Vengo de una raza notable
por la fuerza de la imaginación y el ardor de las pasiones. Los hombres me han
llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura es o
no la forma más elevada de la inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo lo
profundo, no surgen de una enfermedad del pensamiento, de estados de
ánimo exaltados a expensas del intelecto general. Aquellos que sueñan
de día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche. En sus
grises visiones obtienen atisbos de eternidad y se estremecen, al despertar,
descubriendo que han estado al borde del gran secreto. De un modo fragmentario
aprenden algo de la sabiduría propia y mucho más del mero conocimiento propio
del mal. Penetran, aunque sin timón ni brújula, en el vasto océano de la «luz
inefable», y otra vez, como los aventureros del geógrafo nubio, «agressi
sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi».
Diremos,
pues, que estoy loco. Concedo, por lo menos, que hay dos estados distintos en
mi existencia mental: el estado de razón lúcida, que no puede discutirse y
pertenece a la memoria de los sucesos de la primera época de mi vida, y un
estado de sombra y duda, que pertenece al presente y a los recuerdos que
constituyen la segunda era de mi existencia. Por eso, creed lo que contaré del
primer período, y, a lo que pueda relatar del último, conceded tan sólo el
crédito que merezca; o dudad resueltamente, y, si no podéis dudar, haced lo que
Edipo ante el enigma.
La
amada de mi juventud, de quien recibo ahora, con calma, claramente, estos
recuerdos, era la única hija de la hermana de mi madre, que había muerto hacía
largo tiempo. Mi prima se llamaba Eleonora. Siempre habíamos vivido juntos,
bajo un sol tropical, en el Valle de la Hierba Irisada. Nadie llegó jamás sin
guía a aquel valle, pues quedaba muy apartado entre una cadena de gigantescas
colinas que lo rodeaban con sus promontorios, impidiendo que entrara la luz en
sus más bellos escondrijos. No había sendero hollado en su vecindad, y para
llegar a nuestra feliz morada era preciso apartar con fuerza el follaje de
miles de árboles forestales y pisotear el esplendor de millones de flores
fragantes. Así era como vivíamos solos, sin saber nada del mundo fuera del
valle, yo, mi prima y su madre.
Desde
las confusas regiones más allá de las montañas, en el extremo más alto de
nuestro circundado dominio, se deslizaba un estrecho y profundo río, y no había
nada más brillante, salvo los ojos de Eleonora; y serpeando furtivo en su
sinuosa carrera, pasaba, al fin, a través de una sombría garganta, entre
colinas aún más oscuras que aquellas de donde saliera. Lo llamábamos el «Río de
Silencio», porque parecía haber una influencia enmudecedora en su corriente. No
brotaba ningún murmullo de su lecho y se deslizaba tan suavemente que los
aljofarados guijarros que nos encantaba contemplar en lo hondo de su seno no se
movían, en quieto contentamiento, cada uno en su antigua posición, brillando
gloriosamente para siempre.
Las
márgenes del río y de los numerosos arroyos deslumbrantes que se deslizaban por
caminos sinuosos hasta su cauce, así como los espacios que se extendían desde
las márgenes descendiendo a las profundidades de las corrientes hasta tocar el
lecho de guijarros en el fondo, esos lugares, no menos que la superficie entera
del valle, desde el río hasta las montañas que lo circundaban, estaban todos
alfombrados por una hierba suave y verde, espesa, corta, perfectamente uniforme
y perfumada de vainilla, pero tan salpicada de amarillos ranúnculos, margaritas
blancas, purpúreas violetas y asfódelos rojo rubí, que su excesiva belleza
hablaba a nuestros corazones, con altas voces, del amor y la gloria de Dios.
Y aquí
y allá, en bosquecillos entre la hierba, como selvas de sueño, brotaban
fantásticos árboles cuyos altos y esbeltos troncos no eran rectos, mas se
inclinaban graciosamente hacia la luz que asomaba a mediodía en el centro del
valle. Las manchas de sus cortezas alternaban el vívido esplendor del ébano y
la plata, y no había nada más suave, salvo las mejillas de Eleonora; de modo
que, de no ser por el verde vivo de las enormes hojas que se derramaban desde
sus cimas en largas líneas trémulas, retozando con los céfiros, podría
habérselos creído gigantescas serpientes de Siria rindiendo homenaje a su
soberano, el Sol.
