Hace
ya mucho tiempo que el matrimonio de lord St. Simon y la curiosa manera en que
terminó dejaron de ser temas de interés en los selectos círculos en los que se
mueve el infortunado novio. Nuevos escándalos lo han eclipsado, y sus detalles
más picantes han acaparado las murmuraciones, desviándolas de este drama que ya
tiene cuatro años de antigüedad. No obstante, como tengo razones para creer que
los hechos completos no se han revelado nunca al público en general, y dado que
mi amigo Sherlock Holmes desempeñó un importante papel en el esclarecimiento
del asunto, considero que ninguna biografía suya estaría completa sin un breve
resumen de este notable episodio.
Pocas
semanas antes de mi propia boda, cuando aún compartía con Holmes el apartamento
de Baker Street, mi amigo regresó a casa después de un paseo y encontró una
carta aguardándole encima de la mesa. Yo me había quedado en casa todo el día,
porque el tiempo se había puesto de repente muy lluvioso, con fuertes vientos
de otoño, y la bala que me había traído dentro del cuerpo como recuerdo de mi
campaña de Afganistán palpitaba con monótona persistencia. Tumbado en una
poltrona con una pierna encima de otra, me había rodeado de una nube de
periódicos hasta que, saturado al fin de noticias, los tiré a un lado y me
quedé postrado e inerte, contemplando el escudo y las iniciales del sobre que
había encima de la mesa, y preguntándome perezosamente quién sería aquel noble
que escribía a mi amigo.
-Tiene
una carta de lo más elegante -comenté al entrar él-. Si no recuerdo mal, las
cartas de esta mañana eran de un pescadero y de un aduanero del puerto.
-Sí,
desde luego, mi correspondencia tiene el encanto de la variedad -respondió él,
sonriendo-. Y, por lo general, las más humildes son las más interesantes. Ésta
parece una de esas molestas convocatorias sociales que le obligan a uno a
aburrirse o a mentir.
Rompió
el lacre y echó un vistazo al contenido.
-¡Ah,
caramba! ¡Después de todo, puede que resulte interesante!
-¿No
es un acto social, entonces?
-No;
estrictamente profesional.
-¿Y
de un cliente noble?
-Uno
de los grandes de Inglaterra.
-Querido
amigo, le felicito.
-Le
aseguro, Watson, sin falsa modestia, que la categoría de mi cliente me importa
mucho menos que el interés que ofrezca su caso. Sin embargo, es posible que
esta nueva investigación no carezca de interés. Ha leído usted con atención los
últimos periódicos, ¿no es cierto?
-Eso
parece -dije melancólicamente, señalando un enorme montón que había en un
rincón-. No tenía otra cosa que hacer.
-Es
una suerte, porque así quizás pueda ponerme al corriente. Yo no leo más que los
sucesos y los anuncios personales. Estos últimos son siempre instructivos. Pero
si usted ha seguido de cerca los últimos acontecimientos, habrá leído acerca de
lord St. Simon y su boda.
-Oh,
sí, y con el mayor interés.
-Estupendo.
La carta que tengo en la mano es de lord St. Simon. Se la voy a leer y, a
cambio, usted repasará esos periódicos y me enseñará todo lo que tenga que ver
con el asunto. Esto es lo que dice:
«Querido
señor Sherlock Holmes: Lord Backwater me asegura que puedo confiar plenamente
en su juicio y discreción. Así pues, he decidido hacerle una visita para
consultarle con respecto al dolorosísimo suceso acaecido en relación con mi
boda. El señor Lestrade, de Scotland Yard, se encuentra ya trabajando en el
asunto, pero me ha asegurado que no hay inconveniente alguno en que usted
coopere, e incluso cree que podría resultar de alguna ayuda. Pasaré a verle a
las cuatro de la tarde, y le agradecería que aplazara cualquier otro compromiso
que pudiera tener a esa hora, ya que el asunto es de trascendental importancia.
Suyo afectísimo, ROBERT ST. SIMON.»
-Está
fechada en Grosvenor Mansions, escrita con pluma de ave, y el noble señor ha tenido
la desgracia de mancharse de tinta la parte de fuera de su meñique derecho
-comentó Holmes, volviendo a doblar la carta.
-Dice
que a las cuatro, y ahora son las tres. Falta una hora para que venga.
-Entonces,
tengo el tiempo justo, contando con su ayuda, para ponerme al corriente del
tema. Repase esos periódicos y ordene los artículos por orden de fechas,
mientras yo miro quién es nuestro cliente -sacó un volumen de tapas rojas de
una hilera de libros de referencia que había junto a la repisa de la chimenea-.
Aquí está -dijo, sentándose y abriéndolo sobre las rodillas-. «Robert
Walsingham de Vere St. Simon, segundo hijo del duque de Balmoral»... ¡Hum!
Escudo: Campo de azur, con tres abrojos en jefe sobre banda de sable. Nacido en
1846. Tiene, pues, cuarenta y un años, que es una edad madura para casarse. Fue
subsecretario de las colonias en una administración anterior. El duque, su
padre, fue durante algún tiempo ministro de Asuntos Exteriores. Han heredado
sangre de los Plantagenet por vía directa y de los Tudor por vía materna. ¡Ajá!
Bueno, en todo esto no hay nada que resulte muy instructivo. Creo que dependo
de usted, Watson, para obtener datos más sólidos.
-Me
resultará muy fácil encontrar lo que busco -dije yo-, porque los hechos son
bastante recientes y el asunto me llamó bastante la atención. Sin embargo, no
me atrevía a hablarle del tema, porque sabía que tenía una investigación entre
manos y que no le gusta que se entrometan otras cosas.
-Ah,
se refiere usted al insignificante problema del furgón de muebles de Grosvenor
Square. Eso ya está aclarado de sobra... aunque la verdad es que era evidente
desde un principio. Por favor, deme los resultados de su selección de prensa.
-Aquí
está la primera noticia que he podido encontrar. Está en la columna personal
del Morning Post y, como ve, lleva fecha de hace unas semanas. «Se ha
concertado una boda», dice, «que, si los rumores son ciertos, tendrá lugar
dentro de muy poco, entre lord Robert St. Simon, segundo hijo del duque de
Balmoral, y la señorita Hatty Doran, hija única de Aloysius Doran, de San
Francisco, California, EE.UU.» Eso es todo.
