Las
nieves del Kilimanjaro (1)
El Kilimanjaro es una
montaña cubierta de nieve de 5895 metros de altura, y dicen
que es la más alta de África. Su nombre es, en masai, «Ngáje Ngái», «la Casa de
Dios». Cerca de la cima se encuentra el esqueleto seco y helado de un leopardo,
y nadie ha podido explicarse nunca qué estaba buscando el leopardo por aquellas
alturas
-Lo
maravilloso es que no duele -dijo-. Así se sabe cuándo empieza.
-¿De
veras?
-Absolutamente.
Aunque siento mucho lo del olor. Supongo que debe molestarte.
-¡No!
No digas eso, por favor.
-Míralos -dijo él-.
¿Qué será lo que los atrae? ¿Vendrán por la vista o por el olfato?
El
catre donde yacía el hombre estaba situado a la sombra de una ancha mimosa.
Ahora dirigía su mirada hacia el resplandor de la llanura, mientras tres de las
grandes aves se agazapaban en posición obscena y otras doce atravesaban el
cielo, provocando fugaces sombras al pasar.
-No
se han movido de allí desde que nos quedamos sin camión -dijo-. Hoy por primera
vez han bajado al suelo. He observado que al principio volaban con precaución,
como temiendo que quisiera cogerlas para mi despensa. Esto es muy divertido, ya
que ocurrirá todo lo contrario.
-Quisiera
que no fuese así.
-Es
un decir. Si hablo, me resulta más fácil soportarlo. Pero puedes creer que no
quiero molestarte, por supuesto.
-Bien
sabes que no me molesta -contestó ella-. ¡Me pone tan nerviosa no poder hacer
nada! Creo que podríamos aliviar la situación hasta que llegue el aeroplano.
-O
hasta que no venga...
-Dime
qué puedo hacer. Te lo ruego. Ha de existir algo que yo sea capaz de hacer.
-Puedes
irte; eso te calmaría. Aunque dudo que puedas hacerlo. Tal vez será mejor que
me mates. Ahora tienes mejor puntería. Yo te enseñé a tirar, ¿no?
-No
me hables así, por favor. ¿No podría leerte algo?
-¿Leerme
qué?
-Cualquier
libro de los que no hayamos leído. Han quedado algunos.
-No
puedo prestar atención. Hablar es más fácil. Así nos peleamos, y no deja de ser
un buen pasatiempo.
-Para
mí, no. Nunca quiero pelearme. Y no lo hagamos más. No demos más importancia a
mis nervios, tampoco. Quizá vuelvan hoy mismo con otro camión. Tal vez venga el
avión...
-No
quiero moverme -manifestó el hombre-. No vale la pena ahora; lo haría
únicamente si supiera que con ello te encontrarías más cómoda.
-Eso
es hablar con cobardía.
-¿No
puedes dejar que un hombre muera lo más tranquilamente posible, sin dirigirle
epítetos ofensivos? ¿Qué se gana con insultarme?
-Es
que no vas a morir.
-No
seas tonta. Ya me estoy muriendo. Mira esos bastardos -y levantó la vista hacia
los enormes y repugnantes pájaros, con las cabezas peladas hundidas entre las
abultadas plumas. En aquel instante bajó otro y, después de correr con rapidez,
se acercó con lentitud hacia el grupo.
-Siempre
están cerca de los campamentos. ¿No te habías fijado nunca? Además, no puedes
morir si no te abandonas...
-¿Dónde
has leído eso? ¡Maldición! ¡Qué estúpida eres!
-Podrías
pensar en otra cosa.
-¡Por
el amor de Dios! -exclamó-. Eso es lo que he estado haciendo.
Luego
se quedó quieto y callado por un rato y miró a través de la cálida luz trémula
de la llanura, la zona cubierta de arbustos. Por momentos, aparecían gatos
salvajes, y, más lejos, divisó un hato de cebras, blanco contra el verdor de la
maleza. Era un hermoso campamento, sin duda. Estaba situado debajo de grandes
árboles y al pie de una colina. El agua era bastante buena allí y en las
cercanías había un manantial casi seco por donde los guacos de las arenas
volaban por la mañana.
