Kurupí (1)
—¡MIRÁ,
MELITÓN! —dijo la mujer de semblante enfermizo, tendiendo la mano hacia la
ventanilla. Su voz se apagó entre el tantaneo de las ruedas. El hombre que
venía dormitando a su lado, con las botas cruzadas sobre el asiento frontero y
las manos sobre el vientre, no se movió. El aludo sombrero de fibra estaba
volcado sobre la nariz. No se le veía más que la boca entreabierta, los gruesos
labios moteados de sudor.
Tuvo que
repetirle las palabras.
—Mirá,
Melitón. ¡Parece el acompañamiento del Crucificado!
El hombre
reflotó pesadamente de su sopor y giró la cabeza.
—Y sí, es
la procesión del Viernes Santo —dijo de mala gana, pasándose la mano por la
cara abotagada.
Se acodó
en la ventanilla. Su corpachón bloqueó el hueco. La mujer se mudó al otro asiento,
para seguir viendo. Los demás pasajeros también ya se hallaban asomados, alguno
con medio cuerpo afuera. No eran muchos, así que las aberturas alcanzaban para
todos. La mujer en silencio, con una vacía fijeza, inconscientemente
impresionada por lo que veía.
Las ruedas
batanearon a ritmo más lento sobre las junturas de los rieles, entre resoplidos
del convoy al repechar la cuesta.
A lo
lejos, como a tiro de fusil, el apelmazado gentío avanzaba fatigosamente por la
carretera hacia el pueblo. Parecía flotar más que arrastrarse detrás de las
andas, en la cerrazón de polvo.
Desde el
tren se divisaba al Cristo en lo alto, brillando con una palidez de pescado
muerto sobre una compacta chorrera de hormigas. Se oían los cánticos y el
monótono golpear de las matracas, casi a compás de las ruedas, en las ráfagas
calientes que hacían ondear los pajonales y mudar de sitio a las candelas de la
resolana. Las tolvaneras alzaban del camino rápidas y enroscadas columnas al
paso del Cristo yacente en las parihuelas.
Atrás el
cerrito vigilaba la marcha de la procesión, respirando pausadamente en los
reverberos, con la cruz bajo el cimborio de paja de la cumbre.
—El
Calvario de Tupá-Rapé... —dijo el hombre sin volverse. El viento removió bajo
el sombrero los mechones de cobre.
—¿Cómo?—preguntó
la mujer.
—El
Calvario de Tupá-Rapé—aclaró el otro—. Ese que llevan ahí. El Cristo Leproso.
—¿Un
Cristo leproso?—murmuró la mujer. Una mueca de repulsión o de miedo crispó sus
demacradas facciones, marcando las arruguitas que fruncían las comisuras de los
labios. No era vieja pero se hallaba avejentada. El climaterio echaba sobre
ella las primeras sombras. La rijosa vitalidad que manaba del otro, la
disminuía aún más.
—El
Cristo, no. El que lo hizo—se retrepó de nuevo en el asiento, abriéndose paso
con las botas entre las flacas piernas de la mujer, hasta quedar extendido a
todo lo largo. Con el canto de la mano se masajeaba el vientre. En los
rastrojos de la barba sin afeitar, el sudor absorbía las pelusillas de polvo y
de hollín. Las córneas también parecían emitir un reflejo de cobre.
—¿El que
lo hizo estaba leproso? —volvió a balbucear la mujer sin mucho interés, con el
repeluzno en la voz y en los ojos marchitos. Seguramente le resultaba peor
quedarse callada.
—Parece
que lo talló un constructor de instrumentos. Un tal Gaspar Mora, que también
era músico. Cuando enfermó de mal de San Lázaro y se aisló en el monte. No
tenía nada que hacer. Talló el Cristo. Después de morir el enfermo, trajeron el
tallado al pueblo.
—¿Y con
ese Cristo hacen la Semana Santa?
—Ellos
dicen que es muy milagroso. Para los itapeños no hay otro Cristo más milagroso.
Ellos creen que el alma del lazariento vive adentro. En la madera. Como
empayenada por el milagro. Me contaba el cura el fanatismo de esta gente. Y ahora
con la guerra, sí que va a ser peor... —gruñó, como entreviendo una perspectiva
de disgustos y contrariedades.
—¡Qué
cosa!—murmuró la mujer.
—Al
principio la curia no quiso saber nada. Era la obra de un enfermo. Le negó la
entrada en la iglesia. Hubo una pequeña revolución levantada por un loco. Ellos
levantaron el Calvario en el cerrito para hacer la contra a la Curia. Al fin no
tuvo más remedio que ceder. Mandaron bendecir la imagen y dieron el permiso.
Desde entonces la Semana Santa se hace en el cerrito. El Cristo de Tupá-Rapé es
ya casi tan mentado como la Virgen de Caacupé. De lejos arriban en
peregrinación para el Viernes Santo.
—¡Eá, yo
no sabía!
—Lo malo
es que entre los promeseros vienen jugadores y maleantes de todas clases. Como
siempre. Voy a tener que enderezar un poco esto también—agregó el hombre con un
tonillo de jactancia, mirando de reojo la procesión que ya iba quedando muy
atrás.
—No me
contaste eso, Melitón—dijo la mujer sin oírlo.
—¿Qué
cosa?
—Lo del
Cristo...
—Ahora ya
lo estás viendo. Quería darte una sorpresa.
—¡Y justo
haber llegado el Viernes Santo a Itapé!
—¡Qué
tiene! Es un día como cualquier otro.