-Escueto
y al grano -comentó Holmes, extendiendo hacia el fuego sus largas y delgadas
piernas.
-En
la sección de sociedad de la misma semana apareció un párrafo ampliando lo
anterior. ¡Ah, aquí está!: «Pronto será necesario imponer medidas de protección
sobre el mercado matrimonial, en vista de que el principio de libre comercio
parece actuar decididamente en contra de nuestro producto nacional. Una tras
otra, las grandes casas nobiliarias de Gran Bretaña van cayendo en manos de
nuestras bellas primas del otro lado del Atlántico. Durante la última semana se
ha producido una importante incorporación a la lista de premios obtenidos por
estas encantadoras invasoras. Lord St. Simon, que durante más de veinte años se
había mostrado inmune a las flechas del travieso dios, ha anunciado de manera
oficial su próximo enlace con la señorita Hatty Doran, la fascinante hija de un
millonario californiano. La señorita Doran, cuya atractiva figura y bello
rostro atrajeron mucha atención en las fiestas de Westbury House, es hija única
y se rumorea que su dote está muy por encima de las seis cifras, y que aún
podría aumentar en el futuro. Teniendo en cuenta que es un secreto a voces que
el duque de Balmoral se ha visto obligado a vender su colección de pintura en
los últimos años, y que lord St. Simon carece de propiedades, si exceptuamos la
pequeña finca de Birchmoor, parece evidente que la heredera californiana no es
la única que sale ganando con una alianza que le permitirá realizar la fácil y
habitual transición de dama republicana a aristócrata británica».
-¿Algo
más? -preguntó Holmes, bostezando.
-Oh,
sí, mucho. Hay otro párrafo en el Morning Post diciendo que la boda sería un
acto absolutamente privado, que se celebraría en San Jorge, en Hanover Square,
que sólo se invitaría a media docena de amigos íntimos, y que luego todos se
reunirían en una casa amueblada de Lancaster Gate, alquilada por el señor
Aloysius Doran. Dos días después... es decir, el miércoles pasado... hay una
breve noticia de que la boda se ha celebrado y que los novios pasarían la luna
de miel en casa de lord Backwater, cerca de Petersfield. Éstas son todas las
noticias que se publicaron antes de la desaparición de la novia.
-¿Antes
de qué? -preguntó Holmes con sobresalto.
-De
la desaparición de la dama.
-¿Y
cuándo desapareció?
-Durante
el almuerzo de boda.
-Caramba.
Esto es más interesante de lo que yo pensaba; y de lo más dramático.
-Sí,
a mí me pareció un poco fuera de lo corriente.
-Muchas
novias desaparecen antes de la ceremonia, y alguna que otra durante la luna de
miel; pero no recuerdo nada tan súbito como esto. Por favor, déme detalles.
-Le
advierto que son muy incompletos.
-Quizás
podamos hacer que lo sean menos.
-Lo
poco que se sabe viene todo seguido en un solo artículo publicado ayer por la
mañana, que voy a leerle. Se titula «Extraño incidente en una boda de alta
sociedad».
«La
familia de lord Robert St. Simon ha quedado sumida en la mayor consternación por
los extraños y dolorosos sucesos ocurridos en relación con su boda. La
ceremonia, tal como se anunciaba brevemente en la prensa de ayer, se celebró
anteayer por la mañana, pero hasta hoy no había sido posible confirmar los
extraños rumores que circulaban de manera insistente. A pesar de los esfuerzos
de los amigos por silenciar el asunto, éste ha atraído de tal modo la atención
del público que de nada serviría fingir desconocimiento de un tema que está en
todas las conversaciones.
»La
ceremonia, que se celebró en la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, tuvo
lugar en privado, asistiendo tan sólo el padre de la novia, señor Aloysius
Doran, la duquesa de Balmoral, lord Backwater, lord Eustace y lady Clara St.
Simon (hermano menor y hermana del novio), y lady Alicia Whittington. A
continuación, el cortejo se dirigió a la casa del señor Aloysius Doran, en
Lancaster Gate, donde se había preparado un almuerzo. Parece que allí se
produjo un pequeño incidente, provocado por una mujer cuyo nombre no se ha
podido confirmar, que intentó penetrar por la fuerza en la casa tras el cortejo
nupcial, alegando ciertas reclamaciones que tenía que hacerle a lord St. Simon.
Tras una larga y bochornosa escena, el mayordomo y un lacayo consiguieron
expulsarla. La novia, que afortunadamente había entrado en la casa antes de
esta desagradable interrupción, se había sentado a almorzar con los demás
cuando se quejó de una repentina indisposición y se retiró a su habitación.
Como
su prolongada ausencia empezaba a provocar comentarios, su padre fue a
buscarla; pero la doncella le dijo que sólo había entrado un momento en su
habitación para coger un abrigo y un sombrero, y que luego había salido a toda
prisa por el pasillo. Uno de los lacayos declaró haber visto salir de la casa a
una señora cuya vestimenta respondía a la descripción, pero se negaba a creer
que fuera la novia, por estar convencido de que ésta se encontraba con los
invitados. Al comprobar que su hija había desaparecido, el señor Aloysius
Doran, acompañado por el novio, se puso en contacto con la policía sin pérdida
de tiempo, y en la actualidad se están llevando a cabo intensas
investigaciones, que probablemente no tardarán en esclarecer este misterioso
asunto. Sin embargo, a últimas horas de esta noche todavía no se sabía nada del
paradero de la dama desaparecida. Los rumores se han desatado, y se dice que la
policía ha detenido a la mujer que provocó el incidente, en la creencia de que,
por celos o algún otro motivo, pueda estar relacionada con la misteriosa
desaparición de la novia.»
-¿Y
eso es todo?
-Sólo
hay una notita en otro de los periódicos, pero bastante sugerente.
-¿Qué
dice?
-Que
la señorita Flora Millar, la dama que provocó el incidente, había sido
detenida. Parece que es una antigua bailarina del Allegro, y que conocía al
novio desde hace varios años. No hay más detalles, y el caso queda ahora en sus
manos... Al menos, tal como lo ha expuesto la prensa.
