América Latina existe. Gabriel Garcia Marquez
dijo:
"Yo no
vengo a decir un discurso", les dijo Gabriel García Márquez a
sus compañeros de colegio en 1944. Y ese es el título del
nuevo libro del Nobel que editará Mondadori el próximo día 29. Son 22
textos escritos para ser leídos ante un auditorio, como el de esta página sobre
su visión y compromiso con su continente.
Esperé hasta el último turno para hablar, porque ayer al
desayuno no sabía nada de lo que aprendí en el resto del día. Soy un
conversador empedernido y estos torneos son monólogos implacables en los que
está vedado el placer de las interpelaciones y las réplicas. Uno toma notas,
pide la palabra, espera, y cuando le llega el turno ya los otros han dicho lo
que uno iba a decir. Mi compatriota Augusto Ramírez me había dicho en el avión
que es fácil saber cuándo alguien se ha vuelto viejo porque todo lo que dice lo
ilustra con una anécdota. Si es así, le dije, yo nací ya viejo, y todos mis
libros son seniles. Una prueba de eso lo son estas notas.
La primera sorpresa nos la dio el presidente Lacalle con la
revelación de que el nombre de América Latina no es francés. Siempre creí que
sí lo era, pero por más que lo pienso no he logrado recordar de dónde lo
aprendí y, en todo caso, no podría probarlo. Bolívar no lo usó. Él decía
América, sin adjetivos, antes de que los norteamericanos se apoderaran del
nombre para ellos solos. Pero, en cambio, comprimió Bolívar en cinco palabras
el caos de nuestra identidad para definirnos en la Carta de Jamaica: somos un
pequeño género humano. Es decir, incluyó todo lo que se queda por fuera en las
otras definiciones: los orígenes múltiples, las lenguas indígenas nuestras y
las lenguas indígenas europeas: el español, el portugués, el inglés, el
francés, el holandés.
Por los años cuarenta se despertaron en Ámsterdam con la
noticia disparatada de que Holanda estaba participando en un torneo mundial de
béisbol -que es un deporte ajeno a los holandeses- y era que Curazao estaba a
punto de ganar el campeonato mundial de Centroamérica y el Caribe. A propósito
del Caribe, creo que su área está mal determinada, porque en realidad no
debería ser geográfica sino cultural. Debería empezar en el sur de los Estados
Unidos y extenderse hasta el norte de Brasil. La América Central, que suponemos
del Pacífico, no tiene mucho de él y su cultura es del Caribe. Este reclamo
legítimo tendría por lo menos la ventaja de que Faulkner y todos los grandes
escritores del sur de los Estados Unidos entrarían a formar parte de la
congregación del realismo mágico. También por los años cuarenta, Giovanni
Papini declaró que América Latina no había aportado nada a la humanidad, ni
siquiera un santo, como si le pareciera poca cosa. Se equivocó, pues ya
teníamos a santa Rosa de Lima, pero no la contó, quizás por ser mujer. Su
afirmación ilustraba muy bien la idea que siempre han tenido de nosotros los
europeos: todo lo que no se parece a ellos les parece un error y hacen todo por
corregirlo a su manera, como los Estados Unidos. Simón Bolívar, desesperado con
tantos consejos e imposiciones, dijo: "Déjennos hacer tranquilos nuestra
Edad Media".
Nadie padeció como él la presión de una Europa que ya era
vieja en relación con el sistema que debía escoger, monarquía o república.
Mucho se ha escrito sobre sus sueños de ceñir una corona. La verdad es que
entonces, aun después de las revoluciones norteamericana y francesa, la
monarquía no era algo tan anacrónico como nos parece a los republicanos de hoy.