—Nos va a
traer mala suerte... —balbució la mujer; los ojos mortecinos se clavaron en el
piso del vagón.
—¿Por qué?
—¡Ese
sueño que te dije!
—¡Ganas de
joder con el maldito sueño!—levantó la mano y la mujer ladeó instintivamente la
cara.
—¡Era tan
patente! —murmuró casi para sí.
—¡Siempre
con tus antojos..., ni que estuvieras embarazada! ¡Qué sueño ni niño muerto!...
—se interrumpió de golpe y cambió de expresión.
Un hombre
con traza de viajante de comercio o de inspector de alcoholes, se les aproximó,
obsequioso.
—¿Vieron
la procesión? —preguntó amañándose para anudar la charla. Tenía un leve acento
gringo.
—Sí—dijo
el otro. Sacó un cigarro del bolsillo, olisqueándolo por las puntas.
—Pudimos
verla por el atraso con que venimos. Casi cuatro horas.
—Sí—dijo
el hombre prendiendo el cigarro.
—Es
interesante como espectáculo de fe —insistió el otro sin convicción.
—¿Fuma?
—No,
gracias—se excusó el viajante o inspector y, filtrándose por el resquicio del
convite, agregó—: Usted es don Melitón Isasi, ¿no es verdad?
—Servidor—dijo
expeliendo una bocanada de humo—. Pero, tome asiento, si gusta.
—Bueno, un
minuto solamente, porque ya estamos llegando. Yo subí en Villarrica—se sentó
con respeto algo parsimonioso en el extremo del banco—. Me han dicho que viene
a hacerse cargo de la jefatura de Itapé.
—Así es.
—Lindo
pueblo. Suelo venir a menudo en época de zafra. Para vender mis cositas, sabe.
Espero que les vaya muy bien.
Melitón
Isasi recogió las botas haciendo chirriar el piso con fuerza.
—No sé.
Vamos a ver—metió los pulgares dentro del ancho cinturón con baleras y los
paseó sobre el abdomen—. Estos cargos son difíciles ahora. Con la guerra en
puerta.
—¿Estuvo
ya aquí?
—Hace
poco. Para hacer el inventario del despacho de la Jefatura.
—Es un
pueblo tranquilo.
—Y
depende. A según la mano—dijo con suficiencia—. Hay muchos desertores. Me han
mandado para arrearlos a las buenas o a las malas hacia el frente. El ejército
del Chaco necesita soldados para atajar a los bolivianos.
—Sin
embargo, la última vez que estuve, el mes pasado, el antecesor suyo Matías
Alderete me dijo que habían marchado todos los que estaban en edad militar. La
leva llegó a las compañías más apartadas. No dejó de pasar la soga por ningún
rincón, me dijo. Anduvo sacando reclutas como chauchas, de las cuadrillas, de
las chacras, del monte...
—Je...—le
cortó Melitón Isasi con despectiva suficiencia—. ¡Matías Alderete! ¡A ese lo
sacaron por flojo! Por eso me mandan a mí. Yo no voy a andar con vueltas.
Inmóvil en
la ventanilla, la mujer contemplaba el chato pueblo que se iba acercando,
hundida en su aspecto ausente y apocado. El viajante consideró necesario
dedicarle un cumplido.
—¿Y a
usted, señora, qué le parece esto?
Parpadeó
desconcertada, sin saber qué contestar. Quiso sonreír, pero el movimiento de la
boca estriada por las imperceptibles arrugas semejó más vale la mueca de
alguien que fuese de pronto a llorar.
—Ella
viene por primera vez—dijo Melitón Isasi—. Pero le tiene que parecer bien. Las
mujeres están bien donde están los maridos...—añadió con una carcajada—. ¿No es
así, Brígida?
—Sí...,
sí...—murmuró apenas con una expresión de antiguo abatimiento en la que se
acumulaban años y años de fracasos y secretas humillaciones bajo la férrea
opresión conyugal.
El
viajante se levantó, siempre atento.
—Bueno,
hay que bajar las valijas, don Melitón. Espero poder invitarlo con una botella
de cerveza.
—Cómo
no—dijo Melitón Isasi, levantándose también—. Ya habrá oportunidad. El pueblo
es chico, nos veremos—se dieron la mano.
—Mucho
gusto, señora. Un servidor...
El convoy
aminoraba la marcha. Por fin se detuvo ante la estación. El andén estaba casi
desierto, por la procesión. Sólo algunas vendedoras correteaban a lo largo del
tren ofreciendo chipá y aloja sin levantar mucho la voz.
Melitón
Isasi lanzó las valijas por la ventanilla a los soldados de la jefatura que
esperaban al superior.
—Vamos—dijo,
precediendo a zancadas a su mujer por el pasillo.
Desde la
plataforma, antes de descender, echó un vistazo sobre el pueblo, como tomando
mentalmente posesión de su nuevo destino.
2
Melitón
Isasi cumplió su palabra.
A los
pocos días, salvo él, no quedó un solo "emboscado" en todo Itapé y
sus alrededores. Mandó al lejano frente de guerra hasta a los muchachos no
comprendidos aún en los llamados de la movilización, que empezó a tragarse
paulatinamente las clases.
Melitón se
apresuraba. Había que ganarle tiempo al tiempo. No tenía fe en el Registro Civil,
en un pueblo donde muchos más eran los nacidos que los anotados, sobre todo
entre los hijos naturales, que eran mayoría. Melitón Isasi le tenía menos
desconfianza al libro parroquial de bautismos. Mandó trasladar el derrengado
librote de la sacristía a su despacho. Y allí se lo quedó, para descubrir la
pista de los desertores.
