Carpincheros
La primera
noche que Margaret vio a los carpincheros fue la noche de San Juan.
Por el río
bajaban flotando llameantes islotes. Los tres habitantes de la casa blanca corrieron
hacia el talud para contemplar el extraordinario espectáculo. Las fogatas
brotaban del agua misma. A través de ella aparecieron los carpincheros.
Parecían
seres de cobre o de barro cocido, parecían figuras de humo que pasaban ingrávidas
a flor de agua. Las chatas y negras embarcaciones hechas con la mitad de un tronco
excavado apenas se veían. Era flotilla entera de cachiveos. Se deslizaron silenciosamente
por entre el crepitar de las llamas, arrugando la chispeante membrana del río.
Cada
cachiveo tenía los mismos tripulantes: dos hombres bogando con largas tacuaras,
una mujer sentada en el plan, con la pequeña olla delante. A proa y a popa, los
perros
expectantes e inmóviles, tan inmóviles como la mujer que echaba humo del
cigarro sin sacarlo en ningún momento de la boca. Todas parecían viejas, de tan
arrugadas y flacas. A través de sus guiñapos colgaban sus fláccidas mamas o
emergían sus agudas paletillas. Solo los hombres se erguían duros y fuertes.
Eran los únicos que se movían.
Producían la sensación de andar sobre el agua entre los islotes de
fuego. En ciertos momentos, la ilusión era perfecta. Sus cuerpos elásticos, sin
más vestimenta que la baticola de trapo arrollada en torno de sus riñones sobre
la que se hamacaba el machete desnudo, iban y venían alternadamente sobre los
bordes del cachiveo para impulsarlo con los botadores. Mientras el de babor,
cargándose con todo el peso de su cuerpo sobre el botador hundido en el agua, retrocedía
hacía popa, el de estibador con su tacuara recogida avanzada hacia proa para repartir
la misma operación que su compañero de boga. El vaivén de los tripulantes
seguía así a lo largo de toda la fila sin que ninguna embarcación sufriera la
más leve oscilación, el más ligero desvío. Era un pequeño prodigio de equilibrio.
Iban silenciosos. Parecían mudos, como si la voz formara apenas parte de
su vida errabunda y montaraz. En algún momento levantaron sus caras, tal vez
extrañados también de los tres seres de harina que desde lo alto de la barranca
verberante los miraban pasar.
Alguno que otro perro ladró. Alguna que otra palabra gutural e incomprensible
anduvo de uno a otro cachiveo, como un pedazo de lengua atada a un sonido
secreto.
El agua ardía. El banco de arena era un inmenso carbunclo encendido al
rojo vivo. Las sombras se los carpinchos resbalaron velozmente sobre él. Pronto
los últimos carpincheros se esfumaron en el recodo del río. Habían aparecido y
desaparecido como en una alucinación.
Margaret quedó fascinada. Su vocecita estaba ronca cuando preguntó:
— ¿Son indios esos hombres, papá?
— No, gretchen, son los vagabundos del río, los gitanos del agua
—respondió el mecánico alemán.
¿Y que hacen?
— Cazan carpinchos.
— ¿Para qué?
— Para alimentarse de su carne y vender el cuero.
— ¿ De dónde vienen?
— ¡Oh, Püppchen nunca se sabe!
— ¿Hacia dónde van?
— No tienen rumbo fijo. Siguen el curso de los ríos. Nacen, viven y
mueren, Vati, ¿dónde les dan sepultura?
— En agua, como a los marineros en alta mar — la voz de Eugen tembló un
poco.
— ¿En el río, Vati?
— Son las fogatas de San Juan de Borja las encienden esta noche sobre el
agua en homenaje a su patrono.
— ¿Cómo sobre el agua? –siguió exigiendo Margaret.
— No sobre el agua misma, Gretchen. Sobre los camalotes. Son como
balsas flotantes. Las acumulan en gran cantidad, las cargan con brazas de paja
y ramazones secas, les pegan fuego y las hacen zarpar. Alguna vez iremos a San
Juan de Borja a verlo hacer.
Durante un buen trecho, el río brillaba como una serpiente de fuego
caída de la noche mitológica.
Así se estaba representando probablemente Margaret el río lleno de hogueras.
— ¿Y los carpincheros arrastran esos fuegos con sus canoas?
