El trueno entre las hojas – (2)
Las cosas
aflojaron un poco en el ingenio. El reemplazante de Eulogio Penayo, más que un
matón era un burócrata. Vivía en sus planillas. Y lo tenía todo organizado a
base de números, de fichas, de metódica rutina. Los hombres trabajaban más
holgados con la mejor distribución de las tareas. El descontento se apaciguó
bastante. Simón Bonaví había dado un sagaz golpe de timón. Iba a ser el último.
Mientras tanto, la fábrica seguía produciéndole mucho dinero y el régimen de
explotación en realidad apenas había cambiado. La punta del lápiz del nuevo
testaferro resultó tan eficaz como el teyúruguai del anterior. Es cierto que
también el lápiz continuaba respaldado por buenos fusiles y capangas
ligeramente adecentados. Esto era lo que producía el optimista espejismo.
Entre los
pocos que no se dejaban engañar, estaba Solano Rojas. Era tal vez el más
despierto y voluntarioso de todos. Palpaba la realidad y entreveía
intuitivamente sus peligros.
—E'to ko'
é' pura saliva de loro marakaná. No se duerman, lo'mitá.
Pero le
hacían poco caso. Los hombres estaban cansados y maltrechos. Preferían seguir
así a dar pretexto para que volvieran a reducirlos por la violencia.
Entre los
conchavados que vinieron ese año para la zafra, llegó un arribeño que era
distinto de todos los otros. Buena labia, fogoso, simpático de entrada, con
huellas de castigos que no destruían, que ennoblecían su traza joven, la firme
expresión de su rostro rubio y curtido. Se hacia llamar Gabriel.
Trajo la
noticia de que los trabajadores de todos los ingenios del Sur estaban
preparando una huelga general para exigir mejores condiciones de vida y de
trabajo. Tabikuary-Guasú y Villarrica ya estaban plegados al movimiento. Él
venia a conseguir la participación de Tebikuary-Costa.
—Nuestra
fuerza depende de nuestra unión—repitió constantemente Gabriel en los
conciliábulos clandestinos—. De nuestra unión y de saber que luchamos por
nuestros derechos. Somos seres humanos. No esclavos. No bestias de carga.
Solano
Rojas escuchaba al arribeño con deslumbrado interés. Por fin alguien había
venido a poner voz a sus ansias, a incitarlos a la lucha, a la rebelión. El
agitador de los trabajadores del azúcar se dio cuenta en seguida de que en ese
robusto y noble mocetón tendría su mejor discípulo y ayudante. Lo aleccionó
someramente y trabajaron sin descanso. El entusiasmo de la gente por la causa
fue extendiéndose poco a poco. Eran objetivos simples y claros y los métodos
también eran claros y simples. No era difícil comprenderlos y aceptarlos porque
se relacionaban con sus oscuros anhelos y los expresaban claramente.
El
agitador dejó a Solano Rojas a cargo de los trabajos y se marchó.
Poco
tiempo después el administrador percibió sobre sus planillas y ficheros la
sombra de la amenaza que se estaba cerniendo sobre el ingenio. Le pareció
prudente retransmitir el dato sin pérdida de tiempo al patrón.
El
hombrecito ventrudo vino y captó de golpe la situación. Su ganchuda nariz,
habituada al aroma zahorí de su miembro, olió las dificultades del futuro, el
tufo de la insurrección.
—Esto se
está poniendo feo—dijo al administrador—. Dejemos que sea otro quien se queme
las manos.
Regresó a
los pocos días y puso en venta la fábrica junto con las tierras que obtuviera
gratuitamente del fisco para "hacer patria". No le costó encontrar
interesados. Simón Bonaví entró en tratos con un ex algodonero de Virginia que
había venido al Paraguay como hubiera podido irse a las junglas del África. En
lugar de cazar fieras o buscar diamantes, había caído a cazar hombres que
tuviesen enterrados en sus carnes los diamantes infinitamente más valiosos del
sudor. Había venido con armas y dólares. Bonaví, ladino, no le ocultó lo de la
huelga. Sospechó que podía ser un matiz excitante para el ex algodonero. Y no
se equivocó.
—No me
importa. Al contrario, eso gustar a mí—le dijo el virginiano y le pagó al
contado el importe de la transacción que incluía la fauna, la flora y los
hombres de Tebikuary-Costa.
Entonces
llegó Harry Way, el nuevo dueño. Llegó con dos pistolas colgándole del cinto,
los largos brazos descolgados a lo largo de los "breeches" color caki
y una agresiva y siniestra actitud empotrada sobre las cachas de cuerno de las
pistolas. Era grande y macizo y andaba a zancadas hamacándose como un ebrio. Sus
botas rojas dejaban en la tierra los agujeros de sus zancajos. Los ojos no se
le veían. Su rostro cuadrado sobre el que echaba perpetuamente sombra el aludo
sombrero, parecía acechar como una tronera de cemento la posible procedencia
del ataque o elegir el sitio y calcular la trayectoria del balazo que él debía
disparar.
Le
acompañaban tres guardaespaldas que eran todos dignos de él: un moreno morrudo
que tenía una cuchillada cenicienta de oreja a oreja, un petiso de cara bestial
que a través de su labio leporino escupía largos chorritos de saliva negruzca.
De tanto en tanto sacaba de los fundillos un torzal de tabaco y le echaba una
dentellada. El tercero era un individuo alto, flaco y pecoso que siempre estaba
mirando aparentemente el suelo pero en realidad atisbando por debajo del
sombrero volcado a ese efecto sobre la frente. Los tres cargaban un imponente
"Smith-Wesson" negro a cada lado y una corta guacha deslomadora al
puño. Parecían mudos. Pero todo lo que les faltaba en voz les sobraba en ojos.
Aparecieron
una mañana como brotados de la tierra. Los cuatro y sus caballos. Nadie los
había visto llegar.
Lo primero
que hizo Harry Way en el ingenio fue reunir a la peonada y a los pequeños
agricultores. No quedó un solo esclavo sin venir a la extraña asamblea
convocada por el nuevo patrón. Su voz tronó como a través de un tubo de lata
amplio y bien alimentado de aire y orgulloso desprecio hacia el centenar de
hombres arrinconados contra la pared rojiza de la fábrica. Su cerrado acento
gringo tornó aún más incomprensible y amenazadora su perorata.
—Me ha
prevenido don Simón que aquí se está prepagando una juelga paga ustedes. Mí ha
comprado este fábrica y he venido paga hacelo trabacá. Como que me llama Harry
Way, no decaré vivo un solo misegable que piense en juelgas o en tonteguías de
este clase.
Se golpeó el pecho con los puños
cerrados para subrayar su amenaza. La camisa a rayas coloradas se desabotonó
bajo la blusa y un espeso mechón color herrumbre asomó por la abertura. Con el
dorso de la mano se reviró después el sombrero que cayó sobre la nuca. El
rostro cuadrado y sanguíneo también parecía herrumbrado en la orla de pelo que
lo coronaba ralamente. Harry Way paseó sus desafiantes ojos grises por los
hombres inmóviles.
—Quien no
esté conforme que me lo diga ahoga mismo. Mí conformar en seguida.
Su
crueldad le sahumaba, le sostenía. Era su mejor cualidad. Su corpachón flotaba
en ella como un peñasco en una cerrazón rojiza.
Se oyó un
grito sofocado en las filas de los trabajadores. Lo había proferido Loreto
Almirón, un pobre carrero enfermo de epilepsia. Sus ataques siempre comenzaban
así. Estaba verde y su mandíbula le caía desgonzada sobre el pecho.
—¡Tráiganlo
a ese misegable! —barbotó Harry Way a sus capangas. El moreno y el petiso
corrieron hacia los peones. El pecoso se pegó al patrón con las manos sobre los
revólveres. Loreto Almirón fue traído a la rastra y puesto delante de Harry
Way. Parecía un muerto sostenido en pie.
—¿Usted ha
protestado?
Loreto
Almirón sólo tenía los ojos muy abiertos. No dijo nada.
—Mi va a
enseñar paga usted a ser un juelguista... —se combó a un lado y al volver
descargó un puñetazo tremendo sobre el rostro del carrero. Se oyeron crujir los
dientes. La piel reventó sobre el canto del pómulo. Los que lo tenían aferrado
por los brazos lo soltaron y entonces Loreto Almirón se desplomó como un fardo
a los pies de Harry Way, que aún le sacudió una feroz patada en el pecho.
—¿Alguien
más quiegue probar?—preguntó excitado.
La masa de
hombres oscuros temblaba contra la pared, como si la epilepsia de Loreto
Almirón, ahora inerte en el suelo, se estuviera revolviendo en todos ellos.
Solano
Rojas estaba crispado en actitud de saltar con el machete agarrado en las dos
manos. Gruesas gotas empezaron a caer junto a sus pies. No eran de sudor. En su
furia impotente y silenciosa, había cerrado una de sus manos sobre el filo del
machete que le entró hasta los huesos.
—¡Todavía
no..., todavía no! —el espasmo furioso estaba por fin dominado en su pecho que
resonaba en secreto como un monte.