-Y
parece tratarse de un caso sumamente interesante. No me lo perdería por nada
del mundo. Pero creo que llaman a la puerta, Watson, y dado que el reloj marca
poco más de las cuatro, no me cabe duda de que aquí llega nuestro aristocrático
cliente. No se le ocurra marcharse, Watson, porque me interesa mucho tener un
testigo, aunque sólo sea para confirmar mi propia memoria.
-El
señor Robert St. Simon -anunció nuestro botones, abriendo la puerta de par en
par, para dejar entrar a un caballero de rostro agradable y expresión
inteligente, altivo y pálido, quizás con algo de petulancia en el gesto de la
boca, y con la mirada firme y abierta de quien ha tenido la suerte de nacer
para mandar y ser obedecido. Aunque sus movimientos eran vivos, su aspecto
general daba una errónea impresión de edad, porque iba ligeramente encorvado y
se le doblaban un poco las rodillas al andar. Además, al quitarse el sombrero
de ala ondulada, vimos que sus cabellos tenían las puntas grises y empezaban a
clarear en la coronilla. En cuanto a su atuendo, era perfecto hasta rayar con
la afectación: cuello alto, levita negra, chaleco blanco, guantes amarillos,
zapatos de charol y polainas de color claro. Entró despacio en la habitación,
girando la cabeza de izquierda a derecha y balanceando en la mano derecha el
cordón del que colgaban sus gafas con montura de oro.
-Buenos
días, lord St. Simon -dijo Holmes, levantándose y haciendo una reverencia-. Por
favor, siéntese en la butaca de mimbre. Éste es mi amigo y colaborador, el
doctor Watson. Acérquese un poco al fuego y hablaremos del asunto.
-Un
asunto sumamente doloroso para mí, como podrá usted imaginar, señor Holmes. Me
ha herido en lo más hondo. Tengo entendido, señor, que usted ya ha intervenido
en varios casos delicados, parecidos a éste, aunque supongo que no afectarían a
personas de la misma clase social.
-En
efecto, voy descendiendo.
-¿Cómo
dice?
-Mi
último cliente de este tipo fue un rey.
-¡Caramba!
No tenía idea. ¿Y qué rey?
-El
rey de Escandinavia.
-¿Cómo?
¿También desapareció su esposa?
-Como
usted comprenderá -dijo Holmes suavemente-, aplico a los asuntos de mis otros
clientes la misma reserva que le prometo aplicar a los suyos.
-¡Naturalmente!
¡Tiene razón, mucha razón! Le pido mil perdones. En cuanto a mi caso, estoy
dispuesto a proporcionarle cualquier información que pueda ayudarle a formarse
una opinión.
-Gracias.
Sé todo lo que ha aparecido en la prensa, pero nada más. Supongo que puedo
considerarlo correcto... Por ejemplo, este artículo sobre la desaparición de la
novia.
El
señor St. Simon le echó un vistazo.
-Sí,
es más o menos correcto en lo que dice.
-Pero
hace falta mucha información complementaria para que alguien pueda adelantar
una opinión. Creo que el modo más directo de conocer los hechos sería
preguntarle a usted.
-Adelante.
-¿Cuándo
conoció usted a la señorita Hatty Doran?
-Hace
un año, en San Francisco.
-¿Estaba
usted de viaje por los Estados Unidos?
-Sí.
-¿Fue
entonces cuando se prometieron?
-No.
-¿Pero
su relación era amistosa?
-A
mí me divertía estar con ella, y ella se daba cuenta de que yo me divertía.
-¿Es
muy rico su padre?
-Dicen
que es el hombre más rico de la
Costa Oeste.
-¿Y
cómo adquirió su fortuna?
-Con
las minas. Hace unos pocos años no tenía nada. Entonces, encontró oro, invirtió
y subió como un cohete.
-Veamos:
¿qué impresión tiene usted sobre el carácter de la señorita... es decir, de su
esposa?
El
noble aceleró el balanceo de sus gafas y se quedó mirando al fuego.
-Verá
usted, señor Holmes -dijo-. Mi esposa tenía ya veinte años cuando su padre se
hizo rico. Se había pasado la vida correteando por un campamento minero y
vagando por bosques y montañas, de manera que su educación debe más a la
naturaleza que a los maestros de escuela. Es lo que en Inglaterra llamaríamos
una buena pieza, con un carácter fuerte, impetuoso y libre, no sujeto a
tradiciones de ningún tipo. Es impetuosa... hasta diría que volcánica. Toma
decisiones con rapidez y no vacila en llevarlas a la práctica. Por otra parte,
yo no le habría dado el apellido que tengo el honor de llevar -soltó una
tosecilla solemne- si no pensara que tiene un fondo de nobleza. Creo que es
capaz de sacrificios heroicos y que cualquier acto deshonroso la repugnaría.
-¿Tiene
una fotografía suya?
-He
traído esto.
Abrió
un medallón y nos mostró el retrato de una mujer muy hermosa. No se trataba de
una fotografía, sino de una miniatura sobre marfil, y el artista había sacado
el máximo partido al lustroso cabello negro, los ojos grandes y oscuros y la
exquisita boca. Holmes lo miró con gran atención durante un buen rato. Luego
cerró el medallón y se lo devolvió a lord St. Simon.
-Así
pues, la joven vino a Londres y aquí reanudaron sus relaciones.
-Sí,
su padre la trajo a pasar la última temporada en Londres. Nos vimos varias
veces, nos prometimos y por fin nos casamos.
-Tengo
entendido que la novia aportó una dote considerable.
-Una
buena dote. Pero no mayor de lo habitual en mi familia.
-Y,
por supuesto, la dote es ahora suya, puesto que el matrimonio es un hecho
consumado.
-La
verdad, no he hecho averiguaciones al respecto.
-Es
muy natural. ¿Vio usted a la señorita Doran el día antes de la boda?
-Sí.
-¿Estaba
ella de buen humor?
-Mejor
que nunca. No paraba de hablar de la vida que llevaríamos en el futuro.
-Vaya,
vaya. Eso es muy interesante. ¿Y la mañana de la boda?
-Estaba
animadísima... Por lo menos, hasta después de la ceremonia.
-¿Y
después observó usted algún cambio en ella?
-Bueno,
a decir verdad, fue entonces cuando advertí las primeras señales de que su
temperamento es un poquitín violento. Pero el incidente fue demasiado trivial
como para mencionarlo, y no puede tener ninguna relación con el caso.
-A
pesar de todo, le ruego que nos lo cuente.
-Oh,
es una niñería. Cuando íbamos hacia la sacristía se le cayó el ramo. Pasaba en
aquel momento por la primera fila de reclinatorios, y se le cayó en uno de
ellos. Hubo un instante de demora, pero el caballero del reclinatorio se lo
devolvió y no parecía que se hubiera estropeado con la caída. Aun así, cuando
le mencioné el asunto, me contestó bruscamente; y luego, en el coche, camino de
casa, parecía absurdamente agitada por aquella insignificancia.
-Vaya,
vaya. Dice usted que había un caballero en el reclinatorio. Según eso, había
algo de público en la boda, ¿no?
-Oh,
sí. Es imposible evitarlo cuando la iglesia está abierta.
-El
caballero en cuestión, ¿no sería amigo de su esposa?
-No,
no; le he llamado caballero por cortesía, pero era una persona bastante vulgar.
Apenas me fijé en su aspecto. Pero creo que nos estamos desviando del tema.
-Así
pues, la señora St. Simon regresó de la boda en un estado de ánimo menos
jubiloso que el que tenía al ir. ¿Qué hizo al entrar de nuevo en casa de su
padre?
-La
vi mantener una conversación con su doncella.
-¿Y
quién es esta doncella?
-Se
llama Alice. Es norteamericana y vino de California con ella.
-¿Una
doncella de confianza?
-Quizás
demasiado. A mí me parecía que su señora le permitía excesivas libertades.
Aunque, por supuesto, en América estas cosas se ven de un modo diferente.
-¿Cuánto
tiempo estuvo hablando con esta Alice?
-Oh,
unos minutos. Yo tenía otras cosas en que pensar.
-¿No
oyó usted lo que decían?
-La
señora St. Simon dijo algo acerca de «pisarle a otro la licencia». Solía
utilizar esa jerga de los mineros para hablar. No tengo ni idea de lo que quiso
decir con eso.
-A
veces, la jerga norteamericana resulta muy expresiva. ¿Qué hizo su esposa
cuando terminó de hablar con la doncella?
-Entró
en el comedor.
-¿Del
brazo de usted?
-No,
sola. Era muy independiente en cuestiones de poca monta como ésa. Y luego,
cuando llevábamos unos diez minutos sentados, se levantó con prisas, murmuró
unas palabras de disculpa y salió de la habitación. Ya no la volvimos a ver.
-Pero,
según tengo entendido, esta doncella, Alice, ha declarado que su esposa fue a
su habitación, se puso un abrigo largo para tapar el vestido de novia, se caló
un sombrero y salió de la casa.
-Exactamente.
Y más tarde la vieron entrando en Hyde Park en compañía de Flora Millar, una
mujer que ahora está detenida y que ya había provocado un incidente en casa del
señor Doran aquella misma mañana.
-Ah,
sí. Me gustaría conocer algunos detalles sobre esta dama y sus relaciones con
usted.
Lord
St. Simon se encogió de hombros y levantó las cejas.
-Durante
algunos años hemos mantenido relaciones amistosas... podría decirse que muy
amistosas. Ella trabajaba en el Allegro. La he tratado con generosidad, y no
tiene ningún motivo razonable de queja contra mí, pero ya sabe usted cómo son
las mujeres, señor Holmes. Flora era encantadora, pero demasiado atolondrada, y
sentía devoción por mí. Cuando se enteró de que me iba a casar, me escribió
unas cartas terribles; y, a decir verdad, la razón de que la boda se celebrara
en la intimidad fue que yo temía que diese un escándalo en la iglesia. Se
presentó en la puerta de la casa del señor Doran cuando nosotros acabábamos de
volver, e intentó abrirse paso a empujones, pronunciando frases muy injuriosas
contra mi esposa, e incluso amenazándola, pero yo había previsto la posibilidad
de que ocurriera algo semejante, y había dado instrucciones al servicio, que no
tardó en expulsarla. Se tranquilizó en cuanto vio que no sacaría nada con armar
alboroto.
-¿Su
esposa oyó todo esto?
-No,
gracias a Dios, no lo oyó.
-¿Pero
más tarde la vieron paseando con esta misma mujer?
-Sí.
Y al señor Lestrade, de Scotland Yard, eso le parece muy grave. Cree que Flora
atrajo con engaños a mi esposa hacia alguna terrible trampa.
-Bueno,
es una suposición que entra dentro de lo posible.
-¿También
usted lo cree?
-No
dije que fuera probable. ¿Le parece probable a usted?
-Yo
no creo que Flora sea capaz de hacer daño a una mosca.
-No
obstante, los celos pueden provocar extraños cambios en el carácter. ¿Podría
decirme cuál es su propia teoría acerca de lo sucedido?
-Bueno,
en realidad he venido aquí en busca de una teoría, no a exponer la mía. Le he
dado todos los datos. Sin embargo, ya que lo pregunta, puedo decirle que se me
ha pasado por la cabeza la posibilidad de que la emoción de la boda y la
conciencia de haber dado un salto social tan inmenso le hayan provocado a mi
esposa algún pequeño trastorno nervioso de naturaleza transitoria.
-En
pocas palabras, que sufrió un arrebato de locura.
-Bueno,
la verdad, si consideramos que ha vuelto la espalda... no digo a mí, sino a
algo a lo que tantas otras han aspirado sin éxito... me resulta difícil hallar
otra explicación.
-Bien,
desde luego, también es una hipótesis concebible -dijo Holmes sonriendo-. Y
ahora, lord St. Simon, creo que ya dispongo de casi todos los datos. ¿Puedo
preguntar si en la mesa estaban ustedes sentados de modo que pudieran ver por
la ventana?
-Podíamos
ver el otro lado de la calle, y el parque.
-Perfecto.