—Si no
están registrados acá los que nacieron—dijo al sargento de compañía—, es que no
nacieron.
En las
viejas páginas apolilladas estaban anotados los nacimientos de hasta mucho
antes de la Guerra Grande. Y detrás de un armario, en la sacristía, había otros
libros aún más viejos. Pero ésos ya eran una inservible masa de moho y
telaraña, un queso de siglos para polillas, cucarachas y ratones.
Venían las
madres afligidas para pedir por los hijos que aún no habían cumplido con la
edad.
—¡Ya
cumplirán por el camino... o allá! —replicaba él, sin levantar los ojos de las
listas—. La guerra va a ser larga.
—¡Es mi
único sostén!...—imploraba alguna vieja bajo el manto rotoso y polvoriento.
—¡La
patria está primero! —le gritaba ahuyentándolas del despacho—. ¡Váyanse!
¡Salgan de aquí! ¡Tengo mucho trabajo! ¡No puedo perder tiempo con macanas!
La fila
macilenta se dispersaba en silencio todas las mañanas.
3
Frente por
frente a la jefatura, Melitón Isasi habitaba con su mujer una casa de
corredores, casi pegada a la escuela cuyos horcones labrados recordaban las
manos del lazariento, las mismas que habían tallado el Cristo.
A Brígida
de Isasi apenas la veían de tarde en tarde, cuando detrás del postigo espiaba
la comisaría por la abertura en forma de corazón, o salía a la huerta del fondo
con su apariencia enfermiza, aplastada e impotente. La única que la visitaba a
menudo era la celadora de la Orden Terciaria, una vieja llamada la hermana Micaela,
que además hacía de curandera para toda clase de males. Le llevaba remedios de
yuyos y las habladurías del vecindario.
La hermana
Micaela salía de sus visitas engallada en el engreimiento de su intimidad con
la mujer del nuevo político.
Los
itapeños supieron en seguida a qué atenerse con respecto a él. Lo aceptaron
como a una plaga más y se resignaron en la callada abominación y el temor
colectivo e impersonal con que afrontaban las otras.
Melitón
Isasi se convirtió en la máxima autoridad, en el dispensador de justicia y
hasta de mercedes, pues lo acaparó todo, incluso la distribución del
racionamiento. Guardaba en la comisaría doce agentes armados para velar por el
orden y la tranquilidad de la población. Los hombres estaban peleando en el
Chaco. Los viejos y las mujeres nada podían hacer. El juez de paz era viejo y
achacoso, Melitón lo tenía en un puño. El cura de Borja, desde tiempos
inveterados, sólo venía a Itapé los domingos impares del mes. Acabaron
entendiéndose también como viejos amigotes.
Pero
Melitón Isasi no se limitó a mandar reclutas al frente y a mantener el orden.
Pronto cundió otra especie de temor entre la gente sometida a su autoridad. El
vicio del flamante jefe político no era la caña ni el juego: eran las mujeres
jóvenes. Le arrejonaban todo a todo más que nada, encendían en él un hambre
cojuda más fuerte que su fuerza, con una avidez insaciable, alimentada de todo
lo que en él era bestialidad solamente; una avidez rapaz lanzada contra lo que
hay de más desamparado en el ser humano, el sexo, la única cosa que no sabe
defenderse a sí misma.
Para
Melitón Isasi no había obstáculos a su lujuria, pero tampoco un limite al
estéril desborde de su vitalidad.
Se cansaba
pronto de una misma mujer. Montaba a caballo y hacia sus recorridas por las
noches, solo, acechante, como quien sale a cazar. No necesitaba escoltas ni
guardaespaldas disimulados. El miedo de los demás lo protegía suficientemente.
No siempre tampoco precisaba salir a cazar sus presas. A veces le bastaba
canjearlas por un poco de los víveres del racionamiento. Pero las muchachas de
yerba, galleta o azúcar, le resultaban insípidas. El temor, la rendición, les
daba su saborcito especial.
Quizá no
se sentía ávido ni cruel ni maléfico, como un fenómeno de la naturaleza no
tiene conciencia de su destructivo, indiferente poder. El tranco de su caballo
tomaba cualquier dirección, pero siempre una dirección nueva.
Las viejas
se santiguaban cuando sentían sonar los coscojos del freno en la oscuridad. Lo
veían pasar muy alto sobre el caballo, borrada la cabeza por el humo del
cigarro, parecido en la sombra a un enorme macho cabrío. La empavorecida
aprensión de los lugareños trabajaba a su favor. Se metía en los ranchos con la
tranquila seguridad de llegar a una cita. Fácilmente hubiera podido quedar
tumbado de bruces sobre la consumación de un capricho, con un cuchillo hundido
en la espalda. Quizás al principio las víctimas cavilarían este desesperado
lance de desquite y castigo.
No era
difícil verlo con los ojos de las aterradas mujeres. El visitante nocturno
empujaría con la bota la puertita del rancho, atorando el hueco con su
imponente figura. A la luz del cabo de vela o del tiznado farol, la mujer lo
contemplaría como hipnotizada por los dos tizones que agujereaban el rostro,
por el brillo calcáreo que emergía de la boca, por la risa machuna que
gorgoteaba de ella. Más de una lo vería revestido de una hermosura siniestra y
sus propias entrañas la habrían traicionado ablandándole la voluntad en el
remolino de un extraño deseo. Entonces la sombra se echaría lentamente sobre el
candil y sobre ella, hasta apagarlos del todo con los pujidos de su aliento, la
carne sudada y el remezón de los huesos.
