Kurupí – (2)
9
Por esos
días, sin embargo, Melitón Isasi sosegó su angurria salaz. Y el Viernes Santo,
en la procesión, se le vio a él también arrimar el hombro a las parihuelas del
Crucificado. Apolinario Rodas y los otros, la misma hermana Micaela, pensaron
que el Cristo de Tupá-Rapé había hecho un nuevo milagro.
Sólo que
un poco después Melitón Isasi volvió a las andadas.
El signo
bestial de Kurupí seguía flotando sobre el pueblo. La Felicita Goiburú continuó
cortando rosas en el patio frontero de la jefatura para llevarla a la vieja
directora. Luego, a la salida, después del tañido de fierro que arrancaba a
Melitón de sus siestas, se quedaba conversando un rato con él en el alambrado.
Cada vez tardaba un poco más. Los ojos azules se le iban poniendo más soñadores
y perdidos, con la luz de un alma vacilante que lucha consigo misma bajo el
peso de una pasión o de un hechizo superior a sus fuerzas.
Una tarde,
después de mirar a todos lados, entró en el despacho. Las puertas chirriaron
despacio tras ella. La venadita se había metido en la trampa por propia
voluntad. Y ahora estaba adentro como si ya hubiera caído del otro lado de la
tierra. El cielo alto y vacío del anochecer empujaba inútilmente la puerta con
tiznajo de su sombra carmesí.
Detrás del
corazón agujereado del postigo, Brígida sollozaba. Luego fue a tumbarse sobre
una cisterna y quedó boca abajo, como muerta, chatas las nalgas contra el piso,
los tendones de las piernas azuleados por las várices. Toda ella seca,
aplastada, mísera como una cáscara.
La hermana
Micaela entró como una tromba un rato después.
—¡Santo
Señor de la Paciencia!... —tartamudeó—. ¡Ahora no sé qué va a pasar..., si
vuelven los hermanos Goiburú! ¡Felicita es la niña de sus ojos!... ¡Y ahora
está allí, haciendo sus porquerías! ¡Pero yo la vi..., yo la vi entrar!...
Brígida no
se movía. La celadora, con un crujido de cuentas de madera, se acercó, y
continuó sobre ella, como inculpándola:
¡Entró
porque quiso! ¡Ella buscó a don Melitón, se le metió adentro como una ternera
corsaria! ¡Qué barbaridad! . ..
Hacía
ruido inútilmente, porque la otra no la oía.
10
Comenzaba
el segundo año de guerra allá lejos.
Una guerra
que no llevaba trazas de terminar. Podía durar un año, o diez, o cien más. Todo
seguiría igual en Itapé, donde el tiempo era como agua de tajamar, parada y
espesa, con ese sarro verdoso de la superficie, que les gusta a los moscones.
Juana Rosa
había desaparecido sin dejar rastros.
Ahora la
Felicita Goiburú pasaba en las siestas, mirando mucho hacia adentro. En
ocasiones, a través de la puerta entornada un poco antes de dormirse, Melitón
le movía la mano, ya soñoliento, desde el catre de lonjas donde se hallaba
tumbado. Entonces ella apuraba el pasito, contenta. El rosal se había secado.
Pero todo estaba achicharrado por el verano. A la salida de la escuela,
Felicita entraba en el despacho y Melitón empujaba la puerta desde el catre con
el pie. Ya no era un secreto para nadie.
Melitón
Isasi interrumpió las recorridas nocturnas. Estaban asombrados. Lo que no había
conseguido el Cristo de Tupá-Rapé, lo consiguió la Felicita. Ya no se metía de
rondón en los ranchos de las mujeres solas, ni aguaitaban en el patio de atrás,
preparando el rancho de los agentes, las que él quería tener más cerca por un
tiempo. Se dedicó por entero a Felicita, lo olvidó todo, se apegó a ella con la
blandura del tiento sobado. Su voz se puso grave y pausada. Ya no gritaba, no
se enojaba. Sólo con Brígida. Pero aun con ella se había vuelto más tolerante.
