martes, 17 de julio de 2012

Roa Bastos - Cuento - (2)


Kurupí – (2)

9

Por esos días, sin embargo, Melitón Isasi sosegó su angurria salaz. Y el Viernes Santo, en la procesión, se le vio a él también arrimar el hombro a las parihuelas del Crucificado. Apolinario Rodas y los otros, la misma hermana Micaela, pensaron que el Cristo de Tupá-Rapé había hecho un nuevo milagro.
Sólo que un poco después Melitón Isasi volvió a las andadas.
El signo bestial de Kurupí seguía flotando sobre el pueblo. La Felicita Goiburú continuó cortando rosas en el patio frontero de la jefatura para llevarla a la vieja directora. Luego, a la salida, después del tañido de fierro que arrancaba a Melitón de sus siestas, se quedaba conversando un rato con él en el alambrado. Cada vez tardaba un poco más. Los ojos azules se le iban poniendo más soñadores y perdidos, con la luz de un alma vacilante que lucha consigo misma bajo el peso de una pasión o de un hechizo superior a sus fuerzas.
Una tarde, después de mirar a todos lados, entró en el despacho. Las puertas chirriaron despacio tras ella. La venadita se había metido en la trampa por propia voluntad. Y ahora estaba adentro como si ya hubiera caído del otro lado de la tierra. El cielo alto y vacío del anochecer empujaba inútilmente la puerta con tiznajo de su sombra carmesí.
Detrás del corazón agujereado del postigo, Brígida sollozaba. Luego fue a tumbarse sobre una cisterna y quedó boca abajo, como muerta, chatas las nalgas contra el piso, los tendones de las piernas azuleados por las várices. Toda ella seca, aplastada, mísera como una cáscara.
La hermana Micaela entró como una tromba un rato después.
—¡Santo Señor de la Paciencia!... —tartamudeó—. ¡Ahora no sé qué va a pasar..., si vuelven los hermanos Goiburú! ¡Felicita es la niña de sus ojos!... ¡Y ahora está allí, haciendo sus porquerías! ¡Pero yo la vi..., yo la vi entrar!...
Brígida no se movía. La celadora, con un crujido de cuentas de madera, se acercó, y continuó sobre ella, como inculpándola:
¡Entró porque quiso! ¡Ella buscó a don Melitón, se le metió adentro como una ternera corsaria! ¡Qué barbaridad! . ..
Hacía ruido inútilmente, porque la otra no la oía.

10

Comenzaba el segundo año de guerra allá lejos.
Una guerra que no llevaba trazas de terminar. Podía durar un año, o diez, o cien más. Todo seguiría igual en Itapé, donde el tiempo era como agua de tajamar, parada y espesa, con ese sarro verdoso de la superficie, que les gusta a los moscones.
Juana Rosa había desaparecido sin dejar rastros.
Ahora la Felicita Goiburú pasaba en las siestas, mirando mucho hacia adentro. En ocasiones, a través de la puerta entornada un poco antes de dormirse, Melitón le movía la mano, ya soñoliento, desde el catre de lonjas donde se hallaba tumbado. Entonces ella apuraba el pasito, contenta. El rosal se había secado. Pero todo estaba achicharrado por el verano. A la salida de la escuela, Felicita entraba en el despacho y Melitón empujaba la puerta desde el catre con el pie. Ya no era un secreto para nadie.
Melitón Isasi interrumpió las recorridas nocturnas. Estaban asombrados. Lo que no había conseguido el Cristo de Tupá-Rapé, lo consiguió la Felicita. Ya no se metía de rondón en los ranchos de las mujeres solas, ni aguaitaban en el patio de atrás, preparando el rancho de los agentes, las que él quería tener más cerca por un tiempo. Se dedicó por entero a Felicita, lo olvidó todo, se apegó a ella con la blandura del tiento sobado. Su voz se puso grave y pausada. Ya no gritaba, no se enojaba. Sólo con Brígida. Pero aun con ella se había vuelto más tolerante.
De su autoridad no le quedó más que esa rebaba áspera, que Felicita suavizaría por las tardes, en la penumbra del despacho. No lo podía creer. Melitón Isasi parecía enamorado de verdad. Y no de una mujer hecha y derecha como Juana Rosa, como las otras que habían pasado por la jefatura, sino de esa muchachita de ojos azules en cuyo cuerpo apenas comenzaban a romper las formas núbiles. La pajarita quinceañera fascinaba al búho cuarentón de ojos dorados y sanguinolentos que la tenía apercollada en sus garras.
            Un año duró aquello. Pero entonces concluyó la guerra en el remoto Chaco. Comenzaron a volver los primeros desmovilizados.

