Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para
ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos
si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo
grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos,
por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos
del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la
matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés
prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante
es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían
sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y
augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no
menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la
imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo
de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más
llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres
generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es
particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos
extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!
Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico
extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en
suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo
negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los
casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde
empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese
total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más
que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en
el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso
principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas
fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni
irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin
embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que
tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de
vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros
prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la
experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran
número de estos entierros. Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario,
cien ejemplos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas
circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores,
ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una
conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más
respetables ciudadanos -abogado eminente y miembro del Congreso- fue atacada
por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los
médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió. Nadie sospechó,
y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba verdaderamente
muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía
el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual
palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones.
Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una
rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo
que se supuso era descomposición.
La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada
durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un
sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió
personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco
cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja
puesta.
Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a
los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado
la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro
pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había
dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse
consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que
descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al
parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de
hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro
terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que
sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.
En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en
circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la
verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era
mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia,
rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet,
un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su talento y su
amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se
había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a
rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y
diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este
caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos
años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la
muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta,
sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el
recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana
provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de
desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la
tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los
cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había
sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y
las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente
había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su
alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por
sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su
salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su
corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo.
Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su
resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos
regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado
tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se
equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y
la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que
las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no
sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del
marido.
La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y
mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en
uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas
características.
Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud
excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy
grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de
cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con
éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes.
Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por
muerto.
Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los
cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo
siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes,
y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras
de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido
removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio
nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente
terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin,
su natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas
palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan
abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de
que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en
furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al
hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia.
Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y
con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.
Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de
vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los
sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa,
sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud
sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del
cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero
al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación. Este
paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un
restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los
experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en
uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.
La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un
caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera
de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos
días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas
partes, donde era tema de conversación.
El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de
fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la
curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus
amigos la autorización para un examen postmórtem (autopsia), pero éstos se
negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar
el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un
arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan en
Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue
desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el
quirófano de un hospital privado.
Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el
aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería.
Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de
particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de
vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.
Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder
inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo
especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la batería a
uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció
apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido
pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la
habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo
que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba
claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.
Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la
urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el
señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter
volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus
amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la
resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla
de aquellos y su extasiado asombro.
El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en
lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió
todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le
estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los
médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy
vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de
disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro.
Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque
en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que suceden
entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la
naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos admitir
que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi
nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que
aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las
sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede
afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de
la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La
insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra
húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la
oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la
invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con
los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los
queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y
la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable
es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón
aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la
imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra,
no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo
Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés
profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este
tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del
asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi
experiencia efectiva y personal..
Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los
médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo
defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso
el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter
evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo,
principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un
período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y
externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben
débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el
centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar
una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el
trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las
pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material
entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por
regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que
sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo
le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza
gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas.
Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el
anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El
desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se
presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.
Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los
mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me
hundía poco a poco en un estado de semi síncope, o casi desmayo, y ese estado,
sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una
borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban
mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente,
el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me
sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me
caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso
y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser
mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente,
en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo
que vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni
casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma. Pero, aparte de
esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido
percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño
pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar
en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante
largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades
mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta
suspensión.
En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una
infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de
"gusanos, de tumbas, de epitafios". Me perdía en meditaciones sobre
la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El
espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche.
Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la
segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la
tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba
como las trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no
aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño,
pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una
tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de
inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y
tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea. De las
innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi
relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de
más duración y profundidad que lo normal. De repente una mano helada se posó en
mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído:
"¡Levántate!"
Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me
había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni
el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis
pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con
petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:
-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?
-¿Y tú - pregunté- quién eres?
-No tengo nombre en las regiones donde habito -replicó la voz
tristemente-. Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno
de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no
es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es
insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los
gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo
soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre
las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!
Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca
consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las
irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más
escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con
el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos
millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil
lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los
innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los
enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos
habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que
fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:
-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso?
Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había
soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se
cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos
desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo
lastimoso?"
Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su
terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron
destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a
caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En
realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que
conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos
ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba del cuidado
y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo
de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba
a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de
considerar que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse
definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes
promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna
circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada,
que impidiese la conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían caso
de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de
complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de
forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión
sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se
abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada
libre de aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al
alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un
material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la
puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil
movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del
techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto)
por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!,
¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre? ¡Ni siquiera estas
bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de
la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!
Llegó una época -como me había ocurrido antes a menudo- en que me
encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación
débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se
acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado.
Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza,
ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los
oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o
comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de
placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan
por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada;
luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un
párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e
indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón. Y
entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de
recordar. Y entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha
recobrado tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi
estado. Siento que no me estoy despertando de un sueño corriente. Recuerdo que
he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un
océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente
abruma mi espíritu estremecido.
Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé
inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer
el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me
susurraba que era seguro. La desesperación -tal como ninguna otra clase de
desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda
duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro.
Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de mi
trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades
visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta
falta de luz de la noche que dura para siempre.
Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron
convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que,
oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón
en cada inspiración laboriosa y difícil. El movimiento de las mandíbulas,
en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los
muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me
apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún
miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados,
con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía
sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que
reposaba al fin dentro de un ataúd.
Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la
esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice
espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas
buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y
una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitar
percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto
cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de
la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había
caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y
cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común,
cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en
alguna tumba común y anónima.
Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo
más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento
tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó en
los recintos de la noche subterránea.
-Oye, oye, ¿qué es eso? -dijo una áspera voz, como respuesta.
-¿Qué diablos pasa ahora? -dijo un segundo..
-¡Fuera de ahí! -dijo un tercero.
-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? -dijo un cuarto.
Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron
sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba
completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de
mi memoria.
Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un
amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del
río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina
de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos
ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y
pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta
describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo
ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La
distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy
difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión
-pues no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las
circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y
de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo
de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los hombres
que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros
contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La
venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había
atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.
Las torturas que soporté, sin embargo, fueron
indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran
de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el
bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi
alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire
puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé
el libro de Buchan. No leí más pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias
sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En muy poco tiempo me
convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche
memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se
desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos
consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la
razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno, pero la
imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus
cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede
considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía
Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay
que permitirles que duerman, o pereceremos.
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