-¿No
quieres que lea, entonces? -preguntó la mujer, que estaba sentada en una silla
de lona, junto al catre-. Se está levantando la brisa.
-No,
gracias.
-Quizá
venga el camión.
-Al
diablo con él. No me importa un comino.
-A
mí, sí.
-A
ti también te importan un bledo muchas cosas que para mí tienen valor.
-No
tantas, Harry.
-¿Qué
te parece si bebemos algo?
-Creo
que te hará daño. Dijeron que debías evitar todo contacto con el alcohol. En
todo caso, no te conviene beber.
-¡Molo!
-gritó él.
-Sí,
bwana.
-Trae
whisky con soda.
-Sí,
bwana.
-¿Por
qué bebes? No deberías hacerlo -le reprochó la mujer-. Eso es lo que entiendo
por abandono. Sé que te hará daño.
-No.
Me sienta bien.
«Al
fin y al cabo, ya ha terminado todo -pensó-. Ahora no tendré oportunidad de
acabar con eso. Y así concluirán para siempre las discusiones acerca de si la
bebida es buena o mala.»
Desde
que le empezó la gangrena en la pierna derecha no había sentido ningún dolor, y
le desapareció también el miedo, de modo que lo único que sentía era un gran
cansancio y la cólera que le provocaba el que esto fuera el fin. Tenía muy poca
curiosidad por lo que le ocurriría luego. Durante años lo había obsesionado, sí, pero ahora no
representaba esencialmente nada. Lo raro era la facilidad con que se soportaba
la situación estando cansado.
Ya
no escribiría nunca las cosas que había dejado para cuando tuviera la
experiencia suficiente para escribirlas. Y tampoco vería su fracaso al tratar
de hacerlo. Quizá fuesen cosas que uno nunca puede escribir, y por eso las va
postergando una y otra vez. Pero ahora no podría saberlo, en realidad.
-Quisiera
no haber venido a este lugar -dijo la mujer. Lo estaba mirando mientras tenía el vaso
en la mano y apretaba los labios-. Nunca te hubiera ocurrido nada semejante en
París. Siempre dijiste que te gustaba París. Podíamos habernos quedado allí,
entonces, o haber ido a otro sitio. Yo hubiera ido a cualquier otra parte.
Dije, por supuesto, que iría adonde tú quisieras. Pero si tenías ganas de
cazar, podíamos ir a Hungría y vivir con más comodidad y seguridad.
-¡Tu
maldito dinero!
-No
es justo lo que dices. Bien sabes que siempre ha sido tan tuyo como mío. Lo
abandoné todo, te seguí por todas partes y he hecho todo lo que se te ha
ocurrido que hiciese. Pero quisiera no haber pisado nunca estas tierras.
-Dijiste
que te gustaba mucho.
-Sí,
pero cuando tú estabas bien. Ahora lo odio todo. Y no veo por qué tuvo que
sucederte lo de la infección en la pierna. ¿Qué hemos hecho para que nos
ocurra?
-Creo
que lo que hice fue olvidarme de ponerle yodo en seguida. Entonces no le di
importancia porque nunca había tenido ninguna infección. Y después, cuando
empeoró la herida y tuvimos que utilizar esa débil solución fénica, por haberse
derramado los otros antisépticos, se paralizaron los vasos sanguíneos y comenzó
la gangrena. -Mirándola, agregó-: ¿Qué otra cosa, pues?
-No
me refiero a eso.
-Si
hubiésemos contratado a un buen mecánico en vez de un imbécil conductor kikuyú,
hubiera averiguado si había combustible y no hubiera dejado que se quemara ese
cojinete...
-No
me refiero a eso.
-Si
no te hubieses separado de tu propia gente, de tu maldita gente de Old
Westbury, Saratoga, Palm Beach, para seguirme...
-¡Caramba!
Te amaba. No tienes razón al hablar así. Ahora también te quiero. Y te querré
siempre. ¿Acaso no me quieres tú?
