Lucha hasta el alba
Y quedóse Jacob solo, y luchó con él una
Persona hasta que rayaba el alba.
(Génesis, 32, 24)
Tendido en
el camastro boca abajo, el muchacho oyó la tos seca del padre, el soplido para
apagar la lámpara. Esperó aún un buen rato hasta que la noche se metiera bien
adentro en la casa. Siempre era posible que el hermano mellizo acechara
despierto en el cuarto contiguo. Cuando el silencio dejó oír el suave retumbo
del río en las barrancas, el muchacho se inclinó y sacó el envoltorio escondido.
Los verdugones del castigo de la tarde le escocieron de nuevo hasta el hueso;
en las rodillas, las punzadas de los maíces sobre los cuales el padre le mandó
hincarse durante horas, como de costumbre. "¡Ahí lo tienen al futuro
tirano del Paraguay! ¡Rebelde ahora, déspota después!... ¡A vergajazos voy a
enderezar a este cachorro del maldito KaraíGuasú. La madre, tratando de
aplacarlo: "¡No lo castigues así, Pedro! ¡Lo vas a resabiar!..."
Desde el patio el velludo mellizo le sacaba la lengua; las morisquetas de burla
aumentaron su humillación, formaban parte del castigo. Sus brazos en cruz le
pesaban cada vez más. Cuando se quedó solo los dobló y entrelazó los dedos
sobre la nuca. Se sentía hecho una criba. Su rabia le llenaba la boca de saliva
amarga, le hacía bombear salvajemente el corazón entre los huesos.
Abrió el
envoltorio con mucho cuidado, no fueran a crujir los papeles viejos. El frasco
brilló entre sus manos con tenue fosforescencia. lo agitó soplando varias veces
en la boca de¡ frasco. Los puntitos que titilaban adentro con luz verdosa se
avivaron un poco; una luz más débil que el halo de la luna menguante sobre las
hojas de los guayabos. Pero alcanzó a ver borrosa la silueta de su mano, las
falanges crispadas sobre el vidrio.
Han muerto muchos de
ayer a hoy -murmuró-. Tendré que poner más lámpiros. Es difícil escribir con
tantos gusanos muertos. Esaú empieza a sospechar. Me sigue a escondidas cuando
por las noches voy al campo a cazar muãs. Me ha preguntado si pienso tejer
cinturones luminosos para las Wõro que danzan desnudas en los cañadones del
bosque pidiendo a la ¡una que llueva, como cuenta mamá que pasa en una tribu de
indios, en los desiertos del Chaco. "¿Son mujeres de verdad?",
pregunta Esaú. "Son mujerespóra" -dice mamá-. "Son las deidades
silvestres de los indios. Pero ellos son de otra manera. la verdad no se
sabe..." Cuando Esaú va al monte a cazar encuentra los cinturones de muãs
que yo dejo colgados en las ramas de los árboles. Los toca y los huele. Mete la
cabeza entre las piernas y grita como un enano insultando a las Wõro. Después
voltea a hondazos una mortandad de tapitíes y palomas de monte y los trae de
regalo a papá que mucho aprecia lo que hace Esaú con fina voluntad. Yo veo y me
callo. La verdad no se ve, digo.
Sopló otra
vez por el cuello del frasco. El zumbido de su aliento le sobresaltó. Lo puso
sobre el cajón y tomó el cabo de lápiz. Mojó la punta en la saliva. Hablaba en
voz muy baja para sí mismo, habría sido difícil tal vez seguir su pensamiento
sin apuntalarlo con ese susurro.
-Tal vez
sea más fácil ser Jacob que escribir sobre Jacob, y mamá que me pregunta por
que quiero ser como Jacob. Yo cierro fuerte la boca para no contestar. Mamá
entonces me toma la cabeza entre las manos y mirándome en los ojos como ella sabe
hacerlo me dice que cada uno es lo que es y que no arrienda compararse con los
otros. Pero quién sabe lo que uno es. ¡Uno de tantos entre tantas cosas! Yo no
sé si soy joven o viejo, o las dos cosas al mismo tiempo. En los cuadernos de
papá, de cuando era todavía seminarista, leí: "Mi infancia murió hace ya
mucho tiempo, y yo aún vivo..." Y cuando abuelo José murió, papá escribió
sobre su tumba: "Entregó su espíritu en las manos de Dios. Le devolvió su
vida en buena vejez, anciano y lleno de días."