Bolívar lo entendió así y creía que el sistema no importaba si había de servir
para el sueño de una América independiente y unida. Es decir, como él decía, el
Estado más grande, rico y poderoso del mundo. Ya éramos víctimas de la guerra
entre los dogmas que aún nos atormentan, como nos lo recordó ayer Sergio Ramírez:
caen unos y surgen otros, aunque sólo sean una coartada, como las elecciones en
las democracias.
Un buen ejemplo es Colombia. Basta con que haya elecciones
puntuales para legitimar la democracia, pues lo que importa es el rito, sin
preocuparse mucho de sus vicios: el clientelismo, la corrupción, el fraude, el
comercio de votos. Jaime Bateman, el comandante del M-19, decía: "Un
senador no se elige con sesenta mil votos sino con sesenta mil pesos. Hace
poco, en Cartagena, me gritó en la calle una vendedora de frutas: "¡Me
debes seis mil pesos!". La explicación es que había votado por
equivocación por un candidato con un nombre que confundió con el mío, y luego
se dio cuenta. ¿Qué podía hacer yo? Le pagué sus seis mil pesos".
El destino de la idea bolivariana de la integración parece
cada vez más sembrado de dudas, salvo en las artes y las letras, que avanzan en
la integración cultural por su cuenta y riesgo. Nuestro querido Federico Mayor
hace bien en preocuparse por el silencio de los intelectuales, pero no por el
silencio de los artistas, que al fin y al cabo no son intelectuales sino
sentimentales. Se expresan a gritos desde el Río Bravo hasta la Patagonia, en
nuestra música, en nuestra pintura, en el teatro y en los bailes, en las
novelas y en las telenovelas. Félix B. Cagnet, el padre de las radionovelas,
dijo: "Yo parto de la base de que la gente quiere llorar, lo único que
hago es darles el pretexto". Son las formas de la expresión popular las
más sencillas y ricas del polilingüismo continental. Cuando la integración
política y económica se cumplan, y así será, la integración cultural será un
hecho irreversible desde tiempo atrás. Inclusive en los Estados Unidos, que se
gastan enormes fortunas en penetración cultural, mientras que nosotros, sin gastar
un centavo, les estamos cambiando el idioma, la comida, la música, la
educación, las formas de vivir, el amor. Es decir, lo más importante de la
vida: la cultura.
Una de las grandes alegrías que me llevo de estas dos
jornadas sin recreos fue el primer encuentro con mi buen vecino, el ministro
Francisco Weffort, que empezó por sorprendernos con su castellano impecable. En
cambio, me pregunto si alrededor de esta mesa hay más de dos que hablen el
portugués. Bien dijo el presidente De la Madrid que nuestro castellano no se
molesta por saltar el Mato Grosso mientras los brasileños, en un esfuerzo
nacional por entenderse con nosotros, están creando el portuñol, que quizás
será la lengua franca de la América integrada. Pacho Weffort, como le diríamos
en Colombia; Pancho, como le diríamos en México, o Paco, como le dirían en
cualquiera de las tabernas de España, defiende con razones de peso pesado el
Ministerio de la Cultura. Yo me opongo sin éxito, y tal vez por fortuna, a que
se instaure en Colombia. Mi argumento principal es que contribuirá a la
oficialización y la burocratización de la cultura.
Pero no hay que simplificar. Lo que rechazo es la estructura
ministerial, víctima fácil del clientelismo y la manipulación política.
Propongo en su lugar un Consejo Nacional de Cultura que no sea gubernamental
sino estatal, responsable ante la presidencia de la República y no ante el
Congreso, y a salvo de las frecuentes crisis ministeriales, las intrigas
palaciegas, las magias negras del presupuesto. Gracias al excelente español de
Pacho, y a pesar de mi portuñol vergonzante, terminamos de acuerdo en que no
importa cómo sea, siempre que el Estado asuma la grave responsabilidad de
preservar y ensanchar los ámbitos de la cultura.