-No
-respondió el hombre-. No lo creo. Nunca te he querido.
-¿Qué
estás diciendo, Harry? ¿Has perdido el conocimiento?
-No.
No tengo ni siquiera conocimiento para perder.
-No
bebas eso. No bebas, querido. Te lo ruego. Tenemos que hacer todo lo que
podamos para zafarnos de esta situación.
-Hazlo
tú, pues. Yo estoy cansado.
En
su imaginación vio una estación de ferrocarril en Karagatch. Estaba de pie
junto a su equipaje. La potente luz delantera del expreso Simplón-Oriente
atravesó la oscuridad, y abandonó Tracia, después de la retirada. Ésta era una
de las cosas que había reservado para escribir en otra ocasión, lo mismo que lo
ocurrido aquella mañana, a la hora del desayuno, cuando miraba por la ventana
las montañas cubiertas de nieve de Bulgaria y el secretario de Nansen le
preguntó al anciano si era nieve. Éste lo miró y le dijo: «No, no es nieve. Aún
no ha llegado el tiempo de las nevadas.» Entonces, el secretario repitió a las
otras muchachas: «No. Como ven, no es nieve.» Y todas decían: «No es nieve.
Estábamos equivocadas.» Pero era nieve, en realidad, y él las hacía salir de
cualquier modo si se efectuaba algún cambio de poblaciones. Y ese invierno
tuvieron que pasar por la nieve, hasta que murieron...
Y
era nieve también lo que cayó durante toda la semana de Navidad, aquel año en
que vivían en la casa del leñador, con el gran horno cuadrado de porcelana que
ocupaba la mitad del cuarto, y dormían sobre colchones rellenos de hojas de
haya. Fue la época en que llegó el desertor con los pies sangrando de frío para
decirle que la Policía estaba siguiendo su rastro. Le dieron medias de lana y
entretuvieron con la charla a los gendarmes hasta que las pisadas hubieron
desaparecido.
En
Schrunz, el día de Navidad, la nieve brillaba tanto que hacía daño a los ojos
cuando uno miraba desde la taberna y veía a la gente que volvía de la iglesia.
Allí fue donde subieron por la ruta amarillenta como la orina y alisada por los
trineos que se extendían a lo largo del río, con las empinadas colinas
cubiertas de pinos, mientras llevaban los esquíes al hombro. Fue allí donde
efectuaron ese desenfrenado descenso por el glaciar, para ir a la Madlenerhaus.
La nieve parecía una torta helada, se desmenuzaba como el polvo, y recordaba el
silencioso ímpetu de la carrera, mientras caían como pájaros.
La
ventisca los hizo permanecer una semana en la Madlenerhaus, jugando a los
naipes y fumando a la luz de un farol. Las apuestas iban en aumento a medida
que Herr Lent perdía. Finalmente, lo perdió todo. Todo: el dinero que obtenía
con la escuela de esquí, las ganancias de la temporada y también su capital. Lo
veía ahora con su nariz larga, mientras recogía las cartas y las descubría,
Sans Voir. Siempre jugaban. Si no había nada de nieve, jugaban; y si había
mucha también. Pensó en la gran parte de su vida que pasaba jugando.
Pero
nunca había escrito una línea acerca de ello, ni de aquel claro y frío día de
Navidad, con las montañas a lo lejos, a través de la llanura que había
recorrido Gardner, después de cruzar las líneas, para bombardear el tren que
llevaba a los oficiales austriacos licenciados, ametrallándolos mientras ellos
se dispersaban y huían. Recordó que Gardner se reunió después con ellos y
empezó a contar lo sucedido, con toda tranquilidad, y luego dijo: «¡Tú,
maldito! ¡Eres un asesino de porquería!»
Y
con los mismos austriacos que habían matado entonces se había deslizado después
en esquíes. No; con los mismos, no. Hans, con quien paseó con esquí durante
todo el año, estaba en los Káiser-Jagers (Cazadores imperiales), y cuando
fueron juntos a cazar liebres al valle pequeño, conversaron encima del
aserradero, sobre la batalla de Pasubio y el ataque a Pertica y Asalone, y
jamás escribió una palabra de todo eso. Ni tampoco de Monte Corno, ni de lo que
ocurrió en Siete Commum, ni lo de Arsiero.