— No, Gretchen; bajan solos en la correntada. Los carpincheros
sólo traen sus canoas a que los fuegos del Santo chamusquen su madera para
darles suerte y tener una buena cacería durante todo el año. Es una vieja costumbre.
— ¿Cómo lo sabes, Vati? – la curiosidad de la niña era
inagotable. Sus ocho años de vida estaban conmovidos hasta la raíz.
— ¡Oh, Gretchen! – la reprendió Ilse suavemente–. ¿Por qué
preguntas tanto?
— ¿Cómo lo sabes, Vati? –insistió Margaret sin hacer caso.
— Los peones de la fábrica me informaron. Ellos conocen y quieren mucho
a los carpincheros.
— ¿Por qué?
— Porque los peones son como esclavos en la fábrica. Y los carpincheros
son libres en el río. Los carpincheros son como las sombras vagabundas de los
esclavos cautivos en el ingenio, en los cañaverales, en las máquinas – Eugen se
había ido exaltando poco a poco-. Hombres prisioneros de otros hombres. Los
carpincheros son los únicos que andan en libertad. Por eso los peones los
quieren y los envidian un poco.
— Ja – dijo solamente la niña, pensativa.
Desde entonces, la fantasía de Margaret quedó totalmente ocupada por los
carpincheros. Habían nacido del fuego delante de sus ojos. Las hogueras del
agua los habían traído. Y se habían perdido en medio de la noche como fantasmas
de cobre, como ingrávidos personajes de humo.
La explicación de su padre no la satisfizo del todo, salvo tal vez en un
solo punto: en que los hombres del río eran seres envidiables. Para ella eran
además, seres hermosos, adorables.
Torturó su imaginación e inventó una teoría. Les dio un nombre más
acorde con su misterioso origen. Los llamó hombres de la luna. Estaba
firmemente convencida de que ellos procedían del pálido planeta de la noche por
su color, por su silencio, por su extraño destino.
“Los ríos bajan de la luna – se decía–. Si los ríos son camino –concluía
fantástica– es seguro que ellos son los Hombres de la Luna”. Por un tiempo lo
supo ella solamente. Ilse y Eugen quedaron al margen de su secreto.
No hacía mucho que habían arribado al ingenio azucarero de Tebicuary del
Guairá. Llegaron directamente desde Alemania, poco después de finalizada la
Primera Guerra Mundial.
A ellos, que venían de las ruinas, del hambre, del horror, Tebicuary
Costa se les antojó al comienzo un lugar propicio. El río verde, las palmeras
de humo bañados por el viento norte, esa fábrica rústica, casi primitiva, los
ranchos, los cañaverales amarillos, parecían suspendidos irrealmente en la
verberación del sol como en una inmensa telaraña de fiebre polvorienta. Sólo
más tarde iban a descubrir todo el horror que encerraba también esa telaraña
donde la gente, tiempo, los elementos, estaban presos en su nervadura seca y
rojiza alimentada con la clorofila de la sangre. Pero los Plexnies arribaron al
ingenio en un momento de calma relativa. Ellos no querían más que olvidar.
Olvidar y recomenzar.
– Este sitio es bueno –dijo Eugen apretando los puños y tragando el aire
a bocanadas llenas, el día que llegaron. Más que convicción, había esperanza en
su voz, en su gesto.
– Tiene que ser bueno –corroboró simplemente Ilse. Su marchita belleza
de campesina bávara estaba manchada de tierra en el rostro, ajada de tenaces
recuerdos.
Margaret parecía menos una niña viva que una muñeca de porcelana,
menudita, silenciosa, con sus ojos de añil lavado y sus cabellos de lacia plata
brillante. Traía su vestido de franela tan sucio como sus zapatos remendados.
Llegó aupada en los recios y tatuados brazos de Eugen, de cuya cara huesuda goteaba
el sudor sobre las rodillas de su hija.
En los primeros días habitaron un galpón de hierros viejos en los fondos
de la fábrica. Comían y dormían entre la ortiga y la herrumbre. Pero el
inmigrante alemán era también un excelente mecánico tornero, de modo que
enseguida lo pusieron al frente del taller de reparaciones. La administración
les asignó entonces la casa blanca con techo de cinc que estaba situada en ese
solitario recodo del río.
En la casa blanca había muerto asesinado el primer testaferro de Simón
Bonaví, dueño del ingenio.
