La flecha y la
manzana – Roa Bastos
Faltaba aún
un buen rato para la cena. Sobre la mesa del living, los tres chicos simulaban concluir
sus deberes. Es decir, los tres no; sólo la niña de trenzas rubias y de cara pecosa
se afanaba de veras con sus lápices de colores sobre un cuaderno copiando algo
de un libro. Los otros dos no hacían más que molestarla; o al menos lo
intentaban, sin éxito.
Concentrada
en su trabajo, la pequeña dibujante los ignoraba por completo. Parecía sorda a
sus ruidos, inmune a sus burlas, insensible a los pérfidos puntapiés bajo la
mesa, a las insidiosas maquinaciones. Estaba lejos de allí, rodeada tal vez de
altos árboles silenciosos o de alguna almena inaccesible sobre ese precipicio
que le haría palpitar de vértigo la nariz y morder el labio inferior dándole un
aire absorto.
El niño de
la lámina estaba ya en el papel, iba surgiendo de los trazos, pero era un niño
nuevo, distinto, a medida que ella iba ocupando su lugar en la lámina, cada vez
más quieta y absorta, moviéndose sólo en ese último vestigio animado de la mano
que hacía de puente entre la lámina y el cuaderno, entre el niño vivo y
la niña muerta y renacida. Los aeroplanos de papel se estrellaban contra las afiladas
puntas de los lápices sin lograr interrumpir su vaivén, sin poder evitar la transmigración.
Un alfiler rodó sobre el oscuro barniz de la mesa. Los dos hermanos se
pusieron a soplar de un lado y de otro, en sentido contrario, levantando una
nube de carbonilla de colores.
El alfiler iba y venía en el viento de los tenaces carrillos, hinchados
bajo la luz de la araña. La aguja mareada, enloquecida, iba marcando distintos
puntos de la lámina, sin decidirse por ninguno, pero el polvillo coloreado se
estaba se estaba posando en los bordes y comenzaba a invadir el dibujo animándolo
con una improvisada nevisca, y formando sobre la cabeza del niño algo como la
sombra tornasolada de un objeto redondo. La niña continuaba impávida; parecía
contar incluso con la imprevista ayuda de esa agresión, o tal vez en ese
momento su exaltación no podía hacerse cargo de ella, o quizá, con astucia y paciencia
que tomaban la forma del candor o de la impasibilidad, esperaba secretamente el
instante del desquite. Los otros dejaron de soplar. El alfiler osciló una o dos
veces más y quedó muerto. Un abucheo bajito, pero bastante procaz, reemplazó al
vendaval. Entonces la niña sopló a su vez con fuerza, un soplo corto y fulmíneo
que arrancó el alfiler de la mesa y lo incrustó en el pómulo de uno de los
chicos, donde quedó oscilando con la cabeza para abajo, mientras el herido
gritaba de susto, no de dolor.
Desde un sofá el visitante observaba ensimismado ese mínimo episodio de
la eterna lucha entre el bien y el mal, que hace una víctima de cada
triunfador. Una mano se apoyaba con cierta rigidez en el bastón de bambú; con
la otra comenzó a rascarse lenta, suavemente, la nuca atezada que conservaba su
juventud bajo los cabellos canosos. Se rascó con un dedo. Otra ligera nevisca
cayó sobre los bordes del cuello del saco de gabardina, muy entallado, parecido
a una guerrera.
Pasó la madre. Los gritos no cesaron con suficiente rapidez, esos gritos
que traían el clamor de un campo de batalla entre el olor de un guiso casero,
ruiditos de lápices y las tapas de un libro al cerrarse sobre precipicios, almenas,
guerreros y caballos. Los ojos grises, moteados de oro, de la niña miraban
seguros delante de sí en una especie de sueño realizado y las aletas de la
nariz habían cesado de latir.
– ¡A ver, chicos, por favor! ¡Pórtense bien! ¡No respetan ni a las
visitas!
– Déjelos, señora –abogó el visitante con una sonrisa de lenidad, como
si él también buscara disculparse de algo que no tenía relación con los chicos
y sólo le concernía a él mismo.
– ¡Son insoportables! – sentenció la madre.
Los tres chicos eran de nuevo tres chicos, hasta en el empeño de ese
dedo, de esa uña que buscaba deshollinar una nariz con riesgo de arañar un
cartílago.