En tal caso, creo que no necesito entretenerlo más tiempo. Ya me pondré en
comunicación con usted.
-Si
es que tiene la suerte de resolver el problema -dijo nuestro cliente,
levantándose de su asiento.
-Ya
lo he resuelto.
-¿Eh?
¿Cómo dice?
-Digo
que ya lo he resuelto.
-Entonces,
¿dónde está mi esposa?
-Ése
es un detalle que no tardaré en proporcionarle.
Lord
St. Simon meneó la cabeza.
-Me
temo que esto exija cabezas más inteligentes que la suya o la mía -comentó, y
tras una pomposa inclinación, al estilo antiguo, salió de la habitación.
-El
bueno de lord St. Simon me hace un gran honor al colocar mi cabeza al mismo
nivel que la suya -dijo Sherlock Holmes, echándose a reír-. Después de tanto
interrogatorio, no me vendrá mal un poco de whisky con soda. Ya había sacado
mis conclusiones sobre el caso antes de que nuestro cliente entrara en la
habitación.
-¡Pero
Holmes!
-Tengo
en mi archivo varios casos similares, aunque, como le dije antes, ninguno tan
precipitado. Todo el interrogatorio sirvió únicamente para convertir mis
conjeturas en certeza. En ocasiones, la evidencia circunstancial resulta muy
convincente, como cuando uno se encuentra una trucha en la leche, por citar el
ejemplo de Thoreau.
-Pero
yo he oído todo lo que ha oído usted.
-Pero
sin disponer del conocimiento de otros casos anteriores, que a mí me ha sido
muy útil. Hace años se dio un caso muy semejante en Aberdeen, y en Munich, al
año siguiente de la guerra franco-prusiana, ocurrió algo muy parecido. Es uno
de esos casos... Pero ¡caramba, aquí viene Lestrade! Buenas tardes, Lestrade.
Encontrará usted otro vaso encima del aparador, y aquí en la caja tiene
cigarros.
El
inspector de policía vestía chaqueta y corbata marineras, que le daban un
aspecto decididamente náutico, y llevaba en la mano una bolsa de lona negra.
Con un breve saludo, se sentó y encendió el cigarro que le ofrecían.
-¿Qué
le trae por aquí? -preguntó Holmes con un brillo malicioso en los ojos-. Parece
usted descontento.
-Y
estoy descontento. Es este caso infernal de la boda de St. Simon. No le
encuentro ni pies ni cabeza al asunto.
-¿De
verdad? Me sorprende usted.
-¿Cuándo
se ha visto un asunto tan lioso? Todas las pistas se me escurren entre los
dedos. He estado todo el día trabajando en ello.
-Y
parece que ha salido mojadísimo del empeño -dijo Holmes, tocándole la manga de
la chaqueta marinera.
-Sí,
es que he estado dragando el Serpentine.
-¿Y
para qué, en nombre de todos los santos?
-En
busca del cuerpo de lady St. Simon.
Sherlock
Holmes se echó hacia atrás en su asiento y rompió en carcajadas.
-¿Y
no se le ha ocurrido dragar la pila de la fuente de Trafalgar Square?
-¿Por
qué? ¿Qué quiere decir?
-Pues
que tiene usted tantas posibilidades de encontrar a la dama en un sitio como en
otro.
Lestrade
le dirigió a mi compañero una mirada de furia.
-Supongo
que usted ya lo sabe todo -se burló.
-Bueno,
acabo de enterarme de los hechos, pero ya he llegado a una conclusión.
-¡Ah,
claro! Y no cree usted que el Serpentine intervenga para nada en el asunto.
-Lo
considero muy improbable.
-Entonces,
tal vez tenga usted la bondad de explicar cómo es que encontramos esto en él -y
diciendo esto, abrió la bolsa y volcó en el suelo su contenido; un vestido de
novia de seda tornasolada, un par de zapatos de raso blanco, una guirnalda y un
velo de novia, todo ello descolorido y empapado. Encima del montón colocó un
anillo de boda nuevo-. Aquí tiene, maestro Holmes. A ver cómo casca usted esta
nuez.
-Vaya,
vaya -dijo mi amigo, lanzando al aire anillos de humo azulado-. ¿Ha encontrado
usted todo eso al dragar el Serpentine?
-No,
lo encontró un guarda del parque, flotando cerca de la orilla. Han sido
identificadas como las prendas que vestía la novia, y me pareció que si la ropa
estaba allí, el cuerpo no se encontraría muy lejos.
-Según
ese brillante razonamiento, todos los cadáveres deben encontrarse cerca de un
armario ropero. Y dígame, por favor, ¿qué esperaba obtener con todo esto?
-Alguna
prueba que complicara a Flora Millar en la desaparición.
-Me
temo que le va a resultar difícil.
-¿Conque
eso se teme, eh? -exclamó Lestrade, algo picado-. Pues yo me temo, Holmes, que
sus deducciones y sus inferencias no le sirven de gran cosa. Ha metido dos
veces la pata en otros tantos minutos. Este vestido acusa a la señorita Flora
Millar.
-¿Y
de qué manera?
-En
el vestido hay un bolsillo. En el bolsillo hay un tarjetero. En el tarjetero
hay una nota. Y aquí está la nota -la plantó de un manotazo en la mesa, delante
de él-. Escuche esto: «Nos veremos cuando todo esté arreglado. Ven en seguida.
F. H. M.». Pues bien, desde un principio mi teoría ha sido que lady St. Simon
fue atraída con engaños por Flora Millar, y que ésta, sin duda con ayuda de
algunos cómplices, es responsable de su desaparición. Aquí, firmada con sus
iniciales, está la nota que sin duda le pasó disimuladamente en la puerta, y
que sirvió de cebo para atraerla hasta sus manos.
-Muy
bien, Lestrade -dijo Holmes, riendo-. Es usted fantástico. Déjeme verlo -cogió
el papel con indiferencia, pero algo le llamó la atención al instante,
haciéndole emitir un grito de satisfacción.
-¡Esto
sí que es importante! -dijo.
-¡Vaya!
¿Le parece a usted?
-Ya
lo creo. Le felicito calurosamente.
Lestrade
se levantó con aire triunfal e inclinó la cabeza para mirar.