– No te de` cuida-ke, don Oiguen. En la`sánima en pena de Eulogio
Penayo, el mulato asesinado, ko alguna noche nada por el Oga- Morotî. Nojotro`
solemo` oír su lamentación.
Eugen Plexnies no era supersticioso. Tomó la advertencia con un poco de
sorna y la transmitió a Ilse, que tampoco lo era. Pero entre los dos se
cuidaron muy bien de que Margaret sospechara siquiera el siniestro episodio acaecido
allí algunos años.
Como si lo intuyera, sin embargo, Margaret al principio, más aún que en
el galpón de hierros viejos, se mostraba temerosa y triste. Sobre todo por las
tardes, al caer la noche. Los chillidos de los monos en la ribera boscosa la hacían
temblar. Corría a refugiarse en los brazos de su madre. – Están del otro lado,
Gretchen –la consolaba Ilse–. No pueden cruzar el río. Son monitos chicos, de
felpa, parecidos a juguetes. No hacen daño.
– ¿Y cuando tendré uno? – pedía entonces Margaret, más animada. Pero
siempre tenía miedo y estaba triste.
Entonces fue cuando vio a los carpincheros entre las fogatas, la noche
de San Juan. Un cambio extraordinario se operó en ella de improviso. Pedía que
la llevaran a la alta barranca de piedra caliza que caía abruptamente sobre el
agua. Desde allí se divisaba el banco de arena de la orilla opuesta, que cambiaba
de color con la caída de la luz. Era un hermoso espectáculo. Pero Margaret se
fijaba en las curvas del río. Se veía que aguardaba con ansiedad apenas
disimulaba el paso de los carpincheros.
El río se deslizaba suavemente con sus islas de camalotes y sus raigones
negros aureolados de espuma. El canto de guaimingüe sonaba en la espesura como
una ignota campana sumergida en la selva. Margaret ya no estaba triste ni
temerosa. Acabó celebrando con risas y palmoteos el salto plateado de los peces
que se zambullía en busca de su presa. Parecía completamente adaptada al medio,
y su secreta impaciencia era tan intensa que se parecía a la felicidad.
Cuando esto sucedió, Eugen dijo con una profunda inflexión en la voz:
– ¿Ves, Ilse? Yo sabía que este lugar es bueno.
– Sí, Eugen; es bueno porque permite reír a nuestra hijita.
En la alta barranca abrazaron y besaron a Margaret, mientras la noche,
como un gran pétalo negro cargado de aromas, silencio, luciérnagas, lo devoraba
todo menos el espejo tembloroso del agua y el fuego blanco y dormido del
arenal.
– ¡Miren, ahora se parece a un gosser queso flotando en el agua!
–comentó Margaret riéndose. Ilse pensó en los grandes quesos de leche de yegua
de su aldea. Eugen, en cierto banco de hielo en que su barco había encallado una
noche cerca del Shager-Rak, durante la guerra, persiguiendo a un submarino
inglés.
Por la mañana venían las lavanderas. Sus voces y sus golpes subían del
fondo de la barranca. Margaret salía con su madre a verlas trabajar. La lejía
manchaba el agua verde con un largo cordón de ceniza que bajaba en la correntada
a lo largo de la orilla en la herradura.
Enfrente, el banco de arena reverberaba bajo el sol. Se veía cruzar
sobre él la sombra de los pájaros. Una mañana vieron tendido en la playa un
yacaré de escamosa cola y lomo dentado.
– ¡Un dragón, mamá…! –gritó Margaret, pero ya no sentía miedo.
– No, Gretchen. Es un cocodrilo.
– ¡Que lindo! Parece hecho de piedra y de alga.
Otra vez, un venadito llegó saltando por entre el pajonal hasta muy
cerca de la casa. Cuando Margaret corrió hacia él llamándolo, huyo trémulo y
flexible, dejando en los ojos celestes de la alemanita un regusto de ternura salvaje,
como si hubiera visto saltar por el campo un corazón de hierba dorada, el
fugitivo corazón de la selva. Otra vez fue guacamayo de irisado cuerpo granate,
pecho índigo y verde, alas azules, larga cola roja y azul y ganchudo pico de
cuerno; un arco iris de pluma y ronco granizado posado en la rama de timbó.
Otra vez, una víbora de coral que Eugen mató con el machete entre los yuyos de
potrero. Así Margaret fue descubriendo la vida y el peligro en el mundo de
hojas, tierno, áspero, insondable, que la rodeaba por todas partes.