– Los chicos me gustan –dijo el visitante haciendo girar la caña
barnizada entre los dedos y mirándola fijamente.
– No diría lo mismo si los tuviera a éstos a su lado más de un día. ¡Me
tienen loca con sus diabluras! Esa chiquilina, sobre todo, ahí donde la ve es
una verdadera piel de Judas. Imagínese que ayer metió al canario en la heladera.
– Hacía mucho calor, mamá… –la uña abandonó la diminuta fosa–. El
canario se moría en la jaula. Abría la boca, pero no podía cantar. Además, allí
el gato no lo podía alcanzar.
– ¿Ve? – el rictus de la boca dio a la cara una expresión de ansiedad y
desgano que ahora ya tampoco incluía a los chicos; surgía de ella, de ese vacío
de años y noches que le habría crecido bajo la piel y que tal vez ya nada podía
calmar, aunque ella se resistiera todavía a admitirlo. Se pasó las manos por
las ampulosas caderas, por la cintura delgada, que la maternidad y la
cuarentena habían acabado por desafinar.
–Usted ve… –dijo–. ¡No tienen remedio! –Y luego, otra vez en dueña de
casa–: Jose Félix está tardando. Esa bendita fábrica lo tiene esclavizado todo
el día. Me dijo por teléfono que iba a llegar de un momento a otro. Pero usted
sabe como es él.
– ¡Uf!, si lo conoceré… – rió el visitante; podía evidentemente juzgar
al padre con la misma condescendencia que un momento antes había usado para
mediar a los hijos. “Astillas de un mismo palo”, tal vez pensaron esos ojos, uno
de los cuales parecía más apagado que el otro, como si se hubiesen cansado
desigualmente de ver el absurdo espectáculo de vivir.
– Pepe me contó como se encontraron ayer, después de tanto tiempo.
– Casi treinta años. ¡Todavía una vida! O media vida, si se quiere, ya
que la nuestra está irremediablemente partida por la mitad. Y luego este
encuentro casual, casualísimo.
– Es que Buenos Aires es una ciudad increíble. Vivir como quien dice a
la vuelta de la esquina, y no saber nada el uno del otro. Es ya el colmo, ¿no
le parece?
– Es que yo en realidad salgo poco señora, por lo que ando bastante
desconectado de mis connacionales. Hemos llegado a ser muchos aquí, una
población casi dos veces mayor que la de la propia Asunción. No podemos
frecuentarnos demasiado.
– Pero usted y Pepe fueron compañeros de armas, ¿no es asi?
– De la misma promoción.
– Pepe no salía hablar mucho de usted… –una súbito pausa y el gesto de
friccionarse el cuello obviaron el peligro de una indiscreción–. Y ahora está
muy contento de haberlo ustedes los paraguayos son un pocos raros, ¿verdad?
Nunca se puede conocerlos del todo.
El visitante rió entre los reflejos ambarinos del bastón que hacía
oscilar delante de los ojos; el más vivo no parpadeaba, como si estuviera en
constante alerta.
– Con nosotros vive ahora otro compatriota de ustedes, también
desterrado. Un muchacho periodista, muy inteligente y despierto –la actitud de
ansiedad y contención produjo otra pausa.
– Sí, Ibáñez me habló de él. El destierro es la ocupación casi exclusiva
de los paraguayos. A algunos les resulta muy productiva –ironizó el visitante;
el chillido sordo y sostenido de una boca aplastada contra la contra la mesa lo
interrumpió.
– ¡Alicia!… ¡Voy a acabar encerrándote en el baño! Y ustedes dos, al
patio, ¡vamos!
Salieron como dos encapuchados. – Y luego cambiando de voz–:
-Le traeré el copetín mientras tanto.
– Mejor lo espero a Ibáñez.
El tufo de alguna comida que se estaba quemando invadió el living. – Si
usted me permite un momento…
– ¡Por favor, señora! Atienda nomás.
La dueña de casa acudió hacia la chamusquina; se la oyó refunfuñar a la
cocinera entre un golpear de cacharros sacados a escape del horno y luego chirriando
en el agua de la pileta.
El visitante se levantó y se aproximó a la mesa; puso una mano sobre la
cabeza de la niña, que no dejó de dibujar.