-¡Pero...!
-exclamó-. ¡Si lo está usted mirando por el otro lado!
-Al
contrario, éste es el lado bueno.
-¿El
lado bueno? ¡Está usted loco! ¡La nota escrita a lápiz está por aquí!
-Pero
por aquí hay algo que parece un fragmento de una factura de hotel, que es lo
que me interesa, y mucho.
-Eso
no significa nada. Ya me había fijado -dijo Lestrade-. «4 de octubre,
habitación 8 chelines, desayuno 2 chelines y 6 peniques, cóctel 1 chelín,
comida 2 chelines y 6 peniques, vaso de jerez 8 peniques.» Yo no veo nada ahí.
-Probablemente,
no. Pero aun así, es muy importante. También la nota es importante, o al menos
lo son las iniciales, así que le felicito de nuevo.
-Ya
he perdido bastante tiempo -dijo Lestrade, poniéndose en pie-. Yo creo en el
trabajo duro, y no en sentarme junto a la chimenea urdiendo bellas teorías.
Buenos días, señor Holmes, y ya veremos quién llega antes al fondo del asunto
-recogió las prendas, las metió otra vez en la bolsa y se dirigió a la puerta.
-Le
voy a dar una pequeña pista, Lestrade -dijo Holmes lentamente-. Voy a decirle
la verdadera solución del asunto. Lady St. Simon es un mito. No existe ni
existió nunca semejante persona.
Lestrade
miró con tristeza a mi compañero. Luego se volvió a mí, se dio tres golpecitos
en la frente, meneó solemnemente la cabeza y se marchó con prisas.
Apenas
se había cerrado la puerta tras él, cuando Sherlock Holmes se levantó y se puso
su abrigo.
-Algo
de razón tiene este buen hombre en lo que dice sobre el trabajo de campo
-comentó-. Así pues, Watson, creo que tendré que dejarle algún tiempo solo con
sus periódicos.
Eran
más de las cinco cuando Sherlock Holmes se marchó, pero no tuve tiempo de
aburrirme, porque antes de que transcurriera una hora llegó un recadero con una
gran caja plana, que procedió a desenvolver con ayuda de un muchacho que le
acompañaba. Al poco rato, y con gran asombro por mi parte, sobre nuestra
modesta mesa de caoba se desplegaba una cena fría totalmente epicúrea. Había un
par de cuartos de becada fría, un faisán, un pastel de foie-gras y varias
botellas añejas, cubiertas de telarañas. Tras extender todas aquellas delicias,
los dos visitantes se esfumaron como si fueran genios de las Mil y Una Noches,
sin dar explicaciones, aparte de que las viandas estaban pagadas y que les
habían encargado llevarlas a nuestra dirección.
Poco
antes de las nueve, Sherlock Holmes entró a paso rápido en la sala. Traía una
expresión seria, pero había un brillo en sus ojos que me hizo pensar que no le
habían fallado sus suposiciones.
-Veo
que han traído la cena -dijo, frotándose las manos.
-Parece
que espera usted invitados. Han traído bastante para cinco personas.
-Sí,
me parece muy posible que se deje caer por aquí alguna visita -dijo-. Me
sorprende que lord St. Simon no haya llegado aún. ¡Ajá! Creo que oigo sus pasos
en la escalera.
Era,
en efecto, nuestro visitante de por la mañana, que entró como una tromba,
balanceando sus lentes con más fuerza que nunca y con una expresión de absoluto
desconcierto en sus aristocráticas facciones.
-Veo
que mi mensajero dio con usted -dijo Holmes.
-Sí,
y debo confesar que el contenido del mensaje me dejó absolutamente perplejo.
¿Tiene usted un buen fundamento para lo que dice?
-El
mejor que se podría tener.
Lord
St. Simon se dejó caer en un sillón y se pasó la mano por la frente.
-¿Qué
dirá el duque -murmuró- cuando se entere de que un miembro de su familia ha
sido sometido a semejante humillación?
-Ha
sido puro accidente. Yo no veo que haya ninguna humillación.
-Ah,
usted mira las cosas desde otro punto de vista.
-Yo
no creo que se pueda culpar a nadie. A mi entender, la dama no podía actuar de
otro modo, aunque la brusquedad de su proceder sea, sin duda, lamentable. Al
carecer de madre, no tenía a nadie que la aconsejara en esa crisis.
-Ha
sido un desaire, señor, un desaire público -dijo lord St. Simon, tamborileando
con los dedos sobre la mesa.
-Debe
usted ser indulgente con esta pobre muchacha, colocada en una situación tan sin
precedentes.
-Nada
de indulgencias. Estoy verdaderamente indignado, y he sido víctima de un abuso
vergonzoso.
-Creo
que ha sonado el timbre -dijo Holmes-. Sí, se oyen pasos en el vestíbulo. Si yo
no puedo convencerle de que considere el asunto con mejores ojos, lord St.
Simon, he traído un abogado que quizás tenga más éxito.
Abrió
la puerta e hizo entrar a una dama y a un caballero.
-Lord
St. Simon -dijo-: permítame que le presente al señor Francis Hay Moulton y
señora. A la señora creo que ya la conocía.
Al
ver a los recién llegados, nuestro cliente se había puesto en pie de un salto y
permanecía muy tieso, con la mirada gacha y la mano metida bajo la pechera de
su levita, convertido en la viva imagen de la dignidad ofendida. La dama se
había adelantado rápidamente para ofrecerle la mano, pero él siguió negándose a
levantar la vista. Posiblemente, ello le ayudó a mantener su resolución, pues
la mirada suplicante de la mujer era difícil de resistir.
-Estás
enfadado, Robert -dijo ella-. Bueno, supongo que te sobran motivos.
-Por
favor, no te molestes en ofrecer disculpas -dijo lord St. Simon en tono
amargado.
-Oh,
sí, ya sé que te he tratado muy mal, y que debería haber hablado contigo antes
de marcharme; pero estaba como atontada, y desde que vi aquí a Frank, no supe
lo que hacía ni lo que decía. No me explico cómo no caí desmayada delante mismo
del altar.
-¿Desea
usted, señora Moulton, que mi amigo y yo salgamos de la habitación mientras
usted se explica?