El pecoso
espiaba por debajo del sombrero pirí en dirección a Solano. No le veía bien.
José del Rosario y Pegro Tanimbú lo habían tapado con sus cuerpos. Sólo el
instinto le decía al capanga que allí estaba humeando la sangre. Pero la sangre
de los esclavos ya estaba humeando en todas las venas bajo la piel oscura y
martirizada. Sombras de sollozos reprimidos estaban arañando el cielo seco y
ardiente de las bocas.
La
carcajada de Harry Way apedreó a los peones.
—¡Ja...,
ja..., ja...! ¡Juelguistas! Mi enseñar paga ustedes a ser mansitos como
ovejas... ¡Miguen eso!
Por el
terraplén venía un verdadero destacamento de hombres armados con máuseres del
gobierno. Eran los nuevos "soldados" de la comisaría, cuyos
nombramientos también habían salido del Ministerio del Interior.
Harry Way
poseía un agudo sentido práctico y decorativo. La espectacular aparición de sus
hombres se producía en un momento oportuno. Eran como veinte, tan mal encarados
como los tres que rodeaban al patrón. En el polvo que levantaban sus caballos,
se acercaban como flotando en una nube de plomo, hombres siniestros cuyos
esqueletos ensombrerados asomaban en la sonrisa de hueso que el polvo no podía
apagar. Se acercaban por el terraplén. Los envolvía aún Un silencio algodonoso
y sucio, pero ya los ojos de los peones escuchaban el rumor brillante de sus
armas. Después se escuchó el rumor de los cascos. Y sólo después el rumor de
las voces y las risas cuando los hombres avanzaron al tranco de sus caballos y
se cerraron en semicírculo sobre la fábrica.
Harry Way
reía. Los peones temblaban. Los "soldados" mostraban el esqueleto por
la boca.
Tebikuary
del Guairá estaba mucho peor que antes. Sus pobladores habían salido de la
paila para caer al fuego.
Harry Way
se fue a vivir con sus hombres en la casa blanca donde había muerto Eulogio
Penayo. Era como si el alma en pena del mulato se hubiese reencarnado en otro
ser aún más bárbaro y terrible. Harry Way hizo añorar la memoria del antiguo
capataz-comisario de Bonaví, casi como una fenecida delicia.
La casa
blanca fue reconstruida al poco tiempo. Y se llamó desde entonces la Ogaguasú.
Volvía a ser comisaría y ahora era, además, la vivienda del todopoderoso
patrón. Alrededor, como un cinturón defensivo, se levantaron los
"bungalows" de los capangas.
A extremos
increíbles llegó muy pronto la crueldad del Buey-Rojo, del Güey-Pytá, como
empezaron a llamar al fabriquero gringo Harry Way. Así les sonaba su nombre. Y
en realidad se asemejaba a un inmenso buey rojo. Sus botas, sus camisas a rayas
coloradas, su pelo de herrumbre que parecía teñido de pensamiento sanguinario,
su desbordante y sanguinaria animalidad.
Como antes
Simón Bonaví desde Asunción, ahora pastaba Harry Way en Tebikuary-Costa. El
quiste colorado se hinchaba más y más y estaba cada vez más colorado, latiendo,
chupando savia verde, savia roja, savia blanca, savia negra, los cañaverales,
el agua, la tierra, el viento, el sudor, los hombres, el guarapo, la sangre,
todo mezclado en la melaza que fermentaba en los tachos y que las centrífugas
defecaban blanquísima por sus traseros giratorios y zumbadores.
El azúcar
del Buey-Rojo seguía siendo blanco. Más blanco todavía que antes, más brillante
y más dulce, arena dulce empapada en lágrimas amargas, con sus cristalitos de
escarcha rociados de luna, de sudor, de fuego blanco, de blanco de ojos
triturados por la pena blanca del azúcar.
Frente a
la fábrica se plantó un fornido poste de lapacho. Allí azotaban a los remisos,
a los descontentos, a los presuntos "juelguistas". Cuando había
alguno, el Buey-Rojo ordenaba a sus capangas:
—Llévenlo
al good-friend y sacúdanle las miasmas.
El
"buen-amigo" era el poste. Las guachas deslomadoras administraban la
purga. Y el paciente quedaba atado, abrazado al poste, con su lomo
sanguinolento asándose al sol bajo una nube de moscas y de tábanos.
El negro
de la cuchillada cenicienta y el petiso tembevókarapé se especializaron en las
guacheadas. Especialmente este último. Cruzaban apuestas.
—Cinco
pesos voy a e'te —decía el petiso al negro—. Lo delomo en veinte guachazo'.
—En
treinta —apuntaba el negro.
El
tembevó-karapé se lubricaba las manos arrojándose por el labio partido un
chorrito de baba negruzca, empuñaba la guacha y comenzaba la faena con su
acompasado y sordo estertor en el pecho. Casi siempre acertaba. Deslomar
significaba desmayar al guacheado. Los planazos del cuero sonaban casi como
tiros de revólver sobre el lomo del infeliz que gritaba hasta que se quedaba
callado, deslomado.
José del
Rosario fue al poste. Era viejo y no aguantó. Arrojaron su cadáver al río.
Pegro Tanimbú fue al poste. Estaba tísico y no aguantó. Arrojaron su cadáver al
río. Anacleto Pakurí fue al poste. Era joven y fuerte. Aguantó. Dejó por sus
propios medios el "buen-amigo". Pero al día siguiente volvió a
insolentarse con uno de los capangas y lo liquidaron de un tiro. Arrojaron su
cadáver al río. Un poco antes también habían arrojado al río a Loreto Almirón,
que no murió de guacha sino del puñetazo que Harry Way le obsequió al llegar.
El río era
una buena tumba, verde, circulante, sosegada. Recibía a sus hijos muertos y los
llevaba sin protestas en sus brazos de agua que los había mecido al nacer. Poco
después trajo pirañas para que no se pudrieran en largas e inútiles
navegaciones.
Las
mujeres no estaban mejor que los hombres. Antes sólo vivía en la casa blanca
Eulogio Penayo, el mulato bragado de piernas. Ahora había en la Ogaguasú
veinticinco machos cabríos. Necesitaban desfogarse y se desfogaban a las buenas
o a las malas.
El
Buey-Rojo desfloraba a las nuevas y las pasaba a sus hombres, cuando se cansaba
de ellas.
Las noches
de farra menudeaban en la Ogaguasú. Los capangas salían a recorrer los ranchos
reclutando a las kuñá. Cuando escaseaba mujer, hubo alguna que tuvo que
soportar todo el tendal de machos, mientras el fuego líquido de la guaripola y
el fuego podrido de la lujuria alumbraban la farra, entre gritos, guitarreadas,
cantos rotos y carcajadas soeces.
El
entusiasmo para la huelga se apagó como quemado por un ácido. Las palabras de
Solano Rojas morían sin eco, sordamente rechazadas. Ya ni lo querían escuchar.
El terror tenía paralizada a la gente. El rostro de tronera de Harry Way
prendía ojos de lechuza venteadora desde las ventanas de la Ogaguasú. Se
sentían vigilados hasta en sus pensamientos.
—¡Qué
huelga, Solano!—decían los pocos que aún no estaban del todo desanimados—. Ma'
mijor quemamo' la fábrica y note condemo' en el monte.
—La
fábrica no é' el enemigo de nojotro. El enemigo e'tá en el Ogaguasú. En toda
las Ogaguasú-kuera donde hay patrone' como el Güey-Pytá o Simón Bonaví. Contra
ello-kuera tenemo' que levantarno'.
Naturalmente,
no podían faltar los soplones. Uno de ellos delató a Solano.
El
Buey-Rojo le exigió primeramente con amenazas que revelara los planes de la
huelga. Solano estaba mudo y tranquilo. Lo trataron de ablandar a puñetazos y a
puntapiés. Solano escupió sangre, escupió dos o tres dientes, pero seguía mudo
y tranquilo mientras los moretones empezaban a sombrearle el rostro.
—Llévenlo
al poste. Y dugo con él —ordenó entonces el patrón.
Fue atado
al "buen-amigo" y torturado bestialmente. El mismo Harry Way
presenció la guacheada. El zambo y el tembevó-karapé alternaron sus cueros
sobre el lomo de Solano y rivalizaron en fuerza y en saña.
—Va di'
peso a e'te. Lo vita delomar en cuarenta—dijo el petiso en voz baja al negro,
antes de comenzar.
—A e'te,
entre lo do' junto no lo delomamo en meno' de cien —reflexionó el negro—. Ya
jheyá cien-pe.
Empezaron
a sonar las guachas como tiros de calibre 38 largo.
...Cinco...
Diez... Quince... Veinte... El zambo y el karapé... El karapé y el zambo...
Veinticinco... Treinta... El zambo y el karapé... el karape y el zambo...
A cada
guachazo saltaba un pequeño surtidor rojo que resplandecía al sol. Toda la
espalda de Solano ya estaba bañada en su jugo escarlata como una fruta demasiado
madura que dos taguatós implacables reventaban con sus acompasados aletazos.
Pero Solano seguía mudo. La boca le sangraba también con el esfuerzo del
silencio. Sólo sus ojos estaban empañados de alaridos rabiosos. Pero su
silencio era más terrible que el estampido de las guachas.
—¡Más...,
más...!—gritaba Harry Way—. ¡Dugo con él! ¡Mi va a enseñarte, misegable, a ser
juelguista! ¡Más.... más...!
...Treinta
y cinco... Cuarenta... Cuarenta y cinco... Cincuenta...
El zambo y
el karapé... El karapé y el zambo...
Estaban
fatigados. El karapé estertoraba y estertoraba el zambo. Al levantar la guacha
se secaban el sudor de la frente con el antebrazo y se borroneaban de rojo toda
la cara con las salpicaduras de la sangre. El Buey-Rojo también estertoraba, pero
él no de fatiga sino de sádica emoción.
Ni el
zambo ni el karapé acertaron esta vez. Sólo con ciento diez guachazos pudieron
deslomar a Solano, que quedó colgando del "buen-amigo".
El humo
del ingenio seguía manchando el cielo. El quiste colorado latía. En la Ogaguasú
hubo esa noche rumor de farra.
El poste
amaneció vacío. Manos anónimas desataron en la oscuridad a Solano y lo llevaron
por el río. Si los capangas de Harry Way no hubieran estado durmiendo su
borrachera, tal vez habrían sentido maniobrar quedamente en el recodo a los
cachiveos de los carpincheros.
Los días
pasaron lentamente. La desesperación creció en los trabajadores del ingenio y
empezó a desbordar como agua que una mala luna arrancaba de madre.
La
destrucción de la fábrica quedó decidida.
Era en
cierto modo la consecuencia natural del estado de ánimo colectivo. La solución
extrema dictada no por el valor sino por el miedo. La gente estaba embrujada
por el miedo. Estaba embrujada por el odio, por la amargura sin esperanza.
Estaba envenenada y seca como si durante todo ese tiempo no hubiera estado
bebiendo más que jugo de víboras y guarapo de cañadulce leprosa.
La causa
de sus desgracias eran la fábrica, las máquinas, el ingenio. El mismo Simón
Bonaví, el propio Harry Way, habían nacido del quiste colorado. Tenían su color
y su ponzoña. Destruida la fábrica, todo volvería a ser como antes.
—¡Vamo' a
quemarla! —propuso Alipio Chamorro.
—¡Ya
jhapy-katú! —apoyaron Secundino Ortigoza, Belén Cristaldo, Miguel Benítez, y
unos quince o veinte más, mocetones arrejados a quienes no les importaba morir
si podían destruir el poder del Buey-Rojo.
La
ausencia de Solano Rojas lo complicaba todo. Él habría logrado sacar partido
favorable de la situación. Era el cabecilla nato de los suyos. Pero lo creían
muerto.
Un hachero
trajo sin embargo la noticia de que estaba vivo con los carpincheros.
—Vamos a
hacerlo llamar—propuso Belén Cristaldo.
—Él quiere
la huelga, no el incendio —recordó Secú Ortigoza.
De todos
modos, enviaron de inmediato al mismo hachero para comunicarle la decisión.
La noche
fijada para el incendio, Solano Rojas remontó el río con unos cuantos
carpincheros, los mismos que lo habían rescatado del poste del suplicio
salvándole la vida. Todavía estaba algo débil, pero por dentro se sentía firme y
ansioso.
Cuando se
iban acercando al Paso, oyeron sonar disparos hacia el ingenio. Desembarcaron,
subieron la barranca y continuaron aproximándose cautelosamente por el monte
donde la noche era más noche con la oscuridad. Los disparos iban arreciando. Solano
reconoció los máuseres y los revólveres de Harry Way y sus matones. El corazón
se le encogió con un triste presentimiento.
Al
desembocar en la explanada del ingenio, comprobó que lo que venía temiendo
desgraciadamente era verdad: sus compañeros estaban acorralados dentro de la
pila de rajas que rodeaba la parte trasera de la fábrica en un gran
semicírculo. Probablemente alguien había soplado a Harry Way el plan de los
incendiarios, él los había dejado entrar en la trampa hasta el último hombre y
ahora los estaba cazando a tiros.
Solano
Rojas escudriñó las tinieblas. Sólo restaba un último y desesperado recurso.
Era casi absurdo, pero había que intentarlo.
—¡Vamo'
lotmitá! —susurró a los carpincheros y volvieron a sumirse en el yavorai.
En la
herradura formada por los fondos de la fábrica y la pila de leña, la oscuridad
semejaba el ala de un inmenso murciélago. En esa membrana viscosa y siniestra
los hombres atrapados se arrebujaban, se guarecían. Pero sólo por unos
instantes más.
Desde
distintos puntos a la vez, los disparos de los capangas la iban pintando con
fugaces y retumbantes lengüetazos amarillos. Se apagaban y surgían de nuevo en
una costura fosfórica hilada de chiflidos. El pespunte de fogonazos y
detonaciones marcaba el reborde de la trampa. Los peones también respondían con
alguno que otro tiro desde donde se hallaban parapetados. Disponían de un
revólver. Lo empuñaba Alipio Chamorro. Era el "Smith-Wesson" que su
hermana le había robado a un capanga una noche de farra en la Ogaguasú. Alipio
disparaba apuntando cuidadosamente hacia las sombras que escupían saliva de
fuego amarillo. Disparó hasta cinco veces.
—Me queda
una bala nomá' —avisó Alipio.
—Dejá para
lo' úrtimo—dijo Secú Ortigoza, sin esperanza—. Ese bala e' para vo'. Te va a
sarvar de lo' capanga. No sarvó a tu hermana. Pero te va a sarvar a vo'.
Alguien
trató de anular la nota fúnebre que Secú había infiltrado.
—¿Se
acuerdan pa de Simón Bonaví? Dentro de su pierna' nikó podían pelear cinco
perro'pertiguero', de tan karë que eran.
Rieron.
—¿Y cuando
olía su bragueta?—dijo Belén Cristaldo, contribuyendo a la evocación del primer
patrón—. Se contentaba con eso pa' no ga'tarse con mujer.
Rieron a
carcajadas. Condenados a una muerte segura, la veintena de peones todavía
divertía sus últimos minutos con pensamientos risueños de una tranquila y
desesperada ironía. Los balazos de Harry Way y de sus hombres continuaban
rebotando en los troncos con chistidos secos. De él no se acordaban sino para
gritarle con fría cólera, con desprecio:
—¡Güey-Pyta!...
—¡Mba'é-pochy
tepynó!...
—¡Tekaká!...
—¡Piii-piii...
puuuuu...!
Una lluvia
de uñas de plomo raspó la pila de leña como una invasión de comadrejas
invisibles. Los peones quedaron en silencio. Dos o tres se quejaban quedamente,
como en orgasmo. Se dispusieron a entregarse. En eso vieron elevarse por encima
del pespunte fosfórico un resplandor humeante hacia el recodo del río, en
dirección a la Ogaguasú.
—¡Pe maté!
¡Tatá... !—dijo una voz en el parapeto.
—¿Qué pikó
puede ser?—preguntó Miguel Benítez, con se voz aflautada de niño.
—El juego
de San Juan—murmuró Alipio en un suspiro—. Pe mañá pörä-ke jhesé... Lo' etamo
viendo por última vé'...
—¿En
octubre pikó, Alipio, la noche de San Juan de juño? —preguntó Secú.
El
resplandor crecía. Ahora se veía bien. No; no eran las fogatas de San Juan. Era
la Ogaguasú que se estaba quemando. Un gran grito tembloroso surgió en el
parapeto. Los capangas abandonaron el asedio de la pila de leñas y corrieron
hacia la Ogaguasú. Fueron recibidos con un tiroteo graneado que tumbó a varios.
Cundió entre ellos el desconcierto. Se oían los mugidos metálicos y gangosos de
Harry Way tratando de contener el desbande de sus hombres repentinamente
asustados.
Los
sitiados comenzaron a abandonar el parapeto. Por las dudas se alejaban reptando
entre la maleza.
Cuando
algunos de ellos se animaron y llegaron a las inmediaciones de la Ogaguasú, se
encontraron con un extraordinario espectáculo. Todo había sucedido
vertiginosamente. Era algo tan inconcebible e irreal, que parecía un sueño.
Pero no era un sueño.
En el
candelero circular de los "bungalows" de tablas, la Ogaguasú ardía
como una inmensa tea que alumbraba la noche.
Delante de
Solano Rojas armado de un máuser, delante de unos treinta carpincheros armados
también con máuseres y revólveres, estaba Harry Way hincado de rodillas
pidiendo clemencia. Con gritos jadeantes pedía clemencia a los hombres libres
del río, al esclavo que un mes antes había mandado azotar hasta el borde de la
muerte. Pedía clemencia porque él a su vez ahora no quería morir. Su camisa a
rayas coloradas hecha jirones, mostraba el pecho de herrumbre. Sus
"breeches" color caki, su piel de oro sanguíneo, sus botas rojas
acordonadas, estaban embadurnadas de barro y de sangre. De trecho en trecho
había capangas muertos. El pecoso alto y el petiso de labio leporino habían
mordido el polvo junto al patrón.
Poco a
poco vinieron los demás pobladores. Una gran multitud se estaba reuniendo
alrededor del incendio.
—¡No me
maten..., no me maten...! ¡Mí ser un ciudadano extranquero...! ¡Mí promete
resolver las cosas a su gusto...! ¡No me maten...! —gemía el Buey-Rojo postrado
en tierra, aplastado, vencido.
—¡Levántese!
—le ordenó Solano Rojas. Su voz no admitía réplica. Era una voluntad tensa en
que vivos y muertos hablaban. Restalló poderosa entre el ruido del fuego.
Harry Way
se levantó lentamente, dudando todavía. Su corpachón ya no era amenazante.
Estaba como deshuesado.
Solano se
desplazó hasta la puerta de uno de los "bungalows" en llamas y la
abrió con la culata del máuser. La espalda llagada de Solano descargó de golpe
sobre los ojos del señor feudal, uno por uno, silenciosamente, todos los
guachazos recibidos.
—¡Venga
aquí! —volvió a ordenar implacable.
Harry Way
avanzó un paso y se detuvo. Acababa de comprender. Empezó a gritar nuevamente,
esta vez con gañidos de perro castigado. Dos carpincheros lo empujaron a
culatazos, lo fueron empujando como a un carpincho herido en el agua, lo fueron
empujando a pesar de sus gritos, de su resistencia espasmódica, de su
descompuesto terror, de su ansia tremenda de salvarse de la muerte. Lo fueron
empujando hasta acabar de meterlo en la ratonera ardiente.
Solano
volvió a cerrar la puerta y la trancó con el máuser.
Todos se
quedaron escuchando en silencio, presenciando en silencio la invisible
ejecución de Harry Way que las llamas consumaban lentamente, hasta que los
gritos y los golpes de puños en los tablones se nivelaron con el chisporroteo
del fuego, decrecieron y se apagaron del todo mientras crecía en el aire el
olor de la carne quemada.
Entre los
carpincheros, cerca de Solano Rojas, estaba una muchacha mirando la casa que
ardía. En su rostro fino y pequeño sus pupilas azules brillaban empañadas. La
firme gracia de su cuerpo de cobre emergía a través de los guiñapos. Sus
cabellos parecían bañados de luna, como el azúcar. No tenía armas pero sus
manos estaban cubiertas de tizne. Ella también había ayudado a quemar la
Ogaguasú, a destruir la cruel y sanguinaria opresión que estaba acabando en
calcinados escombros, en humo volandero, en recuerdo.
Por eso el
acordeón de Solano suena vivo y marcial en el Paso. El fuego de la tierra y de
los hombres, la pasión de la libertad y el coraje, vibran en las antiguas
palabras guerreras.
Campamento
Cerro-León, catorce, quince, yesiséis... yesisiete, yesiocho... yesinueve
batallón...
Ipuma ko
la diana,
pe
pacpá-ke lo'mita...
Tras el
sumario castigo del Buey-Rojo, sucedió un episodio breve, indescriptible,
maravilloso. No podía durar. Después de la pesadilla del miedo, la borrachera
de la esperanza iba a ser sólo como un soplo.
Los
trabajadores del ingenio recomenzaron la zafra por su cuenta después de haber
hecho justicia por sus manos. La habían pagado con su dolor, con su sacrificio,
con su sangre. Y la habían pagado por adelantado. Las cuentas eran justas.
Formaron
una comisión de administración en la que se incluyó a los técnicos. Y cada uno
se alineó en lo suyo; los peones en la fábrica, los plantadores en los
plantíos, los hacheros en el monte, los carreros en los carros, los
cuadrilleros en los caminos. Todos arrimaron el hombro y hasta las mujeres, los
viejos y la mitá-í.
Se
pusieron a trabajar noche y día sin descanso. Lo hacían con gusto, porque al
fin sabían, sentían que el trabajo es una cosa buena y alegre cuando no lo
mancha el miedo ni el odio. El trabajo hecho en amistad y camaradería.
No
pensaban, por otra parte, quedarse con el ingenio para siempre. Sabían que eso
era imposible. Pero querían entregarlo por lo menos limpio y purificado de sus
taras; lugar de trabajo digno de los hombres que viven de su trabajo, y no
lugar de torturas y de injusticias bestiales.
Solano
Rojas habló de que se podrían imponer condiciones. Destacó emisarios a los
otros ingenios del Sur y a la Capital.
No
volvieron los emisarios. No pudieron siquiera terminar la zafra. A la semana de
haber comenzado esta fiesta laboriosa y fraternal, el ingenio amaneció un día
cercado por dos escuadrones del gobierno que venían a vengar póstumamente al
capitalista extranjero Harry Way. Traían automáticas y morteros.
Los
trabajadores enviaron parlamentarios. Fueron baleados. Se acantonaron entonces
en la fábrica para resistir. Las ametralladoras empezaron a entrar en acción y
las primeras granadas de morteros a caer sobre la fábrica.
Los
sitiados se rindieron esta vez, para evitar una inútil matanza. Los escuadrones
se llevaron a los presos atados con alambre. Entre ellos iba Solano Rojas con
un balazo en el hombro.
Tebikuary
del Guairá volvió al punto de partida. Pero en lugar del verde de antaño había
sólo escombros carbonizados. Algunas carroñas humanas se hinchaban en el polvo
del terraplén. Y en lugar de humo flotaban cuervos en el aire seco y ardiente
del valle.
El círculo
se había cerrado y volvía a empezar.
Poco a
poco regresaron los presos. Primero fue Miguel Benítez, después Secú Ortigoza,
después Belén Cristaldo y por último Alipio Chamorro. Solano Rojas quedó en la
cárcel. Quedó por quince años. Por fin lo soltaron. Se trajo sus recuerdos y la
cicatriz de un sablazo sobre ellos. Pero había tenido que dejar los ojos en la
cárcel en pago de su libertad.
Regresó
como una sombra que volvía de la muerte. Sombra él por fuera y por dentro.
Anduvo vagabundeando por las barrancas. Allí se quedó. Los carpincheros le
ayudaron después a levantar su choza al otro lado del río y a construir su
balsa. Un tropero le regaló el acordeón.
Se sentía
a gusto en la barranca frente a las ruinas de la Ogaguasú. Era el sitio del
combate y el sitio de su amor. Necesitaba estar allí, al borde del camino de
agua que era el camino de ella. Su oído aprendió a distinguir el paso de los
carpincheros y a ubicar el cachiveo negro en que la muchacha del río bogaba
mirando hacia arriba el rancho del pasero.
Ella.
Yasy-Mörötï.
El nombre
del Paso surgió de esta tierna y secreta obsesión que se transformaba en música
en el remendado acordeón del ciego.
Yasy-Mörötï
...
Luna
blanca amada que de mí te alejas con ojos distantes...
Por tres
veces, Solano sintió bajar las fogatas de San Juan. Los carpincheros seguían
cumpliendo el rito inmemorial. Traían sus cachiveos a que los sapecara el fuego
del Santo para que la caza fuera fructífera.
Solano se
aproximaba al borde de la barranca para sentirlos pasar. Los saludaba con el
acordeón y ellos le respondían con sus gritos. Y cuando entre los fuegos el ojo
de su corazón la veía pasar a ella, una extraña exaltación lo poseía. Dejaba de
tocar y los ojos sin vida echaban su rocío. En cada gota se apagaban paisajes y
brillaba el recuerdo con el color del fuego.
La última
vez que se acercó, resbaló en la arena de la barranca y cayó al remanso donde
guardaba su balsa, donde lavaba su ropa harapienta, de donde sacaba el agua
para beber.
De allí lo
sacaron los carpincheros que estuvieron toda la noche sondando el agua con sus
botadores y sus arpones, al resplandor de las hogueras.
Lo sacaron
enredado a un raigón negro, los brazos negros del agua verde que lo tenían
abrazado estrechamente y no lo querían soltar.
Los
carpincheros pusieron el cuerpo de Solano en la balsa, trozaron el ysypó que la
ataba al embarcadero y la remolcaron río abajo entre los islotes llameantes.
Sobre la
balsa, al lado del muerto, iba inmóvil Yasy-Mörötï.
Todavía de
tanto en tanto suele escucharse en el Paso, a la caída de las noches, la música
fantasmal del acordeón. No siempre. Sólo cuando amenaza mal tiempo, no hay zafra
en el ingenio nuevo y todo está quieto y parado sobre el río.
—¡Chake!—dicen
entonces los ribereños aguzando el oído—. Va a haber tormenta.
—Ipú
yevyma jhina Solano cordión...
Piensan
que el Paso Yasy-Mörötï está embrujado y que Solano ronda en esas noches
convertido en Pora. No lo temen y lo veneran porque se sienten protegidos por
el ánima del pasero muerto.
Allí está
él en el cruce del río como un guardián ciego e invisible a quien no es posible
engañar porque lo ve todo.
Monta
guardia y espera. Y nada hay tan poderoso e invencible como cuando alguien,
desde la muerte, monta guardia y espera.
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