muy subido. Y tiene esa mujer que
es un asco de inmoralidad. Además, ya no necesitamos de él. Me lo pone de
patitas en la calle, sin contemplaciones.
Se marchó
a pie con su mujer por el terraplén, cargado de valijas como un changador.
La Vaca
Brava parecía que por fin se hubiese amansado. Iba extrañamente tranquila al
lado del marido, como una sumisa y verdadera esposa. Estaba irreconocible.
Vestía un sencillo vestido de percal floreado y no el agresivo traje de amazona
que había usado todo el tiempo. El peso de un maletín negro que llevaba en la
mano la encorvaba un poco. Parecía al mismo tiempo más vieja y más joven. Y el
ala de un ajado sombrero de toquilla suavizaba y hacía distante la expresión de
su rostro repulsivo en el que algo indescriptible como una sonrisa de
satisfacción o de renuncia flotaba tristemente ennobleciéndolo en cierta
manera. Una sola vez se volvió con recatada lentitud como despidiéndose de un tiempo
que allí moría para ella.
Un viejo
cuadrillero cuchicheó a otro en el terraplén:
—La Vaca
Brava le arreló a Ulogio Penayo. No puede ser otra.
—Jhee,
compagre. No engaña el yablo por má manso que se ponga.
—En la
valija lleva el lasánima del mulato.
—¡Jha kuñá
takú! Al fin sirvió para algo...
Pero era
como si hablaran de un ser que ya tampoco existía, porque en ese momento una
nube de polvo acabó de borrar el maletín negro y el vestido floreado.
La ex
comisaría quedó abandonada por un tiempo sobre el talud calizo. Se decía que el
alma en pena de Ulogio Penayo se lamentaba allí por las noches. Después la
ocupó otro matrimonio alemán que tenía una hijita de pocos años.
Una noche
que trajeron a la casa a un carpinchero muerto por un lobo-pe, la niña desapareció
misteriosamente. Era una noche de San Juan y los fuegos resbalaban en la
garganta del río.
La madre
enloqueció al ver que el cadáver del carpinchero se transformaba en un mulato,
un mulato gigantesco que lloraba y se reía y andaba golpeándose contra las
paredes. Afirmaba que él había robado a su hijita. Pero eso era solamente la
invención de su locura. El carpinchero muerto seguía estando donde lo habían
puesto bajo el alero de la casa, estremecido por los rojizos reflejos.
Otras
cuatro veces las fogatas de San Juan de Borja pasaro aguas abajo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario