-El hombre que ama el arte por
el arte -comentó Sherlock Holmes, dejando a un lado la hoja de anuncios
del Daily Telegraph- suele encontrar los placeres más intensos en
sus manifestaciones más humildes y menos importantes. Me complace advertir,
Watson, que hasta ahora ha captado usted esa gran verdad, y que en esas
pequeñas crónicas de nuestros casos que ha tenido la bondad de redactar, debo
decir que, embelleciéndolas en algunos puntos, no ha dado preferencia a las
numerosas causes célebres y procesos sensacionales en los que he intervenido,
sino más bien a incidentes que pueden haber sido triviales, pero que daban
ocasión al empleo de las facultades de deducción y síntesis que he convertido
en mi especialidad.
-Y, sin embargo -dije yo,
sonriendo-, no me considero definitivamente absuelto de la acusación de
sensacionalismo que se ha lanzado contra mis crónicas.
-Tal vez haya cometido un
error -apuntó él, tomando una brasa con las pinzas y encendiendo con
ellas la larga pipa de cerezo que sustituía a la de arcilla cuando se sentía
más dado a la polémica que a la reflexión-. Quizá se haya equivocado al
intentar añadir color y vida a sus descripciones, en lugar de limitarse a
exponer los sesudos razonamientos de causa a efecto, que son en realidad lo
único verdaderamente digno de mención del asunto.
-Me parece que en ese aspecto
le he hecho a usted justicia -comenté, algo fríamente, porque me repugnaba la
egolatría que, como había observado más de una vez, constituía un importante
factor en el singular carácter de mi amigo.
-No, no es cuestión de vanidad
o egoísmo -dijo él, respondiendo, como tenía por costumbre, a mis pensamientos
más que a mis palabras-. Si reclamo plena justicia para mi arte, es porque se
trata de algo impersonal... algo que está más allá de mí mismo. El delito es
algo corriente. La lógica es una rareza. Por tanto, hay que poner el acento en
la lógica y no en el delito. Usted ha degradado lo que debía haber sido un
curso académico, reduciéndolo a una serie de cuentos.
Era una mañana fría de
principios de primavera, y después del desayuno nos habíamos sentado a ambos
lados de un chispeante fuego en el viejo apartamento de Baker Street. Una
espesa niebla se extendía entre las hileras de casas parduscas, y las ventanas
de la acera de enfrente parecían borrones oscuros entre las densas volutas
amarillentas. Teníamos encendida la luz de gas, que caía sobre el mantel
arrancando reflejos de la porcelana y el metal, pues aún no habían recogido la
mesa. Sherlock Holmes se había pasado callado toda la mañana, zambulléndose
continuamente en las columnas de anuncios de una larga serie de periódicos,
hasta que por fin, renunciando aparentemente a su búsqueda, había emergido, no
de muy buen humor, para darme una charla sobre mis defectos literarios.
-Por otra parte -comentó tras
una pausa, durante la cual estuvo dándole chupadas a su larga pipa y
contemplando el fuego-, difícilmente se le puede acusar a usted de
sensacionalismo, cuando entre los casos por los que ha tenido la bondad de
interesarse hay una elevada proporción que no tratan de ningún delito, en el
sentido legal de la palabra. El asuntillo en el que intenté ayudar al rey de
Bohemia, la curiosa experiencia de la señorita Mary Sutherland, el problema del
hombre del labio retorcido y el incidente de la boda del noble, fueron todos
ellos casos que escapaban al alcance de la ley. Pero, al evitar lo sensacional,
me temo que puede usted haber bordeado lo trivial.
-Puede que el desenlace lo
fuera -respondí-, pero sostengo que los métodos fueron originales e
interesantes.
-Psé. Querido amigo, ¿qué le
importan al público, al gran público despistado, que sería incapaz de
distinguir a un tejedor por sus dientes o a un cajista de imprenta por su
pulgar izquierdo, los matices más delicados del análisis y la deducción?
Aunque, la verdad, si es usted trivial no es por culpa suya, porque ya pasaron
los tiempos de los grandes casos. El hombre, o por lo menos el criminal, ha
perdido toda la iniciativa y la originalidad. Y mi humilde consultorio parece
estar degenerando en una agencia para recuperar lápices extraviados y ofrecer
consejo a señoritas de internado. Creo que por fin hemos tocado fondo. Esta
nota que he recibido esta mañana marca, a mi entender, mi punto cero. Léala -me
tiró una carta arrugada.
Estaba fechada en Montague
Place la noche anterior y decía:
«Querido señor Holmes: Tengo
mucho interés en consultarle acerca de si debería o no aceptar un empleo de
institutriz que se me ha ofrecido. Si no tiene inconveniente, pasaré a
visitarle mañana a las diez y media. Suya afectísima,
Violet Hunter.»
-¿Conoce usted a esta joven?
-pregunté.
-De nada.
-Pues ya son las diez y media.
-Sí, y sin duda es ella la que
acaba de llamar a la puerta.
-Quizá resulte ser más
interesante de lo que usted cree. Acuérdese del asunto del carbunclo azul, que
al principio parecía una fruslería y se acabó convirtiendo en una investigación
seria. Puede que ocurra lo mismo en este caso.
-¡Ojalá sea así! Pero pronto
saldremos de dudas, porque, o mucho me equivoco, o aquí la tenemos.
Mientras él hablaba se abrió
la puerta y una joven entró en la habitación. Iba vestida de un modo sencillo,
pero con buen gusto; tenía un rostro expresivo e inteligente, pecoso como un
huevo de chorlito, y actuaba con los modales desenvueltos de una mujer que ha
tenido que abrirse camino en la vida.
-Estoy segura de que me
perdonará que le moleste -dijo mientras mi compañero se levantaba para
saludarla-. Pero me ha ocurrido una cosa muy extraña y, como no tengo padres ni
familiares a los que pedir consejo, pensé que tal vez usted tuviera la
amabilidad de indicarme qué debo hacer.
-Siéntese, por favor, señorita
Hunter. Tendré mucho gusto en hacer lo que pueda para servirla.
Me di cuenta de que a Holmes
le habían impresionado favorablemente los modales y la manera de hablar de su
nuevo cliente. La contempló del modo inquisitivo que era habitual en él y luego
se sentó a escuchar su caso con los párpados caídos y las puntas de los dedos
juntas.
-He trabajado cinco años como
institutriz -dijo- en la familia del coronel Spence Munro, pero hace dos meses
el coronel fue destinado a Halifax, Nueva Escocia, y se llevó a sus hijos a
América, de modo que me encontré sin empleo. Puse anuncios y respondí a otros
anuncios, pero sin éxito. Por fin empezó a acabárseme el poco dinero que tenía
ahorrado y me devanaba los sesos sin saber qué hacer.
»Existe en el West End una
agencia para institutrices muy conocida, llamada Westway's, por la que solía
pasarme una vez a la semana para ver si había surgido algo que pudiera
convenirme. Westway era el apellido del fundador de la empresa, pero quien la
dirige en realidad es la señorita Stoper. Se sienta en un pequeño despacho, y
las mujeres que buscan empleo aguardan en una antesala y van pasando una a una.
Ella consulta sus ficheros y mira a ver si tiene algo que pueda interesarlas.
»Pues bien, cuando me pasé por
allí la semana pasada me hicieron entrar en el despacho como de costumbre, pero
vi que la señorita Stoper no estaba sola. Junto a ella se sentaba un hombre
prodigiosamente gordo, de rostro muy sonriente y con una enorme papada que le
caía en pliegues sobre el cuello; llevaba un par de gafas sobre la nariz y
miraba con mucho interés a las mujeres que iban entrando. Al llegar yo, dio un
salto en su asiento y se volvió rápidamente hacia la señorita Stoper.
»-¡Ésta servirá! -dijo-. No
podría pedirse nada mejor. ¡Estupenda! ¡Estupenda!
»-Parecía entusiasmado y se
frotaba las manos de la manera más alegre. Se trataba de un hombre de aspecto
tan satisfecho que daba gusto mirarlo.
»-¿Busca usted trabajo,
señorita? -preguntó.
»-Sí, señor.
»-¿Como institutriz?
»-Sí, señor.
»-¿Y qué salario pide usted?
»-En mi último empleo, en casa
del coronel Spence Munro, cobraba cuatro libras al mes.
»-¡Puf! ¡Denigrante!
¡Sencillamente denigrante! -exclamó, elevando en el aire sus rollizas manos,
como arrebatado por la indignación-. ¿Cómo se le puede ofrecer una suma tan
lamentable a una dama con semejantes atractivos y cualidades?
»-Es posible, señor, que mis
cualidades sean menos de lo que usted imagina -dije yo-. Un poco de francés, un
poco de alemán, música y dibujo...
»-¡Puf, puf! -exclamó-. Eso
está fuera de toda duda. Lo que interesa es si usted posee o no el porte y la
distinción de una dama. En eso radica todo. Si no los posee, entonces no está
capacitada para educar a un niño que algún día puede desempeñar un importante
papel en la historia de la nación. Pero si las tiene, ¿cómo podría un caballero
pedirle que condescendiera a aceptar nada por debajo de tres cifras? Si trabaja
usted para mí, señora, comenzará con un salario de cien libras al año.
»Como podrá imaginar, señor
Holmes, estando sin recursos como yo estaba, aquella oferta me pareció casi
demasiado buena para ser verdad. Sin embargo, el caballero, advirtiendo tal vez
mi expresión de incredulidad, abrió su cartera y sacó un billete.
»-Es también mi costumbre
-dijo, sonriendo del modo más amable, hasta que sus ojos quedaron reducidos a
dos ranuras que brillaban entre los pliegues blancos de su cara -pagar medio
salario por adelantado a mis jóvenes empleadas, para que puedan hacer frente a
los pequeños gastos del viaje y el vestuario.
»Me pareció que nunca había
conocido a un hombre tan fascinante y tan considerado. Como ya tenía algunas
deudas con los proveedores, aquel adelanto me venía muy bien; sin embargo, toda
la transacción tenía un algo de innatural que me hizo desear saber algo más
antes de comprometerme.
»-¿Puedo preguntar dónde vive
usted, señor? -dije.
»-En Hampshire. Un lugar
encantador en el campo, llamado Copper Beeches, cinco millas más allá de
Winchester. Es una región preciosa, querida señorita, y la vieja casa de campo
es sencillamente maravillosa.
»-¿Y mis obligaciones, señor?
Me gustaría saber en qué consistirían.
»-Un niño. Un pillastre
delicioso, de sólo seis años. ¡Tendría usted que verlo matando cucarachas con
una zapatilla! ¡Plaf, plaf, plafl ¡Tres muertas en un abrir y cerrar de
ojos! -se echó hacia atrás en su asiento y volvió a reírse hasta que los ojos
se le hundieron en la cara de nuevo.
»Quedé un poco perpleja ante
la naturaleza de las diversiones del niño, pero la risa del padre me hizo
pensar que tal vez estuviera bromeando.
»-Entonces, mi única tarea
-dije- sería ocuparme de este niño.
»-No, no, no la única, querida
señorita, no la única -respondió-. Su tarea consistirá, como sin duda ya habrá
imaginado, en obedecer todas las pequeñas órdenes que mi esposa le pueda dar,
siempre que se trate de órdenes que una dama pueda obedecer con dignidad. No
verá usted ningún inconveniente en ello, ¿verdad?
»-Estaré encantada de poder
ser útil.
»-Perfectamente. Por ejemplo,
en la cuestión del vestuario. Somos algo maniáticos, ¿sabe usted? Maniáticos
pero buena gente. Si le pidiéramos que se pusiera un vestido que nosotros le
proporcionáramos, no se opondría usted a nuestro capricho, ¿verdad?
»-No -dije yo, bastante
sorprendida por sus palabras.
»-O que se sentara en un
sitio, o en otro; eso no le resultaría ofensivo, ¿verdad?
»-Oh, no.
»-O que se cortara el cabello
muy corto antes de presentarse en nuestra casa...
»Yo no daba crédito a mis
oídos. Como puede usted observar, señor Holmes, mi pelo es algo exuberante y de
un tono castaño bastante peculiar. Han llegado a describirlo como artístico. Ni
en sueños pensaría en sacrificarlo de buenas a primeras.
»-Me temo que eso es del todo
imposible -dije. Él me estaba observando atentamente con sus ojillos, y pude
advertir que al oír mis palabras pasó una sombra por su rostro.
»-Y yo me temo que es del todo
esencial -dijo-. Se trata de un pequeño capricho de mi esposa, y los caprichos
de las damas, señorita, los caprichos de las damas hay que satisfacerlos. ¿No
está dispuesta a cortarse el pelo?
»-No, señor, la verdad es que
no -respondí con firmeza.
»-Ah, muy bien. Entonces, no
hay más que hablar. Es una pena, porque en todos los demás aspectos habría
servido de maravilla. Dadas las circunstancias, señorita Stoper, tendré que
examinar a algunas más de sus señoritas.
»La directora de la agencia había
permanecido durante toda la entrevista ocupada con sus papeles, sin dirigirnos
la palabra a ninguno de los dos, pero en aquel momento me miró con tal
expresión de disgusto que no pude evitar sospechar que mi negativa le había
hecho perder una espléndida comisión.
»-¿Desea usted que sigamos
manteniendo su nombre en nuestras listas? -preguntó.
»-Si no tiene inconveniente,
señorita Stoper.
»-Pues, la verdad, me parece
bastante inútil, viendo el modo en que rechaza usted las ofertas más ventajosas
-dijo secamente-. No esperará usted que nos esforcemos por encontrarle otra
ganga como ésta. Buenos días, señorita Hunter -hizo sonar un gong que tenía
sobre la mesa, y el botones me acompañó a la salida.
»Pues bien, cuando regresé a
mi alojamiento y encontré la despensa medio vacía y dos o tres facturas sobre
la mesa, empecé a preguntarme si no habría cometido una estupidez. Al fin y al
cabo, si aquella gente tenía manías extrañas y esperaba que se obedecieran sus
caprichos más extravagantes, al menos estaban dispuestos a pagar por sus
excentricidades. Hay muy pocas institutrices en Inglaterra que ganen cien
libras al año. Además, ¿de qué me serviría el pelo? A muchas mujeres les
favorece llevarlo corto, y yo podía ser una de ellas. Al día siguiente ya tenía
la impresión de haber cometido un error, y un día después estaba plenamente
convencida. Estaba casi decidida a tragarme mi orgullo hasta el punto de
regresar a la agencia y preguntar si la plaza estaba aún disponible, cuando
recibí esta carta del caballero en cuestión. La he traído y se la voy a leer:
"The Copper Beeches, cerca de Winchester.
Querida señorita Hunter: La
señorita Stoper ha tenido la amabilidad de darme su dirección, y le escribo
desde aquí para preguntarle si ha reconsiderado su posición. Mi esposa tiene
mucho interés en que venga, pues le agradó mucho la descripción que yo le hice
de usted. Estamos dispuestos a pagarle treinta libras al trimestre, o ciento
veinte al año, para compensarle por las pequeñas molestias que puedan
ocasionarle nuestros caprichos. Al fin y al cabo, tampoco exigimos demasiado. A
mi esposa le encanta un cierto tono de azul eléctrico, y le gustaría que usted
llevase un vestido de ese color por las mañanas. Sin embargo, no tiene que
incurrir en el gasto de adquirirlo, ya que tenemos uno perteneciente a mi
querida hija Alice (actualmente en Filadelfia), que creo que le sentaría muy
bien. En cuanto a lo de sentarse en un sitio o en otro, o practicar los
entretenimientos que se le indiquen, no creo que ello pueda ocasionarle molestias.
Y con respecto a su cabello, no cabe duda de que es una lástima, especialmente
si se tiene en cuenta que no pude evitar fijarme en su belleza durante nuestra
breve entrevista, pero me temo que debo mantenerme firme en este punto, y
solamente confío en que el aumento de salario pueda compensarle de la pérdida.
Sus obligaciones en lo referente al niño son muy llevaderas. Le ruego que haga
lo posible por venir; yo la esperaría con un coche en Winchester. Hágame saber
en qué tren llega. Suyo afectísimo,
Jephro Rucastle.”
ȃsta es la carta que acabo de
recibir, señor Holmes, y ya he tomado la decisión de aceptar. Sin embargo, me
pareció que antes de dar el paso definitivo debía someter el asunto a su
consideración.
-Bien, señorita Hunter, si su
decisión está tomada, eso deja zanjado el asunto -dijo Holmes sonriente.
-¿Usted no me aconsejaría
rehusar?
-Confieso que no me gustaría
que una hermana mía aceptara ese empleo.
-¿Qué significa todo esto,
señor Holmes?
-¡Ah! Carezco de datos. No
puedo decirle. ¿Se ha formado usted alguna opinión?
-Bueno, a mí me parece que
sólo existe una explicación posible. El señor Rucastle parecía ser un hombre
muy amable y bondadoso. ¿No es posible que su esposa esté loca, que él desee mantenerlo
en secreto por miedo a que la internen en un asilo, y que le siga la corriente
en todos sus caprichos para evitar una crisis?
-Es una posible explicación.
De hecho, tal como están las cosas, es la más probable. Pero, en cualquier
caso, no parece un sitio muy adecuado para una joven.
-Pero ¿y el dinero, señor
Holmes? ¿Y el dinero?
-Sí, desde luego, la paga es
buena... demasiado buena. Eso es lo que me inquieta. ¿Por qué iban a darle
ciento veinte al año cuando tendrían institutrices para elegir por cuarenta?
Tiene que existir una razón muy poderosa.
-Pensé que si le explicaba las
circunstancias, usted lo entendería si más adelante solicitara su ayuda. Me
sentiría mucho más segura sabiendo que una persona como usted me cubre las
espaldas.
-Oh, puede irse convencida de
ello. Le aseguro que su pequeño problema promete ser el más interesante que se
me ha presentado en varios meses. Algunos aspectos resultan verdaderamente
originales. Si tuviera usted dudas o se viera en peligro...
-¿Peligro? ¿En qué peligro
está pensando? -Holmes meneó la cabeza muy serio.
-Si pudiéramos definirlo,
dejaría de ser un peligro -dijo-. Pero a cualquier hora, de día o de noche, un
telegrama suyo me hará acudir en su ayuda.
-Con eso me basta -se levantó
muy animada de su asiento, habiéndose borrado la ansiedad de su rostro-. Ahora
puedo ir a Hampshire mucho más tranquila. Escribiré de inmediato al señor
Rucastle, sacrificaré mi pobre cabellera esta noche y partiré hacia Winchester
mañana -con unas frases de agradecimiento para Holmes, nos deseó buenas noches
y se marchó presurosa.
-Por lo menos -dije mientras
oíamos sus pasos rápidos y firmes escaleras abajo-, parece una jovencita
perfectamente capaz de cuidar de sí misma.
-Y le va a hacer falta -dijo
Holmes muy serio-. O mucho me equivoco, o recibiremos noticias suyas antes de
que pasen muchos días.
No tardó en cumplirse la
predicción de mi amigo. Transcurrieron dos semanas, durante las cuales pensé
más de una vez en ella, preguntándome en qué extraño callejón de la experiencia
humana se había introducido aquella mujer solitaria. El insólito salario, las
curiosas condiciones, lo liviano del trabajo, todo apuntaba hacia algo anormal,
aunque estaba fuera de mis posibilidades determinar si se trataba de una manía
inofensiva o de una conspiración, si el hombre era un filántropo o un criminal.
En cuanto a Holmes, observé que muchas veces se quedaba sentado durante media
hora o más, con el ceño fruncido y aire abstraído, pero cada vez que yo
mencionaba el asunto, él lo descartaba con un gesto de la mano. «¡Datos,
datos, datos!» -exclamaba con impaciencia-. «¡No puedo hacer
ladrillos sin arcilla!» Y, sin embargo, siempre acababa por murmurar que no le
gustaría que una hermana suya hubiera aceptado semejante empleo.
El telegrama que al fin
recibimos llegó una noche, justo cuando yo me disponía a acostarme y Holmes se
preparaba para uno de los experimentos nocturnos en los que frecuentemente se
enfrascaba; en aquellas ocasiones, yo lo dejaba por la noche, inclinado sobre
una retorta o un tubo de ensayo, y lo encontraba en la misma posición cuando
bajaba a desayunar por la mañana. Abrió el sobre amarillo y, tras echar un
vistazo al mensaje, me lo pasó.
-Mire el horario de trenes en
la guía -dijo, volviéndose a enfrascar en sus experimentos químicos.
La llamada era breve y
urgente:
«Por favor, esté en el Hotel
Black Swan de Winchester mañana a mediodía. ¡No deje de venir! No sé qué hacer.
Hunter.»
-¿Viene usted conmigo?
-Me gustaría.
-Pues mire el horario.
-Hay un tren a las nueve y
media -dije, consultando la guía-. Llega a Winchester a las once y media.
-Nos servirá perfectamente.
Quizá sea mejor que aplace mi análisis de las acetonas, porque mañana puede que
necesitemos estar en plena forma.
A las once de la mañana del
día siguiente nos acercábamos ya a la antigua capital inglesa. Holmes había
permanecido todo el viaje sepultado en los periódicos de la mañana, pero en
cuanto pasamos los límites de Hampshire los dejó a un lado y se puso a admirar
el paisaje. Era un hermoso día de primavera, con un cielo azul claro, salpicado
de nubecillas algodonosas que se desplazaban de oeste a este. Lucía un sol muy
brillante, a pesar de lo cual el aire tenía un frescor estimulante, que aguzaba
la energía humana. Por toda la campiña, hasta las ondulantes colinas de la zona
de Aldershot, los tejadillos rojos y grises de las granjas asomaban entre el
verde claro del follaje primaveral.
-¡Qué hermoso y lozano se ve
todo! -exclamé con el entusiasmo de quien acaba de escapar de las nieblas de
Baker Street.
Pero Holmes meneó la cabeza
con gran seriedad.
-Ya sabe usted, Watson -dijo-,
que una de las maldiciones de una mente como la mía es que tengo que mirarlo
todo desde el punto de vista de mi especialidad. Usted mira esas casas
dispersas y se siente impresionado por su belleza. Yo las miro, y el único
pensamiento que me viene a la cabeza es lo aisladas que están, y la impunidad
con que puede cometerse un crimen en ellas.
-¡Cielo santo! -exclamé-.
¿Quién sería capaz de asociar la idea de un crimen con estas preciosas casitas?
-Siempre me han producido un
cierto horror. Tengo la convicción, Watson, basada en mi experiencia, de que
las callejuelas más sórdidas y miserables de Londres no cuentan con un
historial delictivo tan terrible como el de la sonriente y hermosa campiña
inglesa.
-¡Me horroriza usted!
-Pero la razón salta a la
vista. En la ciudad, la presión de la opinión pública puede lograr lo que la
ley es incapaz de conseguir. No hay callejuela tan miserable como para que los
gritos de un niño maltratado o los golpes de un marido borracho no despierten
la simpatía y la indignación del vecindario; y además, toda la maquinaria de la
justicia está siempre tan a mano que basta una palabra de queja para ponerla en
marcha, y no hay más que un paso entre el delito y el banquillo. Pero fíjese en
esas casas solitarias, cada una en sus propios campos, en su mayor parte llenas
de gente pobre e ignorante que sabe muy poco de la ley. Piense en los actos de
crueldad infernal, en las maldades ocultas que pueden cometerse en estos
lugares, año tras año, sin que nadie se entere. Si esta dama que ha solicitado
nuestra ayuda se hubiera ido a vivir a Winchester, no temería por ella. Son las
cinco millas de campo las que crean el peligro. Aun así, resulta claro que no
se encuentra amenazada personalmente.
-No. Si puede venir a
Winchester a recibirnos, también podría escapar.
-Exacto. Se mueve con
libertad.
-Pero entonces, ¿qué es lo que
sucede? ¿No se le ocurre ninguna explicación?
-Se me han ocurrido siete
explicaciones diferentes, cada una de las cuales tiene en cuenta los pocos
datos que conocemos. Pero ¿cuál es la acertada? Eso sólo puede determinarlo la
nueva información que sin duda nos aguarda. Bueno, ahí se ve la torre de la
catedral, y pronto nos enteraremos de lo que la señorita Hunter tiene que
contarnos.
El Black Swan era una posada
de cierta fama situada en High Street, a muy poca distancia de la estación, y
allí estaba la joven aguardándonos. Había reservado una habitación y nuestro
almuerzo nos esperaba en la mesa.
-¡Cómo me alegro de que hayan
venido! -dijo fervientemente-. Los dos han sido muy amables. Les digo de verdad
que no sé qué hacer. Sus consejos tienen un valor inmenso para mí.
-Por favor, explíquenos lo que
le ha ocurrido.
-Eso haré, y más vale que me
dé prisa, porque he prometido al señor Rucastle estar de vuelta antes de las
tres. Me dio permiso para venir a la ciudad esta mañana, aunque poco se imagina
a qué he venido.
-Oigámoslo todo por riguroso
orden -dijo Holmes, estirando hacia el fuego sus largas y delgadas piernas y
disponiéndose a escuchar.
-En primer lugar, puedo decir
que, en conjunto, el señor y la señora Rucastle no me tratan mal. Es de
justicia decirlo. Pero no los entiendo y no me siento tranquila con ellos.
-¿Qué es lo que no entiende?
-Los motivos de su conducta.
Pero se lo voy a contar tal como ocurrió. Cuando llegué, el señor Rucastle me
recibió aquí y me llevó en su coche a Copper Beeches. Tal como él había dicho,
está en un sitio precioso, pero la casa en sí no es bonita. Es un bloque
cuadrado y grande, encalado pero todo manchado por la humedad y la intemperie.
A su alrededor hay bosques por tres lados, y por el otro hay un campo en
cuesta, que baja hasta la carretera de Southampton, la cual hace una curva a
unas cien yardas de la puerta principal. Este terreno de delante pertenece a la
casa, pero los bosques de alrededor forman parte de las propiedades de lord
Southerton. Un conjunto de hayas cobrizas plantadas frente a la puerta
delantera da nombre a la casa.
»El propio señor Rucastle, tan
amable como de costumbre, conducía el carricoche, y aquella tarde me presentó a
su mujer y al niño. La conjetura que nos pareció tan probable allá en su casa
de Baker Street resultó falsa, señor Holmes. La señora Rucastle no está loca.
Es una mujer callada y pálida, mucho más joven que su marido; no llegará a los
treinta años, cuando el marido no puede tener menos de cuarenta y cinco. He
deducido de sus conversaciones que llevan casados unos siete años, que él era viudo
cuando se casó con ella, y que la única descendencia que tuvo con su primera
esposa fue esa hija que ahora está en Filadelfia. El señor Rucastle me dijo
confidencialmente que se marchó porque no soportaba a su madrastra. Dado que la
hija tendría por lo menos veinte años, me imagino perfectamente que se sintiera
incómoda con la joven esposa de su padre.
»La señora Rucastle me pareció
tan anodina de mente como de cara. No me cayó ni bien ni mal. Es como si no
existiera. Se nota a primera vista que siente devoción por su marido y su
hijito. Sus ojos grises pasaban continuamente del uno al otro, pendiente de sus
más mínimos deseos y anticipándose a ellos si podía. Él la trataba con cariño,
a su manera vocinglera y exuberante, y en conjunto parecían una pareja feliz.
Y, sin embargo, esta mujer tiene una pena secreta. A menudo se queda sumida en
profundos pensamientos, con una expresión tristísima en el rostro. Más de una
vez la he sorprendido llorando. A veces he pensado que era el carácter de su
hijo lo que la preocupaba, pues jamás en mi vida he conocido criatura más
malcriada y con peores instintos. Es pequeño para su edad, con una cabeza
desproporcionadamente grande. Toda su vida parece transcurrir en una
alternancia de rabietas salvajes e intervalos de negra melancolía. Su único
concepto de la diversión parece consistir en hacer sufrir a cualquier criatura
más débil que él, y despliega un considerable talento para el acecho y captura
de ratones, pajarillos e insectos. Pero prefiero no hablar del niño, señor
Holmes, que en realidad tiene muy poco que ver con mi historia.
-Me gusta oír todos los
detalles -comentó mi amigo-, tanto si le parecen relevantes como si no.
-Procuraré no omitir nada de
importancia. Lo único desagradable de la casa, que me llamó la atención nada
más llegar, es el aspecto y conducta de los sirvientes. Hay sólo dos, marido y
mujer. Toller, que así se llama, es un hombre tosco y grosero, con pelo y
patillas grises, y que huele constantemente a licor. Desde que estoy en la casa
lo he visto dos veces completamente borracho, pero el señor Rucastle parece no
darse cuenta. Su esposa es una mujer muy alta y fuerte, con cara avinagrada,
tan callada como la señora Rucastle, pero mucho menos tratable. Son una pareja
muy desagradable, pero afortunadamente me paso la mayor parte del tiempo en el
cuarto del niño y en el mío, que están uno junto a otro en una esquina del
edificio.