De su
autoridad no le quedó más que esa rebaba áspera, que Felicita suavizaría por
las tardes, en la penumbra del despacho. No lo podía creer. Melitón Isasi
parecía enamorado de verdad. Y no de una mujer hecha y derecha como Juana Rosa,
como las otras que habían pasado por la jefatura, sino de esa muchachita de
ojos azules en cuyo cuerpo apenas comenzaban a romper las formas núbiles. La
pajarita quinceañera fascinaba al búho cuarentón de ojos dorados y
sanguinolentos que la tenía apercollada en sus garras.
Un año duró aquello. Pero entonces
concluyó la guerra en el remoto Chaco. Comenzaron a volver los primeros
desmovilizados.
11
Cuando
Felicita supo que sus hermanos iban a regresar del frente, se apuró. Empezó a
luchar entre la felicidad y la desgracia. Estaba grávida. Mostró la carta de
sus hermanos a Melitón. Se hallaban ya en Asunción, esperando el Desfile de la
Victoria y sus papeletas de desmovilización.
A él
también empezó a entrarle miedo.
—Vamos a
ir cuanto antes a una comadrona de Borja —dijo lúgubremente.
—Yo quiero
tener un hijo tuyo, Melitón. ¡Es lo que más quiero! —gimió la muchacha—.
Pero..., tengo miedo, ¡Te pido que me ayudes a tenerlo!
—¿Pero no
ves que no se puede? —le gritó él irritado—. No puedo casarme contigo!
—¡Si me
llevaras lejos de aquí!
—Tarde o
temprano se presentarán tus hermanos. Donde estemos. Y tendré que balearlos o
me balearán ellos.
—Entonces...,
que sea lo que Dios quiera —se resignó entre sollozos—. No tendré a mi hijo
sobre tu muerte o la de ellos. . .
Probaron
primero todos los remedios caseros que recetó la hermana Micaela. Llegaba con
brazadas de yuyos medicinales a la jefatura y preparaba las infusiones en la
cocina, o las traía ya hechas y enserenadas.
Al salir
de la escuela, Felicita seguía entrando al despacho, pero ahora para ingerir
los cocimientos de la celadora, las purgas capaces de tumbar un caballo. Desde
su apostadero, Brígida escuchaba el rumor de las arcadas y los quejidos de la
paciente cuyas entrañas se resistían al saqueo.
La vieja
la enteraba de los detalles.
—Ya no sé
más que darle. Ni la quinina ni el aceite de castor ni la sal inglesa... Ahora
sólo queda lo otro. Pero eso yo no me animo a hacerlo. Está muy débil...
—¡Pobrecita!
—murmuró Brígida con sincera compasión.
—¿Pobrecita?
masculló la hermana Micaela—. ¡Una sinvergüenza! ¡Eso es lo que es! ¡hora ya
encontró lo que buscaba! ¡Y todavía una tiene que ayudarla! ¡No hay por qué
compadecerla tanto, Ña Brígida!
—Ahora
ella es tan desgraciada como yo...
12
Al mes
Felicita Goiburú era piel y huesos. Los hermosos ojos azules estaban ajados,
enrojecidos, de tanto llorar a escondidas. Envejeció de la noche a la mañana,
con una expresión inimitable de anhelo y desánimo que le encendía y le apagaba
el rostro alternativamente. Sólo ahora tocaba la profundidad del mal. Lo había
descubierto no grado por grado, como su hermana Esperancita, sino de golpe, en
una experiencia irrevocable. Ahora sabía lo que su inocencia ignoró todo el tiempo.
Y lo sabía rápidamente, fatalmente, con la dolorosa irradiación de una
quemadura.