Tomados
de la mano, durante quince años, erramos Eleonora y yo por ese valle antes de
que el amor entrara en nuestros corazones. Ocurrió una tarde, al terminar el
tercer lustro de su vida y el cuarto de la mía, abrazados junto a los árboles
serpentinos, mirando nuestras imágenes en las aguas del Río de Silencio. No
dijimos una palabra durante el resto de aquel dulce día, y aun al siguiente
nuestras palabras fueron temblorosas, escasas. Habíamos arrancado al dios Eros
de aquellas ondas y ahora sentíamos que había encendido dentro de nosotros las
ígneas almas de nuestros antepasados. Las pasiones que durante siglos habían
distinguido a nuestra raza llegaron en tropel con las fantasías por las cuales
también era famosa, y juntos respiramos una dicha delirante en el Valle de la
Hierba Irisada. Un cambio sobrevino en todas las cosas. Extrañas, brillantes
flores estrelladas brotaron en los árboles donde nunca se vieran flores. Los
matices de la alfombra verde se ahondaron, y mientras una por una desaparecían
las blancas margaritas, brotaban, en su lugar, de a diez, los asfódelos rojo
rubí. Y la vida surgía en nuestros senderos, pues altos flamencos hasta
entonces nunca vistos, y todos los pájaros gayos, resplandecientes, desplegaron
su plumaje escarlata ante nosotros. Peces de oro y plata frecuentaron el río,
de cuyo seno brotaba, poco a poco, un murmullo que culminó al fin en una
arrulladora melodía más divina que la del arpa eólica, y no había nada más
dulce, salvo la voz de Eleonora. Y una nube voluminosa que habíamos observado
largo tiempo en las regiones del Héspero flotaba en su magnificencia de oro y
carmesí y, difundiendo paz sobre nosotros, descendía cada vez más, día a día,
hasta que sus bordes descansaron en las cimas de las montañas, convirtiendo
toda su oscuridad en esplendor y encerrándonos como para siempre en una mágica
casa-prisión de grandeza y de gloria.
La
belleza de Eleonora era la de los serafines, pero era una doncella natural e
inocente, como la breve vida que había llevado entre las flores. Ningún
artificio disimulaba el fervoroso amor que animaba su corazón, y examinaba
conmigo los escondrijos más recónditos mientras caminábamos juntos por el Valle
de la Hierba Irisada y discurríamos sobre los grandes cambios que se habían
producido en los últimos tiempos.
Por
fin, habiendo hablado un día, entre lágrimas, del último y triste camino que
debe sufrir el hombre, en adelante se demoró Eleonora en este único tema
doloroso, vinculándolo con todas nuestras conversaciones, así como en los
cantos del bardo de Schiraz las mismas imágenes se encuentran una y otra vez en
cada grandiosa variación de la frase.
Vio el
dedo de la muerte posado en su pecho, y supo que, como la efímera, había sido
creada perfecta en su hermosura sólo para morir; pero, para ella, los terrenos
de tumba se reducían a una consideración que me reveló una tarde, a la hora del
crepúsculo, a orillas del Río de Silencio. Le dolía pensar que, una vez sepulta
en el Valle de la Hierba Irisada, yo abandonaría para siempre aquellos felices
lugares, transfiriendo el amor entonces tan apasionadamente suyo a otra
doncella del mundo exterior y cotidiano. Y entonces, allí, me arrojé
precipitadamente a los pies de Eleonora y juré, ante ella y ante el cielo, que
nunca me uniría en matrimonio con ninguna hija de la Tierra, que en modo alguno
me mostraría desleal a su querida memoria, o a la memoria del abnegado cariño
cuya bendición había yo recibido. Y apelé al poderoso amo del Universo como
testigo de la piadosa solemnidad de mi juramento. Y la maldición de Él o de
ella, santa en el Elíseo, que invoqué si traicionaba aquella promesa, implicaba
un castigo tan horrendo que no puedo mentarlo. Y los brillantes ojos de
Eleonora brillaron aún más al oír mis palabras, y suspiró como si le hubieran
quitado del pecho una carga mortal, y tembló y lloró amargamente, pero aceptó
el juramento (pues, ¿qué era sino una niña?) y el juramento la alivió en su
lecho de muerte. Y me dijo, pocos días después, en tranquila agonía, que, en
pago de lo que yo había hecho para confortación de su alma, velaría por mí en
espíritu después de su partida y, si le era permitido, volvería en forma
visible durante la vigilia nocturna; pero, si ello estaba fuera del poder de
las almas en el Paraíso, por lo menos me daría frecuentes indicios de su
presencia, suspirando sobre mí en los vientos vesperales, o colmando el aire
que yo respirara con el perfume de los incensarios angélicos. Y con estas
palabras en sus labios sucumbió su inocente vida, poniendo fin a la primera época
de la mía.