»Los dos primeros días después
de mi llegada a Copper Beeches, mi vida transcurrió muy tranquila; al tercer
día, la señora Rucastle bajó inmediatamente después del desayuno y le susurró
algo al oído a su marido.
»-Oh, sí -dijo él, volviéndose
hacia mí-. Le estamos muy agradecidos, señorita Hunter, por acceder a nuestros
caprichos hasta el punto de cortarse el pelo. Veamos ahora cómo le sienta el
vestido azul eléctrico. Lo encontrará extendido sobre la cama de su habitación,
y si tiene la bondad de ponérselo se lo agradeceremos muchísimo.
»El vestido que encontré
esperándome tenía una tonalidad azul bastante curiosa. El material era
excelente, una especie de lana cruda, pero presentaba señales inequívocas de
haber sido usado. No me habría sentado mejor ni aunque me lo hubieran hecho a
la medida. Tanto el señor como la señora Rucastle se mostraron tan encantados
al verme con él, que me pareció que exageraban en su vehemencia. Estaban
aguardándome en la sala de estar, que es una habitación muy grande, que ocupa
la parte delantera de la casa, con tres ventanales hasta el suelo. Cerca del
ventanal del centro habían instalado una silla, con el respaldo hacia fuera. Me
pidieron que me sentara en ella y, a continuación, el señor Rucastle empezó a
pasear de un extremo a otro de la habitación contándome algunos de los chistes
más graciosos que he oído en mi vida. No se puede imaginar lo cómico que
estuvo; me reí hasta quedar agotada. Sin embargo, la señora Rucastle, que
evidentemente no tiene sentido del humor, ni siquiera llegó a sonreír; se quedó
sentada con las manos en el regazo y una expresión de tristeza y ansiedad en el
rostro. Al cabo de una hora, poco más o menos, el señor Rucastle comentó de
pronto que ya era hora de iniciar las tareas cotidianas y que debía cambiarme
de vestido y acudir al cuarto del pequeño Edward.
»Dos días después se repitió
la misma representación, en circunstancias exactamente iguales. Una vez más me
cambié de vestido, volví a sentarme en la silla y volví a partirme de risa con
los graciosísimos chistes de mi patrón, que parece poseer un repertorio inmenso
y los cuenta de un modo inimitable. A continuación, me entregó una novela de
tapas amarillas y, tras correr un poco mi silla hacia un lado, de manera que mi
sombra no cayera sobre las páginas, me pidió que le leyera en voz alta. Leí
durante unos diez minutos, comenzando en medio de un capítulo, y de pronto, a mitad
de una frase, me ordenó que lo dejara y que me cambiara de vestido.
»Puede usted imaginarse, señor
Holmes, la curiosidad que yo sentía acerca del significado de estas
extravagantes representaciones. Me di cuenta de que siempre ponían mucho
cuidado en que yo estuviera de espaldas a la ventana, y empecé a consumirme de
ganas de ver lo que ocurría a mis espaldas. Al principio me pareció imposible,
pero pronto se me ocurrió una manera de conseguirlo. Se me había roto el
espejito de bolsillo y eso me dio la idea de esconder un pedacito de espejo en
el pañuelo. A la siguiente ocasión, en medio de una carcajada, me llevé el
pañuelo a los ojos, y con un poco de maña me las arreglé para ver lo que había
detrás de mí. Confieso que me sentí decepcionada. No había nada.
»Al menos, ésa fue mi primera
impresión. Sin embargo, al mirar de nuevo me di cuenta de que había un hombre
parado en la carretera de Southampton; un hombre de baja estatura, barbudo y
con un traje gris, que parecía estar mirando hacia mí. La carretera es una vía
importante, y siempre suele haber gente por ella. Sin embargo, este hombre
estaba apoyado en la verja que rodea nuestro campo, y miraba con mucho interés.
Bajé el pañuelo y encontré los ojos de la señora Rucastle fijos en mí, con una
mirada sumamente inquisitiva. No dijo nada, pero estoy convencida de que había
adivinado que yo tenía un espejo en la mano y había visto lo que había detrás
de mí. Se levantó al instante.
»-Jephro -dijo-, hay un
impertinente en la carretera que está mirando a la señorita Hunter.
»-¿No será algún amigo suyo,
señorita Hunter? -preguntó él.
»-No; no conozco a nadie por
aquí.
»-¡Válgame Dios, qué
impertinencia! Tenga la bondad de darse la vuelta y hacerle un gesto para que
se vaya.
»-¿No sería mejor no darnos
por enterados?
»-No, no; entonces le
tendríamos rondando por aquí a todas horas. Haga el favor de darse la vuelta e
indíquele que se marche, así.
»Hice lo que me pedían, y al
instante la señora Rucastle bajó la persiana. Esto sucedió hace una semana, y
desde entonces no me he vuelto a sentar en la ventana ni me he puesto el
vestido azul, ni he visto al hombre de la carretera.
-Continúe, por favor -dijo
Holmes-. Su narración promete ser de lo más interesante.
-Me temo que le va a parecer
bastante inconexa, y lo más probable es que exista poca relación entre los
diferentes incidentes que menciono. El primer día que pasé en Copper Beeches,
el señor Rucastle me llevó a un pequeño cobertizo situado cerca de la puerta de
la cocina. Al acercarnos, oí un ruido de cadenas y el sonido de un animal
grande que se movía.
»-Mire por aquí -dijo el señor
Rucastle, indicándome una rendija entre dos tablas-. ¿No es una preciosidad?
»Miré por la rendija y
distinguí dos ojos que brillaban y una figura confusa agazapada en la
oscuridad.
»-No se asuste -dijo mi
patrón, echándose a reír ante mi sobresalto-. Es solamente Carlo, mi mastín. He
dicho mío, pero en realidad el único que puede controlarlo es el viejo Toller,
mi mayordomo. Sólo le damos de comer una vez al día, y no mucho, de manera que
siempre está tan agresivo como una salsa picante. Toller lo deja suelto cada
noche, y que Dios tenga piedad del intruso al que le hinque el diente. Por lo
que más quiera, bajo ningún pretexto ponga los pies fuera de casa por la noche,
porque se jugaría usted la vida.
»No se trataba de una
advertencia sin fundamento, porque dos noches después se me ocurrió asomarme a
la ventana de mi cuarto a eso de las dos de la madrugada. Era una hermosa noche
de luna, y el césped de delante de la casa se veía plateado y casi tan
iluminado como de día. Me encontraba absorta en la apacible belleza de la
escena cuando sentí que algo se movía entre las sombras de las hayas cobrizas.
Por fin salió a la luz de la luna y vi lo que era: un perro gigantesco, tan
grande como un ternero, de piel leonada, carrillos colgantes, hocico negro y
huesos grandes y salientes. Atravesó lentamente el césped y desapareció en las
sombras del otro lado. Aquel terrible y silencioso centinela me provocó un
escalofrío como no creo que pudiera causarme ningún ladrón.
»Y ahora voy a contarle una
experiencia muy extraña. Como ya sabe, me corté el pelo en Londres, y lo había
guardado, hecho un gran rollo, en el fondo de mi baúl. Una noche, después de
acostar al niño, me puse a inspeccionar los muebles de mi habitación y ordenar
mis cosas. Había en el cuarto un viejo aparador, con los dos cajones superiores
vacíos y el de abajo cerrado con llave. Ya había llenado de ropa los dos
primeros cajones y aún me quedaba mucha por guardar; como es natural, me molestaba
no poder utilizar el tercer cajón. Pensé que quizás estuviera cerrado por
olvido, así que saqué mi juego de llaves e intenté abrirlo. La primera llave
encajó a la perfección y el cajón se abrió. Dentro no había más que una cosa,
pero estoy segura de que jamás adivinaría usted qué era. Era mi mata de pelo.