11

Cuando Felicita supo que sus hermanos iban a regresar del frente, se apuró. Empezó a luchar entre la felicidad y la desgracia. Estaba grávida. Mostró la carta de sus hermanos a Melitón. Se hallaban ya en Asunción, esperando el Desfile de la Victoria y sus papeletas de desmovilización.
A él también empezó a entrarle miedo.
—Vamos a ir cuanto antes a una comadrona de Borja —dijo lúgubremente.
—Yo quiero tener un hijo tuyo, Melitón. ¡Es lo que más quiero! —gimió la muchacha—. Pero..., tengo miedo, ¡Te pido que me ayudes a tenerlo!
—¿Pero no ves que no se puede? —le gritó él irritado—. No puedo casarme contigo!
—¡Si me llevaras lejos de aquí!
—Tarde o temprano se presentarán tus hermanos. Donde estemos. Y tendré que balearlos o me balearán ellos.
—Entonces..., que sea lo que Dios quiera —se resignó entre sollozos—. No tendré a mi hijo sobre tu muerte o la de ellos. . .
Probaron primero todos los remedios caseros que recetó la hermana Micaela. Llegaba con brazadas de yuyos medicinales a la jefatura y preparaba las infusiones en la cocina, o las traía ya hechas y enserenadas.
Al salir de la escuela, Felicita seguía entrando al despacho, pero ahora para ingerir los cocimientos de la celadora, las purgas capaces de tumbar un caballo. Desde su apostadero, Brígida escuchaba el rumor de las arcadas y los quejidos de la paciente cuyas entrañas se resistían al saqueo.
La vieja la enteraba de los detalles.
—Ya no sé más que darle. Ni la quinina ni el aceite de castor ni la sal inglesa... Ahora sólo queda lo otro. Pero eso yo no me animo a hacerlo. Está muy débil...
—¡Pobrecita! —murmuró Brígida con sincera compasión.
—¿Pobrecita? masculló la hermana Micaela—. ¡Una sinvergüenza! ¡Eso es lo que es! ¡hora ya encontró lo que buscaba! ¡Y todavía una tiene que ayudarla! ¡No hay por qué compadecerla tanto, Ña Brígida!
—Ahora ella es tan desgraciada como yo...

12

Al mes Felicita Goiburú era piel y huesos. Los hermosos ojos azules estaban ajados, enrojecidos, de tanto llorar a escondidas. Envejeció de la noche a la mañana, con una expresión inimitable de anhelo y desánimo que le encendía y le apagaba el rostro alternativamente. Sólo ahora tocaba la profundidad del mal. Lo había descubierto no grado por grado, como su hermana Esperancita, sino de golpe, en una experiencia irrevocable. Ahora sabía lo que su inocencia ignoró todo el tiempo. Y lo sabía rápidamente, fatalmente, con la dolorosa irradiación de una quemadura.
Melitón Isasi no andaba mejor, escorándose como si hiciese agua por todas partes en el remolino que lo volteaba. Los furiosos estallidos de la cólera no conseguían achicarla. Se escoraba cada vez más. Bebía sin descanso. La piel ya no era lustrosa. Los ojos estaban inyectados en sangre. La barba de días con sus rastrojos rojizos punteaba el fofo semblante con el color de las cortaderas sobre un estero. En ciertas tardes se encerraba a solas con Felicita en el despacho y la besaba desesperadamente en un ansia oscura, deslavada de deseos, gimiendo entre sus cabellos, como un padre que sabe a su hija muy enferma y con pocas posibilidades de salvarse.
A Felicita le hacían más daño los gruesos sollozos paternales. Ella seguiría queriendo a Melitón como hombre, a pesar de todo. Habría querido apoyarse más que nunca en el hombre poderoso y autoritario que la había seducido mansamente. Ahora el cambio aumentaba su vergüenza. Esos quejidos le decían que lo había perdido como amante. Estaba perdiendo a su hijo, se estaba perdiendo a sí misma. Prefería que la insultara y la aporreara, borracho, enloquecido por el miedo. Así por lo menos ella olvidaba el suyo, aturdida por un dolor extraño a su propio dolor, y sentía menos perder todo lo que estaba perdiendo.
—No llores, Melitón. . . Todo se va arreglar. . . —le decía pasándole una mano sobre los revueltos cabellos.
Su voz salía como una súplica lejana de un corazón ya vacío. Salía de sus labios, no para persuadir a la paz o a la tranquilidad a quien ya no podría tenerlas en adelante, sino para adormecerlo con ese susurro. Y adormecerse. Para disimular de algún modo la necesidad vergonzosa de esperar lo que ya no tenía esperanza. En la lucha de la depravación contra el candor, había vencido el candor, pero a costa de un ser puro que se moría por momentos.

13

Una noche ventosa y sin luna la llevó a caballo. Se fueron como huidos. Rodearon el pueblo por un atajo.
Sólo Brígida vio perderse las dos sombras, tragadas por la oscuridad.
Demoraron varios días. Al principio se pensó en un rapto. La gente envalentonada por el fin de la guerra y la ausencia del jefe político, rompió a barajar suposiciones y sospechas. Ya no eran los tímidos cuchicheos de antes. Ahora las caras y las bocas estaban encorajinadas y escupían en voz alta lo que pensaban.
—¡Ese ya no vuelve más! ¡La escondió a Felicita y se escapó de los hermanos!—decía el viejo Apolinario, en un grupo, junto al mercado.
—¡Pero los Goiburú no van a dejar de balde su fechoría!
Van a remover cielo y tierra hasta encontrarlo! —dijo otro.
—¡Sólo si pasa la frontera!
—No ha de ir lejos —dijo Apolinario—. Ya se le puso el pecho de algodón. Pero aunque se vaya hasta el fin del mundo, lo mismo lo van a encontrar. El miedo siempre deja rastros. Los Goiburú van a tomarse el desquite aunque tengan que remover cielo y tierra.
—¡También está Crisanto Villalba..., y todos los otros! —dijo una viejecita.
—¡Pobre Melitón Isasi! ¡No quiero estar en su pellejo!
—Pero es traicionero. Todavía puede madrugarlos...
—Si la muerte no pudo madrugarlos en el Chaco, menos va a poder ese cobarde...

14

En la loma de Caroveni, la abuela de Felicita no podía hacer más que rezar y lamentarse por la nieta robada, de cuyo destino, de cuya gravidez, nada sabía. Justo cuando los hermanos estaban a llegar.
María Rosa, la cuidadora del Cristo en el cerrito, venia a consolar a su vecina. La anciana ciega se quejaba con desesperación.
—¡Cómo pudo permitir Dios esta desgracia!
—Dios no permite más que las desgracias, Ña Emerenciana...—dijo María Rosa—. Si permitiera también la felicidad Dios se acabaría...
—¡Perdí a mi nieta, María Rosa! ¡No sabes lo que es eso!
Le chorreaban las lágrimas de los ojos ciegos y el guaraní fluía de sus labios, reacio a su desdicha.
—Yo perdí a mi hija...—murmuró la demente de la loma cuyos cabellos negros estaban pegados desde hacia un cuarto de siglo al Cristo leproso. Ahora los cabellos eran blancos y agrios, pero en los ojos duraba la misma obsesión de antaño el brillo de haber contemplado y de estar contemplando todavía un rostro incorruptible en la esencial desolación del mundo.
—¡Van a llegar los hermanos..., y Felicita ya no está!
—No está aquí...
—¡Antes la tocaba por lo menos! ¡Ahora ya ni eso!
—A los vivos no se los puede clavar en una cruz y querer que continúen vivos...—dijo la loca. Detrás del rostro ceniciento, en las miradas secas rescoldeaba el tizón ardido de la vieja fiebre.
—No te oigo, María Rosa... —parpadeó la ciega.
—Felicita se fue con su cruz...
—¡Pobre, mi corazón! ¡Era una criatura! ¡Vendrán los hermanos y ya no la podrán ver! ¡Estarán más ciegos que yo!
—Verán la rabia de su corazón...
—¡Haber guerreado tanto, para esto! ¡Se salvaron de la muerte y ahora van a venir a encontrar algo peor que la muerte!
—El Cristo de Tupá-Rapé les dará consuelo,... A Gaspar Mora le consoló en la hora de su muerte... —fue lo único que dijo en castellano.
—¡No le rezarán, María Rosa! —se afligió la anciana—. ¡Nunca creyeron en él! ¡No le querían! ¡Tampoco el padre! ¡Ninguno de los tres! ¡Cuando a Nicanor lo corneó el toro, maldijo al Cristo! Nicanor, después los mellizos, los tres decían que el Cristo era la desgracia del pueblo, porque nos había enseñado la resignación...
—Entonces... —dijo la loca, pero se interrumpió con el semblante apagado. Se encaminó lentamente hacia el ranchito inclinado entre los cocoteros. La joroba de los años abultaba en la espalda bajo los trapos.
Sólo ella vería después, como en un sueño, la tarde que fue a recoger leña en la falda del cerro, el regreso de Melitón Isasi. Lo vio venir solo como dormido, con una pierna cruzada sobre la montura. La buscó a Felicita con los ojos, pero no estaba. Por lo menos no la veía. Únicamente vio que en la cintura del camino dos sombras furiosas e iguales saltaban sobre el jefe político, arrancándolo del caballo con un lazo. La loca sabia contar esta clase de alucinaciones, a las que nadie prestaba atención. Ella misma las olvidaba pronto. Esa tarde se habría restregado los ojos para despegar de ellos el susto, la mala visión, y nada más. Como otras veces. Ningún sueño podía superponerse a la vieja y dulce pesadilla. La propia realidad retrocedía derrotada por ella.