4
Así fue
como una noche buscó y encontró a Juana Rosa, la mujer de Crisanto Villalba, en
el distante paraje de Cabeza de Agua. Sabía que estaba sola en la chacra, con
un hijito de corta edad. Juana Rosa solía venir a la estación y al correo en
busca de noticias de su lejano marido.
Juana Rosa
tenía un tipo de belleza agreste y suave como hecha de la misma tierra cálida
del Guairá, adobada con los zumos del monte y el agua del arroyo. Nadie
recordaría después el color de sus ojos o el acento de su voz. De Juana Rosa
habían dicho los hombres, en otro tiempo, cuando todavía no tenía dueño y sabia
ir a los bailes, que llevaba la luna en un hombro y el sol en el otro. Le
arrastraban el ala, pero la muchacha prefirió a Crisanto Villalba, el más
callado de todos, tal vez porque él no le hacia tantas fiestas y era el más
trabajador.
Solía
aparecer en el pueblo los días de tren. Traía enancado al crío en las caderas.
Pero Crisanto no escribía. El silencio de su hombre se había hecho de pronto
tan grande como la distancia que los separaba. Sólo el lejanísimo estruendo de
la guerra retumbaría en su corazón como en el de tantas otras, sin noticias de
sus ausentes. Volvía una y otra vez en busca de la carta que no llegaba.
A los
pocos días de su arribo a Itapé, Melitón Isasi la vio y se encamotó con ella
desde el principio. Seguro por ese reverbero suspendido a su alrededor. Le
habló. Algún requiebro le diría, esas cosas que los hombres dicen a las
mujeres. Contaban que ella lo miró sin decirle nada y que se había ido
volviéndole la espalda, no con desprecio, sino simplemente como si no lo
hubiese visto ni oído. La gente después lo iba a recordar.
Melitón
dejó pasar un tiempo no muy largo. Una noche desmontó delante del rancho de
Cabeza de Agua.
Al día
siguiente o pocos días después, Juana Rosa amaneció con su hijito en la cocina
de la jefatura. Era algo inexplicable, por tratarse de Juana Rosa. Todos se
extrañaron. No sabían qué pensar, pues de lo que menos habrían podido dudar era
de la fidelidad de Juana Rosa al lejano Crisanto. El recuerdo del desaire que
había hecho a Melitón Isasi en el andén de la estación, los dejó aún más
desconcertados.
5
Por la
abertura del postigo pintado de verde, Brígida espiaba el patio de la jefatura.
El hueco en forma de corazón le resultaba una tronera adecuada. Podía ver sin
ser vista. Al fondo, Juana Rosa preparaba en la gran olla negra el locro para
los agentes. La veía acarrear el agua del pozo en las latas de querosén. La
pollera húmeda marcaba los muslos, cada uno más grueso que la flexible cintura
acostumbrada a doblarse sobre las amelgas.
Brígida la
observaba con la boca llena de arrugas.
La
celadora de la cofradía, pelando una naranja con minuciosa lentitud, le hablaba
de Juana Rosa. No se sabía si procuraba disculparla o si, por el contrario,
estaba cargando las tintas para congraciarse con la dueña de casa. La voz
flatulenta arrastraba el énfasis monótono que se le había hecho natural como
yegua madrina de los rezos, picándose de ambiguas pausas en las que un pómulo
daba saltitos convulsos. Las palabras se le calentaban en la boca de quererlas
soltar. Pero lo hacía de a poco, esculcando el mutismo de la otra.
—No era
una mala mujer, Ña Brígida. Pero ahora . . . ¡Quién iba a creer! ¡Parece cosa
del demonio! ¡El marido lejos y ella pecando con el hijito al lado..., aquí
delante de su propia casa! ¡Es ya haber perdido el último resto de vergüenza!
La otra
miraba rígida detrás del postigo. La abertura cordiforme diluía sobre el
semblante cetrino el reflejo del atardecer, disparaba sobre los ojos la escena
del patio con la hermosa mujer de cabellos negros moviéndose entre el humo del
fuego y el vapor de la olla negra. Más cerca aún, por la puerta entornada del
despacho, podía ver colgada sobre el piso una de las botas de Melitón. Los
párpados se le achicaron hasta no dejar más que una juntura trémula.
La vieja
la observó de reojo.
—Tal vez
el desamparo en que quedó. No sé..., nadie sabe cómo fue capaz de hacer esto,
de llegar a esto...—en lugar de pelar una naranja, daba la impresión de estar
tejiendo una trencilla. La cáscara se estiraba en la punta del cuchillo en una
tira dorada de increíble delgadez, formando espirales en su regazo.
—Melitón
anda trastornado...
—¡Y
seguro, Ña Brígida! Estas mujeres trastornan a los hombres más enteros. ¿Vio el
chumbé que se ata a la cintura? Es de liana macho. A lo mejor tiene payé...
¡Quién le dice!
—¡Dios
mío! —balbució, alisándose las comisuras con las yemas de los dedos.
—Pero ella
tiene toda la culpa. La ponzoña del pecado está en su sangre. Salió pintada a
la madre. A María Rosa, una chipera que en su tiempo se acostó con todos los
hombres de Itapé y también con los arribeños. Todavía vive en la loma de
Carovení. Ella fue la que quiso ir a juntarse con Gaspar Mora, cuando le vino
el mal de San Lázaro y se escondió en el monte...—la tira se cortó y del regazo
saltó arrollándose sobre el piso. Una viborita ardida de sol. El pómulo saltó
hacia el ojo.
—¿El que
hizo el Cristo?
—El mismo.
—¿Y ésta
es la hija?
—Sí. María
Rosa fue también la que se cortó el cabello para que le pusieran al Cristo.
Mucho tiempo anduvo pelada por el pueblo. Y ni manto se ponía. Quería que la
vieran así. Para presumir. Ya estaba loca entonces. Después la tuvo a ésa.
Decía que era la hija del leproso. Pero mentía. Gaspar Mora había muerto. Y
Juana Rosa nació mucho después. Vaya uno a saber de quién es... —comenzó a
chupar la naranja con avidez. El jugo le hacia brillar el bozo y chorreaba por
los costados de la boca sobre el fláccido y abultado promontorio del pecho,
salpicando el escapulario de bayeta marrón.
—¡Pero mi
Dios!—dijo Brígida pugnando inconscientemente por volver al hueco, que al mismo
tiempo la repelía.
—¡Qué se
va a hacer! —dijo sordamente la hermana Micaela entre golosos chupeteos,
empujando el escapulario hacia un costado con el meñique—. ¡Tiene la sangre de
la loca en las venas!
—¡Yo nunca
quise venir aquí!—dijo la faz terrosa, no como un comentario a las palabras de
la vieja sino como remate de su propia tribulación, que al fin conseguía
expresarse en algo más que en sofocadas exclamaciones.
—Dios
prueba a sus elegidos, Ña Brígida... Hay que tener paciencia, che ama.
—Sabia que
esto iba a pasar... Unos días antes del viaje, tuve un sueño con Melitón.
Se oyó
repicar el trozo de riel de la escuela, para la salida de los alumnos.
—¿Un
sueño?—preguntó la vieja, sacando de entre los pliegues del pecho un mugriento
pañuelo con el que se enjugó la pringue de naranja.
Brígida no
contestó. Tenia nuevamente los ojos clavados en el exterior. A través del
resquicio de la puerta del despacho veía ahora la mano y el antebrazo peludo de
Melitón recogiendo las botas para levantarse, como si el zumbido del riel lo
hubiera despertado. Notó que se apuraba por embutir en las cañas los pies
blancos y desnudos.
—¿Qué
sueño, Ña Brígida?
Se escuchó
el creciente griterío de los escueleros que iban pasando por la calle de pasto
y de tierra. El agujero echó un polvillo ondeante sobre la cara de Brígida. Vio
lo que estaba repitiéndose a diario desde hacía poco.
Melitón
salió peinándose con los dedos el cobrizo cabello, hinchados los ojos por el
largo sueño, pero ya sonriente y festivo. Un agente acudía corriendo con el
tereré. Sorbió maquinalmente el agua fría del mate hasta hacer cloquear la
bombilla. Avanzó hacia el alambrado. La tropilla de escueleros se dispersó en
repentino silencio.
Una sola
quedó en medio de la calle, una espigada muchachita que el blanco delantal con
manchas de tinta hacía más niña. Andaba a pasitos rápidos y tímidos. Melitón la
habló. Entonces se detuvo y volvió hacia él su pequeño rostro oval.
—Vení un
poco...
La
muchacha se acercó con algo de vergüenza y respeto, hamacando la bolsita de
género floreado en la que llevaba los Cuadernos. El jefe le empezó a decir
cosas sorbeteando la bombilla, entre serio y amable, tan despacio que Brígida
no lo podía oír. Bromeaba de seguro, porque la escuelera también se echó a reír.
Brígida se puso tensa. Observaba los ojos azules de la chica fijos en el rostro
de él, cada vez más tranquilos y animados.
Brígida
llamó con un gesto a la vieja.
La hermana
Micaela se levantó y se arrimó a mirar también por la tronera acorazonada.
—Es Felicita,
la hermana de los Goiburú, que están ahora en el Chaco. ¡Estas mitacuñai de
ahora ya no tienen luego vergüenza ni temor de Dios! Esa apenas cerró los
quince. ¿Pronto el demonio trabaja para su perdición? Lo mismo le pasó a la
hermana Esperancita, la mayor. Un poco después que murió el padre, corneado por
un toro. Los hermanos tuvieron que echarla de la casa. Ahora dicen que anda por
esas casas malas de Asunción. Esta Felicita va a seguir el camino de la
hermana. Ahora vive con la abuela ciega en Carovení. La madre murió al nacer
Felicita. Eso fue también lo que la perdió a Esperanza. Nicanor Goiburú, el
padre, era muy bruto con ella. Los hermanos también. La pegaban con el lazo
doblado. Y se arresabió...
Brígida
volvió a mirar por el agujero.
La Felicita
Goiburú se alejaba por la calle con las manos cruzadas a la espalda y la
bolsita de género batiéndole las corvas bajo el delantal. Melitón Isasi
oprimiendo la guampa labrada del mate la contemplaba irse como quien deja
madurar una corzuela en libertad porque sabe que ya no puede escabullirse. Los
labios renuentes succionaban la bombilla que colgaba de ellos como una gorda y
enroscada sanguijuela de plata.
6
—¡Kurupí
apareció entre nosotros!
Susurraban
en guaraní los viejos, entre sarcásticos y atemorizados, aludiendo al jefe
político con el nombre del lúbrico mito ancestral.
—¡Hay que
pegar bien el traste a la tapia cuando pasa Melitón Isasi!—dijo uno.
El dicho
se redondeó pronto en refrán.