¿Cuántos
inviernos había pasado en el Vorarlberg y el Arlberg? Fueron cuatro, y recordó
la escena del pie a Bludenz, en la época de los regalos, el gusto a cereza de
un buen kirsch y el ímpetu de la corrida a través de la blanda nieve, mientras
cantaban: «¡Hi! ¡Ho!, dijo Rolly.»
Así
recorrieron el último trecho que los separaba del empinado declive, y siguieron
en línea recta, pasando tres veces por el huerto; luego salieron y cruzaron la
zanja, para entrar por último en el camino helado, detrás de la posada. Allí se
desataron los esquíes y los arrojaron contra la pared de madera de la casa. Por
la ventana salía la luz del farol y se oían las notas de un acordeón que
alegraba el ambiente interior, cálido, lleno de humo y de olor a vino fresco.
-¿Dónde
nos hospedamos en París? -preguntó a la mujer que estaba sentada a su lado en
una silla de lona, en África.
-En
el «Crillon», ya lo sabes.
-¿Por
qué he de saberlo?
-Porque
allí paramos siempre.
-No.
No siempre.
-Allí
y en el «Pavillion Henri-Quatre», en St. Germain. Decías que te gustaba con
locura.
-Ese
cariño es una porquería -dijo Harry-, y yo soy el animal que se nutre y engorda
con eso.
-Si
tienes que desaparecer, ¿es absolutamente preciso destruir todo lo que dejas
atrás? Quiero decir, si tienes que deshacerte de todo: ¿debes matar a tu
caballo y a tu esposa y quemar tu silla y tu armadura?
-Sí.
Tu podrido dinero era mi armadura. Mi Corcel y mi Armadura.
-No
digas eso...
-Muy
bien. Me callaré. No quiero ofenderte.
-Ya
es un poco tarde.
-De
acuerdo. Entonces seguiré hiriéndote. Es más divertido, ya que ahora no puedo
hacer lo único que realmente me ha gustado hacer contigo.
-No,
eso no es verdad. Te gustaban muchas cosas y yo hacía todo lo que querías. ¡Oh!
¡Por el amor de Dios! Deja ya de fanfarronear, ¿quieres?
-Escucha
-dijo-. ¿Crees que es divertido hacer esto? No sé, francamente, por qué lo
hago. Será para tratar de mantenerte viva, me imagino. Me encontraba muy bien
cuando empezamos a charlar. No tenía intención de llegar a esto, y ahora estoy
loco como un zopenco y me porto cruelmente contigo. Pero no me hagas caso,
querida. No des ninguna importancia a lo que digo. Te quiero. Bien sabes que te
quiero. Nunca he querido a nadie como te quiero a ti.
Y
deslizó la mentira familiar que le había servido muchas veces de apoyo.
-¡Qué
amable eres conmigo!
-Ahora
estoy lleno de poesía. Podredumbre y poesía. Poesía podrida...
-Cállate,
Harry. ¿Por qué tienes que ser malo ahora? ¿Eh?
-No
me gusta dejar nada -contestó el hombre-. No me gusta dejar nada detrás de mí.
Cuando
despertó anochecía. El sol se había ocultado detrás de la colina y la sombra se
extendía por toda la llanura, mientras los animalitos se alimentaban muy cerca
del campamento, con rápidos movimientos de cabeza y golpes de cola. Observó que
sobresalían por completo de la maleza. Los pájaros, en cambio, ya no esperaban
en tierra. Se habían encaramado todos a un árbol, y eran muchos más que antes.
Su criado particular estaba sentado al lado del catre.
-La
memsahib fue a cazar -le dijo-. ¿Quiere algo bwana?
-Nada.