15

La hermana Micaela cayó a Brígida con la noticia.
—¡Llegaron los mellizos! —tartamudeó atragantada.
—¿Quién?
—¡Los hermanos Goiburú!...
—¡Dios mío! —sopló Brígida débilmente por entre los dedos que apretaban la boca.
—Les están haciendo un gran recibimiento. ¡Todo el pueblo está reunido en la estación!...
Se escuchaba la cohetería de los hurras y vivas que estallaban en honor de los recién llegados. De repente también empezó a repicar el pedazo de riel de la escuela.
—¡No sé qué va a ser de nosotras! —rechinó la vieja—. ¡De mí, ¡Ña Brígida, de mí! ¡Por haberme metido en este enredo! ¡Para mal de mis pecados..., para la perdición de mi alma! ¡Lo hice por usted y por don Melitón! ¡Y ahora ni siquiera él está! ¡No sé por qué no viene de una vez!... —iba de la puerta a la claraboya, rengueando como una gallina en un gallinero arrepollada por el olor del zorrino. La sombra de un doble espanto caía sobre ella, apretándola contra los rincones más oscuros.
Brígida, quieta en medio del cuarto, veía dar vueltas a su alrededor a la celadora. Miraba a través de ella, los ojos agrandados y vidriosos, la boca enrejillada por las falanges que se le habían puesto más espinudas y trémulas. Las cuentas del largo rosario de madera, atado a la cintura de la vieja, crujían sordamente. Brígida, nerviosa, bajó las manos y las retorció sobre la tabla del vientre.
—¡El sueño!...—murmuró—. ¡Se está cumpliendo el sueño!
La sacristana la enfrentó. Le puso una mano sobre el hombro y la miró con implorante fijeza.
—No queda más que una cosa, Ña Brígida... No queda más que ir a mandar una promesa al Cristo de Tupá-Rapé. Solamente él puede ayudarnos. Le tiene que pedir usted.
—Yo. . .
—Ya sé que usted no cree en él—rezongó la vieja—. En los dos años que está en Itapé no subió al cerro ni una vez. Ni siquiera fue para la procesión del Viernes Santo... ¡Pero es milagroso! ¡Hizo cosas increíbles! Milagro únicamente se puede llamar las cosas que hizo en este pueblo, desde que está allí..., desde aquella tarde en que lo bendijo el Pai Maíz... Yo le digo, Ña Brígida... De balde no cree en él...
—Yo creo...
—¿Y entonces?
—Voy a ir... —dijo al fin; el ansia, la anhelosa necesidad de aferrarse a algo volvía a encender las descoloridas miradas.
—Yo la voy a acompañar. Póngase el manto y vamos.
—Todavía no, hermana Micaela...
—¡Mire que hay apuro!...
—Si no llegan esta noche, vamos a ir mañana a la tardecita,...
—¿Por qué recién a la tardecita?
Brígida tardó un poco en contestar. Bajó los ojos. Al cabo, con oscura humillación secreteó:
—¡No quiero que me vean! ... Me odian. Siento su odio... Por eso nunca salgo de aquí...
—Usted no hace mal a nadie. Nadie habla mal de usted.
—Me odian con razón. Yo misma me odio...
—¡Antojos suyos! —le oprimió la mano como para alentarla.
—No. .
—¿Entonces vamos mañana al cerro?
—Sí. . .
—Voy a venir a buscarla, para ir juntas.
—Dios se lo pague, hermana Micaela...
—Pero esta noche no se descuide—su voz adquirió el tono áspero y agorero de la sacristana—. Son capaces de atacar la comisaría... Yo que usted mando acantonar a los soldados.
—El jefe es Melitón. Y Melitón no está.
—¡Por eso mismo! —bufó la vieja—. Si usted quiere, voy a ordenar de paso a los soldados lo que tienen que hacer.
—No hace falta. Ellos nada tienen que ver en este asunto.
—¡Están para vigilar el orden!
Brígida la miró con la misma azorada vergüenza de hace un momento, pero se quedó en silencio. No quiso o no pudo decir nada más.
—Hasta luego entonces, Ña Brígida. Voy a ir un momento a la iglesia. Mañana empieza la novena de San Judas. Me voy, ¡Dios quiera que no pase nada malo!
Se embozó en el manto color tabaco y salió arrastrando las zapatillas. El ruido de hueso del rosario se apagó en el corredor.
Brígida se aproximó lentamente al orificio. Vio que la hermana Micaela hablaba a los agentes sentados sobre el escaño de la jefatura, haraganeando con la guampa del tereré. Oyó que les decía:
—¡Se ve que están con la soga larga! No tienen ni así de tino, ni de vergüenza!...
Los agentes se removieron a desgana. Algunos se levantaron, retorciendo el cuerpo y estirando los brazos.
—Ña Brígida les manda decir, de orden del señor jefe, que carguen los mosquetones y que hagan guardia todo el tiempo, hasta que llegue don Melitón. ¿Han oído?
—¡A su orden!—dijo uno, socarrón, guiñando un ojo a los demás. La media docena de conscriptos se removió, divertida.
—Llegaron los Goiburú y pueden venir a balear la comisaría.
—Ya se habrán cansado luego de tirar en el Chaco —dijo el muchachón flaco y canilludo.
—Pero aquí va a ser por otra cosa. Y si vienen y meten bala, nadie va a dar ni un patacón por el cuero de ustedes.
Los muchachos se rieron despreocupados.
—Hagan lo que les digo. Y cuiden también la casa de Ña Brígida.
—¡A su orden, mi sargento! —dijo el canillón, chocando exageradamente los tobillos.
La vieja se fue farfullando.