Empezó a amar su ruido, su color, su misterio, porque en él percibía
además la invisible presencia de los carpincheros. En las noches de verano,
después de cenar, los tres moradores del caserón blanco salían a sentarse en la
barranca. Se quedaban allí tomando el fresco hasta que los mosquitos y jejenes
se volvían insoportables. Ilse cantaba a media voz canciones de su aldea natal,
que el chapoteo de la correntada entre las piedras desdibujada tenuemente o
mechaba de hiatos trémulos, como si la voz sonara en canutillos de agua. Eugen,
fatigado por el trabajo de taller, se tendía sobre el pasto con las manos debajo
de la nuca. Miraba hacia arriba recordando su antiguo y perdido oficio de
marino, dejando que la inmensa espiral del cielo verdinegro, cuajado de
enruladas virutas brillantes como su torno, se le estancara al fondo de los
ojos. Pero no podía anular la preocupación que lo trabajaba sin descanso, cuyos
pechos oprimidos se estaba incubando la rebelión. Eugen pensaba en los esclavos
del ingenio. La cabecita platinada de Margaret soñaba, en cambio, con los
hombres libres del río, con sus fabulosos Hombres de la Luna.
Esperaba cada noche verlos bajar por el río.
Los carpincheros aparecieron dos o tres veces más en el curso de ese
año. A la luz de la luna, más que el fulgor de las hogueras, cobraban su
verdadera substancia mitológica en el corazón de Margaret.
Una noche desembarcaron en la arena, encendieron pequeñas fogatas para
asar su ración de pescado y después de comer se entregaron a una extraña y
rítmica danza, al son de un instrumento parecido a un arco pequeño. Una de sus
puntas penetraba en un porongo partido por la mitad y forrado en tirante cuero de
carpincho. El tocador se pasaba la cuerda del arco por los dientes y le
arrancaba un zumbido sordo y profundo como si a cada boqueada vomitara en la
percusión el trueno acumulado en su estómago.
Tum-tu-tum…Tam-tatam… Ta-tam…Tu-tum..Ta-tam...Tam-ta-tam...
Arcadas de ritmo caliente en la cuerda del gualambau, en el tambor de
porongo, en la dentadura del tocador. Sonaban sus costillas, su piel de cobre,
su estómago de viento, el porongo parchado de cuero y temblor, con su tuétano
de música profunda parecida a la noche del río, que hacía hamacar los pies
chatos, los cuerpos de sombra en el humo blanco del arenal.
Tum-tu-tum…Tam-ta-tam...Tu-tum...Tatam... Tu-tummmm.
La respiración de Margaret se acompasaba con el zumbido del gualambau.
Se sentía atada misteriosamente a ese latido cadencioso encajonado en las
barrancas.
Cesó la música. El hilván negro de los cachiveos se puso en movimiento
con sus botadores de largas tacuaras que parecían andar sobre el agua, que se
más queda, hasta desvanecerse en la tiniebla azul y rayada de luciérnagas.
Los esperaba siempre. Cada vez con impaciencia más desordenada. Siempre
sabía cuándo iban a aparecer y se llenaba de una extraña agitación, antes de
que el primer cachiveo bordeara el recodo a lo lejos, en el hondo cauce del
río.
– ¡Ahí vienen! –la vocecita de Margaret surgía rota por la emoción.
El canturreo gangoso o el silencio de Ilse se interrumpían. Eugen se
incorporaba asustado.
– ¿Cómo lo sabes, Gretchen?
– No sé. Los siento venir. Son los Hombres de la Luna… de la Luna…
Era infalible. Un rato después, los cachiveos pasaban peinando la
caballera de cometa verde del río. El corazón le palpitaba fuertemente a
Margaret. Sus ojitos encandilados rodaban en las estelas de seda líquida hasta
que el último de los cachiveos desaparecía en el otro recodo detrás del brillo
espectral del banco de arena roído por los pequeños cráteres de sombra.
En esas noches, la pequeña Margaret hubiera querido quedarse en la
barranca hasta el amanecer porque los sigilos vagabundos del río podían volver
a remontar la corriente en cualquier momento. ¡No quiero entrar todavía! ¡No me
gusta la casa blanca! ¡Quiero quedarme aquí…, aquí! –gimoteaba. La última vez
se aferró a los hierbajos de la barranca. Tuvieron literalmente que arrancarla
de allí. Entonces Margaret sufrió un feo ataque de nervios que la hizo llorar y
retorcerse convulsivamente durante toda la noche. Sólo la claridad del alba la
pudo calmar.