Ella
había ido a conseguir un poco de carne buena y, como sabía que a él le gustaba
observar a los animales, se alejó lo bastante para no provocar disturbios en el
espacio de llanura que el hombre abarcaba con su mirada.
«Siempre
está pensativa -meditó Harry-. Reflexiona sobre cualquier cosa que sabe, que ha
leído, o que ha oído alguna vez. Y no tiene la culpa de haberme conocido cuando
yo ya estaba acabado. ¿Cómo puede saber una mujer que uno no quiere decir nada
con lo que dice, y que habla sólo por costumbre y para estar cómodo?»
Desde
que empezó a expresar lo contrario de lo que sentía, sus mentiras le procuraron
más éxitos con las mujeres que cuando les decía la verdad. Y lo grave no eran
sólo las mentiras, sino el hecho de que ya no quedaba ninguna verdad para
contar. Estaba acabando de vivir su vida cuando empezó una nueva existencia,
con gente distinta y de más dinero, en los mejores sitios que conocía y en
otros que constituyeron la novedad.
«Uno
deja de pensar y todo es maravilloso. Uno se cuida para que esta vida no lo
arruine como le ocurre a la mayoría y adopta la actitud de indiferencia hacia
el trabajo que solía hacer cuando ya no es posible hacerlo. Pero, en lo más
mínimo de mi espíritu, pensé que podría escribir sobre esa gente, los millonarios,
y diría que yo no era de esa clase, sino un simple espía en su país. Pensé en
abandonarles y escribir todo eso, para que, aunque sólo fuera una vez, lo
escribiese alguien bien compenetrado con el asunto.» Pero luego se dio cuenta
de que no podía llevar a cabo tal empresa, pues cada día que pasaba sin
escribir, rodeado de comodidades y siendo lo que despreciaba, embotaba su
habilidad y reblandecía su voluntad de trabajo, de modo que, finalmente, no
hizo absolutamente nada. Y la gente que conocía ahora vivía mucho más tranquila
si él no trabajaba. En África había pasado la temporada más feliz de su vida y
entonces se le ocurrió volver para empezar de nuevo. Fue así como se realizó la
expedición de caza con el mínimo de comodidad. No pasaban penurias, pero
tampoco podían permitirse lujos, y él pensó que podría volver a vivir así, de
algún modo que le permitiese eliminar la grasa de su espíritu, igual que los
boxeadores que van a trabajar y entrenarse a las montañas para quemar la grasa
de su cuerpo.
La
mujer, por su parte, se había mostrado complacida. Decía que le gustaba. Le
gustaba todo lo que era atractivo, lo que implicara un cambio de escenario,
donde hubiera gente nueva y las cosas fuesen agradables. Y él sintió la ilusión
de regresar al trabajo con más fuerza de voluntad que perdiera.
«Y
ahora que se acerca el fin -pensó-, ya que estoy seguro de que esto es el fin,
no tengo por qué volverme como esas serpientes que se muerden ellas mismas
cuando les quiebran el espinazo. Esta mujer no tiene la culpa, después de todo.
Si no fuese ella, sería otra. Si he vivido de una mentira trataré de morir de
igual modo.»
En
aquel instante oyó un estampido, más allá de la colina.
«Tiene
muy buena puntería esta buena y rica perra, esta amable guardiana y destructora
de mi talento. ¡Tonterías! Yo mismo he destruido mi talento. ¿Acaso tengo que
insultar a esta mujer porque me mantiene? He destruido mi talento por no
usarlo, por traicionarme a mí mismo y olvidar mis antiguas creencias y mi fe,
por beber tanto que he embotado el límite de mis percepciones, por la pereza y
la holgazanería, por las ínfulas, el orgullo y los prejuicios, y, en fin, por
tantas cosas buenas y malas. ¿Qué es esto? ¿Un catálogo de libros viejos? ¿Qué
es mi talento, en fin de cuentas? Era un talento, bueno, pero, en vez de
usarlo, he comerciado con él. Nunca se reflejó en las obras que hice, sino en
ese problemático "lo que podría hacer". Por otra parte, he preferido
vivir con otra cosa que un lápiz o una pluma. Es raro, ¿no?, pero cada vez que
me he enamorado de una nueva mujer, siempre tenía más dinero que la anterior...