—¡Hasta yo
ando con las manos entre las piernas!—cloqueó Conché Avahay, una viejecita
desdentada, con una risa pícara. La pulla quedó también como guija de arroyo
puliéndose en el susurro colectivo.
Bromeaban
para defenderse del miedo y del odio. No tenían otro recurso.
Porque
entre Juana Rosa Villalba, que estaba como presa en la jefatura, y las otras
muchachas jóvenes que también amanecían de pronto y quedaban por algún tiempo
en la cocina después de las rondas nocturnas del jefe político, la fama y el
alcance de su salacidad se extendieron hasta los más apartados rincones. La
leyenda del Kurupí estaba rediviva en el pueblo. El inmenso falo del dios
aborigen se enroscaba en torno al pezón del cerrito, con su cola de fantástico
reptil. La gente lo veía allí, porque era la prominencia viva y sensible de
Itapé, con el Cristo leproso arriba, quieto y muerto en su rancho de
espartillo.
Pero
Melitón Isasi no respetaba nada. Nadie pues iba a contenerlo, a no ser que el
propio cerro le pusiera el pie y lo detuviese.
7
Se
aproximaba la Semana Santa. Llegó el cura de Borja para los preparativos. Los
viejos cabildeaban clandestinamente y decidieron ir a pedirle su intervención
para que cesara el impune y continuo atropello. No les costó coincidir en que
la celadora de la cofradía, como la más influyente, era la que debía hablar al
Paí Dositeo Pedroza, en nombre de todos. Se lo propusieron.
—¡Ah, yo
no! ¡Yo no me meto! ¡Es muy feo meterse en la vida de los demás!...—se sacudió
la hermana Micaela.
—¡Pero es
el jefe político el que se mete en nuestra vida, en la carne de nuestras mujeres
como rejón de picana! —se quejó irritado el viejo Apolinario Rodas.
—Él dará
cuenta a Dios de sus pecados en la hora de su muerte!—dijo la celadora
apretando con la papada pilosa el escapulario sobre el pecho—. ¡Cada uno debe
cuidar la salvación de su alma!
—Pero
también tenemos que ayudarnos los unos a los otros hermana Micaela...—cloqueó
la vieja Conché Avahay.
—La
hormiga sabe qué hoja corta. Hagan ustedes lo que quieran. Yo no... A mí no me
metan en esta mazamorra... —dijo volviendo la espalda al conciliábulo de caras
chupadas, que con desprecio la miraron alejarse, gacha la cabeza, engarabitadas
las manos sobre el grueso rosario de cuentas de madera que se ataba a la
cintura como cadena de silicio.
Los otros
llevaron la "mazamorra" al Paí Pedroza.
Como si se
hubiese puesto de acuerdo con la celadora y sacristana, él les dijo más o menos
lo mismo.
—Así que
Paí, ¿no hay caso?—preguntó Apolinario Rodas, rascándose la cabeza por debajo
del sombrero.
—A Dios lo
que es de Dios...—respondió mansamente el Paí Dositeo con las manos cruzadas
sobre el prominente abdomen—. Hay que andar en la lluvia sin mojarse, mis
hijos. Yo sólo cuido la salud del alma, los intereses de la parroquia. Mi
responsabilidad es grande. No me pongan encima un peso más grande todavía. A
veces Dios nos ordena mirar con un ojo cerrado y el otro sin abrir..., hacer
manga ancha a las debilidades del prójimo para que él mismo se arrepienta y se
corrija.
—Pero
mientras tanto, los otros sufren—dijo Apolinario.
El párroco
agitó los brazos y el viento del anochecer abullonó los pliegues del
guardapolvo de seda cruda.
—No me
pidan nada a mí, que soy el más humilde de los servidores de Dios. Todos vamos
a rogarle este Viernes Santo, en Tupá-Rapé, que haga el milagro. Esto es lo que
corresponde hacer, mis hermanos. Como creyentes no podemos emplear más arma que
la oración. Oremos y pidamos a Dios, nuestro Señor. Él, en su infinita
justicia, proveerá.
Los
visitantes se retiraron en silencio, abrumados por las razones del cura. Su
blanca y gruesa figura quedó un rato erguida en el corredor de la casa
parroquial contra la creciente penumbra. Él no iba a cometer errores de
jurisdicción, por más que se lo pidieran sus ingenuos feligreses. No iba a
cruzársele en el camino al arriscado jefe político. Eran amigos.
Sabía que
lo respaldaba en Asunción una buena cuña. Estaba casado con la hermana de un
hombre influyente del régimen. El propio Melitón Isasi se lo dijo, jactándose
entre burlas veras: "¡Mi cuña es mi cuña... do!". A eso debía él
haber conseguido "emboscarse" allí, lejos del frente, mientras la
guerra comenzaba a tragar furiosamente hombres en los desiertos del Chaco.
—Tengo que
andar con cuidado —se dijo el cura—. Yo también lucho en un desierto. Un
desierto de almas. Los peligros sólo son diferentes.
8
Esa noche,
como de costumbre cuando estaba en el pueblo, echó una mano de truco con
Melitón en el boliche de Cantalicio Sanabria.
El jefe
era campechano y decidor en estas ocasiones. Además, él siempre pagaba el
gasto; es decir, mandaba a Cantalicio que lo anotara en la cuenta de la
jefatura.
El cura lo
pasaba muy divertido. Bromeaban y tallaban, entre una copa y otra, hasta la
medianoche. Pero, como por lo general, el jefe mandaba a Cantalicio que
atrasara a escondidas el reloj despertador que parecía marcar las horas a
machetazos en el estante, entre las botellas, más de una vez el repique para la
misa del alba despegaba de golpe al Paí Dositeo de su silla del boliche para
arrastrarlo corriendo, corriendito, a la sacristía.