Después durmió casi veinticuatro horas con un sueño inerte, pesado.
–El espectáculo de los carpincheros– dijo Ilse a su marido –está enfermo
a Margaret.
–No saldremos más a la barranca– decidió él, sordamente preocupado.
–Será mejor, Eugen– convino Ilse.
Margaret no volvió a ver a los Hombres de la Luna en los meses que
siguieron. Una noche los oyó pasar en la garganta del río. Ya estaba acostada
en su catrecito. Lloró en el silencio, contenidamente. Temía que su llanto la
delatara. El ladrido de los perros se apagó en la noche profunda, el tenue rumor
de los cachiveos arañados de olitas fosfóricas.
Margaret los tenía delante de los ojos. Se cubrió la cabeza con las
cobijas. De pronto dejó de llorar y se sintió extrañamente tranquila porque en
un esfuerzo de imaginación se vio viajando con los carpincheros, sentadita,
inmóvil, en uno de los cachiveos. Se durmió pensando en ellos y soñó con ellos,
con su vida nómada y bravía deslizándose sin término por callejones de agua en
la selva.
Con el día su pena recomenzó. Nada peor que la prohibición de salir a la
barranca podía haberle sucedido. Volvió a ser triste y silenciosa. Andaba por
la casa como una sombra, humillada y huraña. Llegó a detestar en secreto todo
lo que la rodeaba: el ingenio en que trabajaba su padre, el sitio sombrío que habitaban,
la vivienda de paredes encaladas y ruinosas, su pieza, cuya ventana daba hacia
la barranca, pero a través de la cual no podía divisar a sus deidades acuáticas
cuando ella sola escuchaba en la noche el roce de los cachiveos sobre el río.
A pesar de todo, Margaret fue mejorando lentamente, hasta que ella misma
creyó que había olvidado a los Hombres de la Luna. La casa blanca pareció
reflotar con la dicha plácida de sus tres moradores como un témpano tibio en la
noche del trópico. Para celebrarlo, Eugen agregó otro tatuaje a los que ya
tenía en su pellejo de ex marino. En el pecho, sobre el corazón, junto a dos
anclas en cruz, dibujó con tinta azul el rostro de Margaret. Salió bastante
parecido.
–Ya no te podrás borrar de aquí, Gretchen. Tengo tu foto bajo la
piel.
Ella reía feliz y abrazaba cariñosa al papito.
Así llegó otra vez la noche de San Juan. La noche de las fogatas sobre
el agua.
Eugen, Ilse y Margaret se hallaban cenando en la cocina cuando los
primeros islotes incandescentes empezaban a bajar por el río. El errabundo
fulgor que subía de la garganta rocosa les doró el rostro. Se miraron los tres,
serios, indeciso, reflexivos. Eugen por fin sonrió y dijo:
– Sí, Gretchen. Esta noche iremos a la barranca a ver pasar las
hogueras.
En ese mismo momento llegó hasta ellos el aullido de un animal, mezclado
al grito angustioso de un hombre. El aullido salvaje volvió a oírse con un
timbre metálico indescriptible: se parecía al maullido de un gato rabioso, a
una uña de acero rasgando súbitamente una hoja de vidrio.
Salieron corriendo los tres hacia la barranca. Al resplandor de las
fogatas vieron sobre el arenal a un carpinchero luchando contra un bulto
alargado y flexible que daba saltos prodigiosos como una bola de plata peluda
disparada en el espiral a su alrededor.
– ¡Es un tigre del agua! –murmuró Eugen, horrorizado.
– ¡Mein gott! –gimió Ilse.
El carpinchero lanzaba desesperados machetazos a diestro y siniestro,
pero el lobo-pe, rápido como luz, tornaba inofensivo el vuelo decapitador del
machete.