16

Brígida la estuvo esperando, ya vestida. Tenía puesta su ropa más humilde. La esperó todo el tiempo, cada vez más ansiosa. La tarde se arrastró con una lentitud desesperante, rajada de calor, de silencio, preñada de una vaga amenaza. Se acercaba al agujero y espiaba la calle. Vio declinar y empalidecer la luz contra la puerta cerrada del despacho, hasta que tomó el tinte morado que tiznaba la madera cuando la Felicita Goiburú solía estar adentro. Vio un zapato viejo y abarquillado entre los yuyos de la calle. Contempló los rosales secos contra la tapia. Miró oscilar los caños negros de los fusiles en la comisaría. Una chicharra empezó a rejonear la tarde entre los naranjos del patio.
La celadora no apareció.
La tarde pasó rápidamente del dorado al escarlata. El vaho caliente se metía por el hueco, la crepitación del silencio batido por la matraquita de la cigarra.
Su impaciencia empezó a decaer con la luz. Se fue quedando más tranquila, con esa calma que da el extremo desamparo. Esperó un poco. Cuando supo que la vieja no iba a venir, se puso el manto negro y salió por el portón de la huerta.
Costeó el pueblo por donde se había perdido el caballo de Melitón, la noche en que se llevara a Felicita. Después tomó la carretera rumbo al cerro. El manto, la penumbra y el polvo le tapaban la cara y la convertían en una desconocida que se alejaba con la cabeza encorvada hacia el suelo. Sin los ladridos que a trechos le salían al paso de su olor humano, no hubiera sido mucho más que una sombra sin cuerpo, un fantasma de ojos muertos, de esos que la salvaje soledad de los caminos forma a veces en la polvareda del crepúsculo.
A medio camino se cruzó con la loca de Caroveni, que venia pujando con su brazada de leña, los cabellos cenizos, nublados los ojos de la última luz. Se miraron. La loca se detuvo. Levantó la mano como para decir algo, pero la voz no salió. Había algo de aciago en la envolvente fijeza de sus ojos caldeados en un secreto.
Brígida estaba lejos de todo eso; lejos aun de sí misma. Pero, asimismo, sintió vagamente que no podía confrontarse con la vieja. Hubiera deseado la inocencia de su locura. No le imaginó voz, ni comprendió ese pequeño gesto de aviso o protección que María Rosa volvió a intentar.
Vio que los ojos de la loca estaban de nuevo marchitos. Crujió el haz de leña sobre el lomo jiboso al reanudar la marcha. Después, a sus espaldas, la oyó canturrear el estribillo del Himno de los Muertos con el chirrido de una rama seca.
—Che yvyrá'i-kanga a mo ñe'erí yevy va'erá... (=Yo haré que la voz vuelva a fluir por los huesos...)