»La cogí y la examiné. Tenía
la misma tonalidad y la misma textura. Pero entonces se me hizo patente la
imposibilidad de aquello. ¿Cómo podía estar mi pelo guardado en aquel cajón?
Con las manos temblándome, abrí mi baúl, volqué su contenido y saqué del fondo
mi propia cabellera. Coloqué una junto a otra, y le aseguro que eran idénticas.
¿No era extraordinario? Me sentí desconcertada e incapaz de comprender el
significado de todo aquello. Volví a meter la misteriosa mata de pelo en el
cajón y no les dije nada a los Rucastle, pues sentí que quizás había obrado mal
al abrir un cajón que ellos habían dejado cerrado.
»Como habrá podido notar,
señor Holmes, yo soy observadora por naturaleza, y no tardé en trazarme en la
cabeza un plano bastante exacto de toda la casa. Sin embargo, había un ala que
parecía completamente deshabitada. Frente a las habitaciones de los Toller
había una puerta que conducía a este sector, pero estaba invariablemente
cerrada con llave. Sin embargo, un día, al subir las escaleras, me encontré con
el señor Rucastle que salía por aquella puerta con las llaves en la mano y una
expresión en el rostro que lo convertía en una persona totalmente diferente del
hombre orondo y jovial al que yo estaba acostumbrada. Traía las mejillas
enrojecidas, la frente arrugada por la ira, y las venas de las sienes hinchadas
de furia. Cerró la puerta y pasó junto a mí sin mirarme ni dirigirme la
palabra.
»Esto despertó mi curiosidad,
así que cuando salí a dar un paseo con el niño, me acerqué a un sitio desde el
que podía ver las ventanas de este sector de la casa. Eran cuatro en hilera,
tres de ellas simplemente sucias y la cuarta cerrada con postigos.
Evidentemente, allí no vivía nadie. Mientras paseaba de un lado a otro,
dirigiendo miradas ocasionales a las ventanas, el señor Rucastle vino hacia mí,
tan alegre y jovial como de costumbre.
»-¡Ah! -dijo-. No me considere
un maleducado por haber pasado junto a usted sin saludarla, querida señorita.
Estaba preocupado por asuntos de negocios.
»-Le aseguro que no me ha
ofendido -respondí-. Por cierto, parece que tiene usted ahí una serie completa
de habitaciones, y una de ellas cerrada a cal y canto.
»-Uno de mis hobbies es la
fotografía -dijo-, y allí tengo instalado mi cuarto oscuro. ¡Vaya, vaya! ¡Qué
jovencita tan observadora nos ha caído en suerte! ¿Quién lo habría creído?
¿Quién lo habría creído?
»Hablaba en tono de broma,
pero sus ojos no bromeaban al mirarme. Leí en ellos sospecha y disgusto, pero
nada de bromas.
»Bien, señor Holmes, desde el
momento en que comprendí que había algo en aquellas habitaciones que yo no
debía conocer, ardí en deseos de entrar en ellas. No se trataba de simple
curiosidad, aunque no carezco de ella. Era más bien una especie de sentido del
deber... Tenía la sensación de que de mi entrada allí se derivaría algún bien.
Dicen que existe la intuición femenina; posiblemente era eso lo que yo sentía.
En cualquier caso, la
sensación era real, y yo estaba atenta a la menor oportunidad de traspasar la
puerta prohibida. »La oportunidad no llegó hasta ayer. Puedo decirle que,
además del señor Rucastle, tanto Toller como su mujer tienen algo que hacer en
esas habitaciones deshabitadas, y una vez vi a Toller entrando por la puerta
con una gran bolsa de lona negra. Últimamente, Toller está bebiendo mucho, y
ayer por la tarde estaba borracho perdido; y cuando subí las escaleras,
encontré la llave en la puerta. Sin duda, debió olvidarla allí. El señor y la
señora Rucastle se encontraban en la planta baja, y el niño estaba con ellos,
así que disponía de una oportunidad magnífica. Hice girar con cuidado la llave
en la cerradura, abrí la puerta y me deslicé a través de ella.
»Frente a mí se extendía un
pequeño pasillo, sin empapelado y sin alfombra, que doblaba en ángulo recto al
otro extremo. A la vuelta de esta esquina había tres puertas seguidas; la
primera y la tercera estaban abiertas, y las dos daban a sendas habitaciones
vacías, polvorientas y desangeladas, una con dos ventanas y la otra sólo con una,
tan cubiertas de suciedad que la luz crepuscular apenas conseguía
abrirse paso a través de ellas. La puerta del centro estaba cerrada, y
atrancada por fuera con uno de los barrotes de una cama de hierro, uno de cuyos
extremos estaba sujeto con un candado a una argolla en la pared, y el otro
atado con una cuerda. También la cerradura estaba cerrada, y la llave no estaba
allí. Indudablemente, esta puerta atrancada correspondía a la ventana cerrada
que yo había visto desde fuera; y, sin embargo, por el resplandor que se
filtraba por debajo, se notaba que la habitación no estaba a oscuras.
Evidentemente, había una claraboya que dejaba entrar la luz por arriba.
Mientras estaba en el pasillo mirando aquella puerta siniestra y preguntándome
qué secreto ocultaba, oí de pronto ruido de pasos dentro de la habitación y vi
una sombra que cruzaba de un lado a otro en la pequeña rendija de luz que
brillaba bajo la puerta. Al ver aquello, se apoderó de mí un terror loco e
irrazonable, señor Holmes. Mis nervios, que ya estaban de punta, me fallaron de
repente, di media vuelta y eché a correr. Corrí como si detrás de mí hubiera
una mano espantosa tratando de agarrar la falda de mi vestido. Atravesé el
pasillo, crucé la puerta y fui a parar directamente en los brazos del señor
Rucastle, que esperaba fuera.
»-¡Vaya! -dijo sonriendo-.
¡Así que era usted! Me lo imaginé al ver la puerta abierta.
»-¡Estoy asustadísima! -gemí.
»-¡Querida señorita! ¡Querida
señorita! -no se imagina usted con qué dulzura y amabilidad lo decía-. ¿Qué es
lo que la ha asustado, querida señorita?
»Pero su voz era demasiado
zalamera; se estaba excediendo. Al instante me puse en guardia contra él.
»-Fui tan tonta que me metí en
el ala vacía -respondí-. Pero está todo tan solitario y tan siniestro con esta luz
mortecina que me asusté y eché a correr. ¡Hay allí un silencio tan terrible!
»-¿Sólo ha sido eso?
-preguntó, mirándome con insistencia.
»-¿Pues qué se había creído?
-pregunté a mi vez.
»-¿Por qué cree usted que
tengo cerrada esta puerta?
»-Le aseguro que no lo sé.
»-Pues para que no entren los
que no tienen nada que hacer ahí. ¿Entiende? -seguía sonriendo de la manera más
amistosa.
»-Le aseguro que de haberlo
sabido...