Volvió a
agitar el frasco. - Son como pescados muertos -dijo-, pero el vientre todavía
les brilla en el aire viciado. Hay que echar los muertos y poner lámpiros vivos
todos los días. Me acuerdo de la noche cuando se metió un muã dentro de una
botella, en el patio, y me dio la idea de una lámpara que no fuera como las
otras y que alumbrara con otra luz, la luz de los bichos que alumbran el aire
de la noche.
La mano
del muchacho siguió escribiendo en el rotoso cuaderno, a la luz del tenue
reverbero.
-Papá no
es hombre malo, pero me cree malo a mí. Él sabe que su infancia murió hace
tiempo, pero no sabe que yo soy más viejo que él. Capaz que por eso me pega con
esa correa doble, que él usa para asentar el filo de su navaja. Pero no pega
nunca a Esaú. Mamá me dice que es porque mi hermano es contrahecho y tiene la
cabeza un poco desvariada. Papá me pega cuando cree que hago algo malo. Pero yo
sé que no es malo zambullirme en el río con los otros muchachos del pueblo para
buscar el cuerpo del pasero ahogado en el remanso, enredado entre los raigones del
fondo bajo los flotadores de la balsa ' Esaú contó que yo salí echando sangre
por la nariz y por la boca, abrazado al cadáver del viejo. Eso no es cierto. Yo
encontré el cadáver bajo la balsa pero no me animé a tocarlo. Me miraba fijo
debajo del agua como riéndose con una mueca. Vi los huesos ganchudos de las
manos ya comidas por las pirañas. Lo sacaron los otros muchachos. Pero aunque
lo hubiese sacado yo, ¿es malo eso? ¿Es pecado tan grande sacar a un ahogado? Por
lo menos para que lo entierren en camposanto.
Suspiró
con estremecimiento.
-Mamá defiende a papá
tratando de explicar que él tiene miedo a que yo también un día me ahogue en el
río, y que lo que él quiere es que volvamos a la ciudad para sacar de nosotros
dos hombres útiles y sabedores y respetados. Pero los castigos no son solamente
por culpa del río. La otra vez fue la llave que perdió Esaú en la chacra y no
pudimos entrar en la casa. Papá me mandó a buscarla mucho después que cayó la
noche y yo tuve que pasar corriendo con los ojos cerrados y los oídos tapados
sobre el empalado del puente donde dicen que tiene su guarida el fantasma del
Descabezado. Estos castigos son los que más duelen y me pueden desvariar la
cabeza a mí también, si es que no la tengo ya desvariada. El miedo es la cosa
más mala que puede caerle a un cristiano. Y lo que yo siento es que papá tiene
miedo a otra cosa que él mismo no entiende qué es. Hace ya mucho tiempo que es
mensual de la fábrica y sabe que de aquí no podrá salir, como salió del
seminario, de los obrajes, de los Verbales. Hay lugares de donde no se puede
salir. Y este lugar de Manorã, en Iturbe del Guaira, es uno de ellos. La gente
se muere aquí como los muãs en el frasco cuando ya no pueden echar más luz de
su vientre, digo cuando la vida se les apaga en la fábrica o en los
cañaverales. Papá no es hombre malo y yo diría que es el más bueno si no fuera
por ese miedo que tiene a lo que no sabe y no entiende, o tal vez lo sabe tan
bien que ya lo olvidó...
El
muchacho escribía con apuro, pero las letras gordas de escuelero le salían
lentas y difíciles. Se quedaban atrás de lo que él procuraba decir y escribir.
Las borraba cada tanto con trazos temblorosos que a veces rasgaban el papel. El
frasco se iba apagando poco a poco.
- Cuando
leo en la Biblia ese hecho que hizo Jacob, yo encuentro que es de otra manera,
no como cuando mamá nos lee o nos cuenta los mismos hechos. Igual que cuando a
papá estuvieron por matarlo los revolucionarios porque no quiso decir dónde
estaban las armas de la policía de la fábrica. Toda la noche entre si lo
mataban o no lo mataban, y que dónde están las armas, y los golpes y los
insultos, y los tiros junto a su cabeza quemándole los cabellos y hasta uno de
esos tiros arrancándole un pedazo de oreja. Todo esto justo hasta el alba
cuando llegó al galope un jinete de la montonera y gritó a los que tenían atado
a papa con trozos de alambre: "¡No, a ése no lo maten ya! ¡Encontramos las
armas escondidas en las calderas de la fábrica!..." Y así papá se salvó de
los fusiles y los machetes de la pueblada. Mamá no quiere acordarse de esas
malas memorias. Se le humedecen los ojos y se queda callada. Me pasa la mano
sobre la cicatriz que tengo en la cabeza y que me dejó ahí una pedrada de Esaú.
Mi hermano Esaú del que nunca puedo separarme como si él siguiera teniendo
trabada su mano a mi calcañar desde que nacimos juntos. Eso dice mamá cuando
cuenta que Esaú es el mayor porque nació último y que su alma está derramada en
mí como la mía está derramada en él. Pero yo no quiero un alma así, tan de dos
sin ser de nadie y que sin ser nada y al mismo tiempo doble da a uno solo tanta
aflicción...
Ya no vio
la forma de su mano. Se puso el lápiz entre los dientes. Empezó a envolver el
frasco con el mismo cuidado del comienzo. El viento que las Siete Cabrillas
suelen soltar hacia la medianoche, había apagado el retumbo del río. El
muchacho sintió el peso enorme de la noche amontonada en el cuarto. Tomó el
frasco a tientas, abrió la puerta y salió sin hacer ruido. la noche hedía a los
charcos de agua estancada, al guarapo fermentado en los canales de desagüe del
ingenio. Arrojó el frasco al río desde lo alto de la barranca. Oyó el ruido del
choque en el agua. Se estuvo un rato inmóvil. Luego siguió andando en la oscuridad,
de cara al olor lejano de los cañaverales. Sintió que la frente le ardía en
relente.
Caminó sin
detenerse una sola vez. Su paso firme parecía olvidar todo otro rumbo que no
fuera ése. Por atajos y desvíos que conocía bien llegó al cruce de los dos caminos
que, en la historia de Jacob, en la Biblia se llama Manhanaim y en la tierra de
Manorã, TapeMokõi. Algo o alguien le salto por detrás clavándole uñas como
garras en la nuca. El muchacho giró y comenzó a luchar contra su invisible
adversario con toda la furia y la tristeza que llevaba adentro, con un ansia
mortal de destruirlo. Luchó cada vez con más fuerza logrando que todo el peso
de la noche entrara en su brazo. Sintió que ese esfuerzo desbarataba los malos
recuerdos; sintió que los arrojaba de sí en los espumarajos que echaba por la
nariz y por la boca. Sintió que sudaba sangre y que este sudor lo purificaba,
que lo volvía más liviano, sin peso ninguno.
Pero que
todavía estaba vivo y que sólo vivía para triunfar en esa lucha con el
Desconocido. Como éste notó que no podía contra él, puso su puño forzando la
palma del anca del muchacho y le descoyuntó el muslo. Pero el muchacho no
cejaba y arremetía con creciente encarnizamiento. La voz dijo: -¡Déjame, que el
alba sube!" Y el muchacho gritó fuerte, no como un ruego sino como una
orden: "¡No te dejaré si no me bendices!" La voz dijo: "¡No
puedo bendecirte porque estás maldito para siempre!..."
El
muchacho siguió luchando ciegamente, hasta que se dio cuenta de que había
estrangulado a su adversario; su cuerpo permanecía abrazado a él, pero ya
inerte y sin vida. El muchacho se sacudió y lo dejó caer. Su pie tropezó con
una piedra. La levantó y contempló entonces la cabeza separada del tronco. Y en
esa cabeza descubrió el rostro de filudo perfil de ave de rapiña del
KaraiGuasú, tal como lo mostraban los grabados de la época. Pero también vio
en la cabeza muerta el rostro de su padre. Dudó un instante como en el centro
de una alucinación o de una pesadilla. Pero la palma del anca descoyuntada le
mostró que si era un sueño se trataba de un sueño de otra especie. El día claro
le mostró dos paisajes superpuestos, dos tierras, dos tiempos, dos vidas, dos
muertes.