-Si
se me permite dar una opinión -intervino el caballero desconocido-, ya ha
habido demasiado secreto en este asunto. Por mi parte, me gustaría que Europa y
América enteras oyeran las explicaciones.
Era
un hombre de baja estatura, fibroso, tostado por el sol, de expresión avispada
y movimientos ágiles.
-Entonces,
contaré nuestra historia sin más preámbulo -dijo la señora-. Frank y yo nos
conocimos en el 81, en el campamento minero de McQuire, cerca de las Rocosas,
donde papá explotaba una mina. Nos hicimos novios, Frank y yo, pero un día papá
dio con una buena veta y se forró de dinero, mientras el pobre Frank tenía una
mina que fue a menos y acabó en nada. Cuanto más rico se hacia papá, más pobre
era Frank; llegó un momento en que papá se negó a que nuestro compromiso
siguiera adelante, y me llevó a San Francisco, pero Frank no se dio por vencido
y me siguió hasta allí; nos vimos sin que papá supiera nada. De haberlo sabido,
se habría puesto furioso, así que lo organizamos todo nosotros solos. Frank
dijo que también él se haría rico, y que no volvería a buscarme hasta que
tuviera tanto dinero como papá. Yo prometí esperarle hasta el fin de los
tiempos, y juré que mientras él viviera no me casaría con ningún otro.
Entonces, él dijo: «¿Por qué no nos casamos ahora mismo, y así estaré seguro de
ti? No revelaré que soy tu marido hasta que vuelva a reclamarte». En fin,
discutimos el asunto y resultó que él ya lo tenía todo arreglado, con un cura
esperando y todo, de manera que nos casamos allí mismo; y después, Frank se fue
a buscar fortuna y yo me volví con papá.
»Lo
siguiente que supe de Frank fue que estaba en Montana; después oí que andaba
buscando oro en Arizona, y más tarde tuve noticias suyas desde Nuevo México. Y
un día apareció en los periódicos un largo reportaje sobre un campamento minero
atacado por los indios apaches, y allí estaba el nombre de mi Frank entre las
víctimas. Caí desmayada y estuve muy enferma durante meses. Papá pensó que
estaba tísica y me llevó a la mitad de los médicos de San Francisco. Durante
más de un año no llegaron más noticias, y ya no dudé de que Frank estuviera
muerto de verdad. Entonces apareció en San Francisco lord St. Simon, nosotros
vinimos a Londres, se organizó la boda y papá estaba muy contento, pero yo
seguía convencida de que ningún hombre en el mundo podría ocupar en mi corazón
el puesto de mi pobre Frank.
»Aun
así, de haberme casado con lord St. Simon, yo le habría sido leal. No tenemos
control sobre nuestro amor, pero sí sobre nuestras acciones. Fui con él al
altar con la intención de ser para él tan buena esposa como me fuera posible.
Pero puede usted imaginarse lo que sentí cuando, al acercarme al altar, volví
la mirada hacia atrás y vi a Frank mirándome desde el primer reclinatorio. Al principio,
lo tomé por un fantasma; pero cuando lo miré de nuevo seguía allí, como
preguntándome con la mirada si me alegraba de verlo o lo lamentaba. No sé cómo
no caí al suelo. Sé que todo me daba vueltas, y las palabras del sacerdote me
sonaban en los oídos como el zumbido de una abeja. No sabía qué hacer. ¿Debía
interrumpir la ceremonia y dar un escándalo en la iglesia? Me volví a mirarlo,
y me pareció que se daba cuenta de lo que yo pensaba, porque se llevó los dedos
a los labios para indicarme que permaneciera callada. Luego le vi garabatear en
un papel y supe que me estaba escribiendo una nota. Al pasar junto a su
reclinatorio, camino de la salida, dejé caer mi ramo junto a él y él me metió
la nota en la mano al devolverme las flores. Eran sólo unas palabras diciéndome
que me reuniera con él cuando él me diera la señal. Por supuesto, ni por un
momento dudé de que mi principal obligación era para con él, y estaba dispuesta
a hacer cualquier cosa que él me indicara.
»Cuando
llegamos a casa, se lo conté a mi doncella, que le había conocido en California
y siempre le tuvo simpatía. Le ordené que no dijera nada y que preparase mi
abrigo y unas cuantas cosas para llevarme. Sé que tendría que habérselo dicho a
lord St. Simon, pero resultaba muy difícil hacerlo delante de su madre y de
todos aquellos grandes personajes. Decidí largarme primero y dar explicaciones
después. No llevaba ni diez minutos sentada a la mesa cuando vi a Frank por la
ventana, al otro lado de la calle. Me hizo una seña y echó a andar hacia el
parque. Yo me levanté, me puse el abrigo y salí tras él. En la calle se me
acercó una mujer que me dijo no sé qué acerca de lord St. John... Por lo poco
que entendí, me pareció que también ella tenía su pequeño secreto anterior a la
boda... Pero conseguí librarme de ella y pronto alcancé a Frank. Nos metimos en
un coche y fuimos a un apartamento que tenía alquilado en Gordon Square, y allí
se celebró mi verdadera boda, después de tantos años de espera. Frank había
caído prisionero de los apaches, había escapado, llegó a San Francisco,
averiguó que yo le había dado por muerto y me había venido a Inglaterra, me
siguió hasta aquí, y me encontró la mañana misma de mi segunda boda.
-Lo
leí en un periódico -explicó el norteamericano-. Venía el nombre y la iglesia,
pero no la dirección de la novia.
-Entonces
discutimos lo que debíamos hacer, y Frank era partidario de revelarlo todo,
pero a mí me daba tanta vergüenza que prefería desaparecer y no volver a ver a
nadie; todo lo más, escribirle unas líneas a papá para hacerle saber que estaba
viva. Me resultaba espantoso pensar en todos aquellos personajes de la nobleza,
sentados a la mesa y esperando mi regreso. Frank cogió mis ropas y demás cosas
de novia, hizo un bulto con todas ellas y las tiró en algún sitio donde nadie
las encontrara, para que no me siguieran la pista por ellas. Lo más seguro es
que nos hubiéramos marchado a París mañana, pero este caballero, el señor
Holmes, vino a vernos esta tarde y nos hizo ver con toda claridad que yo estaba
equivocada y Frank tenía razón, y tanto secreto no hacía sino empeorar nuestra
situación. Entonces nos ofreció la oportunidad de hablar a solas con lord St.