Cuando dejé de enamorarme y sólo mentía, como por ejemplo con esta mujer; con
ésta, que tiene más dinero que todas las demás, que tiene todo el dinero que
existe, que tuvo marido e hijos, y amantes que no la satisficieron, y que me
ama tiernamente como hombre, como compañero y con orgullosa posesión; es raro
lo que me ocurre, ya que, a pesar de que no la amo y estoy mintiendo, sería
capaz de darle más por su dinero que cuando amaba de veras. Todos hemos de
estar preparados para lo que hacemos. El talento consiste en cómo vive uno la
vida. Durante toda mi existencia he regalado vitalidad en una u otra forma, y
he aquí que cuando mis afectos no están comprometidos, como ocurre ahora, uno
vale mucho más para el dinero. He hecho este descubrimiento, pero nunca lo
escribiré. No, no puedo escribir tal cosa, aunque realmente vale la pena.»
Entonces
apareció ella, caminando hacia el campamento a través de la llanura. Usaba
pantalones de montar y llevaba su rifle. Detrás, venían los dos criados con un
animal muerto cada uno. «Todavía es una mujer atractiva -pensó Harry-, y tiene
un hermoso cuerpo.» No era bonita, pero a él le gustaba su rostro. Leía una
enormidad, era aficionada a cabalgar y a cazar y, sin duda alguna, bebía
muchísimo. Su marido había muerto cuando ella era una mujer relativamente
joven, y por un tiempo se dedicó a sus dos hijos, que no la necesitaban y a
quienes molestaban sus cuidados; a sus caballos, a sus libros y a las bebidas.
Le gustaba leer por la noche, antes de cenar, y mientras tanto, bebía whisky
escocés y soda. Al acercarse la hora de la cena ya estaba embriagada y, después
de otra botella de vino con la comida, se encontraba lo bastante ebria como
para dormirse.
Esto
ocurrió mientras no tuvo amantes. Luego, cuando los tuvo, no bebió tanto,
porque no precisaba estar ebria para dormir... Pero los amantes la aburrían. Se
había casado con un hombre que nunca la fastidiaba, y los otros hombres le
resultaban extraordinariamente pesados.
Después,
uno de sus hijos murió en un accidente de aviación. Cuando sucedió aquello, no
quiso más amantes, y como la bebida no le servía ya de anestésico, pensó en
empezar una nueva vida. De repente, se sintió aterrorizada por su soledad. Pero
necesitaba alguien a quien poder corresponder.
Empezó
del modo más simple. A la mujer le gustaba lo que Harry escribía y envidiaba la
vida que llevaba. Pensaba que él realizaba todo lo que se proponía. Los medios
a través de los cuales trabaron relación y el modo de enamorarse de ese hombre
formaban parte de una constante progresión que se desarrollaba mientras ella
construía su nueva vida y se desprendía de los residuos de su anterior
existencia.
Él
sabía que ella tenía mucho dinero, muchísimo, y que la maldita era una mujer
muy atractiva. Entonces se acostó pronto con ella, mejor que con cualquier
otra, porque era más rica, porque era deliciosa y muy sensible, y porque nunca
metía bulla. Y ahora, esa vida que la mujer se forjara estaba a punto de terminar
por el solo hecho de que él no se puso yodo, dos semanas antes, cuando una
espina le hirió la rodilla, mientras se acercaba a un rebaño de antílopes con
objeto de sacarles una fotografía. Los animales, con la cabeza erguida,
atisbaban y olfateaban sin cesar, y sus orejas estaban tensas, como para
escuchar el más leve ruido que les haría huir hacia la maleza. Y así fue:
huyeron antes de que él pudiera sacar la fotografía.
Y
ella ahora estaba aquí. Harry volvió la cabeza para mirarla.
-¡Hola!
-le dijo.
-Cacé
un buen carnero -manifestó la mujer-.
Te haré un poco de caldo y les diré que preparen puré de papas.