... Yo
también, como Jacob, vi a Dios cara a cara y fue liberada mi alma...
Pero esa
voz no era la suya, ni la de su madre, ni la de las Escrituras, ni la voz que
había entrado muchas noches en su vigilia cuando al resplandor fosfórico de las
luciérnagas eso era a su manera la historia de Jacob. Sintió en lo hondo de sí
que todo eso era falso. Un sueño. Pero que esa falsedad, ese sueño, era la
única verdad que le estaba permitida.
El sol, el
rescoldo neblinoso de un sol que no se veía quemaba todo el cielo y borroneaba
el día en una tiniebla blanca. El muchacho continuó su camino rengueando del
anca descoyuntada. Llevaba la cabeza sanguinolenta bajo el brazo. El fuego
blanco del sol la iba despellejando por instantes. Pronto quedó el cráneo
calcinado, arrugado, cada vez más pequeño. El muchacho no se dio cuenta de ello
entre las reverberaciones y el polvo que subían del camino, ni de que sus
propios cabellos le habían crecido hasta los hombros y habían tomado el color
de la ceniza.
Se dirigió
hacia el pueblecito de Nazareth. Llegó a casa del rabino Zacarías que no lo
reconoció y lo tomó por un mendigo. El muchacho Jacob le tendió las manos sin
ver que en ellas no había ningún cráneo.
-¡Es de
una persona importante de Phanuel! dijo-. Se lo vendo por poco dinero...
El rabino
Zacarías no entendió lo que el otro le dijo. Salvo la palabra Phanuel, el
nombre hebreo que quiere decir: elquehavistolafazdeDios. Le sorprendió
que un muchacho campesino de Manorá pudiese conocer el nombre y pronunciarlo
con acento arcaico. Se lo hizo repetir. El muchacho Jacob volvió a decir
claramente:
-¡Phanuel!
El rabino
Zacarías retrocedió. Su voz se volvió dura:
- ¡Deja en
paz lo que no entiendes y es sagrado! El hombre malo, el hombre depravado anda
en perversidad de boca. Y tú no eres el suplantador que estará en lugar de
aquel hombre santo. Anda y trabaja los campos y siembra y cosecha.
El
muchacho Jacob inclinó la cabeza. De entre los cabellos encanecidos cayeron
sobre sus pies gotas de sudor o de lágrimas.
-Vete -le
dijo el rabino, y cerró la puerta después de arrojarle unas monedas.
La noche había
caído de nuevo. La silueta que rengueaba entró en un rancho de expendio de
bebidas, que brillaba con resplandor calcáreo a la luz de la luna, en un recodo
del camino. Pidió al bolichero con voz ronca apenas audible una botella de
aguardiente y dejó caer las monedas sobre las tablas. Bebió a sorbos largos
apretando la boca ansiosamente contra el gollete, sin una pausa, sin un
respiro, como si ya no tuviera aire adentro. Se retiró bamboleándose hacia un
rincón del rancho, y se tendió en lo oscuro poniéndose el anca descoyuntada
como cabeza.
Entraron
dos hombres del lugar y también se pusieron a beber. De pronto uno de ellos se
fijó en el que yacía en la sombra, y dirigiéndose al patrón, le preguntó con un
guiño de picardía:
-¿No es
ése el hijo de don Pedro, el de la azucarera?
El patrón
asintió encogiéndose de hombros.
-Los
muchachos de ahora pronto empiezan a darle al trago -dijo el que había
hablado-. Pero el padre le va a sacar el vicio a latigazos. Don Pedro no se
anda con vueltas.
El segundo
hombre se aproximó, husmeó la sombra y removió el cuerpo yacente,
-A éste no
le puede pasar ya nada -dijo moviendo la cabeza.
-¿Qué
quieres decir? -preguntó el posadero.
El hombre
regresó al mostrador, bebióse de un trago la media caña. Después dijo con la
voz opaca:
- Ése ya
huele a muerto.
--------------------------------------------------------------------------------
Primer
cuento que escribió Augusto Roa Bastos (por vuelta de 1930). Publicado por
primera vez en 1978.
No hay comentarios:
Publicar un comentario