»-Bien, pues ya lo sabe. Y si
vuelve a poner el pie en este umbral... -en un instante, la sonrisa se
endureció hasta convertirse en una mueca de rabia y me miró con cara de
demonio-... la echaré al mastín.
»Estaba tan aterrada que no sé
ni lo que hice. Supongo que salí corriendo hasta mi habitación. Lo siguiente
que recuerdo es que estaba tirada en mi cama, temblando de pies a cabeza.
Entonces me acordé de usted, señor Holmes. No podía seguir viviendo allí sin
que alguien me aconsejara. Me daba miedo la casa, el dueño, la mujer, los
criados, hasta el niño... Todos me parecían horribles. Si pudiera usted venir
aquí, todo iría bien. Naturalmente, podría haber huido de la casa, pero mi
curiosidad era casi tan fuerte como mi miedo. No tardé en tomar una decisión:
enviarle a usted un telegrama. Me puse el sombrero y la capa, me acerqué a la
oficina de telégrafos, que está como a media milla de la casa, y al regresar ya
me sentía mucho mejor. Al acercarme a la puerta, me asaltó la terrible sospecha
de que el perro estuviera suelto, pero me acordé de que Toller se había
emborrachado aquel día hasta quedar sin sentido, y sabía que era la única
persona de la casa que tenía alguna influencia sobre aquella fiera y podía
atreverse a dejarla suelta. Entré sin problemas y permanecí despierta durante
media noche de la alegría que me daba el pensar en verle a usted. No tuve
ninguna dificultad en obtener permiso para venir a Winchester esta mañana, pero
tengo que estar de vuelta antes de las tres, porque el señor y la señora
Rucastle van a salir de visita y estarán fuera toda la tarde, así que tengo que
cuidar del niño. Y ya le he contado todas mis aventuras, señor Holmes. Ojalá
pueda usted decirme qué significa todo esto y, sobre todo, qué debo hacer.
Holmes y yo habíamos escuchado
hechizados el extraordinario relato. Al llegar a este punto, mi amigo se puso
en pie y empezó a dar zancadas por la habitación, con las manos en los
bolsillos y una expresión de profunda seriedad en su rostro.
-¿Está Toller todavía
borracho? -preguntó.
-Sí. Esta mañana oí a su mujer
decirle a la señora Rucastle que no podía hacer nada con él.
-Eso está bien. ¿Y los
Rucastle van a salir esta tarde?
-Sí.
-¿Hay algún sótano con una
buena cerradura?
-Sí, la bodega.
-Me parece, señorita Hunter,
que hasta ahora se ha comportado usted como una mujer valiente y sensata. ¿Se
siente capaz de realizar una hazaña más? No se lo pediría si no la considerara
una mujer bastante excepcional.
-Lo intentaré. ¿De qué se
trata?
-Mi amigo y yo llegaremos a
Copper Beeches a las siete. A esa hora, los Rucastle estarán fuera y Toller, si
tenemos suerte, seguirá incapaz. Sólo queda la señora Toller, que podría dar la
alarma. Si usted pudiera enviarla a la bodega con cualquier pretexto y luego
cerrarla con llave, nos facilitaría inmensamente las cosas.
-Lo haré.
-¡Excelente! En tal caso,
consideremos detenidamente el asunto. Por supuesto, sólo existe una explicación
posible. La han llevado a usted allí para suplantar a alguien, y este alguien
está prisionero en esa habitación. Hasta aquí, resulta evidente. En cuanto a la
identidad de la prisionera, no me cabe duda de que se trata de la hija, la
señorita Alice Rucastle si no recuerdo mal, la que le dijeron que se había
marchado a América. Está claro que la eligieron a usted porque se parece a ella
en la estatura, la figura y el color del cabello. A ella se lo habían cortado,
posiblemente con motivo de alguna enfermedad, y, naturalmente, había que
sacrificar también el suyo. Por una curiosa casualidad, encontró usted su
cabellera. El hombre de la carretera era, sin duda, algún amigo de ella,
posiblemente su novio; y al verla a usted, tan parecida a ella y con uno de sus
vestidos, quedó convencido, primero por sus risas y luego por su gesto de
desprecio, de que la señorita Rucastle era absolutamente feliz y ya no deseaba
sus atenciones. Al perro lo sueltan por las noches para impedir que él intente
comunicarse con ella. Todo esto está bastante claro. El aspecto más grave del
caso es el carácter del niño.
-¿Qué demonios tiene que ver
eso? -exclamé.
-Querido Watson: usted mismo,
en su práctica médica, está continuamente sacando deducciones sobre las
tendencias de los niños, mediante el estudio de los padres. ¿No comprende que
el procedimiento inverso es igualmente válido? Con mucha frecuencia he obtenido
los primeros indicios fiables sobre el carácter de los padres estudiando a sus
hijos. El carácter de este niño es anormalmente cruel, por puro amor a la
crueldad, y tanto si lo ha heredado de su sonriente padre, que es lo más
probable, como si lo heredó de su madre, no presagia nada bueno para la pobre
muchacha que se encuentra en su poder.
-Estoy convencida de que tiene
usted razón, señor Holmes -exclamó nuestra cliente-. Me han venido a
la cabeza mil detalles que me convencen de que ha dado en el clavo. ¡Oh, no
perdamos un instante y vayamos a ayudar a esta pobre mujer!
-Debemos actuar con prudencia,
porque nos enfrentamos con un hombre muy astuto. No podemos hacer nada hasta
las siete. A esa hora estaremos con usted, y no tardaremos mucho en resolver el
misterio.
Fieles a nuestra palabra,
llegamos a Copper Beeches a las siete en punto, tras dejar nuestro carricoche
en un bar del camino. El grupo de hayas, cuyas hojas oscuras brillaban como
metal bruñido a la luz del sol poniente, habría bastado para identificar la
casa aunque la señorita Hunter no hubiera estado aguardando sonriente en el
umbral de la puerta.
-¿Lo ha conseguido? -preguntó
Holmes.
Se oyeron unos fuertes golpes
desde algún lugar de los sótanos.
-Ésa es la señora Toller desde
la bodega -dijo la señorita Hunter-. Su marido sigue roncando, tirado en la
cocina. Aquí están las llaves, que son duplicados de las del señor Ruscastle.
-¡Lo ha hecho usted de
maravilla! -exclamó Holmes con entusiasmo-. Indíquenos el camino y pronto
veremos el final de este siniestro enredo.
Subimos la escalera, abrimos
la puerta, recorrimos un pasillo y nos encontramos ante la puerta atrancada que
la señorita Hunter había descrito. Holmes cortó la cuerda y retiró el barrote.
A continuación, probó varias llaves en la cerradura, pero no consiguió abrirla.
Del interior no llegaba ningún sonido, y la expresión de Holmes se ensombreció
ante aquel silencio.
-Espero que no hayamos llegado
demasiado tarde -dijo-. Creo, señorita Hunter, que será mejor que no entre con
nosotros. Ahora, Watson, arrime el hombro y veamos si podemos abrirnos paso.
Era una puerta vieja y
destartalada que cedió a nuestro primer intento. Nos precipitamos juntos en la
habitación y la encontramos desierta. No había más muebles que un camastro, una
mesita y un cesto de ropa blanca. La claraboya del techo estaba abierta, y la prisionera
había desaparecido.
-Aquí se ha cometido alguna
infamia -dijo Holmes-. Nuestro amigo adivinó las intenciones de la señorita
Hunter y se ha llevado a su víctima a otra parte.