¿Cómo te encuentras?
-Mucho
mejor.
-¡Maravilloso!
Te aseguro que pensaba encontrarte mejor. Estabas durmiendo cuando me fui.
-Dormí
muy bien. ¿Anduviste mucho?
-No.
Llegué más allá de la colina. Tuve suerte con la puntería.
-Te
aseguro que tiras de un modo extraordinario.
-Es
que me gusta. Y África también me gusta. De veras. Si mejorases, ésta sería la
mejor época de mi vida. No sabes cuánto me gusta salir de caza contigo. Me ha
gustado mucho más el país.
-A
mí también.
-Querido,
no sabes qué maravilloso es encontrarte mejor. No podía soportar lo de antes.
No podía verte sufrir. Y no volverás a hablarme otra vez como hoy, ¿verdad? ¿Me
lo prometes?
-No.
No recuerdo lo que dije.
-No
tienes que destrozarme, ¿sabes? No soy nada más que una mujer vieja que te ama
y quiere que hagas lo que se te antoje. Ya me han destrozado dos o tres veces.
No quieres destrozarme de nuevo, ¿verdad? El aeroplano estará aquí mañana.
-¿Cómo
lo sabes?
-Estoy
segura. Se verá obligado a aterrizar. Los criados tienen la leña y el pasto
preparados para hacer la hoguera. Hoy fui a darles un vistazo. Hay sitio de
sobra para aterrizar y tenemos las hogueras preparadas en los dos extremos.
-¿Y
por qué piensas que vendrá mañana?
-Estoy
segura de que vendrá. Hoy se ha retrasado. Luego, cuando estemos en la ciudad,
te curarán la pierna. No ocurrirán esas cosas horribles que dijiste.
-Vayamos
a tomar algo. El sol se ha ocultado ya.
-¿Crees
que no te hará daño?
-Voy
a beber.
-Beberemos
juntos, entonces. ¡Molo, letti dui whiskey-soda! -gritó la mujer.
-Sería
mejor que te pusieras las botas. Hay muchos mosquitos.
-Lo
haré después de bañarme...
Bebieron
mientras las sombras de la noche lo envolvían todo, pero un poco antes de que
reinase la oscuridad, y cuando no había luz suficiente como para tirar, una
hiena cruzó la llanura y dio la vuelta a la colina.
-Esa
porquería cruza por allí todas las noches -dijo el hombre-. Ha hecho lo mismo
durante dos semanas.
-Es
la que hace ruido por la noche. No me importa. Aunque son unos animales
asquerosos.
Y
mientras bebían juntos, sin que él experimentara ningún dolor, excepto el
malestar de estar siempre postrado en la misma posición, y los criados
encendían el fuego, que proyectaba sus sombras sobre las tiendas, Harry pudo
advertir el retorno de la sumisión en esta vida de agradable entrega. Ella era,
francamente, muy buena con él. Por la tarde había sido demasiado cruel e
injusto. Era una mujer delicada, maravillosa de verdad. Y en aquel preciso
instante se le ocurrió pensar que iba a morir.
Llegó
esta idea con ímpetu; no como un torrente o un huracán, sino como una vaciedad
repentinamente repugnante, y lo raro era que la hiena se deslizaba ligeramente
por el borde...
-¿Qué
te pasa, Harry?
-Nada.
Sería mejor que te colocaras al otro lado. A barlovento.
-¿Te
cambió la venda Molo?
-Sí.
Ahora llevo la que tiene ácido bórico.
-¿Cómo
te encuentras?
-Un
poco mareado.
-Voy
a bañarme. En seguida volveré. Comeremos juntos, y después haré entrar el
catre.
«Me
parece -se dijo Harry- que
hicimos bien dejándonos de pelear.» Nunca se había peleado mucho con esta
mujer, y, en cambio, con las que amó de veras lo hizo siempre, de tal modo que,
finalmente, lo corrosivo de las disputas destruía todos los vínculos de unión.
Había amado demasiado, pedido muchísimo y acabado con todo.
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