Melitón
Isasi no andaba mejor, escorándose como si hiciese agua por todas partes en el
remolino que lo volteaba. Los furiosos estallidos de la cólera no conseguían
achicarla. Se escoraba cada vez más. Bebía sin descanso. La piel ya no era
lustrosa. Los ojos estaban inyectados en sangre. La barba de días con sus
rastrojos rojizos punteaba el fofo semblante con el color de las cortaderas
sobre un estero. En ciertas tardes se encerraba a solas con Felicita en el
despacho y la besaba desesperadamente en un ansia oscura, deslavada de deseos,
gimiendo entre sus cabellos, como un padre que sabe a su hija muy enferma y con
pocas posibilidades de salvarse.
A Felicita
le hacían más daño los gruesos sollozos paternales. Ella seguiría queriendo a
Melitón como hombre, a pesar de todo. Habría querido apoyarse más que nunca en
el hombre poderoso y autoritario que la había seducido mansamente. Ahora el
cambio aumentaba su vergüenza. Esos quejidos le decían que lo había perdido
como amante. Estaba perdiendo a su hijo, se estaba perdiendo a sí misma.
Prefería que la insultara y la aporreara, borracho, enloquecido por el miedo.
Así por lo menos ella olvidaba el suyo, aturdida por un dolor extraño a su
propio dolor, y sentía menos perder todo lo que estaba perdiendo.
—No
llores, Melitón. . . Todo se va arreglar. . . —le decía pasándole una mano
sobre los revueltos cabellos.
Su voz
salía como una súplica lejana de un corazón ya vacío. Salía de sus labios, no
para persuadir a la paz o a la tranquilidad a quien ya no podría tenerlas en
adelante, sino para adormecerlo con ese susurro. Y adormecerse. Para disimular
de algún modo la necesidad vergonzosa de esperar lo que ya no tenía esperanza.
En la lucha de la depravación contra el candor, había vencido el candor, pero a
costa de un ser puro que se moría por momentos.
13
Una noche
ventosa y sin luna la llevó a caballo. Se fueron como huidos. Rodearon el
pueblo por un atajo.
Sólo
Brígida vio perderse las dos sombras, tragadas por la oscuridad.
Demoraron
varios días. Al principio se pensó en un rapto. La gente envalentonada por el
fin de la guerra y la ausencia del jefe político, rompió a barajar suposiciones
y sospechas. Ya no eran los tímidos cuchicheos de antes. Ahora las caras y las
bocas estaban encorajinadas y escupían en voz alta lo que pensaban.
—¡Ese ya
no vuelve más! ¡La escondió a Felicita y se escapó de los hermanos!—decía el
viejo Apolinario, en un grupo, junto al mercado.
—¡Pero los
Goiburú no van a dejar de balde su fechoría!
Van a
remover cielo y tierra hasta encontrarlo! —dijo otro.
—¡Sólo si
pasa la frontera!
—No ha de
ir lejos —dijo Apolinario—. Ya se le puso el pecho de algodón. Pero aunque se
vaya hasta el fin del mundo, lo mismo lo van a encontrar. El miedo siempre deja
rastros. Los Goiburú van a tomarse el desquite aunque tengan que remover cielo
y tierra.
—¡También
está Crisanto Villalba..., y todos los otros! —dijo una viejecita.
—¡Pobre
Melitón Isasi! ¡No quiero estar en su pellejo!
—Pero es
traicionero. Todavía puede madrugarlos...
—Si la
muerte no pudo madrugarlos en el Chaco, menos va a poder ese cobarde...
14
En la loma
de Caroveni, la abuela de Felicita no podía hacer más que rezar y lamentarse
por la nieta robada, de cuyo destino, de cuya gravidez, nada sabía. Justo
cuando los hermanos estaban a llegar.
María
Rosa, la cuidadora del Cristo en el cerrito, venia a consolar a su vecina. La
anciana ciega se quejaba con desesperación.
—¡Cómo
pudo permitir Dios esta desgracia!