El presidente De la Madrid nos hizo el gran favor de tocar el
drama del narcotráfico. Para él los Estados Unidos abastecen a diario entre
veinte y treinta millones de drogadictos sin el menor tropiezo, casi a
domicilio, como si fuera la leche, el periódico o el pan. Esto sólo es posible
con unas mafias más fuertes que las colombianas y una corrupción mayor de las
autoridades que en Colombia. El problema del narcotráfico, por supuesto, nos
toca a los colombianos muy profundamente. Ya casi somos los únicos culpables
del narcotráfico, somos los únicos culpables de que los Estados Unidos tengan
ese gran mercado de consumo, por desgracia del cual es tan próspera la
industria del narcotráfico en Colombia. Mi impresión es que el tráfico de
drogas es un problema que se le salió de las manos a la humanidad. Eso no
quiere decir que debamos ser pesimistas y declararnos en derrota, sino que hay
que seguir combatiendo el problema a partir de ese punto de vista y no a partir
de la fumigación.
Hace poco estuve con un grupo de periodistas norteamericanos
en una pequeña meseta que no podía tener más de tres o cuatro hectáreas
sembradas de amapolas. Nos hicieron la demostración: fumigación desde
helicópteros, fumigación desde aviones. Al tercer paso de helicópteros y
aviones, calculamos que aquéllos podían costar ya más de lo que costaba la
parcela. Es descorazonador saber que de ninguna manera se combatirá así el
narcotráfico. Yo les dije a algunos periodistas norteamericanos que iban con
nosotros que esa fumigación debía empezar por la isla de Manhattan y por la
alcaldía de Washington. Les reproché también que ellos y el mundo saben cómo es
el problema de la droga en Colombia -cómo se siembra, cómo se procesa, cómo se
exporta- porque los periodistas colombianos lo hemos investigado, lo hemos
publicado, lo hemos divulgado en el mundo. Inclusive, muchos lo han pagado con
su vida. En cambio, ningún periodista norteamericano se ha tomado el trabajo de
decirnos cómo es el ingreso de la droga hasta los Estados Unidos, y cómo es su
distribución y su comercialización interna.
Creo que todos terminamos de acuerdo con la conclusión del ex
presidente Lacalle de que la redención de estas Américas está en la educación.
A la misma habíamos llegado en el Foro de Reflexión de la Unesco el año pasado,
donde acabó de diseñarse la hermosa idea de la "Universidad a
distancia". Allí me correspondió sustentar una vez más la idea de la
captación precoz de las aptitudes y las vocaciones que tanta falta le hacen al
mundo. El fundamento es que si a un niño se le pone frente a un grupo de juguetes
diversos, terminará por quedarse con uno solo, y el deber del Estado sería
crear las condiciones para que ese juguete le durara a ese niño. Soy un
convencido de que ésa es la fórmula secreta de la felicidad y la longevidad.
Que cada quien pueda vivir y hacer sólo lo que le gusta, desde la cuna hasta la
tumba. Al mismo tiempo, todos estamos de acuerdo, al parecer, en que debemos
estar alerta contra la tendencia del Estado a desentenderse de la educación y
encomendarla a los particulares. El argumento en contra es demoledor: la
educación privada, buena o mala, es la forma más efectiva de la discriminación
social.
Un buen final para una carrera de relevos de cuatro horas,
que puede servirnos para disipar las dudas de si en realidad la América Latina
existe, que el ex presidente Lacalle y Augusto Ramírez nos lanzaron desde el
principio sobre esta mesa como una granada de fragmentación. Pues bien, a
juzgar por lo que se ha dicho aquí en estos dos días, no hay la menor duda de
que existe. Tal vez su destino edípico sea seguir buscando para siempre su
identidad, lo cual será un sino creativo que nos haría distintos ante el mundo.
Maltrecha y dispersa, y todavía sin terminar, y siempre en busca de una ética
de la vida, la América Latina existe. ¿La prueba? En estos dos días la hemos
tenido: pensamos, luego existimos.
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