-Pero ¿cómo?
-Por la claraboya. Ahora
veremos cómo se las arregló -se izó hasta el tejado-. ¡Ah, sí! -exclamó-. Aquí
veo el extremo de una escalera de mano apoyada en el alero. Así es como lo
hizo.
-Pero eso es imposible -dijo
la señorita Hunter-. La escalera no estaba ahí cuando se marcharon los
Rucastle.
-Él volvió y se la llevó. Ya
le digo que es un tipo astuto y peligroso. No me sorprendería mucho que esos
pasos que se oyen por la escalera sean suyos. Creo, Watson, que más vale que
tenga preparada su pistola.
Apenas había acabado de
pronunciar estas palabras cuando apareció un hombre en la puerta de la
habitación, un hombre muy gordo y corpulento con un grueso bastón en la mano.
Al verlo, la señorita Hunter soltó un grito y se encogió contra la pared, pero
Sherlock Holmes dio un salto adelante y le hizo frente.
-¿Dónde está su hija, canalla?
-dijo.
El gordo miró en torno suyo y
después hacia la claraboya abierta.
-¡Soy yo quien hace las
preguntas! -chilló-. ¡Ladrones! ¡Espías y ladrones! ¡Pero os he cogido! ¡Os
tengo en mi poder! ¡Ya os daré yo! -dio media vuelta y corrió escaleras abajo,
tan deprisa como pudo.
-¡Ha ido por el perro! -gritó
la señorita Hunter.
-Tengo mi revólver -dije yo.
-Más vale que cerremos la
puerta principal -gritó Holmes, y todos bajamos corriendo las escaleras.
Apenas habíamos llegado al
vestíbulo cuando oímos el ladrido de un perro y a continuación un grito de
agonía, junto con un gruñido horrible que causaba espanto escuchar. Un hombre
de edad avanzada, con el rostro colorado y las piernas temblorosas, llegó
tambaleándose por una puerta lateral.
-¡Dios mío! -exclamó-.
¡Alguien ha soltado al perro, y lleva dos días sin comer! ¡Deprisa, deprisa, o
será demasiado tarde!
Holmes y yo nos abalanzamos
fuera y doblamos la esquina de la casa, con Toller siguiéndonos los pasos. Allí
estaba la enorme y hambrienta fiera, con el hocico hundido en la garganta de
Rucastle, que se retorcía en el suelo dando alaridos. Corrí hacia ella y le
volé los sesos. Se desplomó con sus blancos y afilados dientes aún clavados en
la papada del hombre. Nos costó mucho trabajo separarlos. Llevamos a Rucastle,
vivo, pero horriblemente mutilado, a la casa, y lo tendimos sobre el sofá del
cuarto de estar. Tras enviar a Toller, que se había despejado de golpe, a que
informara a su esposa de lo sucedido, hice lo que pude por aliviar su dolor.
Nos encontrábamos todos reunidos en torno al herido cuando se abrió la puerta y
entró en la habitación una mujer alta y demacrada.
-¡Señora Toller! -exclamó la
señorita Hunter.
-Sí, señorita. El señor
Rucastle me sacó de la bodega cuando volvió, antes de subir a por ustedes. ¡Ah,
señorita! Es una pena que no me informara usted de sus planes, porque yo podía
haberle dicho que se molestaba en vano.
-¿Ah, sí? -dijo Holmes,
mirándola intensamente-. Está claro que la señora Toller sabe más del asunto
que ninguno de nosotros.
-Sí, señor. Sé bastante y
estoy dispuesta a contar lo que sé.
-Entonces, haga el favor de
sentarse y oigámoslo, porque hay varios detalles en los que debo confesar que
aún estoy a oscuras.
-Pronto se lo aclararé todo
-dijo ella-. Y lo habría hecho antes si hubiera podido salir de la bodega. Si
esto pasa a manos de la policía y los jueces, recuerden ustedes que yo fui la
única que les ayudó, y que también era amiga de la señorita Alice.
»Nunca fue feliz en casa, la
pobre señorita Alice, desde que su padre se volvió a casar. Se la menospreciaba
y no se la tenía en cuenta para nada. Pero cuando las cosas se le pusieron
verdaderamente mal fue después de conocer al señor Fowler en casa de unos
amigos. Por lo que he podido saber, la señorita Alice tenía ciertos derechos
propios en el testamento, pero como era tan callada y paciente, nunca dijo una
palabra del asunto y lo dejaba todo en manos del señor Rucastle. Él sabía que
no tenía nada que temer de ella. Pero en cuanto surgió la posibilidad de que se
presentara un marido a reclamar lo que le correspondía por ley, el padre pensó
que había llegado el momento de poner fin a la situación. Intentó que ella le
firmara un documento autorizándole a disponer de su dinero, tanto si ella se
casaba como si no. Cuando ella se negó, él siguió acosándola hasta que la pobre
chica enfermó de fiebre cerebral y pasó seis semanas entre la vida y la muerte.
Por fin se recuperó, aunque quedó reducida a una sombra de lo que era y con su
precioso cabello cortado. Pero aquello no supuso ningún cambio para su joven
galán, que se mantuvo tan fiel como pueda serlo un hombre.
-Ah -dijo Holmes-. Creo que lo
que ha tenido usted la amabilidad de contarnos aclara bastante el asunto, y que
puedo deducir lo que falta. Supongo que entonces el señor Rucastle recurrió al
encierro.
-Sí, señor.
-Y se trajo de Londres a la
señorita Hunter para librarse de la desagradable insistencia del señor Fowler.
-Así es, señor.
-Pero el señor Fowler,
perseverante como todo buen marino, puso sitio a la casa, habló con usted y,
mediante ciertos argumentos, monetarios o de otro tipo, consiguió convencerla
de que sus intereses coincidían con los de usted.
-El señor Fowler es un
caballero muy galante y generoso -dijo la señora Toller tranquilamente.
-Y de este modo, se las
arregló para que a su marido no le faltara bebida y para que hubiera una
escalera preparada en el momento en que sus señores se ausentaran.
-Ha acertado; ocurrió tal y
como usted lo dice.
-Desde luego, le debemos
disculpas, señora Toller -dijo Holmes-. Nos ha aclarado sin lugar a dudas todo
lo que nos tenía desconcertados. Aquí llegan el médico y la señora Rucastle.
Creo, Watson, que lo mejor será que acompañemos a la señorita Hunter de regreso
a Winchester, ya que me parece que nuestro locus stand es bastante discutible
en estos momentos.
Y así quedó resuelto el
misterio de la siniestra casa con las hayas cobrizas frente a la puerta. El
señor Rucastle sobrevivió, pero quedó destrozado para siempre, y sólo se
mantiene vivo gracias a los cuidados de su devota esposa. Siguen viviendo con
sus viejos criados, que probablemente saben tanto sobre el pasado de Rucastle
que a éste le resulta difícil despedirlos. El señor Fowler y la señorita
Rucastle se casaron en Southampton con una licencia especial al día siguiente
de su fuga, y en la actualidad él ocupa un cargo oficial en la isla Mauricio.
En cuanto a la señorita Violet Hunter, mi amigo Holmes, con gran desilusión por
mi parte, no manifestó más interés por ella en cuanto la joven dejó de
constituir el centro de uno de sus problemas. En la actualidad dirige una
escuela privada en Walsall, donde creo que ha obtenido un considerable éxito.
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