—Dios no
permite más que las desgracias, Ña Emerenciana...—dijo María Rosa—. Si
permitiera también la felicidad Dios se acabaría...
—¡Perdí a
mi nieta, María Rosa! ¡No sabes lo que es eso!
Le
chorreaban las lágrimas de los ojos ciegos y el guaraní fluía de sus labios,
reacio a su desdicha.
—Yo perdí
a mi hija...—murmuró la demente de la loma cuyos cabellos negros estaban
pegados desde hacia un cuarto de siglo al Cristo leproso. Ahora los cabellos
eran blancos y agrios, pero en los ojos duraba la misma obsesión de antaño el
brillo de haber contemplado y de estar contemplando todavía un rostro
incorruptible en la esencial desolación del mundo.
—¡Van a
llegar los hermanos..., y Felicita ya no está!
—No está
aquí...
—¡Antes la
tocaba por lo menos! ¡Ahora ya ni eso!
—A los
vivos no se los puede clavar en una cruz y querer que continúen vivos...—dijo
la loca. Detrás del rostro ceniciento, en las miradas secas rescoldeaba el
tizón ardido de la vieja fiebre.
—No te
oigo, María Rosa... —parpadeó la ciega.
—Felicita
se fue con su cruz...
—¡Pobre,
mi corazón! ¡Era una criatura! ¡Vendrán los hermanos y ya no la podrán ver!
¡Estarán más ciegos que yo!
—Verán la
rabia de su corazón...
—¡Haber
guerreado tanto, para esto! ¡Se salvaron de la muerte y ahora van a venir a
encontrar algo peor que la muerte!
—El Cristo
de Tupá-Rapé les dará consuelo,... A Gaspar Mora le consoló en la hora de su
muerte... —fue lo único que dijo en castellano.
—¡No le
rezarán, María Rosa! —se afligió la anciana—. ¡Nunca creyeron en él! ¡No le
querían! ¡Tampoco el padre! ¡Ninguno de los tres! ¡Cuando a Nicanor lo corneó
el toro, maldijo al Cristo! Nicanor, después los mellizos, los tres decían que
el Cristo era la desgracia del pueblo, porque nos había enseñado la
resignación...
—Entonces...
—dijo la loca, pero se interrumpió con el semblante apagado. Se encaminó
lentamente hacia el ranchito inclinado entre los cocoteros. La joroba de los
años abultaba en la espalda bajo los trapos.
Sólo ella
vería después, como en un sueño, la tarde que fue a recoger leña en la falda
del cerro, el regreso de Melitón Isasi. Lo vio venir solo como dormido, con una
pierna cruzada sobre la montura. La buscó a Felicita con los ojos, pero no
estaba. Por lo menos no la veía. Únicamente vio que en la cintura del camino
dos sombras furiosas e iguales saltaban sobre el jefe político, arrancándolo
del caballo con un lazo. La loca sabia contar esta clase de alucinaciones, a
las que nadie prestaba atención. Ella misma las olvidaba pronto. Esa tarde se
habría restregado los ojos para despegar de ellos el susto, la mala visión, y
nada más. Como otras veces. Ningún sueño podía superponerse a la vieja y dulce
pesadilla. La propia realidad retrocedía derrotada por ella.
15
La hermana
Micaela cayó a Brígida con la noticia.
—¡Llegaron
los mellizos! —tartamudeó atragantada.
—¿Quién?
—¡Los
hermanos Goiburú!...
—¡Dios
mío! —sopló Brígida débilmente por entre los dedos que apretaban la boca.
—Les están
haciendo un gran recibimiento. ¡Todo el pueblo está reunido en la estación!...
Se
escuchaba la cohetería de los hurras y vivas que estallaban en honor de los
recién llegados. De repente también empezó a repicar el pedazo de riel de la
escuela.