Otras
veces, no. Dejaban temprano las barajas y se iban juntos, nadie sabía adónde,
aunque se lo imaginaban.
—Usted
sabe, Melitón. La vida del cura de campaña también es difícil... —dijo una
noche, entre una mano y otra.
—¡Juhú...,
si yo hubiese sido cura, no lo hubiera pasado tan mal!—le interrumpió riendo
Melitón.
—No vaya a
creer. También tiene sus problemas. Como usted, en la jefatura—agregó después
de hacer un buche de guaripola—. Sin ir más lejos el anteaño de la guerra se me
planteó en Borja un asunto difícil. Tuve que hacer un poco de Salomón.
—¿Partió
un chico por la mitad?
—No, al
revés. Ahora va a ver. Tuve que juntar..., tuve que casar dos imágenes, dos
santos.
—No sabía
que los santos se casaban.
—No,
solamente como ejemplo. Fue un remedio desesperado que se me antojó para evitar
una matanza.
—¡A la
pucha! ¿Y por qué iba a ser la trenza?
—Usted
sabe que en Borja había una enemistad ya tradicional entre la gente de la
estación y del pueblo. A causa precisamente de esas imágenes. El Señor de la
Esperanza es el Patrón del pueblo, y Nuestra Señora de la Paz, la patrona de la
estación. Cada parte quería que su Santo fuera el patrono de todo Borja. Las
dos pujaban con todas las fuerzas de fanatismo. Mucha culpa también tuvo en
esto el trazado y el tendido de las vías del ferrocarril. ¿Para qué separar en
dos mitades la población?
—De veras.
Aquí siempre se hacen las cosas a la bartola.
—Lo cierto
es que la estación y el pueblo celebraban sus funciones patronales con gran
pompa, procurando superarse mutuamente.
—Así
tienen que ser los buenos católicos.
—Sí, pero
ese año, para el día del Señor de la Esperanza, la rivalidad se hizo guerra
abierta. Seguro porque la otra guerra se venía encima. Ya no era la simple
rivalidad. Era un odio declarado. Estaba en el aire, a punto de reventar. Y
reventó. Ya a la mañana se habían agarrado a puñaladas, cerca de la iglesia,
varios puebleros y estacioneros. Se hirieron dos de ellos. El olor de la sangre
aterró a la gente.
—Eso es lo
que siempre ocurre. Como a la novillada en el faenamiento.
—Por la
tarde, para la procesión, los ánimos estaban más calientes todavía. Desde el
púlpito, mientras decía el sermón, vi lo que iba a pasar. Por el camino
arribaban al galope unos cien jinetes estacioneros. Tal vez menos, pero yo los
veía más de cien. Cuando me callaba oía el retumbo de la caballada y los gritos
de los jinetes. Los puebleros salieron de la aglomeración, hinchados de coraje
y subieron también a sus caballos, aprontando sus cuchillos y revólveres. ¡Iban
a trenzarse en una batalla campal! Vi a la caballería que avanzaba atronando la
carretera. Era necesario tomar una resolución. De apuro.
—¡La gran
siete!
—Cerré los
ojos y pedí el milagro al Señor de la Esperanza, desde el fondo de mi alma. En
ese momento no supe lo que hacía. Pero de repente me encontré bajando a saltos
del púlpito. Corrí entre la gente y monté con todos los ornamentos sobre un
caballo cuya brida arranqué de manos de alguien...
—¡Jho . .
. Paí Dositeo! —exclamó con entusiasmo el jefe, descargando un manotazo sobre
la mesa.
—Disparé a
todo lo que daba el caballo hacia los que venían. Frené de golpe ante ellos,
que también clavaron en el suelo a sus montados. Vi que las vestiduras
consagradas les imponían cierto respeto. Detrás oí que llegaban ya también en
montón los jinetes puebleros. Estaba entre dos fuegos. Tenía que decirles algo.
No sabía qué. Un sudor frío me corría por las espaldas. Pero de pronto sentí
que se me atropellaban las palabras y me escuché que les estaba gritando con
una voz que no era mía: ¡No hay por qué pelear..., por qué derramar la sangre
inútilmente, mis queridos hermanos! ¡Dios no quiere la muerte de sus hijos,
sino su vida, su bonanza, su hermandad! ¡Estacioneros y puebleros pueden vivir
en paz, como buenos hermanos! ¡Para eso tienen como abogados al Señor de la
Esperanza y a Nuestra Señora de la Paz!...
—¡Qué
zancadilla de ley! —celebró el jefe.
—La
discusión empezó entonces. ¿Queremos que Nuestra Señora de la Paz sea la
Patrona de Borja?..., gritaban los jinetes de un lado. ¡El Señor de la
Esperanza es el único patrón de Borja!..., gritaban los del otro.
—¡Caramba,
qué brete!
—Entonces
se me ocurrió gritarles: ¡También el Señor de la Esperanza y Nuestra Señora de
la Paz quieren gobernar unidos a su querido pueblo de Borja! ¡Vamos a hacer que
se unan y que cumplan su deseo! ¡Vamos a hacer que los dos Santos sean juntos
los Patrones de todo el pueblo de Borja!.. . ¿Cómo? me gritaron a su vez.
—¡Cómo...,
en realidad yo también me pregunto!
—Claro.