Los otros carpincheros estaban desembarcando ya también en el arenal,
pero era evidente que no conseguirían llegar a tiempo para acollar y liquidar
entre todos a la fiera. Se oían las lamentaciones de las mujeres, los gritos de
coraje de los hombres, el jadeante ladrar de los perros. El duelo tremendo duró
poco, contados segundos a lo más. El carpinchero tenía ya un canal sangriento
desde la nuez hasta la boca del estómago. El lobo-pe seguía saltando a su alrededor
con agilidad increíble. Se veía su lustrosa pelambre manchada por la sangre del
carpinchero. Ahora era un bulto rojizo, un tizón alado de larga cola nebulosa,
cimbrándose a un lado y otro en sus furiosas acometidas, tejiendo su danza
mortal en torno al hombre oscuro. Una vez más saltó a su garganta y quedó
pegado a su pecho porque el cerrarse sobre él hundiéndole el machete en el lomo
hasta el mango, de tal modo que la hoja debió hincarse en su pecho como un
clavo que los fundía a los dos. El grito de muerte del hombre y el alarido metálico
de la fiera rayaron juntos al tímpano del río. Juntos empezaron a chorrear los borbotones
de sus sangres. Por segundo más, el carpinchero y el lobo-pe quedaron erguidos
en ese extraño abrazo como si simplemente hubieran estado acariciándose en una
amistad profunda, doméstica, comprensiva. Luego se desplomaron pesadamente, uno
encima de otro, sobre la arena, entre los destellos oscilantes.
Después de algunos instantes el animal quedó inerte. Los brazos y las
piernas del hombre aún se movían en un ansia crispada de vivir. Un carpinchero
desclavó de un tirón al lobo-pe del pecho del hombre, lo degolló y arrojó al
río con furia su cabeza de agudo hocico y atroces colmillos. Los demás
empezaron a rodear al moribundo.
Ilse tenía el rostro cubierto con las manos. El espanto estrangulaba sus
gemidos.
Eugen estaba rígido y pálido con los puños hundidos en el vientre. Solo
Margaret había contemplado la lucha con expresión impasible y ausente. Sus ojos
secos y brillantes miraban hacia abajo con absoluta fijeza en la inmovilidad de
la inconsciencia o el vértigo.
Solamente el ritmo de su respiración era más agitado. Por un misterioso
pacto con las deidades del río, el horror la había respetado. En el talud
calizo iluminado por las fogatas que bogaban a la deriva, ella misma era una pequeña
deidad casi incorpórea, irreal.
Los carpincheros parecían no saber qué hacer. Algunos de ellos
levantaron sus caras hacia la casa de los Plexnies y la señalaron con gestos y
palabras ininteligibles. Era la única vivienda en esos parajes desiertos.
Deliberaron. Por fin se decidieron. Cargaron al herido y lo pusieron en un
cachiveo. Toda la flotilla cruzó el río. Volvieron a desembarcar y treparon por
la barranca.
Margaret, inmóvil, veía subir hacia ella, cada vez más próximos, a los
Hombres de la Luna. Veía subir sus rostros oscuros y aindiados. Los ojos chicos
bajo el cabello hirsuto y duro como crin negra. En cada ojo había una hoguera
chica. Venían subiendo las caras angulosas con pómulos de piedra verde, los
torsos cobrizos y sarmentosos, las manos inmensas, los pies córneos y chatos.
En medio subía el muerto que ya era de tierra. Detrás subían las mujeres
harapientas, flacas y tetadas.
Subían, trepaban, reptaban hacia arriba como sombras pegadas a la
resplandeciente barranca. Con ellos subían las chispas de las fogatas, subían
voces guturales, el llanto de iguana herida de alguna mujer, subían ladridos de
los que iban brotando los perros, subía un hedor de plantas acuáticas, de
pescados podridos, de catinga de carpincho, de sudor…
Subían, subían…
– ¡Vamos, Gretchen! Ilse la arrastró de las manos.
Eugen trajo el farol de la cocina cuando los carpincheros llegaron a la
casa. Sacó al corredor un catre de trama de cuero y ordenó con gestos que lo
pusieran en él. Después salió corriendo hacia la enfermería para ver si aún podía
traer algún auxilio a la víctima. Ya desde el alambrado gritó:
– ¡Vuelvo enseguida, Ilse! ¡Prepara agua caliente y recipientes limpios!