—¡No sé
qué va a ser de nosotras! —rechinó la vieja—. ¡De mí, ¡Ña Brígida, de mí! ¡Por
haberme metido en este enredo! ¡Para mal de mis pecados..., para la perdición
de mi alma! ¡Lo hice por usted y por don Melitón! ¡Y ahora ni siquiera él está!
¡No sé por qué no viene de una vez!... —iba de la puerta a la claraboya,
rengueando como una gallina en un gallinero arrepollada por el olor del
zorrino. La sombra de un doble espanto caía sobre ella, apretándola contra los
rincones más oscuros.
Brígida,
quieta en medio del cuarto, veía dar vueltas a su alrededor a la celadora.
Miraba a través de ella, los ojos agrandados y vidriosos, la boca enrejillada
por las falanges que se le habían puesto más espinudas y trémulas. Las cuentas
del largo rosario de madera, atado a la cintura de la vieja, crujían
sordamente. Brígida, nerviosa, bajó las manos y las retorció sobre la tabla del
vientre.
—¡El
sueño!...—murmuró—. ¡Se está cumpliendo el sueño!
La
sacristana la enfrentó. Le puso una mano sobre el hombro y la miró con
implorante fijeza.
—No queda
más que una cosa, Ña Brígida... No queda más que ir a mandar una promesa al
Cristo de Tupá-Rapé. Solamente él puede ayudarnos. Le tiene que pedir usted.
—Yo. . .
—Ya sé que
usted no cree en él—rezongó la vieja—. En los dos años que está en Itapé no
subió al cerro ni una vez. Ni siquiera fue para la procesión del Viernes
Santo... ¡Pero es milagroso! ¡Hizo cosas increíbles! Milagro únicamente se
puede llamar las cosas que hizo en este pueblo, desde que está allí..., desde
aquella tarde en que lo bendijo el Pai Maíz... Yo le digo, Ña Brígida... De
balde no cree en él...
—Yo
creo...
—¿Y entonces?
—Voy a
ir... —dijo al fin; el ansia, la anhelosa necesidad de aferrarse a algo volvía
a encender las descoloridas miradas.
—Yo la voy
a acompañar. Póngase el manto y vamos.
—Todavía
no, hermana Micaela...
—¡Mire que
hay apuro!...
—Si no
llegan esta noche, vamos a ir mañana a la tardecita,...
—¿Por qué
recién a la tardecita?
Brígida
tardó un poco en contestar. Bajó los ojos. Al cabo, con oscura humillación
secreteó:
—¡No
quiero que me vean! ... Me odian. Siento su odio... Por eso nunca salgo de
aquí...
—Usted no
hace mal a nadie. Nadie habla mal de usted.
—Me odian
con razón. Yo misma me odio...
—¡Antojos
suyos! —le oprimió la mano como para alentarla.
—No. .
—¿Entonces
vamos mañana al cerro?
—Sí. . .
—Voy a
venir a buscarla, para ir juntas.
—Dios se
lo pague, hermana Micaela...
—Pero esta
noche no se descuide—su voz adquirió el tono áspero y agorero de la
sacristana—. Son capaces de atacar la comisaría... Yo que usted mando acantonar
a los soldados.
—El jefe
es Melitón. Y Melitón no está.
—¡Por eso
mismo! —bufó la vieja—. Si usted quiere, voy a ordenar de paso a los soldados
lo que tienen que hacer.
—No hace
falta. Ellos nada tienen que ver en este asunto.
—¡Están
para vigilar el orden!
Brígida la
miró con la misma azorada vergüenza de hace un momento, pero se quedó en
silencio. No quiso o no pudo decir nada más.
—Hasta
luego entonces, Ña Brígida. Voy a ir un momento a la iglesia. Mañana empieza la
novena de San Judas. Me voy, ¡Dios quiera que no pase nada malo!
Se embozó
en el manto color tabaco y salió arrastrando las zapatillas. El ruido de hueso
del rosario se apagó en el corredor.