Hasta
aquí he hablado con exactitud. Pero cuando cruzo la barrera que en la senda del
Tiempo formó la muerte de mi amada y comienzo con la segunda era de mi
existencia, siento que una sombra se espesa en mi cerebro y duda de la perfecta
cordura de mi relato. Mas dejadme seguir. Los años se arrastraban lentos y yo
continuaba viviendo en el Valle de la Hierba Irisada; pero un segundo cambio
había sobrevenido en todas las cosas. Las flores estrelladas desaparecieron de
los troncos de los árboles y no brotaron más. Los matices de la alfombra verde
se desvanecieron, y uno por uno fueron marchitándose los asfódelos rojo rubí, y
en lugar de ellos brotaron de a diez oscuras violetas como ojos, que se
retorcían desasosegadas y estaban siempre llenas de rocío. Y la Vida se
retiraba de nuestros senderos, pues el alto flamenco ya no desplegaba su
plumaje escarlata ante nosotros, mas voló tristemente del valle a las colinas,
con todos los gayos pájaros brillantes que habían llegado en su compañía. Y los
peces de oro y plata nadaron a través de la garganta hasta el confín más hondo
de su dominio y nunca más adornaron el dulce río. Y la arrulladora melodía, más
suave que el arpa eólica y más divina que todo, salvo la voz de Eleonora, fue
muriendo poco a poco, en murmullos cada vez más sordos, hasta que la corriente
tornó, al fin, a toda la solemnidad de su silencio originario. Y por último, la
voluminosa nube se levantó y, abandonando los picos de las montañas a la
antigua oscuridad, retornó a las regiones del Héspero y se llevó sus múltiples
resplandores dorados y magníficos del Valle de la Hierba Irisada.
Pero
las promesas de Eleonora no cayeron en el olvido, pues escuché el balanceo de
los incensarios angélicos, y las olas de un perfume sagrado flotaban siempre en
el valle, y en las horas solitarias, cuando mi corazón latía pesadamente, los
vientos que bañaban mi frente me llegaban cargados de suaves suspiros, y
murmullos confusos llenaban a menudo el aire nocturno, y una vez -¡ah, pero
sólo una vez!- me despertó de un sueño, como el sueño de la muerte, la presión
de unos labios espirituales sobre los míos.
Pero,
aun así, rehusaba llenarse el vacío de mi corazón. Ansiaba el amor que antes lo
colmara hasta derramarse. Al fin el valle me dolía por los
recuerdos de Eleonora, y lo abandoné para siempre en busca de las vanidades y
los turbulentos triunfos del mundo.
Me
encontré en una extraña ciudad, donde todas las cosas podían haber servido para
borrar del recuerdo los dulces sueños que tanto duraran en el Valle de la
Hierba Irisada. El fasto y la pompa de una corte soberbia y el loco estrépito
de las armas y la radiante belleza de la mujer extraviaron e intoxicaron mi
mente. Pero, aun entonces, mi alma fue fiel a su juramento, y las indicaciones
de la presencia de Eleonora todavía me llegaban en las silenciosas horas de la
noche. De pronto, cesaron estas manifestaciones y el mundo se oscureció ante
mis ojos y quedé aterrado ante los abrasadores pensamientos que me poseyeron,
ante las terribles tentaciones que me acosaron, pues llegó de alguna lejana,
lejanísima tierra desconocida, a la alegre corte del rey a quien yo servía, una
doncella ante cuya belleza mi corazón desleal se doblegó en seguida, a cuyos
pies me incliné sin una lucha, con la más ardiente, con la más abyecta
adoración amorosa. ¿Qué era, en verdad, mi pasión por la jovencita del valle,
en comparación con el ardor y el delirio y el arrebatado éxtasis de adoración
con que vertía toda mi alma en lágrimas a los pies de la etérea Ermengarda?
¡Ah, brillante serafín, Ermengarda! Y sabiéndolo, no me quedaba lugar para
ninguna otra. ¡Ah, divino ángel, Ermengarda! Y al mirar en las profundidades de
sus ojos, donde moraba el recuerdo, sólo pensé en ellos, y en ella.
Me
casé; no temí la maldición que había invocado, y su amargura no me visitó. Y
una vez, pero sólo una vez en el silencio de la noche, llegaron a través de la
celosía los suaves suspiros que me habían abandonado, y adoptaron la voz dulce,
familiar, para decir:
«¡Duerme
en paz! Pues el espíritu del Amor reina y gobierna y, abriendo tu apasionado
corazón a Ermengarda, estás libre, por razones que conocerás en el Cielo, de
tus juramentos a Eleonora.»
Traducción: Julio
Cortázar
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