Ilse va a la cocina, mareada, asustada. Se le escucha manejarse a ciegas
en la penumbra roja. Suenan cacharros sobre la hornalla. El destello humoso del
farol arroja contra las paredes las sombras movedizas de los carpincheros
inmóviles, silenciosos, hasta el llanto de iguana ha cesado. Se oye gotear la sangre
en el suelo. A través de los cuerpos coriáceos, Margaret ve el pie enorme del carpinchero
tendido en el catre. Se acerca un poco más. Ahora ve el otro pie. Son como dos chapas
callosas, sin dedos casi, sin talón, cruzados por las hondas hendiduras de
roldana que el borde filoso del cachiveo ha cavado allí en leguas y leguas, en
años y años de un vagabundo destino por los callejones fluviales.
Margaret piensa que esos pies ya no andarán sobre el agua y se llena de
tristeza. Cierra los ojos. Ve el río cabrilleante, como tatuado de luciérnagas.
El olor almizclado, el recio aroma montaraz de los carpincheros ha henchido la casa,
lucha contra la tenebrosa presencia de la muerte, alza en vilo el pequeño, el
liviano corazón de Margaret. Lo aspira con ansias.
Es el olor salvaje de la libertad y de la vida. De la memoria de
Margaret se están borrando en este momento muchas cosas. Su voluntad se endurece
en torno a un pensamiento fijo y tenso que siente crecer dentro de ella. Ese
sentimiento la empuja. Se acerca a un carpinchero alto y viejo, el más viejo de
todos, tal vez el jefe. Su mano se tiende hacia la gran mano oscura y queda
asida a ella como una diminuta mariposa blanca posada en una piedra del río.
Las hogueras siguen bajando sobre el agua. La sangre gotea sobre el piso. Los
carpincheros van saliendo. Durante un momento sus pies callosos raspan la
tierra del patio rumbo a la barranca con un rasguito de carapachos veloces y
rítmicos. Se van alejando. Cesa el rumor.
Vuelve a oírse el desagüe del muerto solo, abandonado en el corredor. No
hay nadie. Ilse sale de la cocina. El miedo, el pavor, el terror, la paralizan
por un instante como un baño de cal viva que agrietada sus carnes y le quema
hasta la voz. Después llama con un grito blanco, desleído, que se estrella en
vano contra las paredes blancas y agrietadas:
– ¡Margaret…, Gretchen…!
Corre hacia la barranca. El hilván de los cachiveos está doblando el
codo entre las fogatas. Los destellos muestran todavía por un momento, antes de
perderse en las tinieblas, los cabellos de leche de Margaret. Va como una luna
chica en uno de los cachiveos negros.
– ¡Gretchen…, mein herzchen…!
Ilse vuelve corriendo a la casa. Un resto de instintiva esperanza la
arrastra. Tal vez; tal vez no se ha ido.
– ¡Gretchen…, Gretchen…! – su grito agrio y seco tiene ya la
desmemoriada insistencia de la locura.
Llega en el momento en que el carpinchero muerto se levanta del catre convertido
en un mulato gigantesco. La oye reír y llorar. Lo ve andar como un ciego, golpeándose
contra las paredes. Busca una salida. No la encuentra. La muerte tal vez lo acorrala
tapia. Suena su risa. Suenan sus huesos contra la tapia. Suena su llanto
quejumbroso. Ilse huye, huye de nuevo hacía el río, hacia el talud. Las
hogueras rojas bajan por el agua.
– ¡Gretchen…, Gretchen…!
Un trueno sordo le responde ahora. Surge del río, llena toda la caja
acústica del río ardiendo bajo el cielo negro. Es el gualambau de los
carpincheros. Ilse se aproxima imantada por ese latido siniestro que llena
ahora toda la noche. Dentro de él está Gretchen, dentro de él tiembla el
pequeño corazón de su Gretchen…
Mira hacia abajo desde la barranca. Ve muchos cuerpos, los cuerpos sin
cara de muchas sombras que se han reunido a danzar en el arenal al compás del
tambor de porongo.
Tum-tu-tum… Tam-ta-tam… Ta-tam… Tu-tum… Tam-ta-tam…
Se hamacan los pies chatos y los cuerpos de sombra entre el humo blanco
del arenal. Dientes inmensos de tierra, de fuego, de viento, mascan la cuerda
de agua del gualambau y le hacen vomitar sus arcadas de trueno caliente sobre
la sien de harina de Ilse.
Tum-tu-tum… Tam-ta-tam… Tum-tutummm…
En el tambor de porongo el redoble rítmico y sordo se va apagando poco a
poco, se van haciendo cada vez más lento y tenue, lento y tenue. El último se
oye apenas como una gota de sangre cayendo sobre el suelo.
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