Simon, y por eso hemos venido sin perder tiempo a su casa. Ahora, Robert, ya
sabes todo lo que ha sucedido; lamento mucho haberte hecho daño y espero que no
pienses muy mal de mí.
Lord
St. Simon no había suavizado en lo más mínimo su rígida actitud, y había
escuchado el largo relato con el ceño fruncido y los labios apretados.
-Perdonen
-dijo-, pero no tengo por costumbre discutir de mis asuntos personales más
íntimos de una manera tan pública.
-Entonces,
¿no me perdonas? ¿No me darás la mano antes de que me vaya?
-Oh,
desde luego, si eso le causa algún placer -extendió la mano y estrechó
fríamente la que le tendían.
-Tenía
la esperanza -surgió Holmes- de que me acompañaran en una cena amistosa.
-Creo
que eso ya es pedir demasiado -respondió su señoría-. Quizás no me quede más
remedio que aceptar el curso de los acontecimientos, pero no esperarán que me
ponga a celebrarlo. Con su permiso, creo que voy a despedirme. Muy buenas
noches a todos -hizo una amplia reverencia que nos abarcó a todos y salió a
grandes zancadas de la habitación.
-Entonces,
espero que al menos ustedes me honren con su compañía -dijo Sherlock Holmes-. Siempre
es un placer conocer a un norteamericano, señor Moulton; soy de los que opinan
que la estupidez de un monarca y las torpezas de un ministro en tiempos lejanos
no impedirán que nuestros hijos sean algún día ciudadanos de una única nación
que abarcará todo el mundo, bajo una bandera que combinará los colores de la Union Jack con las
Barras y Estrellas.
-Ha
sido un caso interesante -comentó Holmes cuando nuestros visitantes se hubieron
marchado-, porque demuestra con toda claridad lo sencilla que puede ser la
explicación de un asunto que a primera vista parece casi inexplicable. No
podríamos encontrar otro más inexplicable. Y no encontraríamos una explicación
más natural que la serie de acontecimientos narrada por esta señora, aunque los
resultados no podrían ser más extraños si se miran, por ejemplo, desde el punto
de vista del señor Lestrade, de Scotland Yard.
-Así
pues, no se equivocaba usted.
-Desde
un principio había dos hechos que me resultaron evidentísimos. El primero, que
la novia había acudido por su propia voluntad a la boda; el otro, que se había
arrepentido a los pocos minutos de regresar a casa. Evidentemente, algo había
ocurrido durante la mañana que le hizo cambiar de opinión. ¿Qué podía haber
sido? No podía haber hablado con nadie, porque todo el tiempo estuvo acompañada
del novio. ¿Acaso había visto a alguien? De ser así, tenía que haber sido
alguien procedente de América, porque llevaba demasiado poco tiempo en nuestro
país como para que alguien hubiera podido adquirir tal influencia sobre ella
que su mera visión la indujera a cambiar tan radicalmente de planes. Como ve,
ya hemos llegado, por un proceso de exclusión, a la idea de que la novia había
visto a un americano. ¿Quién podía ser este americano, y por qué ejercía tanta
influencia sobre ella? Podía tratarse de un amante; o podía tratarse de un
marido. Sabíamos que había pasado su juventud en ambientes muy rudos y en
condiciones poco normales. Hasta aquí había llegado antes de escuchar el relato
de lord St. Simon. Cuando éste nos habló de un hombre en un reclinatorio, del
cambio de humor de la novia, del truco tan transparente de recoger una nota
dejando caer un ramo de flores, de la conversación con la doncella y
confidente, y de la significativa alusión a «pisarle la licencia a otro», que
en la jerga de los mineros significa apoderarse de lo que otro ha reclamado con
anterioridad, la situación se me hizo absolutamente clara. Ella se había fugado
con un hombre, y este hombre tenía que ser un amante o un marido anterior; lo
más probable parecía lo último.
-¿Y
cómo demonios consiguió usted localizarlos?
-Podría
haber resultado difícil, pero el amigo Lestrade tenía en sus manos una
información cuyo valor desconocía. Las iniciales, desde luego, eran muy
importantes, pero aún más importante era saber que hacía menos de una semana
que nuestro hombre había pagado su cuenta en uno de los hoteles más selectos de
Londres.
-¿De
dónde sacó lo de selecto?
-Por
lo selecto de los precios. Ocho chelines por una cama y ocho peniques por una
copa de jerez indicaban que se trataba de uno de los hoteles más caros de
Londres. No hay muchos que cobren esos precios. En el segundo que visité, en
Northumberland Avenue, pude ver en el libro de registros que el señor Francis
H. Moulton, caballero norteamericano, se había marchado el día anterior; y al
examinar su factura, me encontré con las mismas cuentas que habíamos visto en
la copia. Había dejado dicho que se le enviara la correspondencia al 226 de
Gordon Square, así que allá me encaminé, tuve la suerte de encontrar en casa a
la pareja de enamorados y me atreví a ofrecerles algunos consejos paternales,
indicándoles que sería mucho mejor, en todos los aspectos, que aclararan un
poco su situación, tanto al público en general como a lord St. Simon en
particular. Los invité a que se encontraran aquí con él y, como ve, conseguí
que también él acudiera a la cita.
-Pero
con resultados no demasiado buenos -comenté yo-. Desde luego, la conducta del
caballero no ha sido muy elegante.
-¡Ah,
Watson! -dijo Holmes sonriendo-. Puede que tampoco usted se comportara muy
elegantemente si, después de todo el trabajo que representa echarse novia y
casarse, se encontrara privado en un instante de esposa y de fortuna. Creo que
debemos ser clementes al juzgar a lord St. Simon, y dar gracias a nuestra buena
estrella, porque no es probable que lleguemos a encontrarnos en su misma
situación. Acerque su silla y páseme el violín; el único problema que aún nos
queda por resolver es cómo pasar estas aburridas veladas de otoño.
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