17

Cuando subió al cerro caían las primeras sombras.
Subió perseguida por las maripositas blancas y el quedo murmullo del manantial. El cielo tenía el suave color del cuero quemado. La sombra se depositaba aterciopeladamente en las cosas.
Se pasó la mano por los ojos. Dejó ir el peso del cuerpo a los talones y el cerrito se inclinó hacia ella para ayudarla a subir.
Una sola vez más miró hacia arriba. La choza del Cristo también ya estaba en penumbra. Pero sobre ella temblaba todavía una tenue claridad.
Desembocó en la explanadita de la cumbre, limpia y pulida como un atrio. Se sentía nuevamente abochornada. No se atrevió a mirar al Cristo. Era la primera vez que subía allí. Y había llegado no como una de las simples mujeres del pueblo, sino como una ladrona, al caer la noche, sola. No venía a rendirle un homenaje, sino a pedirle una gracia. La mujer hincada ante el pequeño solio de paja se lo dijo en voz baja al que estaba clavado en la cruz:
—¡Tienes que saberlo ahora!... ¡Sólo quiero que vuelva! ¡Te pido que me lo devuelvas!
Sacó el rosario. La pequeña cruz de metal chispeó en sus manos. La besó y comenzó a rezar.
Al llegar de nuevo a la cruz, sintió que el círculo se había cerrado y que ella estaba dentro de ese círculo como dentro de una claridad. No sabía todavía si de salvación o de irremediable fracaso. Se sintió más apaciguada. Por lo menos, la vergüenza había desaparecido.
Besó de nuevo la crucecita de metal y levantó la mirada hacia el Cristo. Poco a poco. No con orgullo y determinación, sino con mansedumbre y ternura, con la sensación de su desamparada debilidad, como solía ante el propio Melitón cuando él le hacía sentir su poder hasta los huesos con el silencio de su desprecio o el rigor de sus injurias y sus golpes, bajo los cuales ella sentía sin embargo la única tímida, agónica dicha que le era permitida en el mundo, ya que por lo menos entonces algo la unía a él.
Parpadeó sorprendida. No quería, no podía creer lo que estaba empezando a contemplar, a entrever, en la tenue claridad. El Cristo tenía botas. Se pasó el dorso de la mano por los ojos en un rápido impulso y la filosa crucecita del rosario arrollado entre los dedos le arañó un párpado. Alzó un poco más los ojos y vio que el Cristo tenía ropa y que la ropa estaba ensangrentada. Todavía de rodillas descubrió, en un lívido relámpago de la conciencia, que quien estaba en la gran cruz negra era Melitón, atado a ella con muchas vueltas de lazo. Volcaba hacia ella la cabeza sin vida. Detrás de una máscara de sangre la miraba con sus grandes pupilas doradas en las que la muerte ponía una expresión por vez primera apacible y humana.
El ravo no la había quemado aún hasta el fondo.
Se incorporó de un salto y se arrimó a la cruz. Aplastó anhelante de temor la húmeda mejilla contra la punta de las botas. Y las reconoció. Sólo entonces su erizada mudez rompió en un gran grito y echó a correr.
Al borde de la pendiente trastabilló y cayó. Sus pies habían tropezado con el Cristo de madera, arrojado como un despojo entre los yuyos. El cuerpo de la mujer siguió rodando la falda pedregosa hasta que un matojo de espinos detuvo su caída, junto al manantial.


Roa Bastos - 1959.



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