Brígida se
aproximó lentamente al orificio. Vio que la hermana Micaela hablaba a los
agentes sentados sobre el escaño de la jefatura, haraganeando con la guampa del
tereré. Oyó que les decía:
—¡Se ve
que están con la soga larga! No tienen ni así de tino, ni de vergüenza!...
Los
agentes se removieron a desgana. Algunos se levantaron, retorciendo el cuerpo y
estirando los brazos.
—Ña
Brígida les manda decir, de orden del señor jefe, que carguen los mosquetones y
que hagan guardia todo el tiempo, hasta que llegue don Melitón. ¿Han oído?
—¡A su
orden!—dijo uno, socarrón, guiñando un ojo a los demás. La media docena de
conscriptos se removió, divertida.
—Llegaron
los Goiburú y pueden venir a balear la comisaría.
—Ya se
habrán cansado luego de tirar en el Chaco —dijo el muchachón flaco y canilludo.
—Pero aquí
va a ser por otra cosa. Y si vienen y meten bala, nadie va a dar ni un patacón
por el cuero de ustedes.
Los
muchachos se rieron despreocupados.
—Hagan lo
que les digo. Y cuiden también la casa de Ña Brígida.
—¡A su
orden, mi sargento! —dijo el canillón, chocando exageradamente los tobillos.
La vieja
se fue farfullando.
16
Brígida la
estuvo esperando, ya vestida. Tenía puesta su ropa más humilde. La esperó todo
el tiempo, cada vez más ansiosa. La tarde se arrastró con una lentitud
desesperante, rajada de calor, de silencio, preñada de una vaga amenaza. Se
acercaba al agujero y espiaba la calle. Vio declinar y empalidecer la luz contra
la puerta cerrada del despacho, hasta que tomó el tinte morado que tiznaba la
madera cuando la Felicita Goiburú solía estar adentro. Vio un zapato viejo y
abarquillado entre los yuyos de la calle. Contempló los rosales secos contra la
tapia. Miró oscilar los caños negros de los fusiles en la comisaría. Una
chicharra empezó a rejonear la tarde entre los naranjos del patio.
La
celadora no apareció.
La tarde
pasó rápidamente del dorado al escarlata. El vaho caliente se metía por el
hueco, la crepitación del silencio batido por la matraquita de la cigarra.
Su
impaciencia empezó a decaer con la luz. Se fue quedando más tranquila, con esa
calma que da el extremo desamparo. Esperó un poco. Cuando supo que la vieja no
iba a venir, se puso el manto negro y salió por el portón de la huerta.
Costeó el
pueblo por donde se había perdido el caballo de Melitón, la noche en que se
llevara a Felicita. Después tomó la carretera rumbo al cerro. El manto, la
penumbra y el polvo le tapaban la cara y la convertían en una desconocida que
se alejaba con la cabeza encorvada hacia el suelo. Sin los ladridos que a
trechos le salían al paso de su olor humano, no hubiera sido mucho más que una
sombra sin cuerpo, un fantasma de ojos muertos, de esos que la salvaje soledad
de los caminos forma a veces en la polvareda del crepúsculo.
A medio
camino se cruzó con la loca de Caroveni, que venia pujando con su brazada de
leña, los cabellos cenizos, nublados los ojos de la última luz. Se miraron. La
loca se detuvo. Levantó la mano como para decir algo, pero la voz no salió.
Había algo de aciago en la envolvente fijeza de sus ojos caldeados en un
secreto.
Brígida
estaba lejos de todo eso; lejos aun de sí misma. Pero, asimismo, sintió
vagamente que no podía confrontarse con la vieja. Hubiera deseado la inocencia
de su locura. No le imaginó voz, ni comprendió ese pequeño gesto de aviso o
protección que María Rosa volvió a intentar.