– Así que te llamas Alicia.
– Si. Pero es un nombre que a mí no me gusta.
– ¿Y qué nombre te hubiera gustado?
– No sé. Cualquier otro. Me gustaría tener muchos nombres, uno para cada
día. Tengo varios, pero no me alcanzan. Los chicos me llaman Pimpi, de
Pimpinela Escarlata. Papá, cuando está enojado, me llama añá, que en guaraní
quiere decir diablo. En el colegio me llaman La Rueda. Pero el que más me gusta
es Luba.
– ¿Luba? –El visitante retiró la mano–. Y ese nombre, ¿qué significa?
– Es una palabra mágica. Me la enseñó una gitana. Pero nadie me llama
así. Sólo yo, cuando hablo a solas conmigo… – se quedó un instante mirando al
hombre con los ojos forzadamente bizcos; parecía decapitada al borde de la mesa.
El visitante sonreía.
– Y ese ojo que usted tiene, es de vidrio, ¿no?
– Si. ¿En qué lo has notado?
– En que uno es un ojo y el otro una ventana sin nadie. – Pero ya la
niña estaba de nuevo absorta en su trabajo, copiando otra lámina. Tal vez era
la misma, pero ahora cambiada. Además del niño, con la sombra de un objeto
redondo sobre la cabeza, surgía ahora la figura de un hombre en ángulo del
cuaderno, con el esbozo de un arco en las manos.
El visitante se inclinó, y a través de la rampa abierta de pronto por la
mano de la niña se precipitó lejos allí, hacia un parque, en la madrugada, con
los árboles oscuros y esfumados por la llovizna, hacia dos hombres que se
batían haciendo entrechocar y resplandecer los sables, que no habían cesado de
batirse y que ahora, a lo largo de los años, ya no sabían qué hacer de la
antigua furia tan envejecida y aquiescente como ellos. Por la ventana ve a dos
chicos que disparan sus flechas sobre el césped. Contempla sus sombras moviéndose
contra la blanca pared. Con un leve chasquido, que no se escucha pero que se ve
en la vibración del chasquido, las flechas se clavan en abanico sobre ese
pájaro ecuatorial que va emergiendo de las reverberaciones. A cada chasquido
gira un poco, da un saltito sobre el césped, pesado para volar por esa cola de flechas
que va emplumando bajo el sol. Y otra vez, los hombres, a los lejos. Uno de
ellos se lleva la mano a la cara ensangrentada, al ojo vaciado por la punta del
sable del adversario, al ojo que cuelga del nervio en la repentina oscuridad.
Sonó el timbre, pero enseguida la puerta se abrió y entró el dueño de
casa buscando con los ojos a su alrededor, buscando afianzarse en una atmósfera
de la que evidentemente había perdido el dominio hacía mucho tiempo, pero aún
le daba la ilusión de dominio. El otro tardó un poco en reponerse y acudió a su
hermano.
La niña miraba en dirección al padre, enfurruñada sobre el dibujo que la
mano del visitante había estrujado como una garra. Luego la manzana. Esa
manzana que un rato después la pequeña Luba ofrecerá a los hermanos que estarán
flechando el limonero del patio sin errar una sola vez las frutitas amarillas,
y les dirá con el candor de siempre y la nariz palpitante:
– A que no capaces de darle a ésta veinte pasos.
– Bah, ¿qué problema? Es más grande que un limón.
– Y a esos los estamos clavando desde más lejos –añadirá el más chico.
– Pero yo digo sobre la cabeza – dirá ella mirando a lo lejos delante de
sí.
– Porqué no –dirá el mayor tomándole la manzana y pasándola al otro–.
Primero vos, después yo.
El más chico se plantará en medio del patio con la manzana sobre la
coronilla. El otro apuntará sin apuro y amagará varias veces el tiro, como si
quisiera hacer rabiar a la hermana.
En los ojos de Luba se ve que la flecha sale silbando y se incrusta no en
la manzana sino en un alarido, se ve la sombra del más chico retorciéndose
contra la cegadora blancura de la tapia. Pero ella no tiene apuro, mirará sin pestañear
el punto rojo que oscilará sobre la cabeza del más chico, parado bajo el sol, esperando.
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