Allí estaba la espoleta del asunto. Fue entonces cuando me acordé del Santo rey
Salomón y me animé a usar su manganeta. Un poco cambiada, eso sí. Con las manos
les mandé que se acercaran. Los dos bloques de caballos y enfurecidos jinetes
se arrimaron. Yo debía estar pálido del susto. El sudor frío me goteaba hasta
los pies por debajo de la sotana, de la sobrepelliz, de todo... Carraspeé y les
dije lo mejor que pude en guaraní, para entrar en confianza: Miren, lo'mitá ..
. La única manera de hacer que el Señor de la Esperanza y Nuestra Señora de la
Paz puedan gobernar juntos a Borja, sin molestarse el uno al otro, es
casándose... ¡Sí señores, no hay más que casarlos! grité reuniendo el resto de
voz y de coraje que me quedaba, hacia los dos bandos de hombres sudorosos que
me miraban sobre los caballos con las caras manchadas de tierra. ¡Vamos a
agarrar y casarlos.... como buenos cristianos! ¿No es cierto?...
—¡A la
pistola! ¿Y qué dijeron?
—Hubo un
silencio. Se les oía respirar fuerte. Los miré a unos y a otros. Ellos se
bornearon sobre los aperos y también se consultaron con la mirada, más
calmados. Sentí que el aire volvía a mis pulmones. Bueno...—dijo uno, que
parecía ser el lenguaraz de los puebleros—, si es así vamos a aceptar... ¿Y
ustedes?, grité ahora autoritario a los del otro bando. Nosotros también...
—dijeron los estacioneros—. ¡Ya que el cura lo dice!... Un poco después
rompieron los vivas y los hurras, y los que un momento antes estaban por
destriparse, empezaron a llamarse por sus nombres y apodos, a cambiar bromas y
chistes.
—¡Al rey
Salomón lo hubiera tajeado de arriba abajo, lo mismo! —comentó el jefe, algo
incrédulo, alzando el jarro y abuchando los carrillos.
—Regresamos
todos amigos a la iglesia del pueblo. Yo pude terminar el sermón. También la
procesión resultó más linda que nunca. Y más larga. Porque las andas del Señor
de la Esperanza llegaron hasta la mitad del camino. De la estación trajeron a
Nuestra Señora de la Paz, con el resto de la gente. La función patronal de ese
año terminó en un asado con cuero y baile, con los puebleros y estacioneros
reconciliados como buenos hermanos.
—Algo de
eso había oído, ¡pero parece mentira!
—Cuando
vaya alguna vez a Borja, pregunte.
—No, si
puede ser... —asintió Melitón Isasi, un poco incrédulo todavía—. Algo parecido
a lo que pasó aquí con el Cristo, ¿no es cierto?
—Sí, más o
menos. La cosa es saber conformar a la pobre gente. No pensaron así en la
curia. Se enojaron mucho conmigo. Estuvieron a punto de castigarme por el
casamiento simbólico de las dos imágenes. Me iban a trasladar de parroquia, qué
sé yo. No quisieron comprender las circunstancias que me obligaron a esa treta
inocente para salvar vidas humanas. Después vino la guerra y mi sanción quedó
en suspenso.
—Si usted
hubiera sido ministro de relaciones exteriores, Paí Dositeo, la guerra no
hubiera venido.
—La
necesidad tiene cara de hereje, Melitón. Yo pedí para ir de capellán al Chaco.
Pero vieron que era mejor dejarme donde estaba. Además la gente de Borja pidió
por mí. Entonces me quedé a cuidar los bienes gananciales... —dijo riéndose con
picardía.
—Pero la
Señora de la Paz quedó en el pueblo.
—¿Para
qué? Al día siguiente del casorio la llevamos de vuelta a la capilla de la
estación. No hacía falta. Fue un casamiento simbólico, como quien dice.
—Claro,
como los santos son de palo no tienen necesidad de estar juntos... ja...
ja—Melitón Isasi se repantingó bamboleante, haciendo crujir la silla.
El cura
dejó pasar en silencio la alusión, como si no la hubiera oído. Puso las cuatro
sotas en hilera.
—Sabe,
Melitón...—dijo después de un rato, con voz neutra, sólo como recordando para
sí alguna cosa—. Esta tardecita estuvieron a verme unos vecinos...
—Ja..., ya
sé...—le cortó riendo el otro—. Por el asunto de las muchachas, ¿no es cierto?
El cura
asintió con un gesto, sin mirarlo.
—Me sopló
el dato la hermana Micaela. ¡Pero esos viejos son cornetas! Tendrían que
agradecerme, más bien. Esas pobres mujeres están sin sus hombres. Yo les hago
un favor. Hasta me tomo el trabajo de ir a buscarlas y todo.
—Claro,
claro, —susurró conciliador el cura—. Yo sé que a usted ni aunque le pusieran
tramojo dejaría de entrar en corral ajeno...
—¡Jho...,
Paí Dositeo! ¡Ni usted tampoco! —rió Melitón palmeando familiarmente la espalda
del cura, como a un compinche—. ¡Para qué vamos a engañarnos! Ya sé su
calibre... Precisamente le tengo preparada una sorpresa... Como la otra vez...
Mejor todavía... ¿eh?
—¡Usted es
el mismo demonio, Melitón! —farfulló el curil, púdicamente.
—Venga a
dormir en mi despacho. Allí va a estar más tranquilo. . .
Melitón lo
asió de un brazo, y se perdieron en la oscuridad.
Cantalicio salió del mostrador y fue a cerrar el
boliche, moviendo la cabeza como si estuviera enredada de telarañas.
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