Vio que
los ojos de la loca estaban de nuevo marchitos. Crujió el haz de leña sobre el
lomo jiboso al reanudar la marcha. Después, a sus espaldas, la oyó canturrear
el estribillo del Himno de los Muertos con el chirrido de una rama seca.
—Che
yvyrá'i-kanga a mo ñe'erí yevy va'erá... (=Yo haré que la voz vuelva a fluir
por los huesos...)
17
Cuando
subió al cerro caían las primeras sombras.
Subió
perseguida por las maripositas blancas y el quedo murmullo del manantial. El
cielo tenía el suave color del cuero quemado. La sombra se depositaba
aterciopeladamente en las cosas.
Se pasó la
mano por los ojos. Dejó ir el peso del cuerpo a los talones y el cerrito se
inclinó hacia ella para ayudarla a subir.
Una sola
vez más miró hacia arriba. La choza del Cristo también ya estaba en penumbra.
Pero sobre ella temblaba todavía una tenue claridad.
Desembocó
en la explanadita de la cumbre, limpia y pulida como un atrio. Se sentía
nuevamente abochornada. No se atrevió a mirar al Cristo. Era la primera vez que
subía allí. Y había llegado no como una de las simples mujeres del pueblo, sino
como una ladrona, al caer la noche, sola. No venía a rendirle un homenaje, sino
a pedirle una gracia. La mujer hincada ante el pequeño solio de paja se lo dijo
en voz baja al que estaba clavado en la cruz:
—¡Tienes
que saberlo ahora!... ¡Sólo quiero que vuelva! ¡Te pido que me lo devuelvas!
Sacó el
rosario. La pequeña cruz de metal chispeó en sus manos. La besó y comenzó a
rezar.
Al llegar
de nuevo a la cruz, sintió que el círculo se había cerrado y que ella estaba
dentro de ese círculo como dentro de una claridad. No sabía todavía si de
salvación o de irremediable fracaso. Se sintió más apaciguada. Por lo menos, la
vergüenza había desaparecido.
Besó de
nuevo la crucecita de metal y levantó la mirada hacia el Cristo. Poco a poco.
No con orgullo y determinación, sino con mansedumbre y ternura, con la sensación
de su desamparada debilidad, como solía ante el propio Melitón cuando él le
hacía sentir su poder hasta los huesos con el silencio de su desprecio o el
rigor de sus injurias y sus golpes, bajo los cuales ella sentía sin embargo la
única tímida, agónica dicha que le era permitida en el mundo, ya que por lo
menos entonces algo la unía a él.
Parpadeó
sorprendida. No quería, no podía creer lo que estaba empezando a contemplar, a
entrever, en la tenue claridad. El Cristo tenía botas. Se pasó el dorso de la
mano por los ojos en un rápido impulso y la filosa crucecita del rosario
arrollado entre los dedos le arañó un párpado. Alzó un poco más los ojos y vio
que el Cristo tenía ropa y que la ropa estaba ensangrentada. Todavía de
rodillas descubrió, en un lívido relámpago de la conciencia, que quien estaba
en la gran cruz negra era Melitón, atado a ella con muchas vueltas de lazo.
Volcaba hacia ella la cabeza sin vida. Detrás de una máscara de sangre la
miraba con sus grandes pupilas doradas en las que la muerte ponía una expresión
por vez primera apacible y humana.
El ravo no
la había quemado aún hasta el fondo.
Se
incorporó de un salto y se arrimó a la cruz. Aplastó anhelante de temor la
húmeda mejilla contra la punta de las botas. Y las reconoció. Sólo entonces su
erizada mudez rompió en un gran grito y echó a correr.
Al borde
de la pendiente trastabilló y cayó. Sus pies habían tropezado con el Cristo de
madera, arrojado como un despojo entre los yuyos. El cuerpo de la mujer siguió
rodando la falda pedregosa hasta que un matojo de espinos detuvo su caída,
junto al manantial.
Roa Bastos
- 1959.
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